Garrulo, paleta, pueblerino, provinciana… nuestro vocabulario está plagado de figuras despectivas asociadas a lo rural. Detrás está un concepción del campo como atrasado, como una reliquia del pasado cuya imagen palidece al mirarse en el espejo de la ciudad como sinónimo del progreso. Aunque en los últimos lustros se ha revitalizado algo la imagen de nuestros pueblos, lo ha hecho como urbes en miniatura. Lugares solo deseables si cuentan con una imprescindible conexión potente a internet, un abanico de oferta de ocio equiparable a la urbana y por supuesto una movilidad constante en coche dentro del núcleo poblacional. En ningún caso la agricultura aparece como actividad económica, que sigue siendo algo únicamente legítimo como pasatiempo, pero no como forma de vida. No digamos ya como apuesta estratégica de futuro frente al metabolismo industrial.
Esta entrada y salida de materiales y energía debe cumplir tres requisitos importantes: ser rápida, provenir de largas distancias y transportar grandes masas. Además, la movilidad de materiales y energía no es solo necesaria entre la ciudad y su espacio exterior, sino también dentro de la propia ciudad, pues sus dimensiones han obligado a reproducir los mismos patrones de movilidad en el interior. Por ello, el despliegue urbano está íntimamente ligado al de las vías de alta capacidad (autopistas, autovías), los grandes aeropuertos y superpuertos, las redes de canalización de agua, las autopistas eléctricas, los oleoductos y gaseoductos o las redes de fibra óptica. También a la movilidad motorizada: coches, camiones, barcos y aviones, fundamentalmente.
Esta hipermovilidad no es posible realizarla sin el concurso masivo de petróleo. Ni la electrificación del transporte, ni el motor de hidrógeno, ni los agrocarburantes, ni la combinación de estos tres tipos de propulsión son capaces de sostener una flota de vehículos como la actual, imprescindible para el mantenimiento de las ciudades. La tesitura de la apuesta urbana no es solo que tenemos que abandonar el petróleo por su incansable contribución a la emergencia climática, sino que él nos va a abandonar al ser un recurso finito. Pero, además, detrás de la movilidad patológica del capitalismo urbano y global hay muchos más impactos: siniestralidad, guerras por el control de los recursos, fragmentación del territorio, contaminación del aire, ocupación del espacio, impermeabilización del suelo, agotamiento de recursos (el transporte es, con diferencia, el sector que más recursos utiliza), segregación de infantes y personas ancianas…
En todo caso, más allá de una necesidad, habitar en un espacio rural proporciona elementos de calidad de vida centrales para el ser humano. Probablemente, el más destacado de ellos es el contacto íntimo y cotidiano con espacios naturalizados, lo que se correlaciona con una mejor salud. Nuestra biología no está adaptada al hormigón y al acero, sino a la tierra y las plantas.
En lo que respecta a ensanchar lo rural, no vale cualquier forma de hacerlo. Repito: no se trata de construir un mundo urbano en chiquitito. Tampoco de recuperar un pasado imposible de repetir (e indeseable en muchos casos). La idea es nuevamente proyectar y ensanchar, a partir de ejemplos existentes, una ruralidad agroecológica y viva. Es lo que hace la Fundació Emprius, que libera tierras para ponerlas en mano común y trabajarlas bajo el paradigma agroecológico. Detrás del proyectazo están cinco comunidades rurales que son referente en todo el Estado, pero tú también te puedes sumar, porque recuperar tierras —mientras no tengamos fuerza para expropiarlas— requiere de dinero.
Que las crisis, sobre todo las profundas, no se resuelven con los esquemas mentales del pasado es ya un lugar común. Pero eso no hace más fácil que rompamos nuestras mentes tan medularmente urbanitas. Ruralicémoslas.
