(Sumamos a las reflexiones con motivo de la conferencia Beyond Growth España las del reconocido sociólogo ambiental Ernest Garcia.)
Algunos comentarios a continuación sobre el diálogo en curso acerca de decrecimiento, poscrecimiento, más allá del crecimiento, etc. Tratando de simplificar al máximo para ir directamente al fondo del asunto. Habrá matices que añadir, sin duda. Sin embargo, tal vez partir desde los fundamentos ayude a seleccionar los que sean pertinentes.
1. Mejor no enredarse con la jerga, si no hay necesidad
Hace mucho tiempo que Adam Smith dijo, palabra más, palabra menos, que el crecimiento es excitante, el estado estacionario aburrido y el decrecimiento deprimente. Las razones para percibirlo así casi han desaparecido, pero el sentimiento perdura. Mientras la cosa siga igual, mientras la adicción al crecimiento siga dominando el escenario, cualquier término disonante va a ser mal recibido. Dirán, como mínimo, que es insidioso; y como máximo, más vale no reproducirlo. Desde esta perspectiva, poscrecimiento, más allá del crecimiento, decrecimiento, descrecimiento, tanto da. Los maníacos van a irritarse, y si alguien se hace la ilusión de que disimulando la cosa va a colar se autoengaña.
Primer paso: hay que suponer que las personas que participan en el diálogo no son tan ingenuas como para creer que, si se encuentra la palabra adecuada, una que moleste poco o una que moleste mucho, todo irá sobre ruedas. Eso no agota la conversación sobre terminología, pero quizás sí ayuda a evitar sus formas más superfluas.
Buscando algo más de sustancia al tema del término adecuado, hay al menos dos aspectos a considerar.
En primer lugar, podría argumentarse que “más allá del crecimiento” remite a un escenario que incluye el decrecimiento hasta un nivel sostenible de requerimiento material, pero que también incluye más cosas, puesto que un proceso de cambio social no se reduce a su dimensión estrictamente física. Esto sugiere aspectos que, aunque no estoy seguro de que sean esenciales, resultan interesantes. Los Odum hablaron de la “cuesta abajo”. Y, hace muchos años, comentando lo que había de ineludible en el horizonte, un avezado ecologista canario me sugirió un saludo amistoso para uso de decrecentistas: “Nos vemos en la bajadita”.
Es plausible mantener que flexibilizar la terminología en el sentido apuntado en el párrafo precedente puede estar bien, evitando rigideces, añadiendo algunas dosis de complejidad. Sin embargo, en muchas ocasiones (y éste es el segundo aspecto a examinar) da la impresión de que lo que aparece en primer plano es más bien otra cosa. Concretamente, la asociación de uno u otro término con posicionamientos políticos relativos a la combinación de aspiraciones más o menos anticapitalistas con el reconocimiento de que la crisis ecológica es real y grave. Aparecen entonces discrepancias que tienen que ver con el grado, la intensidad o la formulación más o menos explícita de las cosas. Esas discrepancias son importantes, pero pueden ser debatidas en sus propios términos. No se gana demasiado agrupándolas bajo una etiqueta. Mueve a reflexión el constatar que las etiquetas para esta clase de programas de acción se desgastan con bastante rapidez, dando lugar a una sucesión de nuevos términos que acaban significando más o menos lo mismo que los anteriores.
Los enredos de jerga son la parte menos sustanciosa del diálogo.
2. Conceptos precisos y examen cuidadoso de los datos
En la terminología puede ser aceptable, y a veces incluso conveniente, algo de flexibilidad. En cuanto a los conceptos, en cambio, toda precisión es poca. Decrecimiento es lo que le pasa a un sistema que reclama a su ecosistema más de lo que éste puede proporcionar duraderamente: y lo que le pasa es que tiene que disminuir sus magnitudes físicas, por las buenas o por las malas, hasta que éstas vuelvan a ser “ambientalmente sostenibles”, es decir, compatibles con la capacidad de su medio ambiente para suministrar “recursos” (energía útil y materiales aprovechables).
Si el sistema que excede sus límites es una sociedad, entonces ha de disminuir su sociomasa (la palabra que usó Boulding), así como el flujo metabólico que mantiene a ésta (Daly lo llamó throughput). La sociomasa es la masa total de los organismos y los artefactos que componen la sociedad. El flujo metabólico es la corriente de energía útil y materiales aprovechables que le permite reproducirse y conservar el orden en su estructura. En una palabra: la sociedad debe pesar menos, caminar más ligera sobre el planeta. Es bastante preciso y razonable llamar a eso decrecimiento, aunque no hay problema si alguien prefiere decirlo de otra manera, siempre que quede claro de qué se está hablando.
Se plantean entonces dos preguntas importantes. Una que concierne a los hechos: ¿Ha superado ya sus límites la sociedad actual? Y otra de tipo teórico: Si el crecimiento ha de acabar, ¿qué vendrá después? O, por decirlo con el eslogan de una jornada próxima: ¿Qué puede haber más allá del crecimiento?
Hay diversas vías que conducen a responder afirmativamente la pregunta acerca de si la sociedad actual ha traspasado ya los límites del planeta. Si alguien admite que la generalización universal del nivel de vida en España exigiría tres planetas, como se desprende de las medidas de huella ecológica, y asume que dado que hay un solo planeta eso es insostenible, entonces debería plantearse cómo ajustarse a lo que hay. En términos generales, podría hacerse reduciendo la población a una tercera parte de la actual, o reduciendo en la misma medida el consumo, o multiplicando por tres la ecoeficiencia (o combinando ajustes parciales de los tres factores que, sumados, produjeran el mismo resultado). No voy a indicar aquí las razones por las que me parece del todo improbable que sólo con innovación tecnológica se pueda reducir la huella ecológica en la medida necesaria. Quien lo crea posible debería argumentarlo. Y sería deseable que lo hiciera con la misma honestidad con la que, hace ya muchos años, los proponentes del Factor 4 (el doble con la mitad de recursos) reconocieron que para los sectores básicos —energía, minería, agricultura— la cosa se presentaba extremadamente difícil. En todo caso, si la tecnología no basta, entonces cualquier salida tiene que incluir una dosis más o menos grande de decrecimiento. Las conclusiones son similares siguiendo otras vías. Los boundaries explorados por Rockström y otros. La modelización de sistemas dinámicos no lineales según la metodología iniciada en el primer informe al Club de Roma. Los recuentos de materiales que siguen la línea abierta por Naredo y Valero. Incluso, en muchos aspectos, los informes del IPCC… Hay mucha información al respecto acumulada a lo largo de décadas. Y es interesante que, además de abundante, se ha ido haciendo cada vez más coincidente, consistente y contundente.

