Todos los días comienza la función.
Sin cartelera, sin aplausos, sin final.
La escenografía está clavada al suelo,
los decorados no se renuevan,
pero los cuerpos se mueven
como si algo estuviera a punto de ocurrir.
No hay guion,
pero las frases se repiten.
Nadie cree que esto funcione,
y sin embargo nadie interrumpe la marcha.
Las ciudades despiertan al ritmo de una mentira antigua
que ya no tiene nombre,
solo gestos.
Solo horarios.
Solo trámites.
La ruina está a la vista,
pero se ha vuelto invisible por saturación.
Todo está quieto en su derrumbe.
Todo sigue igual por miedo a que algo cambie.
Las palabras están vacías,
pero las seguimos pronunciando.
Las promesas están rotas,
pero las seguimos firmando.
El simulacro no se impone desde arriba,
se reconstituye desde cada gesto repetido sin alma,
desde cada decisión hecha por la costumbre.
Esto no es una conspiración,
es una coreografía del cansancio.
Un ritual de obediencia sin amo.
Una ceremonia de la inercia
en la que todos actuamos
para no mirar lo que ya no puede sostenerse.
No llega de golpe.
No cae desde el cielo como castigo.
No abre grietas en el suelo.
Llega por acumulación,
por exceso de detalles
que nadie sabe enhebrar en una sola frase.
Un río se seca,
una lengua desaparece,
una ciudad arde por tercera vez.
Los precios suben.
Los cuerpos duelen.
El aire pesa.
Los satélites lo graban todo,
pero los noticieros editan con pulso quirúrgico.
Se nos dice:
Es solo una anomalía,
un problema puntual,
una disrupción técnica.
No hay relato.
Solo episodios.
Solo síntomas.
Sólo ruido.
El caos se disfraza de normalidad.
La excepción se vuelve hábito.
Y cada señal nueva,
en lugar de alertarnos,
se suma al inventario de lo inevitable.
Así se construye el presente:
como una habitación llena de alarmas
que ya nadie escucha
porque todas suenan al mismo tiempo
y desde hace demasiado.
El colapso no grita.
Susurra.
Golpea por dentro.
Se instala en la costumbre
como una luz que parpadea
hasta que tus ojos aprenden a ignorarla.
Alguien barre el polvo debajo de la alfombra
y sonríe.
Alguien imprime un informe con cifras brillantes
y se lo entrega al vacío.
Alguien sube al estrado
y promete un mañana
como quien reparte pan duro.
Los oficiantes del espejismo no descansan.
Sus gestos son precisos,
sus trajes están planchados,
su voz nunca tiembla.
No porque crean,
sino porque han olvidado cómo es no fingir.
El espectáculo debe continuar.
Las cámaras giran.
Los titulares se redactan.
La música de fondo evita los silencios largos.
Los documentos se sellan con fórmulas perfectas
para que no duelan.
Los discursos se afilan con cuidado
para que no digan nada.
La gestión se ha vuelto el arte de mover humo,
de sostener andamios con celofán.
Mientras tanto,
en las casas,
alguien nota algo extraño al abrir la ventana.
Una densidad nueva.
Una sospecha sin nombre.
Pero prefiere guardar silencio.
No porque ignore,
sino porque no hay dónde decirlo sin romper algo.
Las instituciones tiemblan
si se pronuncian ciertas palabras.
El lenguaje mismo evita sus bordes,
como si el mundo estuviera al borde de un conjuro
y bastara nombrar para que todo caiga.
Por eso se calla.
Por eso se actúa.
Por eso se repite.
Una ficción tan larga
que ya no se distingue del suelo que pisamos.
La sutil destreza de sostener lo insostenible.
El arte de tensar cuerdas casi rotas
como si aún pudieran vibrar.
El maestría de apuntalar ruinas
con reglas caducas,
como si la geometría salvara la materia.
Cada decisión que prolonga el teatro
añade peso a la estructura vencida.
Cada promesa de continuidad
un clavo más.
Cada intento de no ver
una venda empapada.
El mundo no cae por abandono,
sino por obsesión.
Por negarse a soltar.
Por insistir en que la música no ha terminado
cuando ya no hay nadie bailando.
