Humanidades ecológicas: hacia un humanismo biosférico (Tirant Humanidades, Valencia, 2023) plantea una lectura transdisciplinar para comprender y encarar la crisis civilizatoria a la cual nos enfrentamos. En palabras de Carmen Madorrán, una de las editoras, esta obra pretende abordar la «difícil labor de hacernos cargo, de pensar y asimilar tanto la excepcionalidad de esa abundancia que creíamos infinita como la responsabilidad moral que se deriva de nuestra desmedida capacidad para dañar a otros» (p. 295). La formación de un humanismo biosférico exige ese conocimiento acerca del mundo en el que vivimos, imposible sin el concurso de las ciencias (naturales y sociales). Al mismo tiempo se imponen dos tareas fundamentales que pueden identificarse más con las humanidades: el análisis crítico del presente y la reflexión ética en busca de un futuro mejor. El objetivo de este libro es la confluencia entre estas tres dimensiones.
Esta monumental tarea se ha plasmado en el trabajo de veintisiete autores y autoras, junto con tres editores: José Albelda, Fernando Arribas-Herguedas y Carmen Madorrán, quienes en sí mismos son una muestra de la variedad de saberes y disciplinas que reúne esta obra. El primero es doctor en Bellas Artes y profesor en la Universitat Politècnica de València (UPV). El segundo es licenciado en Sociología, doctor en Filosofía y profesor en la Universidad Rey Juan Carlos (URJC). La tercera es doctora en Filosofía, profesora en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) y coordinadora del Grupo de investigación en Humanidades ecológicas (GHECO). Los tres, además, enseñan en el máster interuniversitario en Humanidades Ecológicas, Sustentabilidad y Transición Ecosocial de la UPV y la UAM. Aunque la filosofía predomina en el conjunto de los autores, nos encontramos también con físicos, poetas, ecólogas, economistas, biólogas, químicos, pedagogas, etc. El proyecto de las Humanidades ecológicas es un trabajo colectivo y poliédrico. Este libro presenta esta figura geométrica donde el conocimiento se nos muestra interconectado, como todo lo que se mantiene vivo.
Un primer paso para enfrentarnos a la crisis ecosocial (y en particular a la emergencia climática) es aceptarla. Inmediatamente a este primer paso, es necesario saber cuál es nuestro papel, qué lugar ocupamos en el mundo y cómo podemos establecer una relación saludable con él. Los capítulos dentro del bloque «Humanidades Ecológicas: Cuestiones de fundamentación» discurren acerca de cómo los seres humanos nos hemos relacionado con el resto del planeta a lo largo de la historia.
En «La naturaleza en el Antropoceno», por ejemplo, Fernando Arribas expone las distintas acepciones del término «naturaleza» y explica el peligro de las corrientes construccionistas que consideran la naturaleza como un mero constructo social, perdiendo así de vista la realidad material de la misma y dando vereda a la explotación desmedida por parte del capitalismo tecnomaníaco. Para remendar esta flaqueza, Arribas trae a colación la definición de naturaleza ofrecida por Jorge Riechmann: «naturaleza como biosfera», como «sistema organizado de los ecosistemas» (p. 48). En el segundo artículo, «Filosofía de la humanidad terrestre», Antonio Campillo propone un enfoque cronológico que recuerda a las nociones de Comte, en tanto que divide la historia de las cosmovisiones de las sociedades en tres partes: sociedades tribales, estamentales y capitalistas. Al contrario que el filósofo francés, sin embargo, Campillo nos anima a rescatar algunas ideas propias de las sociedades tribales, nos habla de «regresar a la Tierra» y de revertir aquellas nociones capitalistas que nos han creado la ilusión de estar por encima de ella.
Una tónica dentro de los artículos de este bloque es este regreso a la horizontalidad con el resto del planeta, la tarea de desdibujar la línea ontológica de separación que hemos trazado entre nosotros y el mundo. En este sentido, resulta muy interesante «Ciencia gaiana para tiempos de colapso y transición», donde Carlos de Castro recurre a las teorías de Lynn Margulis y James Lovelock para argumentar que esta separación hombre-naturaleza no solo es refutable desde la filosofía (sea en términos ontológicos, sea en términos éticos), sino que también es refutable desde la ciencia. Castro expone las ventajas a nivel explicativo que tiene considerarnos como parte de un gran organismo, Gaia, y las ventajas a nivel ecológico que se siguen de las primeras: pensarnos a nosotros mismos como parte del mundo —y no aparte de este— implica hacer del cambio climático un problema propio, que lo que está en juego no es tanto salvar el planeta —como si fuera ajeno a nosotros—, sino salvarnos también a nosotros mismos.
