Comprendió que el mundo estaba hecho de historias, de tantas historias diferentes que, si se juntaban y se ponían en un libro, el volumen tendría unos novecientos millones de páginas
—Paul Auster, “4321”
El artículo del filósofo anarquista John P. Clark «A Rehumanization Revolution: Restoring the Deep Commons«, que conocí gracias a la sugerencia de un compañero del Consejo de Redacción de 15/15\15, es una adaptación de la conferencia del mismo título que sirvió de clausura a la Deep Commons Conference 2022: Cultivating Ecologies of Solidarity and Care beyond Capitalism, Patriarchy, Racism and the State, Cork, Irlanda, 29 de octubre de 2022.
La idea general, que compartimos ampliamente en nuestra revista, es promover una sociedad solidaria frente al sistema desigual y competitivo que sufrimos. Es necesario, dice Clark, hacer una Revolución de Rehumanización, y, para ello, es importante contar una historia (¡sin relato no hay paraíso!), pero la historia que cuenta es, en mi opinión, la parte más floja y discutible del texto, que también generaba dudas al propio compañero que sugirió valorar su posible publicación. Con esta palabra, rehumanización, se inspira en una supuesta sociedad cooperativa original cuyos valores habría que recuperar; una sociedad que habría sido fruto de una primera revolución, la de la humanización (no confundir con la hominización biológica), protagonizada por una coalición de hembras anárquicas y de machos anárquicos frente los machos dominantes que habían presidido el modelo jerárquico heredado de nuestros primos primates.
Bien, resulta un relato atractivo, pero no sé hasta qué punto aquella revolución original es verdadera, a pesar de los estudiosos que cita. Con los controvertidos datos paleoantropológicos y paleoculturales que tenemos se pueden urdir otros relatos alternativos. Todavía conocemos muy mal los mecanismos biológicos y sociales que han ido construyendo nuestra historia social, que por lo demás es enrevesada y está repleta de soluciones muy diversas. Digo mecanismos biológicos y sociales; con frecuencia es difícil distinguir entre ellos y precisar los que intervienen (y en qué medida) en cada caso. El espectro emocional y ético de la especie (el egoísmo, el altruismo, la solidaridad, la ambición, la envidia, la empatía, la afabilidad, la violencia) se despliega en cada grupo humano en función de múltiples variables, como los eventos geológicos, las epidemias, la mayor o menor disponibilidad de recursos, la relación con otros grupos, la fuerza de la tradición, las novedades (la creatividad), y otros muchos factores azarosos (por ejemplo la aparición de personalidades destacadas, que a veces dejan secuelas importantes en el devenir de sus colectividades).
dejan
En una jungla tan enmarañada, en la que las causas y los efectos se retroalimentan, es difícil encontrar los ingredientes básicos de un relato general de génesis social o sociología evolutiva que no solo suene bien, sino que sea científicamente sólido; o distinguir las corrientes de largo recorrido de las turbulencias. A diferencia de las religiones y otros mitos, la historiografía científica ha estado hasta el presente muy ocupada reconstruyendo las historias particulares, pero todavía no se maneja bien con la suma de historias y la identificación de los hilos maestros que atraviesan el conjunto, más allá de la secuencia evolutiva de la hominización y los grandes períodos tecnológicos. Por ejemplo, hay muchos relatos alternativos sobre la agresividad y la violencia, según los autores pongan el énfasis en determinadas manifestaciones del sarpullido que tan recurrentemente afecta a la especie; hasta el conocido tópico etológico sobre chimpancés agresivos y bonobos pacíficos, y si nos parecemos más a los segundos que a los primeros, etc… está en cuestión. Los intentos de síntesis históricas son necesarios. Es importante intentar reconocer patrones a través de la jungla, pero es la parte más difícil y, si bien disponemos de nuevas y poderosas herramientas, como los análisis genéticos y paleogenéticos que están arrojando mucha luz sobre la movilidad y la relación entre poblaciones, me temo que estamos todavía en una fase de tanteo y apenas somos capaces de explicar eventos concretos incluso contando con gran profusión de datos.
Un ejemplo: el efecto de la sociedad dominante y expansiva de El Argar (en el SE de la Península Ibérica) sobre su entorno, entre 2200 y 1600 antes de nuestra era, con las gentes de la periferia intentando ponerse a salvo en pequeños asentamientos autónomos bien defendidos o de difícil acceso. Ha sido necesario manejar enormes bases de datos, con miles de parámetros, para reconocer y describir un sencillo proceso histórico (Peres y Risch, 2022), y aun así, se han expresado reservas sobre la validez de la reconstrucción (Peres y Risch, 2023).
