Un llamamiento a toda la humanidad
El papa Francisco —que eligió llamarse así por el poverello de Asís— fue el autor de la primera encíclica ecosocial de la historia: Laudato si’ [LS]. La encíclica fue saludada favorablemente por amplios sectores de la sociedad mundial, particularmente por los movimientos populares y ecologistas. Se presenta como una llamada dirigida a «cada persona que habita este planeta» [LS, nº 3], una invitación al debate honesto y transparente que «no pretende definir las cuestiones científicas ni sustituir a la política» [LS, nº 188]. Aunque las encíclicas constituyen parte del pensamiento doctrinal y social de la Iglesia Católica también representan un mensaje lanzado a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, sean o no creyentes. Esta apelación universal resulta especialmente clara tanto en esta segunda encíclica de Francisco, publicada el 24 de mayo de 2015, como en su penúltima exhortación apostólica Laudate Deum [LD] del 4 de octubre de 2023, que profundiza y completa la encíclica Laudato si’.[1]
Pero antes de entrar a comentar estos textos (la encíclica Laudato si’ y la exhortación Laudate Deum), conviene resaltar el primer escrito de Bergoglio ya como papa, la exhortación Evangelii Gaudium (EG) del 24 de noviembre de 2013, considerada como el programa de su pontificado. Es un texto fuertemente influido por los resultados de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Aparecida (Brasil) en el mes de mayo del año 2007. Huelga señalar la relevancia que tuvo en su día otra conferencia del episcopado latinoamericano (la segunda en Medellín, 1968) para el florecimiento del cristianismo de liberación en todo el mundo.
Una economía que mata: el necrocapitalismo
Se ha dicho que Francisco no emplea el término capitalismo ni habla de clases sociales. Es cierto, en su lugar habla de «economía idolátrica» y de «pueblo». Y aunque no nombre explícitamente al capitalismo o a las jerarquías establecidas por él a través de la división social fija del trabajo, desde luego está continuamente hablando de ello cuando se refiere a que «hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil» [EG, nº 53], está hablando de ello cuando denuncia la idolatría del dinero y la primacía de la rentabilidad frente al cuidado del prójimo y de la tierra [EG, núms. 55 a 58], cuando señala la tendencia a privatizar y a convertir todo en mercancía [LS, nº 30] o cuando recuerda, tomando las palabras de otra encíclica,[2] que «toda pretensión de cuidar y mejorar el mundo supone cambios profundos en estilos de vida, los modelos de producción y consumo, las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad» [LS, nº 5]. Todas esas causas apuntan al capitalismo global, lo nombre o no.
En esos textos se enuncia una preocupación que resulta clave en el pensamiento de Francisco: la preocupación por los «sobrantes», los «descartados», los que desde disciplinas como la sociología se han denominado personas excedentarias, aquellas para las que la sociedad no encuentra cabida. Se trata de una población superflua, «inútil para el mundo» en expresión de Robert Castel.
Desde un principio une el Papa Francisco la fractura metabólica con la social haciendo comprensible la quiebra civilizatoria en que vivimos como una única crisis ecosocial. Y así, al referirse al capitalismo (al que no nombra) como sistema biocida y despilfarrador señala que, además de agotar la Tierra y convertirla en un inmenso vertedero, liga íntimamente la suerte de los seres excluidos con la basura. La contaminación y la exclusión son dos problemas que responden a la misma lógica en una cultura del descarte que afecta tanto a las personas sobrantes como a las cosas de las que rápidamente nos deshacemos para convertirlas en residuos:
Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes» [LS, nº 53]
Encíclica Laudato Si’ (Alabado seas), 24 de mayo de 2015
En la Laudato Si’ identifica la Tierra, entendida como la casa común, con los pobres: «entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que “gime y sufre dolores de parto” (Rm 8,22)» [LS, nº 2]. Y reafirma a continuación la unidad de toda la creación al señalar que somos tierra y la tierra forma parte de nosotros: «Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está construido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da su aliento y su agua nos vivifica y restaura» [LS, nº 2]. Esta consciencia de la vinculación se ve arropada por el mejor conocimiento científico hoy disponible que concibe al sistema Tierra como una inmensa red de relaciones de cuya trama emerge la vida. La rama de la ciencia que estudia estas interrelaciones, la ecología, sabe que ni la vida ni el mundo físico que la mantiene existen en compartimentos aislados. Por el contrario, resalta la extraordinaria unidad que existe entre organismos y medio ambiente. El Papa se hace eco de ello desde el inicio de la encíclica.
