(Anteriormente publicado en gallego en el blog Saber Sustentar, de El Salto. Traducción del propio autor.)
La sustancia, el maravilloso cuento de terror que Coralie Fargeat estrenó en octubre en los cines, tiene varias interpretaciones interesantes desde las reivindicaciones igualitarias (feminismos y edadismo, principalmente) pero también algunas desde la defensa de la supervivencia de nuestra especie y el camino del decrecimiento.
Intentaré hacer un breve resumen del argumento, destripando el menos posible a película (una obra que recomiendo ver solo la aquellas personas que tengan un estómago fuerte y una cierta resistencia al asco): Elisabeth, una presentadora de éxito de uno de esos programas de porno suave disfrazados de gimnasia que emiten en algunas cadenas de televisión, es despedida de su puesto tras cumplir 50 años, porque su cuerpo ya no atrae el público y no sirve el mercado. Sin trabajo, siempre vivió de vender su imagen normativa, y con una vida vacía de sentido pretende recuperar su espacio gracias a un producto innovador (la sustancia del título) que le permitirá recuperar “la mejor versión de ella misma” y volver al reinado de la televisión. Nace así Sue, la quintaesencia de la juventud de Elisabeth, que ocupa el hueco que dejó su “matriz” en los deseos de los telespectadores. Pero la sustancia, como todos los hechizos de los cuentos, tiene sus reglas que no se pueden quebrantar sin castigo. Se trata de un producto limitado: puede utilizarse una sola vez. Cada una de las versiones de la protagonista solo puede vivir 7 días sucesivos, mientras la otra se alimenta y descansa para su siguiente turno semanal, y cada minuto que cualquiera de las facetas supera ese plazo lo paga la otra en salud porque, otra de las normas es clara: “Sois una”. Por supuesto, la que incumple es la joven Sue que apura y juega con los plazos para vivir en su vida de éxito materialista a costa de la salud de Elisabeth que enseguida comprende que su supervivencia va a ser imposible, aunque entiende que su sufrimiento es un precio que vale la pena para que Sue pueda mantener una vida epicúrea.
La metáfora para lo decrecentismo es clara: como Elisabeth y Sue, todos los seres vivos «somos uno» y los recursos de los que disponemos son limitados por lo que cualquier abuso o malversación de los materiales finitos lo pagaremos (lo pagarán) los seres vivos del futuro. Los seres humanos del norte global del presente, las Sues, somos futurívoros: estamos alimentando nuestras vidas excesivas con los bienes necesarios para la mera supervivencia de nuestras hijas y de gran parte de la vida futura del planeta.
No podemos repetir más que los recursos del planeta son finitos. Ya en 1980, William Catton inventó el concepto extralimitación para describir la situación en la que nos encontramos y estableció que los seres humanos somos una especie que ya sobrepasó los límites que el ecosistema tiene para albergarnos, lo que está provocando que el planeta se degrade, con lo que estamos cavando la tumba para la especie. Esto es, que dado que la civilización humana está consumiendo recursos y produciendo basura como si tuviera 1,7 planetas, lo que de verdad hace es provocar que el único planeta que en realidad tenemos pierda su capacidad para albergarnos y mantenernos vivos pasado mañana.
Por lo tanto, de seguir con el actual sistema económico devoto del dogma del crecimiento sin fin estamos condenando nuestro futuro. La vida hedonista de Sue es nuestra vida: una existencia de vuelos comerciales baratos, comida rápida, obsolescencia programada, moda de usar y tirar, digitalizaciones absurdas, etc. En nuestros 7 días en el planeta estamos exprimiento los recursos de nuestras hijas y nietas, las Elisabeths que vendrán.
