Acabo de leer, bajo la amable coerción de mi compañera, un libro conmovedor titulado Parir sin miedo. En sus páginas se condensa el legado de Consuelo Ruiz, una comadrona contracorriente, que ejerció su profesión con altruismo durante cincuenta años, en un contexto de guerra y pobreza, siendo la más encarnizada adalid del parto natural en España.
Respaldando su visión con la experiencia de varias parturientas que no acusaron sufrimiento alguno, y con hallazgos científicos que demostraban cómo el dolor de las contracciones es causado por un reflejo condicionado en el neocórtex, sostenía que, siendo el parto una función fisiológica natural común a todos los seres vivíparos, encarado sin miedo y sin prisas no tiene por qué doler; sin embargo, nuestra sociedad ansiosa y medicalizada ha equiparado esta función vital —pues genera vida— a una disfunción, y como tal la trata, para despacharla rápidamente, con hospitalización protocolaria, medicamentos, procedimientos invasivos cuando no directamente con cirugía bajo anestesia total. Esto, con el paso del tiempo, ha desempoderado a las mujeres de su sabiduría instintiva, instalando miedos basados en la ignorancia y alterando las dinámicas espontáneas del nacimiento.
Pese a que actualmente el parto natural está volviendo a ser aceptado como una elección legítima, sigue siendo una práctica minoritaria, que yo mismo —en mi cabal ignorancia— consideraba hasta hace poco con cierta suficiencia, como si fuera un capricho de hippies masoquistas.
En cambio, ahora, siento una gran admiración por las mujeres que quieren vivir su parto de manera natural, pues es uno de los recursos más poderosos que tienen para volver a conectar con su naturaleza ancestral, y romper así con ese dogma especista —tan patético como comúnmente interiorizado— de que el ser humano ya no sea un animal como los demás. Aunque quizás esa fantasía empiece a ser cierta, tras tanta pretensión por trascender la Naturaleza: no que el humano se haya vuelto un ser superior, sino todo lo contrario… un ser cada vez más desamparado. Justamente, una de las reflexiones que surgen en el libro de memorias de Doña Consuelo es «¿Dónde hemos dejado nuestro instinto primario que nos hace procrear, criar y proteger a la especie sin más ayuda que la propia naturaleza? Esto me hace pensar que hemos perdido posiciones en la escala de los seres vivos»
A día de hoy, la artificialización del nacimiento es solamente un aspecto, aunque muy simbólico, de la general tendencia a la artificialización de nuestra vida y nuestros cuerpos. Presionadas por el marketing de las pulsiones (el «capitalismo libidinal» analizado por Amador Fernández-Savater), las nuevas generaciones ambicionan —entre otras aberraciones— modificar su cuerpo para aparentarse a unos modelos estandardizados, al fin de aliviar su malestar psíquico. Es la deriva hialurónica de una cultura del cuerpo-mercancía, donde hasta las menores de edad tienen derecho a bótox.
Los «gadgets tecnológicos» (como suele llamarlos Aurelien Barrau[1] para distinguirlos de los avances científicos) se han vuelto parte integrante de nuestra existencia: los usamos compulsivamente hasta el punto de que sin ellos nos sentimos impotentes y vivimos auténtica angustia.
Esta panoplia de prótesis tecnológicas está pensada para facilitarnos la vida, pero ¿a qué precio? Cada día que pasa, nuestra sociedad está más desubicada… incluso literalmente: estamos perdiendo la capacidad de orientarnos sin el apoyo de la geolocalización satelital.
Por el mismo principio de use it or lose it, el ejercicio de la memoria es otra función cerebral que se está viendo gravemente perjudicada por la habituación digital: hemos dejado de retener nombres, conceptos y conocimientos, pues íntimamente sabemos que en cuestión de milisegundos cualquier buscador nos puede refrescar los datos que hagan falta; tampoco memorizamos nuestros quehaceres, confiando en una alarma o una notificación.