Esta convicción de que en el mundo todo está conectado es la que permite percibir la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta: no hay dos crisis separadas, una social y otra ecológica, sino una única crisis ecosocial: «no podemos dejar de reconocer que un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres»” [LS, 49]. Por eso se ha dicho que esta es la primera encíclica ecosocial de la historia, y esta visión ecosocial es la que permite advertir, asumiendo la mirada del santo de Asís, «hasta qué punto son inseparables la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior» [LD, nº 10].
El fundamento de la ecología integral que defiende Francisco se encuentra en el hecho de que todo está íntimamente relacionado y que, por ello, la ecología y la justicia social resultan inseparables. De este nuevo paradigma (expresión de los enfoques sistémicos y de la complejidad de la mejor ciencia actual y en las antípodas del reduccionismo analítico del cientificismo moderno que fragmenta sin lograr articular de nuevo el conjunto de relaciones entre los distintos campos de conocimiento) se desprende la llamada a la conversión ecológica, que es integral en cuanto que «requiere de una profunda conversión personal, social y estructural». Y que, por consiguiente, supone un deber político además de una tarea social y una transformación personal.
Metodología e ideas fuerza
La encíclica sigue un esquema muy parecido al «ver, juzgar y actuar» que se utiliza como metodología de revisión de vida, interpretación de la realidad e impulso al compromiso social en los movimientos cristianos de base. El capítulo primero se dedica a lo que está pasando en la casa común. Es el momento de ver —a partir del conocimiento que nos brinda la mejor ciencia disponible— en qué mundo vivimos. Los capítulos segundo, tercero y cuarto permiten juzgar, a la luz de la fe del creyente, esa realidad de la que &mdashsegún Ignacio Ellacuría, uno de los jesuitas asesinados por la represión del ejército salvadoreño en el año 1989 —hay que hacerse cargo, cargar y encargarse.[3] Finaliza con una llamada a la acción que ayude «a salir de la espiral de autodestrucción» [LS, nº 163] a partir del diálogo, la educación y la espiritualidad ecológica. Los movimientos cristianos añaden a este eje «ver-juzgar-actuar» una dimensión celebrativa y contemplativa, una actitud que impregna toda la encíclica reflejándose incluso en el título: Laudato si’ (Alabado seas).
Finalmente, un quinto aspecto de esta encíclica que merece atención es la llamada a la «conversión ecológica». La conversión ecológica significa, por un lado, un cambio en la forma de percibir la naturaleza: «El mundo es algo más que un problema a resolver, es un misterio gozoso que contemplamos con jubilosa alabanza» [LS, nº 12], y, por otro, implica «cambios profundos en los estilos de vida, los modelos de producción y consumo, las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad» [LS, nº 5]. El cambio en la percepción de la naturaleza debe asentarse en la visión —inspirada en sabidurías ancestrales, y avalada por el reconocimiento científico de la interdependencia ecológica— de la tierra como madre que nos cuida y nos da la vida. Como se dijo en un apartado anterior, la ciencia más avanzada, la mejor ciencia que hoy se está haciendo, lejos de entrar en contradicción con estas visiones parece confirmar lo mitos de los pueblos originarios acerca de la Tierra como Gran Madre. «Esta convicción no puede ser despreciada como un romanticismo irracional, porque tiene consecuencias en las posiciones que determinan nuestro comportamiento» [LD, nº 11]. Según la visión con la que nos acerquemos a la naturaleza así será nuestra relación con la tierra: «Si nos acercamos a la naturaleza y al ambiente sin esta apertura al estupor y a la maravilla, si ya no hablamos el lenguaje de la fraternidad y de la belleza en nuestra relación con el mundo, nuestras actitudes serán las del dominador, del consumidor o del mero explotador de los recursos, incapaz de poner límites a sus intereses inmediatos. En cambio, si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el cuidado brotarán de un modo espontáneo» [LS, nº 11], siendo estos —la sobriedad y el cuidado— los frutos de esa conversión.
Para el cuidado, la encíclica pone a Francisco de Asís como modelo, porque supo poner «una atención particular hacia la creación de Dios y hacia los más pobres y abandonados (…) En él se advierte hasta qué punto son inseparables la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior» [LS, nº 15]. En este punto, sin embargo, se echa de menos un reconocimiento a las mujeres. Está muy bien señalar a San Francisco como ejemplo del cuidado, pero no se puede obviar que quienes sostienen la trama de cuidados de las personas y de la vida en este planeta son hoy básica y principalmente las mujeres, y que la conversión ecológica debe significar el rechazo del patriarcado y una llamada a un reparto más equitativo de las responsabilidades de cuidar.