Si abrimos el foco, todo el tercer milenio antes de nuestra era ha acaparado la atención de muchos estudiosos por el surgimiento de estados expansionistas, basados en la fuerza militar equiparables a El Argar en otras regiones europeas. La arqueología muestra la gran circulación de artículos materiales por el continente, y la arqueogenética dibuja algunas pautas migratorias, pero no conocemos realmente las fuerzas que pusieron en marcha lo que aparenta ser un proceso de largo alcance que parece tener una fuente oriental. Y ¿tiene alguna relación real la desaparición de El Agar hacia 1600 a.n.e. con la de esas otras formaciones estatales, como la centroeuropea de Unetice, o el estado babilonio, el Imperio Medio Egipcio y los palacios minoicos en el Próximo Oriente y el Mediterráneo? (Por cierto, como ejemplo de las distintas valoraciones sociohistóricas, los autores del exitoso libro El amanecer de todo —Graeber y Wengrow, 2022— no interpretan el fenómeno minoico como ejemplo de sociedad jerarquizada y dominante). Podemos hacernos otras muchas preguntas parecidas, como qué causas o cadena de causas explican el recurrente desplazamiento de pueblos, en diferentes momentos históricos, de la estepa asiática hacia occidente (o hacia China) que parece provocar un efecto dominó por el camino.
En condiciones similares, la materia que estudian los físicos y los químicos se comporta igual en cualquier lugar del universo, pero los humanos no somos átomos; la conducta humana individual y social (y toda la mochila que arrastramos en forma de cultura) es mucho más compleja. Poco a poco, con infinita paciencia y la ayuda de múltiples disciplinas, se van atando cabos y atisbando procesos que son muy complejos, líneas o secuencias significativas de acontecimientos que empiezan y acaban como pequeñas corrientes o torbellinos en el gran río revuelto de la historia, pero hay que ser muy cautos, porque tenemos prisa y queremos ver figuras donde solo hay insustanciales nubes: constructos históricos ad hoc para apoyar la propia ideología y que nacen de ella.
Por volver a la “historia de la violencia” (o de efectos que nacen de ella, como la dominación), acerca de si ha habido una línea reconocible y significativa, se han hecho demasiadas interpretaciones, y, si bien es cierto que las olas de violencia se han ido haciendo más destructivas y letales a medida que la tecnología ofensiva ha incrementado su eficacia (del hacha de piedra hasta la bomba nuclear, y de los asaltos entre pequeños grupos hasta las guerras mundiales), no hay ninguna evidencia de que se haya producido una transformación de la raíz psicobiológica humana en este sentido. Lo que sí vemos son desequilibrios, situaciones de estrés y entornos sociales que favorecen la agresividad o despiertan el impulso de dominación, y que de vez en cuando se producen perturbaciones más o menos duraderas.
En lo que se refiere a la prehistoria, si bien son muy fragmentarios y desperdigados los datos a través de la secuencia de innumerables milenios, no faltan indicios de los mamporros que se arreaban en el cráneo nuestros primeros padres, algunos de los cuales terminaban en la cazuela (de lo que hay indicios, por ejemplo, entre los antecessor de Atapuerca; y no hay por qué interpretarlo piadosamente como canibalismo puramente ritual). Pero, a medida que nos remontamos en el tiempo, la reconstrucción de los procesos psicosociales se vuelve cada vez más gaseosa, y eso es aplicable a la idea de la primitiva Revolución de Humanización a que se refiere Clark.
En fin, si toda la historia humana fuera un puzle con algún sentido, podría decirse que hasta el momento quedan muchas piezas sueltas y todavía no se puede distinguir el dibujo, más allá de que parece que puede haber algún edificio rojo, otro gris, y arriba un cielo azul, pero debe de haber otras muchas cosas que no entendemos. Tenemos extendidas sobre el tablero muchas piezas, todo un surtido de sociedades, grandes y pequeñas; pacíficas y guerreras; conformes consigo mismas o expansionistas; comunales e igualitarias o jerárquicas, etc., e intentamos descubrir patrones significativos; las ordenamos cronológicamente, o por su nivel tecnológico o… pero la visualización o el reconocimiento de determinados procesos, como la neolitización y el surgimiento de las culturas complejas que llamamos civilizaciones, no debería ocultar, como lo ha hecho, la radical diversidad de la fenomenología humana. A despecho de lo discutibles que puedan ser algunas de sus interpretaciones, este es, precisamente uno de los méritos del libro ya citado de Graeber y Wengrow, que también cita Clark: hacer visibles las múltiples culturas que no han seguido la corriente canónica dibujada por la historiografía académica, es decir, que no han sido (o han sido poco) jerárquicas y no se han dedicado a expandirse y a dominar y no han hecho tanto ruido como las que han llamado más la atención de los estudiosos. Son muchas, y a muchas de ellas no les ha ido nada mal, aunque bien es cierto que con frecuencia han sido víctimas de las otras, las expansionistas, que parecen marcar el curso de la historia.
