(Prólogo al poemario Inventario para el amparo. Pequeña antología decrecentista, de Laura de la Fuente, publicado por Crecida. Ha sido levemente adaptado a las normas de estilo de nuestra revista y se han añadido algunos enlaces. El libro puede ser solicitado a la editorial por correo electrónico.)

somatizando incluso, esa percepción de que nos abocamos hacia un colapso civilizatorio. De hecho, podríamos considerarla próxima a lo que se ha venido en llamar poesía de la conciencia crítica, en la línea de Jorge Riechmann, Antonio Orihuela o Alberto García-Teresa, y cercana a nuevas corrientes que algunos llaman ya poesía del colapso y de la que por cierto están apareciendo nuevas antologías poéticas como Última poesía crítica. Jóvenes poetas en tiempos de colapso. Pero si la gran mayoría de estos poetas se centran en el ecocidio o en el cambio climático —realidades de las que Laura no es ajena— la poesía de Laura tiene una tercera pata: la desaparición paulatina de los combustibles fósiles de nuestras vidas. En cualquier caso es consciente del despeñadero hacia el que nos dirigimos como civilización. Ese sentimiento aparentemente apocalíptico no es un recurso literario, ni una figura retórica ni una mera exageración sino una visualización aguda de lo que se nos viene. Quiero decir que este declive industrial no es un aparente fin del mundo metafórico, ni una crítica superficial al capitalismo, ni una aparente intuición metafísica de que todo se va al garete sino una constatación científica muy bien fundamentada: el inexorable agotamiento de los recursos energéticos y materiales. Y es precisamente este aire de época caracterizado por el declive de las sociedades industriales en donde habría que contextualizar la obra de Laura para comprenderla y utilizarla de forma apropiada.
Laura sabe que la civilización moderna se desvanece y que, de cara a prepararnos para afrontar ese cambio de paradigma energético, el tiempo se agota. Nos recuerda que nos dirigimos, siguiendo la teoría de Olduvai, a escenarios caracterizados por formas de vida similares a las del pasado, escenarios que tendrán muchas similitudes con el paradigma energético del siglo XIX. Escribe en su poema «Canción para irse»: «¡Ven conmigo a los bosques mientras mueren los coches!». Esta angustia por el futuro cercano también abre en ella —tengamos en cuenta que es madre— un conflicto interior respecto del planeta que le dejamos a nuestros descendientes; en «Última autobiografía. Con anotaciones en cursiva» leemos: «Tengo niños de miel, saben qué es el Club de Roma, / juegan a colapsar, a Olduvai y se preguntan / si merece la pena traer a más personas». En realidad, la constatación de que ya hemos entrado en un escenario de baja energía es algo transversal en toda la obra de Laura.
Igualmente Laura tiene muy presente la destrucción de los ecosistemas por parte de la actividad industrial. La verdad de la que nos habla es también es la verdad de un mundo chernobilizado y fukushimizado por un sistema capitalista depredador que no sólo se lleva por delante territorios sino a poblaciones enteras, como desde hace décadas el imperio hegemónico actual está haciendo con los saharauis o los palestinos. En el largo poema «Última autobiografía, con anotaciones en cursiva» describe un planeta devastado por el capitalismo pero recordándonos que nosotros somos parte de ese planeta, es decir, que nuestros propios cuerpos también están siendo devastados: «Me está latiendo el Mar de plástico, cada vez que / lavo ropa y trabajo en la fábrica de hambre». De algún modo conecta con cierto romanticismo revolucionario, en el sentido de establecer una relación de absoluta condena con la modernidad. A decir verdad, en toda la antología hay una crítica soterrada a la vida moderna como en los haikus: «Por la autopista. / A lo lejos camiones / no saben nada» o «Los ciclos rotos / No existe ni el otoño / La primavera va por dentro». Esta conciencia de devastación capitalista tal vez alcance su punto culminante en piezas como «La nada avanza», en el que la desesperación de vivir en un mundo tan roto por el consumismo, la alta tecnología y las dinámicas capitalistas le hace deslizarse hacia un automatismo y un onirismo tan inesperado como sorprendente: «allí es el infierno en la tierra exprimida / donde amamantan madres con dolor entre basura / rodeadas del plástico adiestrado en Europa». Pero su anticapitalismo no deja de expandirse; diría que en sus versos hay una tentativa de retornar a una unión originaria con la naturaleza, como vemos por ejemplo en el poema «Inventario o mi museo de la exterioridad» en el que, desde un tono ensayístico que me agrada mucho y a la vez que lanza una crítica demoledora a la mercantilización de la vida, explora la idea de la exterioridad[1] puesta en circulación y bajo análisis por el Grupo surrealista de Madrid.