No obstante, se ha demostrado que son la concentración y la paciencia las cualidades que más se resienten de esta sobre-exposición a los aparatos de la era digital: la multiplicación exponencial de estímulos audiovisuales, deletérea también para los adultos, llega a ser una verdadera lacra cuando es suministrada desde la primera infancia, ya que afecta a las capacidades de concentración, aprendizaje, empatía, manejo de la frustración y control de los impulsos. Niñas y niños criados frente a las pantallas se vuelven irascibles, incapaces de seguir un cuento de principio a fin, e incluso de expresarse con un vocabulario adecuado a su edad.[2]
Esta grave involución cognitiva va de la mano de una atrofia más generalizada de los saberes milenarios de la humanidad: desde la navegación astronómica al antiguo arte de tejer, desde la tracción animal al ordeño manual, los remedios naturales, la carpintería sin herramientas eléctricas, la forja… Es muy larga la lista de los oficios que durante siglos fueron nuestro patrimonio común, mientras que a día de hoy se han vuelto desusados, siendo su práctica minoritaria y anecdótica, al menos en los países industrializados.
La misma aceleración tecno-extractivista que conduce a la extinción masiva de especies con las que solíamos convivir, entierra también la sabiduría tradicional que habíamos acumulado durante siglos, justo cuando ya es evidente que conservar y recuperar estos saberes atávicos sería clave para facilitar la sobrevivencia de las futuras generaciones.
Nuestra civilización tecno-industrial ha democratizado tantas milagrosas maravillas como la microcirugía, el transporte aéreo intercontinental, las telecomunicaciones… Sin embargo, como bien resume Corinne Morel Darleux[3], «la escalada tecnológica y la predación sobre los ecosistemas están marcando el fin del mundo tal como lo conocemos. Y nuestro futuro, con toda probabilidad, debe parecerse más a una aldea rural en la India que a una colonia de alta tecnología sobre Marte. Una perspectiva para la que no estamos nada preparados.»
Por si fuera poco, junto con los demás conocimientos ancestrales, estamos perdiendo también la parte más esencial de la condición humana: nuestra capacidad de socializar, empatizar y solidarizarnos… unas virtudes fundamentales para la evolución de nuestra especie, que han sido mermadas por el individualismo tóxico y el canibalismo social promovidos por la economía de mercado, y apuntalados por la pujanza de tecnologías.
Si un futuro distópico nos espera, no será por haber desarrollado máquinas tan sofisticadas que parecerán humanas, sino unos humanos tan degenerados que se parecerán a máquinas… individuos tan deshumanizados que no superarían un test de Voight-Kampff.
Acatamos acríticamente la tecnologización de nuestra existencia porque asumimos como nuestros los intereses del mercado, que nos embauca con las ventajas de cada nuevo gadget, omitiendo subrepticiamente su precio real en términos sociales y ambientales.
Sin embargo, en el ámbito tecnológico, toca invertir el refrán: no hay bien que por mal no venga. Como demostró magistralmente en sus escritos el genial Ted Kaczynski (que en paz descanse), a cada paso que damos en las arenas movedizas de los avances tecno-industriales, nos hundimos progresivamente en el control totalitario, la alienación, y el desempoderamiento. Estamos con la soga del «progreso corredizo» al cuello, como vaticinaba el poeta y partisano italiano Andrea Zanzotto.
Cada vez que, en nuestra adoración supersticiosa de la ingeniería y la industria, delegamos en ellas las soluciones a nuestras necesidades, nos hacemos no solo más dependientes, sino también más perdidos y deprimidos, pues la plenitud existencial reside justamente en saberse capaz de garantizar el propio bienestar físico y emocional, mientras a medida que abdicamos de estas competencias a cambio de calderillas (presunta seguridad, comodidades efímeras), el sentido de nuestra vida se va aguando, hasta la completa disolución.
Infelizmente, cuando las personas ya no consiguen dar un sentido a su vida, el mercado, las religiones y las ideologías se encargarán de hacerlo en su lugar, a través de actividades subrogadas y peligrosas concepciones identitarias. De ahí la paradoja de que los avances tecnológicos, aunque aparenten el potencial de simplificarnos la vida y democratizar la información y el conocimiento, en realidad nos estén empobreciendo la existencia y adocenando.