En mi ámbito de investigación de la Edad del Hierro avanzada en la Meseta castellana (aunque se puede decir algo parecido de otras regiones ibéricas y europeas), el panorama es de una pluralidad de sociedades autónomas, muchas de ellas poco jerarquizadas, sensiblemente igualitarias, con un notable bienestar económico y una gran estabilidad, que supieron mantener con vigor su personalidad incluso durante los dos siglos de duras agresiones del expansionismo romano (y su inercia cultural y social se prolongó luego durante mucho tiempo a lo largo de la etapa imperial, manteniendo muchas de sus señas de identidad).
Recapitulo. La historia nos ofrece todo un muestrario de soluciones sociales. Entre ellas encontramos (¡todavía hoy!) suficientes ejemplos de sociedades llamativamente comunitarias e igualitarias (significativamente, suelen ser pequeñas —locales y comarcales— y bien integradas en su entorno ecológico). Como dice Clark, y en esta parte suscribo su exposición, podemos aprender de ellas para impulsar una utopía regeneradora, sin necesidad de invocar una dudosa Revolución de Humanización primitiva, un pasado utópico, un nuevo mito fundacional, para afianzar nuestro propio desiderandum social. Los mitos han cumplido históricamente la inestimable labor de dar sentido a la vida, pero si se trata de sustituirlos por relatos científicos, me temo que este de la Revolución de la Humanización está demasiado verde e impregnado de ideología como para fundar sobre él la Revolución de Rehumanización que Clark propone.
Así pues, nos queda el ideal (y esta es la parte sustantiva del artículo de Clark) de construir una sociedad solidaria, igualitaria, integrada en la biosfera, etc. Nos gustaría un mundo así; es una utopía que compartimos los lectores de esta revista y que nos mueve a participar en foros y, quizás, a practicar el activismo social. Tal vez una utopía realizable, aunque algunos seamos pesimistas al respecto, porque nos parece que será más que difícil vencer con pequeños movimientos y pequeñas acciones la enorme inercia de este desmesurado monstruo social (del mismo modo que, por bien que funcionen, las pequeñas sociedades igualitarias y solidarias, están en inferioridad de condiciones cuando entran en la órbita de las expansionistas y dominantes). Además, ya no hay tiempo. Pero no queda otra que intentarlo: el voluntarismo contra el pesimismo de la razón.
Me permito esta opinión personal que desborda el mero comentario al artículo de Clark. Particularmente, creo que el colapso no es una mera amenaza, sino el destino final de la actual orgía, como ha sido el destino de otras civilizaciones igual de desnaturalizadas, que parece tan próximo en esta hora de la degradación, la de los gamberros y matones de la clase, todos esos tipos sin complejos, de pelos inverosímiles y motosierras. Pero, quién sabe, puede que sirvan de algo los esfuerzos que hagamos para minimizar los daños, para sembrar las semillas de la recuperación y fundar un futuro sobre nuevos y mejores valores. Y para ello no nos vendrá mal tomar nota y aprender de la pléyade de pequeñas sociedades equilibradas, resilientes, igualitarias y no dominantes; sociedades que, casi siempre en silencio histórico, han construido una vida humana fecunda en sintonía con los ritmos de la naturaleza. Quizás no hayan sido tan puras y felices, porque no hay entornos enteramente herméticos y cualquier historia individual y social se ve perturbada por factores adversos e inesperados, pero se han acercado, y pueden alimentar nuestra utopía de regeneración.
Podemos entregarnos a la profunda misantropía y creer que cualquier propósito de perfectibilidad será inútil porque la naturaleza humana es esencialmente desequilibrada y las sociedades y los individuos honestos están en desventaja frente a los matones sin escrúpulos, pero la diferencia ética entre los individuos y la variabilidad de las sociedades (las diferencias en cuanto a su calidad ética y las oportunidades que han brindado a sus miembros para desarrollarse humanamente) son la muestra de que, a pesar de todo, tenemos al menos cierta capacidad para domesticar y poner en orden tanto nuestro intrincado puzle emocional individual como nuestra alma colectiva. Incluso en este pandemónium, podemos acondicionar saludablemente nuestro pequeño entorno personal, y, en lo que se refiere al organismo social, si no ahora (reitero mi escepticismo), nos queda la esperanza de poder hacerlo cuando, tras el incendio y el zafarrancho general, haya que reinventar el futuro.