Las Sues malgastamos la energía y los materiales con unas costumbres y modos de vida regidos por un epicureísmo malentendido (una búsqueda del placer materialista y consumista fomentado por el sistema socioeconómico hegemónico) pero Epicuro de Samos dejó escritas cosas tan poco aceptables por el statu quo actual como “[r]eviento de satisfacción en mi pequeño cuerpo cuando vivo de agua y pan, rechazo los placeres lujosos […] Mándame un queso envasado para que, cuando yo quiera, pueda darme un festín”. Ese hedonismo más estricto puede ser el que de verdad necesitamos para lograr la supervivencia de todas (o la mayor parte de) las Elisabeths. Porque, como en La sustancia, tenemos que recordar que «somos una» y es preciso tener en cuenta las generaciones del futuro: la frugalidad, la contención, la austeridad son las únicas salidas de esta trampa que nos pusimos a nosotros mismas.
En 1987, cuando las Naciones Unidas formalizaron el concepto desarrollo sostenible en el llamado Informe Brundtland, lo definieron como “el desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras de satisfacer sus propias necesidades”. En 2013, el secretario general de la ONU presentó su informe La solidaridad intergeneracional y las necesidades de las generaciones futuras, en el que recuerda:
En todo el mundo y en todas las culturas observamos una dedicación a las generaciones futuras. Se trata de un valor compartido de manera universal por toda la humanidad. Es un valor que se encuentra en la base de todas las constituciones y los tratados internacionales; es una fuerza motriz de la economía; y en los hogares se manifiesta en las creencias religiosas, en las tradiciones y en la cultura. Los miembros vivos de una comunidad se benefician de los sacrificios y las inversiones que hicieron las generaciones anteriores. Pocos cuestionarían la responsabilidad que el mundo tiene para con sus hijos y sus nietos […]
Ban Ki-Moon defendía las ideas más asentadas en las sociedades tradicionales, ciertamente olvidadas por los modos de vida creados por el industrialismo. Estas tradiciones parece que son las que quiso recuperar la Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Social de 1995: en su documento final los países se comprometieron a crear un marco de acción que les permitiera cumplir sus deberes tanto con la generación presente como con las futuras, garantizando la equidad entre generaciones y protegiendo la integridad del medio ambiente y la posibilidad de usarlo de manera sustentable. Ban Ki-Moon concluye, en su informe de 2013, que, de acuerdo con estos principios, toda la humanidad “forma una comunidad intergeneracional en la que todos los miembros deben respetarse mutuamente y cuidar los unos de los otros, para alcanzar el objetivo de la supervivencia de la especie humana”. Una filosofía muy real, necesaria pero que choca de frente con nuestras sociedades, gobernadas por Sues.
De estas cumbres y documentos surgen los tan cacareados Objetivos del Desarrollo Sustentable (ODS) que la Asamblea General de la ONU aprobó en el 2015 y que los Estados no acaban de asumir en serio apostando en la práctica por políticas cosméticas (de verdeo de los sistemas socioeconómicos) que en muchas ocasiones aceleran más que frenan el colapso.
Aunque algunos países sí hicieron esfuerzos por llevar estos principios a sus ordenamientos jurídicos. Gales aprobó en 2015 una Ley para el bienestar de las generaciones futuras que, siguiendo las recomendaciones de las Naciones Unidas, crea la figura de una Comisaria para las generaciones futuras con facultades para supervisar que las políticas públicas de Gales tienen en cuenta sus consecuencias a lo largo plazo y evitar el “cortoplacismo electoralista” que siempre criticamos a nuestros mandatarios. En el Reino de España y gracias a una iniciativa legislativa popular, las Illes Balears aprobaron en 2023 la Ley para el bienestar de las generaciones presentes y futuras que crea una Comisión de un máximo de 15 miembros que serán los encargados de evaluar el impacto en las generaciones futuras de la actividad normativa y las políticas públicas de la administración autonómica. Por el momento la aplicación de la ley mediterránea está paralizada aunque sus impulsoras siguen luchando para que sus tímidos logros (quizás los únicos que puede asumir el sistema) comiencen a aplicarse.
Las Sues, así lo marca el guión, estamos siendo creativas y muy hipócritas y mientras proclamamos nuestra absoluta defensa de las Elisabeths que vendrán, seguimos incumpliendo las reglas de la sustancia con unas consecuencias que Fargeat viene de plasmar de una manera lúcida y nauseabunda en su última película.