El tercer artículo, a diferencia de los otros del presente bloque, no se centra en explicar las cosmovisiones que nos pueden ayudar a superar la «Gran Prueba», sino que presenta un enfoque más bien práctico. En «Para una sociología de la cuesta abajo: ¿funcionalismo o filosofía de la praxis?», Ernest García se centra más bien en qué puede ocurrir si seguimos ignorando aquellas propuestas que den cuenta de la asfixiante presión antrópica y que nos obliguen a bajarnos de la atalaya ontológica en la que llevamos siglos subidos, pero que el avance de la ciencia ha ido carcomiendo en las últimas décadas. Lo que está en juego a la hora de aceptar o no la crisis ecológica es si el inevitable decrecimiento económico va a ser «descenso ordenado y voluntario o colapso catastrófico» (p. 71).
El bloque sobre «Espiritualidad y ética» lo inicia el filósofo y poeta Jorge Riechmann señalando el fallo cognitivo que tenemos que superar para abordar esta crisis. Se trata de un fallo en dos sentidos que, a su vez, se relacionan entre sí: la percepción de nuestro lugar en el mundo y la del mundo en el que nos encontramos. La cuestión principal, como apunta Ginny Battson, consiste en desdibujar la idea de centro (ser humano) y entorno (medio ambiente) (p. 103). Ni siquiera valdría con sacar al ser humano del centro y poner en su lugar los ecosistemas o las vidas no humanas: superar el fallo cognitivo pasará por comprender que todos los procesos vitales están interconectados y son esenciales para el funcionamiento autónomo de la biosfera. La idea de centro queda sustituida por una de red que nos proporciona el conocimiento de la simbiosis; la relación que se da entre organismos y que proporciona las condiciones necesarias para su existencia. Como «nombrar ayuda a aclarar» (p. 112), Battson introduce el término simbioética para describir el conjunto de valores que surgen al poner atención en estos procesos simbióticos. Es el caso del amor y la devoción, que emergen al unirnos emocionalmente también con aquello que nos mantiene con vida y a lo que damos vida.
«La crisis ecológica es tanto una crisis física como espiritual, para abordarla se necesita un nuevo nivel de conciencia» (p. 161) dice una cita de Maathai que Josep Maria Mallarach escoge para empezar el décimo capítulo. La conciencia, como apuntan las tradiciones orientales, es lo contrario al ego, el cual hace que nos percibamos como fragmentos aislados en un mundo separado. Mallarach destaca el papel de esta conciencia simbiótica en la conservación de la naturaleza, presente en las visiones ancestrales de los pueblos originarios y en la mayor parte de culturas. Como bien apunta Marta Tafalla, la cultura capitalista sería más bien una excepción, pero una excepción dominante (p. 136).
En esta tarea cognitiva, emocional y espiritual es muy importante el papel que juega la imaginación, concepto central del bello capítulo de la filósofa Marina Garcés, quién, siguiendo a Deleuze, afirma que para subvertir primero hay que percibir algo que hasta entonces había permanecido oculto. Es el caso de los límites. Necesitamos establecer relación con los límites, no como finales, sino como condición de existencia que también debe ser pensada y nombrada. Es como si el fallo cognitivo no solamente nos acercara al colapso, sino que es en sí mismo un colapso de la imaginación. Por eso afirma la autora que para que la imaginación no colapse, tenemos que ser capaces de pensar el colapso: «si el futuro se presenta oscuro, es porque el presente se nos ha vuelto opaco» (p. 157). Siguiendo esta línea, Antonio Casado da Rocha, estudioso de Thoreau, afirma que para el de Walden eso que llamamos “mundo” es un producto moldeado por nuestra imaginación. Desvelar nuestra ceguera consistirá en desvelar lo normal, los hechos que aparentemente se nos presentan como neutros como algo extraño y así liberarlo tanto de su obviedad como de su irreversibilidad. De esta forma puede ser que lo normal sea comprometernos para hacer de este lugar que cohabitamos un lugar bueno para la vida, y esto solo puede hacerse potenciando los procesos simbióticos en todos los aspectos.
El siguiente bloque («Las condiciones de una nueva cultura ecológica») responde a la necesidad de formar una nueva cultura. En los seis capítulos que lo componen se realizan diagnósticos muy semejantes a los ya presentados antes y se concluye en cada caso que es necesario un cambio de conciencia, una nueva cosmovisión, una metanoia. Esta transformación no atiende únicamente a problemas epistemológicos o cognoscitivos, no es simplemente un problema de mirada. Son necesarios además una serie de valores morales que consigan derrocar la tecnolatría, el sexismo, el androcentrismo, la mirada económica convencional, etc. En definitiva, se buscan las condiciones para la formación de una cultura de la suficiencia que otorgue nuevos modelos para comprender la realidad en crisis, principios sobre los que se formen comunidades y estrategias concretas de transformación política.
Evidentemente, una nueva cosmovisión no puede reducirse al contenido de varios capítulos de un libro, pero sí que se recogen en estas páginas propuestas concretas que son ejemplares en la tarea constructora que se persigue. Encontramos así dos capítulos dedicados a la economía. Se diagnostican los errores de la economía convencional, tanto epistémicos como prácticos, para después plantear alternativas como el «enfoque post-crecimiento» (p. 231). El objetivo es conseguir una economía humana reproducible que respete los límites biofísicos y piense en el mañana. No faltan tampoco consideraciones más pragmáticas acerca de la transición, como las que realiza Santiago Álvarez Cantalapiedra hablando acerca de la renta básica universal, el control de excedente o los fondos de inversión soberanos (p. 254).