Bibliografía
- Peres, M. & Risch, R. (2022) «Espacios y fuerzas sociales en el centro y el este de la península ibérica entre 2200 y 1550 ANE: una aproximación macroespacial», Trabajos de Prehistoria, 79(1), 47–66. https://doi.org/10.3989/tp.2022.12286. Se puede descargar en https://tp.revistas.csic.es/index.php/tp/article/view/876/944
- Peres, M. & Risch, R. (2023). “Hacia una arqueología económica y de la explotación social: réplica a los comentarios a “Fuerzas productivas y relaciones de producción en el centro y el este de la península ibérica entre 2200 y 1550 a. n. e.”. Trabajos de Prehistoria, 80(2), e26. https://doi.org/10.3989/tp.2023.12340. Se puede descargar en https://tp.revistas.csic.es/index.php/tp/article/view/988
- Graeber D. y Wengrow D. (2022): El amanecer de todo. Una nueva historia de la Humanidad, Ed. Ariel.
Bien equilibrada crítica José David. Son fascinantes las últimas décadas de avances en la antropología y la historia humana, aunque sea para romper lo que han sido prejuicios, tanto en cómo interpretamos a Hobbes (aquí sigue la mayoría) como a Rousseau. La física y la biología al menos nos están enseñando que nuestros límites a lo que hacemos socialmente no dependen tanto de las restricciones físicas y biológicas como de las sociales (el colapso que viene no es por culpa de la termodinámica o de supuestas leyes de genes egoístas biológicas). Va siendo hora de asumir que la biología, sin violar leyes físicas, requiere sus propias leyes y que la antropología y la sociología requieren sus propias leyes (qué no podemos hacer o cuáles son las inercias y límites) más allá de lo que imponen las leyes físicas y biológicas (que tampoco podemos violar). Estamos aún gateando.
Sí, Carlos, cada estrato emergente en la generación de la complejidad tiene sus propias leyes, y nos movemos mal entre ellos. A los humanos nos viene cada vez más grande muestra humanidad, ese extraño híbrido biológico y cultural, y la grieta interior se ha hecho tan grande que es lícito preguntarse si todavía somos siquiera capaces de evitar una fractura dramática. Reitero mi pesimismo, pero tal vez el actual fracaso sea la condición para que generaciones más sabias tengan una nueva oportunidad y sepan labrarse una vida más amable sobre nuestras ruinas, cuando vuelva a salir el sol tras la tormenta.
Muchas gracias por esta gran síntesis. Comparto el escepticismo: quedamos fuera del devenir natural por haber caído en el tiempo y sabemos que ser conscientes de ser y estar en el mundo nos impide asumir nuestra finitud. Necesitados de prever y asegurar el futuro frente a otras, no podemos, no sabemos, evitar el miedo, temiendo la incertidumbre y la muerte. La desconfianza a la q el instinto de supervivencia nos empuja mueve a la competencia frente a la cooperación. La falta de justicia y equidad que imponen los matones y los egoistas que se arrogan privilegios y supremacismo, producen envidia y desconfianza en otras. Mantenemos así comportamientos competitivos, como el resto de especies, aunque estando en la cúspide de la cadena trófica lo hacemos entre nosotros. La violencia y la fuerza se oponen a la bondad y Hobbes acaba prevaleciendo frente a Rousseau.
Los comportamientos colaborativos y eficientes de especies como hormigas y abejas vienen grabados en sus ADNs, son determinismos biológicos, no hay un libre albedrío individual que es lo que nos caracteriza, para bien y para mal.
Quienes tienen empatía y son capaces de ceder en su soberanía individual, sostenemos que la educación y la racionalidad pueden establecer límites para que la convivencia pacífica y ordenada sea posible y q sigamos intentando dar cuerpo y sentido a la vida buena, justa y suficiente para todos, en un bioma gaiano integrado.
Somos simios averiados, en la expresión de J. Riechmann, siempre insatisfechos e incompletos, y nuestra imperfeccion es cifra del desastre entrópico al nos vemos abocados. Antonio Turiel se preguntaba en su blog cual era el sentido de la vida, más allá de su reproducción encadenada, en una sucesión de intercambios de gradientes químicos, materia y energía. Ese misterio, propiciado por ser el 3o. planeta del sistema solar, a la distancia adecuada de nuestra estrella y etc, nos permite entenderlo de un modo materialista y concluir que, efectivamente, estamos gateando como especie y aún nos resta mucha evolución, haciendo del cambio continuo la máxima por antonomasia. Si el sufrimiento no nos afectara no seríamos humanos, aunque a algunos de ellos esto les trae sin cuidado ¿los hace así menos humanos? Sin duda.
«Simios averiados»; La madera torcida de la Humanidad, decía Kant, quien tenía confianza en la capacidad de enderezarla… Vale, seamos positivos. Esa capacidad es evidente en los individuos y en las sociedades de un cierto tamaño. Soy más escéptico en lo que se refiere a este sistema globalizado (digo «sistema»: no sé si merece el nombre de sociedad).