En cambio, la filosofía del D.I.Y. (esa práctica del hazlo-tú-mismo/a tan radicada por ejemplo en el movimiento okupa), así como el desarrollo de low techs, son formas de empoderamiento realmente revolucionarias frente a una sociedad que aboga constantemente por el timo de la especialización consumista.
Sin tener formación alguna de antropología, y sin tampoco abrazar el mito del buen salvaje, me inclino igualmente a pensar que la mayor plenitud existencial se alcanzaba más habitualmente en las sociedades simples y primitivas. Sirvan de ejemplo algunas consideraciones escritas en 1932 por el famoso navegante solitario Alain Gerbault, gran conocedor de la antigua cultura polinesia y testigo directo de su aniquilación:
Si visitarais, como yo, muchos países, estaríais horrorizados por la increíble pretensión del hombre blanco de imponer a los demás sus hábitos y su extraña concepción de la existencia. Frente a los conquistadores, la civilización inca desapareció[…]. La civilización azteca acabó de la misma manera, aunque fuera ampliamente superior a los invasores en la ciencia de la astronomía y en el arte de la escultura. A nosotros nos toca vigilar para que los polinesios no acaben de la misma forma que las civilizaciones caribeñas, lo cual sería una gran vergüenza para la raza blanca, que no quiso entender cuánto estos nativos, felices y sin necesidades, nos fueran superiores en la ciencia del saber vivir. Nuestra civilización no quiere aprender la lección que nos ofrecen estas tribus. A pesar de su desarrollo mecánico y científico, la felicidad individual está oprimida por un falso ideal: la conquista del dinero y de los placeres ficticios que este procura. Por eso ya está mostrando síntomas de declive, y desaparecerá como todas las otras civilizaciones.
Si las nefastas pretensiones de nuestra civilización tecno-industrial ya estaban claras hace un siglo, mi generación está siendo testigo de su aceleración exponencial en la senda de la inmolación tecnológica.
Por ejemplo, la isla de Flores (donde ahora resido), aunque pertenezca a un país desarrollado de la Unión Europea, hace apenas setenta años no disponía ni siquiera de electricidad. Una mujer más joven que mi madre, me contaba que cuando era niña los habitantes vivían sin casi dinero, en el colmado solo se vendía harina y azúcar, que llegaba una vez por trimestre por vía marítima, mientras que por lo demás las familias tenían que producir su propia comida. La mortalidad infantil era tan elevada que el entierro de ataúdes blancos era algo normal y corriente, vivido además de manera alegre por los otros niños, ya que se les decía que el menor recién difunto se había transformado en un ángel.
En cambio, uno de los primeros recuerdos de mi infancia, en una ciudad industrial a principios de los ochenta, es una pequeña tele en blanco y negro que mis padres me dejaban ver una vez por semana.
Cuando ya era mayor de edad, tuve mi primer teléfono móvil: solo lo usaba para SMS, pues las llamadas eran muy caras…
Mientras tanto, la digitalización cambiaba radicalmente nuestra forma de trabajar y entretenernos, en la mayoría de los sectores: desde la industria al sector terciario, pasando por la ciencia y las artes (la fotografía, la música, el cine…). Una revolución tecnológica y cultural, que alcanza todos los aspectos de la vida moderna, consumida en el arco de apenas un par de décadas. Justo los veinte años que hemos tardado en volvernos adictos a internet…
Todas esas voluminosas enciclopedias que ocupaban media librería en el salón de cada hogar con un mínimo de presupuesto intelectual, se fueron paulatinamente a la basura: hoy en día, lucirían más obsoletas que una colección de VHS (aunque de aquí a pocas décadas es muy posible que las volvamos a echar en falta).
