La noción de libertad ha sido una de las más estudiadas y debatidas a lo largo de la historia de la humanidad. Sin embargo, la significación del término “libertad” se ha vuelto un tanto confusa en nuestras sociedades. Su sobreexplotación en el seno de una cultural neoliberal dominante ha tendido a identificar la libertad con la ausencia de obstáculos para consumir, en lo relativo a las masas de asalariados; y con la ausencia de obstáculos para la explotación de recursos, principalmente combustibles fósiles, y para la acumulación de capital, en lo relativo a las grandes corporaciones y empresas internacionales. ¿En qué sentido esta libertad es verdaderamente liberadora en el contexto actual de extralimitación ecológica, tragedia climática, crisis energética, Sexta Gran Extinción o amenaza de guerra nuclear (p. 8)? Por otro lado, los avances en ciencias cognitivas parecen amenazar la existencia de la libertad humana en la medida en que tienden a inclinarse en favor de modelos deterministas, modelos que harían estériles cualesquiera reflexiones sobre cursos de acción humanos alternativos al establecido en la medida en que no disponemos de un control real sobre nosotros mismos.
Tales consideraciones exigen replantear la pregunta por el sentido de la libertad, lo cual implica afrontar, al menos, dos dificultades capitales: la amenaza neurocientífica del determinismo fuerte, o fatalismo, y una noción de libertad al servicio del constante crecimiento capitalista. El filósofo ecologista Jorge Riechmann, profesor titular de filosofía moral en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), en los capítulos I y II invita a reflexionar sobre la posibilidad de la libertad humana desde un naturalismo compatible con la libre acción, un naturalismo compatibilista, con el objetivo de articular cierto grado de libertad con dependencias no superables del ser humano.
El naturalismo compatibilista puede entenderse como un término medio entre dos posiciones antagónicas: el determinismo fatalista, donde todo está determinado por un conjunto de leyes físicas o constricciones de otro tipo; y el incompatibilismo, según el cual la causalidad natural y las acciones voluntarias son excluyentes. Se trata de dos posiciones aparentemente irreconciliables que generan grandes dificultades en la comprensión del mundo natural y de nosotros mismos, pues o bien carecemos de libertad para actuar o bien tenemos que renunciar a las leyes científicas basadas en la causalidad. A fin de evitar estas tensiones, el naturalismo compatibilista opta por una libertad entendida como capacidad de elección entre varios posibles cursos de acción, resultante de procesos cognitivos condicionados por el proceso evolutivo de selección y adaptación evolutiva. Desde esta posición es posible concebir una libertad humana inserta en la red causal de la naturaleza.
En efecto, es posible hablar de libertad humana y de causalidad natural en la medida en que esta no se basa en relaciones causa-efecto unidireccionales, sino en bucles de retroalimentación (p. 29) donde las causas provocan efectos y los efectos a su vez actúan sobre sus causas. La capacidad de libre elección humana cabe entenderla como un fenómeno evolutivo emergente resultante de la retroalimentación entre la estructura cerebral y las decisiones voluntarias del ser humano, decisiones que son tomadas en el seno de un determinado medioambiente y en un grupo sociocultural concreto. Se concluye así que el condicionamiento biológico resultante de la evolución, así como los condicionantes sociales y culturales, no anulan nuestra capacidad de libre acción.
Algunos sectores de las ciencias cognitivas optan por defender posiciones deterministas debido a la preponderancia de los procesos mentales inconscientes frente a los conscientes. No obstante, ocurre que el ser humano no se agota en el ámbito mental consciente, como si se tratara de una suerte de “yo” autónomo soberano, sino que es un organismo natural complejo en el que los ámbitos de lo inconsciente y consciente se influyen mutuamente conforme a bucles de retroalimentación, de modo que “una decisión mía no tiene por qué ser una decisión consciente” (p. 91). Así pues, ni la inter-eco-dependencia ni el inconsciente del ser humano nos libran de la responsabilidad de ser agentes morales con libre capacidad de acción. Ahora bien, para ser libres no basta tener la capacidad de ser libres, sino que hemos de actuar como tales en función de los requerimientos de nuestros tiempos. Por ende, lo “que debería preocuparnos no es tanto cómo bailan los electrones en el cerebro sino más bien cómo ha aprendido a manipularnos la propaganda de los siglos XX y XXI” (p. 95).
En el capítulo III se insiste en la ingenuidad de pensar la libertad humana en términos de un libre albedrío irrestricto, pues la realidad, queramos aceptarlo o no, se encuentra constituida por condicionamientos y determinaciones que resulta necesario tener en consideración para ejercer nuestra libertad de forma efectiva y responsable, ya que ser “conscientes de las determinaciones que pesan sobre nuestra acción nos hace más libres” (p. 107). Mientras que los capítulos I y II se ocuparon de los condicionantes para la libertad desde un punto de vista científico, los capítulos IV, V y VI abordan los condicionantes para una libertad desde el punto de vista político. De este modo el autor busca extender la “libertad en la dependencia” (p. 309) bosquejada en los primeros capítulos al ámbito político, conformando así una libertad política sensible a la urgencia ecosocial (es decir, una noción de libertad política emancipadora respecto del imperativo neoliberal).