Eso, de algún modo, le hace adquirir valor a su poesía, un valor de uso artesanal y humano, por supuesto. A mí, por ejemplo, su poesía me hace sentir acompañado ante tanta desolación.
Por tanto su poesía es en medio de la devastación capitalista un llamado a decir la verdad; cada uno de sus versos es un grito de urgencia, un intento de toma de conciencia colectiva pero también es un llamado a la acción, no tanto para algo tan pretencioso como cambiar el rumbo de la historia como para adaptarnos humildemente a la baja energía que viene y abrir pequeñas grietas de convivencia que nos hagan huir en la medida de lo posible de la propia putrefacción del sistema capitalista. De hecho un hueco que viene a llenar la poesía de Laura en las sociedades modernas es precisamente la falta de mitologías propias de las clases populares; la falta de himnos, de canciones, de creencias populares o de ritos celebratorios para afrontar este colapso civilizatorio en el que ya hemos entrado. Y ahí su poesía contribuye a crear y propagar esa nueva mitología decrecentista, tan opuesta a las mitologías inherentes al propio capitalismo termo-industrial, como por ejemplo el mito de progreso técnico.
En cuanto a los rasgos formales de su poesía hay dos hechos fundamentales. En primer lugar debemos tener en cuenta que Laura es actriz de teatro. Es imposible comprender su escritura poética sin tener en cuenta la experiencia del teatro. Aquellos que la hemos visto actuar sabemos que en su poesía Laura pone en funcionamiento toda la intrincada maquinaria del binomio cuerpo-espíritu, con lo que es imposible no interpretar su poesía en estrecha vinculación con su cuerpo. Estamos ante una poeta que no olvida el cuerpo del lenguaje. Digo esto porque el riesgo del poeta actual es quedarse a solas con el lenguaje y olvidarse de su cuerpo. Es precisamente esta experiencia actoral la que le permite a Laura explorar emociones, ritmos y cadencias de manera más efectiva y profunda. De hecho, sus poemas parecen respirar y cobrar vida propia. Confieso que cuando leo sus poemas lo hago pensando en su voz y en su respiración, imaginando que es ella las que me los lee al oído. Pero además de actriz Laura también es música lo que hace que todos sus poemas estén impregnados de musicalidad. Su poesía, aunque a veces escape de las formas métricas y juegue al caos, es un flujo que no pierde nunca el sentido del ritmo y la cadencia.
Otro de los elementos que más me gusta de su poesía es que me desconcierta. Ésta a veces es narrativa, a veces adopta la forma de improvisados pensamientos de urgencia, otras veces parece dejarse llevar por el extraño automatismo de un inconsciente que razona y en ocasiones se muestra coloquial y agresiva, agresiva por ejemplo con la sintaxis, a la que en algunos de sus poemas, en momentos de alta desesperación poética, juega a alterar; bien modificando el tipo de letra, bien aumentando el espaciado entre caracteres, bien utilizando las mayúsculas o bien tachando literalmente algunas líneas, algo similar a las capas de arrepentimiento de un pintor. Desde el primero de sus poemarios ha recurrido a estas técnicas que aportan al lector nuevos estratos de lectura, sobre todo en momentos críticos del poema, en ciertas fases de elevada tensión expresiva. A mí, he de reconocer que todo ese caos inesperado me agrada. Tal vez por eso Pepe Campana afirmó acerca de uno de sus libros que «es el resultado de un torbellino».
Concluyo: esta antología es una buena muestra de la obra poética de Laura pues ofrece gran parte de sus líneas de interés y preocupación pero quisiera finalizar agregando algo importante en relación a este libro y es su carácter orgánico y cerrado. En el epílogo, en el poema titulado «He aprendido a rezar», Laura nos muestra el profundo amor hacia su madre, quien había fallecido poco antes. Pero ese amor absoluto se va fusionando con el amor por la humanidad y por nuestro planeta. Creo ver aquí una suerte de sublimación de todo lo expresado a lo largo del libro, sublimación en la que no sólo se recurre al amor materno como forma de superación de la muerte sino también como forma de resistencia ante la devastación ecológica, los genocidios y los expolios actuales del capitalismo.
Da igual que el lector esté o no al tanto de las previsiones procedentes de círculos decrecentistas. Para el ya iniciado la poesía de Laura será un buen compañero de viaje que le ayudará a acomodar su subjetividad a este nuevo escenario que va abriéndose paso en nosotros. Es más, diría que su lectura podría llegar a ser incluso terapéútica. Y para los que no estén al tanto de la nueva disponibilidad energética hacia la que nos dirigimos, para aquel que no sepa nada del colapso en el que ya hemos entrado, su poesía le revelará verdades silenciadas por el discurso oficial; y lo hará de manera seductora, sin dogmatismos y sin rigideces ideológicas, pues Laura de la Fuente prefiere encantarnos y cautivarnos antes que convencernos.

Notas
[1] La noción de exterioridad ha sido ampliamente explorada por el Grupo surrealista de Madrid en libros como Pensar, experimentar la exterioridad (VV. AA., Ed. La Torre Magnética, Madrid, 2018) o en la revista Salamandra. Intervención surrealista.

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