En menos de un lustro, con la difusión de esos dispositivos unipersonales de rastreo, control y alienación llamados smartphones, generaciones enteras han caído en las redes, y el WiFi se ha vuelto tan necesario como el agua. «La multiplicación de estas anteojeras digitales, es más que sabido, merma la salud y las capacidades cognitivas. En cambio no se habla tanto del hecho de que, al ritmo actual de consumo, podrían quedarnos apenas unas décadas de dispositivos digitales al horizonte. ¿Qué pasará cuando las pantallas se apaguen?» —se pregunta justamente Corinne Morel Darleux en su último ensayo— «¿Cuáles serán los efectos de su falta? Porque en estos objetos conectados reposa toda una vida de flujos y almacenamiento. Es ahí donde encontramos nuestra dosis de dopamina, el contacto cotidiano con nuestra familia, nuestra pareja, nuestro grupo de amigos. Es ahí donde encontramos el camino incluso antes de perdernos, es ahí donde acumulamos nuestras fotos, nuestra música, nuestros recuerdos; es ahí donde nos indignamos, donde nos mandamos corazones, donde grabamos unos números que ya no nos tomamos la molestia de memorizar, es ahí donde nos inventamos una segunda vida. La generación que se vuelve adulta ahora no ha conocido otra realidad que esa. Y todo esto depende de una minúscula batería de cobalto y litio de los que nos anuncian la próxima escasez.»
La revolución digital, en sus comienzos, no parecía suponer peligro alguno… sin embargo, una vez llegada a nuestros bolsillos en forma de pequeñas pantallas táctiles, se ha vuelto la mayor amenaza a la libertad y la democracia. «La digitalización nos conduce a un “capitalismo de la vigilancia” cuyas posibilidades de control social hacen palidecer todo aquello con que pudieron contar los totalitarismos de antaño» explica Jorge Riechmann en un esclarecedor artículo de hace cuatro años, en el que analiza punto por punto las nocividades que sufrimos por habernos entregado al oligopolio digital.
Ahora, por si esta tremenda dependencia fuera poco, de buenas a primeras llega la explosión de la así llamada Inteligencia Artificial, que supone un hito de envergadura mucho mayor. Entramos peligrosamente en otra liga, con el afán acrítico de siempre, pero en realidad aumentada: en solos tres meses, ChatGPT ha alcanzado los cien millones de usuarios. Y una de las características de esta tecnología, es precisamente acelerar vertiginosamente nuestra capacidad productiva: lo que se tardaba semanas en concebir, diseñar o programar, ahora se puede hacer en pocos minutos… La gran aceleración tecnológica acaba por retroalimentarse de manera exponencial. Fijarse solamente en los dilemas éticos que esta tecnología supone, y pretender legislar para acotarlos, es tan naïf como pretender saciar a un tiranosaurio con una cheeseburguer.
La Inteligencia Artificial es la guinda del pastel, la última novedad en el amplio catálogo de la taumaturgia tecnológica, y el mercado no tardará en encontrarle aplicaciones depredadoras de todo tipo. Por ejemplo, tras el típico estreno en el ámbito militar —que obviamente es el banco de prueba de toda tecnología puntera— ya se plantea su uso para aumentar la eficiencia de la pesca industrial… y así acelerar el expolio de la poca fauna marina que queda.
Quiero destacar, por cierto, que no estoy moviendo esta crítica cual viejo retrógrado, ni mucho menos desde un milenarismo conspiracionista[4]: estoy igual de enganchado al móvil que cualquiera, y llevo un cuarto de siglo ganándome la vida con una actividad bastante especializada, que en este primer trimestre de 2024 me ha visto trabajar en los más importantes congresos tecnológicos: el Google Sub Worlds en Londres, el Cisco Live! en Amsterdam, el Mobile World Congress en Barcelona y el Microsoft AI tour en París. Todos estaban enfocados en la IA, y el consenso general entre los profesionales del sector es que la capacidad de esta tecnología no tiene límites. Justo lo que nos faltaba, en una civilización que ya de por sí se extralimita como si no hubiera un mañana… Es el sueño mojado de una sociedad tecnófila hasta al paroxismo.