Crítica a la tecnociencia y al poder
La tecnociencia está orientada a intervenir sobre la realidad, es operativa en su intención, pero esa intención se desarrolla en un contexto (alineándose con los intereses de determinados grupos del poder económico) y genera unos efectos devastadores sobre la naturaleza (dado que los objetos producto de la técnica nunca son neutros en relación con la biosfera). La encíclica menciona todo eso, pero enfatiza un aspecto que a veces se suele olvidar: la tecnociencia es además «un paradigma de comprensión que condiciona la vida de las personas y el funcionamiento de la sociedad» [LS, nº 107]. Ese paradigma avanza a través de la especialización y la fragmentación de los saberes, imposibilitando una visión de conjunto y dificultando un conocimiento complejo y profundo de la realidad: es reduccionista y unidimensional, y ese conocimiento sesgado e incompleto que proporciona se ha convertido hoy en una herramienta de dominio «en el sentido más extremo de la palabra» [LS, nº 108] e «impide encontrar caminos adecuados para resolver los problemas más complejos del mundo actual, sobre todo del ambiente y de los pobres, que no se pueden abordar desde una sola mirada o desde un tipo de intereses» [LS, nº 110].
Esa crítica al paradigma tecnocientífico hoy dominante, unida a la convicción de que en el mundo todo está conectado y a la necesidad de reconocer el valor propio de cada criatura independientemente de su utilidad o uso, conduce a la denuncia de la cosificación y del reduccionismo monetario. Para hacer frente a este fetichismo, no basta con la mera valoración intelectual o el cálculo económico de la naturaleza, sino que nos debemos abrir a una valoración más amplia que la reconozca como una realidad compleja y religada por lazos de hermandad entre todas las criaturas. La naturaleza no es un objeto de uso y de dominio, sino una realidad a la espera de liberación frente a esas ataduras de dominación.
Francisco considera que en el origen de este paradigma tecnocrático está un exceso de antropocentrismo, una “gran desmesura antropocéntrica” (la hybris griega), que daña nuestra referencia común, los lazos sociales de fraternidad y nuestro papel en la creación: «Por eso ha llegado el momento de volver a prestar atención a la realidad con los límites que ella impone», sostiene Francisco denunciando visiones ilusorias y apelando al realismo esta vez desde las páginas de la Laudate Deum, y señala la representación inadecuada de la antropología cristiana que ha llevado a «respaldar una concepción equivocada sobre la relación del ser humano con el mundo» [LD, 116]: «el ser humano ya no reconoce su posición justa respecto al mundo, y asume una postura autorreferencial, centrado exclusivamente en sí mismo y en su poder».[6]
Religación y cultivo de la esperanza
La publicación de la encíclica debe ser celebrada y contemplada como ejemplo del potencial de las religiones ante el desafío que plantea a la humanidad la crisis ecosocial, además de como un legado de enorme valor que nos deja este papa.
El filósofo vasco Xavier Zubiri resaltó una característica básica del fenómeno religioso en la interpretación etimológica de la palabra religión. El término procede de la voz latina religio, relacionada con el verbo religare, que significa religar o vincular. En este sentido, la experiencia religiosa consistiría en la consciencia y vivencia de la vinculación y dependencia respecto a los demás (interdependencia), a la sociedad de la que se forma parte (sociodependencia) y a la naturaleza que nos constituye (ecodependencia). De esta vivencia los seres humanos descubren que existir consiste en estar religado. Esta consciencia de la religación ayuda a reconsiderar el papel de lo humano en la naturaleza y permite anteponer —según las enseñanzas de los llamados Padres (griegos y latinos) de la Iglesia— la defensa de los bienes comunes a los intereses privados y beneficios personales: «La naturaleza ha producido todas las cosas en común para todos. Pues Dios ordenó que todo se engendrase de manera que el sustento fuese común a todos y la tierra una especie de posesión colectiva de todos. La naturaleza engendró un derecho común y la usurpación creó el derecho privado» (San Ambrosio, De officiis ministrorum 1, 28, 142).[7]