Se invoca el progreso
como quien invoca a un muerto.
Se menciona el futuro
como quien espera a un tren
que ya pasó hace siglos.
No es la tormenta lo que nos arrastra,
es la arquitectura del fingimiento.
Los refuerzos inútiles.
Las reparaciones que agravan las fisuras.
La manía de maquillar el abismo
con colores de oficina.
Así se acelera la descomposición:
no con gestos radicales,
sino con la suavidad de lo habitual.
Con la ternura hipócrita del ‘todo irá bien’.
Con la falsa calma que precede
al derrumbe lento
de lo que ya no puede tenerse en pie.
No se trata de caer en la desesperación,
ni de pintarlo todo con ceniza, no.
Se trata de mirar.
De no apartar los ojos.
De permitir que algo se rompa
donde antes solo había reflejos.
El mundo que conocimos
no regresa.
La puerta que se cerró
no volverá a abrirse al mismo paisaje.
Y eso duele.
No como una herida aguda,
sino como una pérdida sin tumba.
No hay catástrofe súbita,
hay despedidas que nadie ha pronunciado.
Rituales que faltan.
Lutos no autorizados.
Por eso el alma arrastra una tristeza muda
que no sabe dónde ni cómo llorar.
Nombrar lo que se ha perdido
es el primer acto de verdad.
No para rendirse,
sino para soltar, por fin, el lastre del fingimiento.
Solo entonces,
cuando las lágrimas limpian el espejo,
puede surgir una mirar distinto.
La lucidez no es un faro,
es un temblor.
Una claridad sin promesas.
Un saber sin defensa.
Una forma de habitar la incertidumbre
con la frente descubierta.
Lo que se ha ido no volverá.
Pero aún no sabemos lo que puede nacer.
Y mientras tanto,
habrá que aprender a vivir
en ese intervalo sin nombre,
donde ni el viejo mundo ha muerto del todo
ni el nuevo ha encontrado todavía su voz.
No todo se desmorona al mismo ritmo.
Hay lugares donde la intemperie
no destruye,
sino que limpia.
Donde la grieta no es ruptura,
sino espacio nuevo.
Nadie anuncia estas señales.
No aparecen en los mapas,
ni guían como brújulas.
Pero están.
Un huerto colectivo
entre dos autopistas.
Una conversación nocturna
que se atreve a poner nombre.
Un silencio compartido
que no busca solución,
sino compañía.
No hay épica.
No hay plan maestro.
Hay gestos diminutos fuera del guion.
Miradas que no se evitan.
Manos que reparan sin proyecto,
solo por amor al fragmento.
Las estructuras crujen,
pero entre sus fisuras
alguien canta.
No para ser oído,
sino para no olvidar el sonido.
Tal vez no nos corresponde salvar el mundo,
ni restaurar su edificación fallida.
Tal vez la tarea sea otra:
acompañar su ocaso sin cinismo,
habitar el umbral con dignidad,
preparar un suelo fértil
para lo que pueda llegar.
Porque incluso cuando la torre se viene abajo,
la vida encuentra resquicios.
Y no siempre brota desde el centro.
A veces nace en el borde,
donde nadie mira.
Donde el polvo aún flota
pero el aire ya no es el mismo.
No es el fin lo que duele,
sino esforzarse en fingir que el fin no ha empezado ya.
Sigues levantándote a la misma hora.
Marcas tu paso entre semáforos y pantallas.
Ríes en cenas que te dejan vacío.
Aplaudes discursos como quien evita estornudar.
Lo llamas rutina.
Lo llamas vida.
Pero sabes que algo se rompió.
Hace tiempo.
En silencio.
Sin drama.
Te dices que aún no es el momento.
Que falta poco para que todo encaje.
Que alguien sabrá qué hacer
y te lo explicará con voz serena.
Pero al fondo,
cuando nadie te observa,
cuando apagas las luces,
hay algo que tiembla
en esa máscara que llevas sin orgullo.
Y entonces,
la pregunta vuelve.
No desde afuera,
sino desde ti:
¿Cuánto más vas a sostener lo insostenible?
¿Cuánto más vas a llamar normal
a este eco sin cuerpo
que repites cada día?

Vibrante! Bárbaro..
Magnífico.