Como de costumbre, se omiten sistemáticamente los límites físicos de todos los nuevos avances, especialmente si se trata de tecnologías informáticas. De hecho, los data centers que albergan la capacidad de computación necesaria al desarrollo masivo de la inteligencia artificial son extremadamente energívoros: interrogado al respecto durante el Word Economic Forum en Davos, el creador de Open AI y director ejecutivo de Chat GPT Sam Altman ha invocado la fusión nuclear como la inminente solución milagrosa, en la cual él mismo ha invertido centenares de millones de euros.
Bueno, el verbo «invertir» quizás no sea el más adecuado, pues afortunadamente (como bien sabemos los lectores de Antonio Turiel y Juan Bordera) estas investigaciones no llegarán a dar los frutos soñados por los tecno-optimistas de pura cepa como Altman, al menos en el corto plazo… Que además es el único plazo que nos queda.
Si el veneno está en la dosis, como ya constataba Paracelso en el siglo XVI, mi temor es que, en una sociedad ya gravemente intoxicada de tecnología, la Inteligencia Artificial pueda constituir la sobredosis letal, la gota que hará rebosar el vaso, el chip que determine la obsolescencia programada de nuestra civilización.
Hemos creado un paraíso artificial infernal, donde todo es postizo, todo es un concatenarse de unos y ceros, desde el sonido de nuestro despertador cada mañana hasta la inconcebible magnitud de la economía financiera, sagrada e inapelable, que vertebra todo el sistema (y que, por cierto, tiene los días contados, al estar basada en lógicas dignas de un cuadro de Escher).
En nuestra descontrolada aceleración, no solo estamos cada vez más alejados de la Naturaleza, sino que nos abstraemos de la mismísima realidad, y habitamos un metamundo en el que acabamos siendo los avatares vectoriales de una humanidad decadente. Es la sociedad del espectáculo 2.0, una sucursal fake del mundo que conocíamos, donde el individuo ya no es simple espectador, sino protagonista de su propia autorrepresentación en el escaparate virtual de las redes, y se niega a sí mismo el derecho y el deber de ser una persona real. Y si esta psicosis colectiva no fuera suficientemente grotesca de por sí, ahora dialogamos de tú a tú con algoritmos: hemos normalizado nuestras interacciones con la voz maternal de un software que nos entiende, nos guía y nos acompaña… Vemos gente hablar con el reloj que lleva en la muñeca, pero el gesto no nos escandaliza porque nos hemos criado viendo la serie de El coche fantástico.
En 1936 Walter Benjamin publicaba su famoso ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Ahora tocaría una reflexión más drástica, pues vivimos en la época de la reproductibilidad técnica del cerebro humano.
La crítica al tecno-optimismo es un leitmotiv del pensamiento decrecentista: en las actuales circunstancias es bastante fácil demostrar que la mágica panacea de la tecnología no será suficiente para sacarnos del atolladero. Pero me temo que en la era de los perros robots de la Boston Dynamics y de las competiciones espaciales entre oligarcas transhumanistas, hay que ser más contundentes y llevar esta crítica un paso más allá: no solo la tecnología no nos aportará ninguna solución milagrosa, sino que en ella radica el espantoso espejismo que nos hace creer superiores mientras nos volvemos seres cada vez más desgraciados, frágiles y subhumanos.
«El enfoque tecno-solucionista está tan equivocado que contribuye activamente al colapso que finge querer contener. […] Extraerse del tecno-cientifismo solucionista no sería solo ecológicamente salvador, sino también intelectualmente saludable y socialmente recreativo» escribe Aurelien Barrau en su último libro L’hypotèse K.