La conclusión a la cual se llega por todos esos caminos puede ser discutida, claro, como todos los enunciados empíricos. Lo que no vale es aceptarla, como hacen casi todos los medios de comunicación cuando un día del verano, difundiendo un cálculo basado en la huella ecológica, anuncian el momento en que se han consumido los recursos anuales de la Tierra, al tiempo que rechazan la conclusión lógica de esa información: que es necesario decrecer, por lo menos, hasta que ese día se atrase al 31 de diciembre.
En cuanto a la pregunta de qué habrá más allá del crecimiento, Manuel Casal Lodeiro ha recordado hace pocos días la respuesta a la que la lógica obliga: después del crecimiento, es decir, cuando ya no hay crecimiento, sólo puede haber o estado estacionario o decrecimiento.
En el nivel estrictamente teórico, la discusión viene de lejos y es importante. En el siglo XIX Jevons, en diálogo implícito con Stuart Mill, defendió que el estado estacionario sería más o menos posible en sociedades agrarias, esto es, basadas en recursos renovables, pero que una sociedad dependiente de los combustibles fósiles, una vez que éstos comienzan a escasear, tiene que decrecer. En términos parecidos, hace casi medio siglo, Georgescu-Roegen desarrolló una línea crítica fuerte, en la que lo que resulta concebible, si acaso, es un estado cuasi-estacionario, de declive relativamente lento.
Dejando a un lado este importante núcleo conceptual, resulta llamativo que sean dos de los partidarios más señalados de una economía homeostática, Herman Daly y Dennis Meadows, quienes hayan sugerido, cada uno por su lado, la respuesta correcta a la pregunta sobre qué hay más allá del crecimiento. Con el lenguaje menos técnico que soy capaz de formular:
- Como la sociedad actual ha rebasado la capacidad del planeta para sostenerla, entonces tiene que decrecer.
- La inflexión, desde que el crecimiento se detiene hasta que comienza el declive, puede ser concebida como una fase más o menos breve de crecimiento cero.
- La subsiguiente cuesta abajo habría de desembocar a su vez en un estado más o menos estacionario. Si hay suerte y acierto, en un estado no expansivo pero vivible.
Dicho de otra manera: como el crecimiento tiene que pararse antes de disminuir, y como el decrecimiento debe pararse también para no conducir a la desaparición, entonces el decrecimiento y el estado estacionario no son alternativos en el sentido de mutuamente excluyentes, sino más bien alternantes, esto es, fases sucesivas de un mismo proceso. ¡Ay, la lógica!
3. ¿Un programa mínimo compartido?

Me consta que la afirmación aún genera incomodidad. Pero a estas alturas, todo el mundo, en el fondo de su corazón, sabe que es cierta. Escuchando la letanía se intuye que la alabanza del crecimiento sigue repitiéndose una y otra vez sólo porque se cree que los demás aún creen. Pero ya va siendo hora de romper el encantamiento.
Han quedado atrás los tiempos en que las cosas se resumían señalando que cuando la economía va bien, el medio ambiente va mal. La contradicción economía/ecología ha mutado a una variante todavía más tóxica y ahora, cuando la economía va bien, tanto el medio ambiente como la vida cotidiana de la gente van mal.
Los ámbitos de aplicación del criterio arriba apuntado abundan, desde la cuantificación de los costes de compensar daños o perder patrimonio natural y cultural (¿hablamos de inundaciones y de incendios forestales?) hasta muchas otras cosas. Por ejemplo, la evolución de los ingresos reales de la gente, o la desconcertante supervivencia de la cultura consumista en una constante deriva hacia modalidades low cost, por no hablar del precio de la vivienda, de la calidad de los bienes básicos o de la erosión de los servicios públicos. Un tema de estos días, de este final del verano en que se ha descubierto que las vacaciones han sido más caras que nunca: algo bueno para una economía especializada en el negocio inmobiliario, el turismo y la hostelería; desagradable para casi todo el mundo, incluyendo la gran mayoría de quienes trabajan en esos sectores, que a veces también se toman vacaciones.
No es que incidir para cambiar las percepciones sobre todo eso sea fácil. Todavía es picar piedra. Pero no parece imposible. Piénsese en cosas como la resistencia a Altri en Galicia. O como la oposición a la ampliación norte del puerto de València, esa extraña forma de progreso consistente en regalar cientos de millones del dinero de todos a una naviera especializada en tráfico de contenedores y en cruceros (negocios nada contaminantes, como es bien sabido…). No sé si el rechazo a cosas como éstas es aún minoritario, pero estoy seguro de que ya no es marginal. Y hay margen todavía para profundizar en sus implicaciones, para denunciar el chantaje que tratan de ejercer quienes pretenden todavía presentar proyectos así como pasos hacia un futuro mejor.


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