Para finalizar, una última aportación que nos deja este papa que es especialmente oportuna para la vivencia del momento actual. La encíclica destila aquello que Franz Hinkelammert ha denominado «pesimismo esperanzado». Si analizamos honestamente la realidad necesariamente debemos ser pesimistas: la evolución de la actual civilización industrial capitalista aboca a la catástrofe. Pero no sólo se impone el pesimismo en relación con los resultados de esta civilización, también surge en cuanto a las posibilidades reales de enfrentar en un plazo razonable esos resultados. Es el momento de distinguir —como hace Terry Eagleton— la esperanza del ingenuo y ensimismado optimismo. En un mundo como el nuestro, el optimismo es peligroso por lo que tiene de negación de los problemas. Necesitamos esperanza, no optimismo. Es más, «el optimismo impenitente (…) corre el riesgo de desvalorizar su esperanza».[8]
Para que el pesimismo de la razón no neutralice el optimismo de la voluntad, necesitamos una justificación de nuestra acción que no suponga la posibilidad de la victoria, pues esta es altamente improbable. Esa justificación de lo que hacemos frente a la desoladora realidad reside en la esperanza. De esta manera la inevitable desconfianza ante la dura realidad que nos rodea no se convierte en un pesimismo resignado que no hace nada sino en un pesimismo activo que lanza a la acción: «Hay esperanza, y esta surge a partir de una amenaza que es muy grande. Si tú haces cálculo del éxito, no vas a hacer nada, porque el cálculo del éxito te dice que no hay muchas probabilidades. Hacer la acción sin calcular el éxito, esa es la manera de lograr algún éxito».[9] Esta invitación al hacer sin cálculo de éxito exige generosidad, funcionar con la lógica del don, de la entrega a la lucha sin esperar nada a cambio. La disposición hacia estas actitudes es un mensaje central de la encíclica. Es el núcleo de la espiritualidad de la esperanza, «que es una espiritualidad que no surge del cálculo sino de su crítica, y que es humana, con toda la amplitud de lo humano, y no religiosa, es secular. Es decir, no es propiedad de nadie, de ningún partido, de ninguna iglesia, de ninguna cultura»,[10] pero que está especialmente presente en algunas tradiciones, como la cristiana, y en las vivencias de los colectivos oprimidos, ya que es una sabiduría que surge de la experiencia de la derrota. El papa Francisco se despidió convocando un Jubileo para el año 2025 dedicado a la esperanza.[11] Cultivar la esperanza requiere depositar la confianza en los vínculos interpersonales, en unas nuevas relaciones entre las naciones y en el respeto y cuidado a la Tierra y a todo lo vivo que ella alberga.

Notas
[1] Ambos documentos son fundamentales para entender el pensamiento de Francisco, pero no suficientes y, aunque no tengan carácter teológico ni doctrinal, también los discursos con los que se dirigió a los movimientos populares al inicio de su pontificado constituyen el complemento necesario para comprender en toda su complejidad y riqueza el pensar y el sentir del papa Francisco sobre la crisis ecosocial y sus causas subyacentes.
[2] Centesimus annus (1 de mayo 1991), 58, p. 863.
[3] La opción por los pobres tan presente en la teología de la liberación cristiana no es concebida como un apartado o capítulo más de la teología, sino que representa un auténtico cambio de perspectiva —una epistemología— en la forma de leer la realidad a partir de los últimos y de las víctimas de las estructuras de opresión, la única capaz de dar sentido y esperanza a todos los crucificados que ha habido a lo largo de la historia, lo que implica —según Ignacio Ellacuría— al menos tres cosas: «hacerse cargo de la realidad» (dimensión intelectiva), «cargar con la realidad» (dimensión ética) y «encargarse de la realidad» (dimensión de la praxis). Lo señala Jon Sobrino al recordar al compañero asesinado en El Salvador en el primer capítulo de su libro Fuera de los pobres no hay salvación, Trotta, Madrid, 2007, p.18.
[4] Santiago Álvarez Cantalapiedra, La Gran encrucijada. Crisis ecosocial y cambio de paradigma, Ediciones HOAC, Madrid, 2019.
[5] Francisco Fernández Buey, «Crisis de civilización», Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, nº 105, FUHEM, 2009, pp. 41-51.
[6] Abraham Canales (editor), Nos os dejéis robar la dignidad, Ediciones HOAC, 2019, p. 29.
[7] Javier Domínguez, Movimientos colectivistas y proféticos en la historia de la Iglesia, Mensajero, Bilbao, 1970.
[8] Terry Eagleton, Esperanza sin optimismo, Taurus, Madrid, 2016, p. 15.
[9] Estela Fernández y Gustavo D. Silnik, «El pesimismo esperanzado. Entrevista a Franz Joseph Hinkelammert», Crítica y Emancipación, (5), primer semestre de 2011, p. 77.
[10] Ibídem, p. 77.
[11] Papa Francisco, Spes non confundit (La esperanza no defrauda), Bula del Jubileo ordinario del año 2025.