Mientras A. Berlan, otro filósofo galo contemporáneo, remata su ensayo Terre et Liberté ahondando en la urgente necesidad de emanciparse del paradigma tecno-industrial: «No veo cómo sería posible acotar el desastre socio-ecológico en marcha, que hipoteca tanto la libertad como la habitabilidad del planeta, sin desmantelar sectores enteros de la maquinaria industrial. Y eso supone dejar de delegar en ella la producción de nuestras condiciones de existencia, repensar nuestras necesidades, recuperar los conocimientos que las tecnologías nos han hecho perder, reaprender a vivir localmente» pero «la secesión que consiste en abstenerse de alimentar la mega-máquina no es suficiente: es necesario también sabotearla. […] Hay que perseguir los dos fines: volver a formas de autonomía material local, y participar al mismo tiempo en la lucha global contra el sistema. Porque no podemos permitirnos esperar a que colapse por su propio peso. Cuanto más progresa, más destruye nuestras condiciones de vida, que son también las de nuestra autonomía, en una política de tierra quemada que dificulta cada vez más sobrevivir sin prótesis tecnológicas».
Venimos de una época no muy lejana donde para conseguir cualquier cosa era preciso dedicarle mucho tiempo, paciencia y sabiduría. Y nos encaminamos a pasos agigantados hacia otra época no muy lejana donde para conseguir cualquier cosa será preciso dedicarle mucho tiempo, paciencia y sabiduría. Lamentablemente, en este breve entreacto que a unas pocas generaciones nos ha tocado el privilegio de presenciar, se nos está agotando el tiempo, atrofiando la paciencia y olvidado la sabiduría. A la hora de la verdad, cuando la tecnología nos falle, ni siquiera John Zerzan sabría cómo salir del paso[5].
Las actuales generaciones de drogadictos tecnológicos, más allá de que no sabrán hacer la raíz cuadrada de ochenta y uno sin acudir a una calculadora, tendrán un problema mucho más serio: una vez privadas de su pantalla táctil, les faltará una identidad propia y una razón de ser, y no les quedará ni siquiera la creatividad necesaria para hacer borrón y cuenta nueva, porque se les habrá anquilosado a golpes de arquitectura de red neuronal profunda y transformación (de)generativa. Mucho me temo que la sociedad por venir, admitiendo que el actual auge belicista no arrase con todo, será dramáticamente disfuncional de cara a los graves retos que implicará vivir en un planeta malherido, pues su desajuste emocional será incluso más acuciante que las temidas carencias de la esfera física.
Definitivamente, estamos perdiendo puntos en la escala de los seres vivos…
Pero esta amarga constatación, lejos de ser paralizante, nos tiene que orientar hacia un urgente cambio de paradigma. Tiene que ser otro aliciente para romper con los valores hegemónicos tanto a nivel social como individual, y apostar por la desescalada tecno-industrial, la autonomía, la cooperación local, el empoderamiento individual y colectivo, el rescate de saberes tradicionales, el sosiego y la simplicidad.
Ahora más que nunca es preciso acudir a pensadores lúcidos como Ted Trainer o David Fleming, que a su manera han intentado trazar una hoja de ruta hacia una organización social más humana, y tratar de ponerla en práctica en el aquí y ahora. No se puede seguir procrastinando la disidencia a la mega-máquina: hay que emprenderla de una vez y predicar con el ejemplo para generar una masa crítica capaz de dar un vuelco cultural.
Toca ensuciarse las manos. Ya hay mucha gente joven abandonando las urbes para volver a la naturaleza… Antes de ayer visité a una colega que trabaja para Research and Degrowth: en su casa, aparte de cultivar su propia comida, forjan cuchillos, producen vajilla y elaboran jabones… es algo simple y noble, al alcance de cualquiera. Hay mil actividades que se pueden emprender: desde la apicultura a la producción de setas, desde criar larvas de Tenebrio molitor o mosca soldado, hasta tinas de espirulina, bioconstrucción, agricultura regenerativa, tracción animal, gestión y filtrado natural del agua, producción de biogás, generación hidroeléctrica de pequeño formato, hornos solares, obradores comunitarios, cooperativas de consumo, mercadillos de intercambio, bancos de semillas, monedas locales, transporte marítimo a vela… todo un mundo de oportunidades para emanciparse de nuestra miserable dependencia del sistema tecno-industrial extractivista, y urdir una verdadera economía participativa.