Ya existen formas sociales diversas, pero el neoliberalismo predomina con creces. Para conseguir un cambio la nueva cultura ecosocial debe expandirse. Debemos ver el mundo y relacionarnos con la naturaleza a través de ella, vivir en ella. A modo de guía provisional, esta cultura de la suficiencia podría resumirse en las siete ideas centrales con las que Ecologistas en Acción vertebran lo que han denominado una «nueva cultura de la Tierra» (p. 316): (1) decrecer en la esfera material y energética; (2) construir en común; (3) mantener la biodiversidad; (4) vivir del sol actual; (5) cerrar ciclos de materiales; (6) poner la vida en el centro; (7) escribe tú sobre la Tierra.
El último bloque aborda «Cómo comunicar un nuevo paradigma». Luis González Reyes despliega un nuevo modelo educativo ecosocial que abarca desde el desarrollo psicofísico individual hasta una dimensión colectiva para la organización de una sociedad sostenible, democrática y justa —puesto que los privilegios que actualmente disfrutan algunos humanos no pueden ser universalizables para satisfacer sostenidamente nuestras necesidades—.
Tomando conciencia de las crisis presentes, la propuesta se enfoca en integrar el metabolismo humano en la biosfera, comprendiéndola como un sistema complejo, fundamentado en relaciones cooperativas y con límites materiales, energéticos y temporales. Todo ello se enmarca en un conocimiento de nuestra condición ecodependiente —pertenecemos al entramado relacional de la vida— e interdependiente —somos seres vulnerables y por ello requerimos cuidados, especialmente en determinadas etapas de la vida—. Estos conceptos permiten superar la idea de que la naturaleza existe para ser explotada por los humanos, así como analizar críticamente los impactos de la tecnología, enfrentando el culto que actualmente el pensamiento hegemónico desarrollista le rinde.
Mediante metodologías participativas, se persigue el desarrollo de la empatía y la creatividad, para potenciar una organización colectiva que dialogue con distintas perspectivas interseccionales e interculturales. En este sentido, González Reyes propone como objetivo clave: «mostrar que las relaciones jerárquicas no son las únicas posibles en la organización social y económica» (p. 334).
Por su lado, Nuria Sánchez León se pregunta cómo educar para conocer los desafíos ecológicos, entender nuestra responsabilidad sobre ellos, e incidir en la capacidad de acción. En este sentido, señala la importancia de «desligar la idea de progreso de la acumulación material y crecimiento económico» (p. 355). La autora destaca positivamente que la nueva ley LOMLOE 2020 añade los conceptos de ecodependencia e interdependencia, y la asignatura obligatoria Educación en Valores Críticos y Éticos. Sin embargo, valora como limitaciones la persistencia de la mirada antropocéntrica, así como la ausencia de críticas al capitalismo.
Finalmente, el libro aborda cuestiones sobre la estética anticonsumista y la importancia del arte y los medios de comunicación para desarticular las dinámicas hegemónicas y rearticular nuevas voluntades colectivas, mostrando que los cambios son no solo deseables sino también posibles. En este sentido, José María Parreño cita distintas obras culturales que, acordes con los valores de «lentitud, proximidad, eficiencia, simplicidad, reutilización» (p. 365), han contribuido a la denuncia y al cambio de perspectivas. Por su lado, José Albelda Raga y Lorena Rodríguez Mattalía, abogan por una comprensión de vida buena, representada mediante «una estética de la sostenibilidad que no puede ignorar la ruina de las megalópolis y la reconstrucción periférica de sociedades autogestionadas» (p. 380). La policrisis a la que nos enfrentamos exigirá generar discursos múltiples y plurales, donde destaca como ejemplo positivo el activismo joven que incorpora la perspectiva feminista al ecologismo, a la vez que denuncia el expolio del Sur Global.
En síntesis, la obra objeto de esta reseña es un manual imprescindible para toda persona que pretenda comprender las causas profundas de esta crisis ecosocial, así como para conocer cuáles son las claves que pueden orientar una transición hacia formas de organización que puedan satisfacer las necesidades humanas sostenidamente. En este sentido, como bien destaca González Reyes, «solo es posible tener vidas individuales plenas si existe un equilibrio socioambiental» (p. 327). Así, esta obra consigue dar cuenta de por qué un sistema socioeconómico, fundamentado en una cosmovisión antropocéntrica y desarrollista, que destruye la biosfera de la cual inexorablemente formamos parte y dependemos, es incapaz de proveer vidas buenas. Análogamente, un sistema que explota a multitud de personas y socava la importancia de aquellas encargadas de los cuidados, no debería seguir siendo deseable. En cambio, esta obra muestra que existen alternativas basadas en relaciones cooperativas y una ética del cuidado que ofrecen nuevos horizontes que merezcan ser vividos.