Paralelamente, en el frente de la resistencia a la tecnocracia, hay que seguir librando la batalla cultural apoyando a e inspirándonos en movimientos internacionales como la Vía Campesina o Extinction Rebellion, nacionales como les Soulèvements de la Terre o Ende Gelände, y por supuesto a escala local, en el seno de organizaciones ya existentes o impulsando la creación de nuevas.
Soslayar la tremenda aceleración tecnológica, de todas maneras, es sobre todo cuestión de hábitos mentales: proteger a nuestros hijos de las pantallas y brindarles tiempo de calidad, desintoxicarse de la fugaz dopamina que nos aporta el uso del móvil, desertar de los aeropuertos, moverse menos en coche y más en bicicleta…
Menos prisas y más contemplación, menos eficiencia y más salud emocional, menos testosterona y más cuidados, menos individualismo y más cooperación, menos Netflix y más paseos en el bosque, menos ascensores y más escaleras, menos zumba y más yoga, menos Auto-Tune y más acordeón.
Notas
[1] Aurelien Barrau, astrofísico de renombre y uno de los filósofos más agudos de nuestros días, suele pecar —si acaso— de un lenguaje pretenciosamente erudito y redundante, aunque poético; sin embargo, en una de sus ponencias recientes más formales (en el ámbito de los encuentros internacionales que desde 1946 se celebran anualmente en la universidad de Ginebra) no pudo evitar definir tajantemente la inteligencia artificial con una metáfora al alcance de todos: «una gigantesca cagada». Las implicaciones de esta deliberada falta de finesse me han inquietado durante meses y me motivaron a escribir esta reflexión.
[2] «No solo el excesivo uso de la mensajería de texto atrofia el lóbulo frontal (encargado de tomar decisiones, controlar impulsos y autorregularse), sino que demasiada tecnología puede achicar aquellas partes del cerebro encargadas del procesamiento de información» Zachos, E. (2015). Technology is changing the millennial brain. Public Source. Disponible en https://www.publicsource.org/techno-logy-is-changing-the-millennial-brain/
[3] Corinne Morel Darleux vendría a ser una Yayo Herrero francesa: activista eco-socialista y autoras de preciosos ensayos como Plutôt couler en beauté que flotter sans grâce o Alors nous irons trouver la beauté ailleur (Ediciones Libertalia).
[4] Las preocupaciones conspiranoicas participan de lo tragicómico y menoscaban la incisividad de toda crítica solvente: ¿para qué inquietarse de hipotéticas sustancias nocivas secretamente liberadas en la atmósfera, cuando cada coche que pasa delante de nuestra cara emite un abanico de contaminantes archiconocidos? ¿Qué sentido tendría inocular un nanochip en cada dosis de vacuna, si la gente ya no se separa ni un minuto del microchip de su propio smartphone?
[5] John Zerzan es el más conocido teórico del anarco-primitivismo. A finales de los noventa, acudí con ilusión a una conferencia que el filósofo norteamericano impartía en la universidad de mi ciudad, donde unos cuantos anarquistas le pedimos cándidamente mencionar alguna propuesta concreta para llevar a la práctica sus ideas, y Zerzan nos contestó amablemente que nosotros, jóvenes okupas, estábamos mucho más capacitados que él para la praxis de los principios anarco-primitivistas: «Al fin y al cabo» —se disculpó— «soy solamente un intelectual»
Recomiendo este video, que aunque en inglés resume algunos problemas que causan los smartphones.
Smartphones Are Rewiring Our Brains [New Research]
https://youtu.be/GLD6chdFjA0
Soporta subtitulos.
Y qué amalgama hará unir a los hombres en un proyecto común, en un mundo decadente, con la moribunda Tierra, en duelo permanente.
La Tierra se muere, es momento de aceptarlo.
Se acaba la humanidad, la vida más organizada se extinguirá en breve, hemos sido catalizadores.
Primero la negación, después la lucha, luego la depresión, al final la aceptación.
El Cosmos sigue, el Amor perdurará y también la Resurrección.
Es momento de Bailar hasta que todo acabe