En el capítulo IV Riechmann pone especial énfasis en la perversión ideológica del término “libertad”. La financiarización, el avance del neoliberalismo y el imperativo de rendimiento han colonizado el horizonte de posibilidades de los proyectos de vida de los seres humanos, instaurando así modelos de vida basados en el consumismo que presuponen una muy problemática abundancia material y energética. No obstante, a lo largo de los siglos XX y XXI el modo de vida del Homo economicus capitalista se revela incompatible con los límites biofísicos del planeta, debido a que sus demandas materiales y energéticas exceden los recursos naturales disponibles (disponibles cada vez en menor medida) (p. 126). Ante esta situación de urgencia, de la que depende el futuro de la especie humana y de muchas otras especies, no cabe pensar la libertad en tanto que independencia del ser humano respecto de la naturaleza, sino una libertad que sea emancipadora en el seno de la naturaleza (p. 128).
Continuando con la problemática ideológica, en los capítulos IV y V encontramos varias consideraciones sobre los intereses y beneficiarios de los reclamos anarcocapitalistas de sectores neoliberales. A este respecto llama la atención la caracterización mediática de los conflictos entre el crecimiento económico y las cuestiones de justicia ecosocial en términos de una confrontación entre libertades negativas y libertades positivas (en los términos que fijó Isaiah Berlin). Dicha caracterización es falsa, pues en realidad se trata de una confrontación entre dos tipos de libertades negativas: la libertad de coaccionar por parte del capital, y la libertad de no ser coaccionados por parte de la naturaleza y de los asalariados. Tenemos pues que la libertad neoliberal responde a intereses de elites globales cuyo privilegio se basa en la explotación laboral y en la destrucción sistemática de la biosfera, y cabe aducir legítimamente que se trata de un tipo de libertad no admisible: “si somos interdependientes y ecodependientes (…), libertad no puede querer decir emanciparse de cualquier forma de necesidad natural. Ha de ser una forma de libertad en la dependencia” (p. 168).
Por otro lado, en el capítulo VI se cuestiona una ilusión heredada de la modernidad ilustrada: “la idea de autocontrol del destino humano” (p. 200). Los procesos impersonales del mercado, resultantes de la combinación de capitalismo y tecnociencia, generan unas dinámicas de crecimiento económico exponencial que socavan sus propias condiciones de posibilidad: los recursos materiales y energéticos del planeta. Este capitalismo caníbal del siglo XXI (diríamos con Nancy Fraser) ha desarrollado poderosas dinámicas autodestructivas, pero el gran problema es que en su proceso de autodestrucción “se lleva el mundo por delante” (p. 201).
Además, se trata de unas dinámicas cuyos efectos se extienden de forma masiva tanto espacial como temporalmente, en algunos casos ocasionando daños irreparables. La realidad de la actual crisis de civilización imposibilita algunos futuros posibles, como una transición a una industrialización sustentable, pero no por ello anula por completo nuestra capacidad de acción. Y es que ante el inminente fracaso de la Megamáquina (p. 244) tecno-capitalista se nos presenta la opción de “fracasar mejor” (ibid.) por medio de estrategias duales y gestión adaptativa (pp. 245-247). Cabe señalar que al final del capítulo VI Riechmann ofrece una serie de observaciones en torno a la polémica sobre el colapsismo, donde se quiere defender la legitimidad y pertinencia de “colapsar mejor” (p. 257) en vistas a un colapso de civilización cada vez más próximo.
Por último, a modo de epílogo, en el capítulo VII el autor ofrece una serie de consideraciones críticas sobre una de las nociones directrices de la cosmovisión occidental, la noción de progreso. Las dinámicas tecno-capitalistas parecen evidenciar que el “exceso de desarrollo se convierte en un negativo sobredesarrollo. Aparecen fenómenos de contraproductividad (p. 288), una contraproductividad que ha llegado al punto de amenazar la continuidad de la especie humana.
Frente al ideologema del progreso, el autor ofrece nueve indicaciones con las que pensar desde y para nuestro presente en términos realistas y ecosocialmente responsables:
- lucidez, no autoengañarnos;
- no exagerar,
- superar en lo posible el fetichismo de la mercancía,
- desprendernos de la tecnolatría,
- lo humano en perspectiva cósmica,
- reconocer el carácter fosilista de nuestra cultura,
- renaturalizar las ciencias sociales y la filosofía,
- construir una cultura de no dominación sobre la naturaleza, una cultura de simbiosis con ella; y
- comprender (y venerar) el carácter excepcional de nuestra Madre Tierra, Gaia/ Gea (pp. 296-297).
Sin duda el siglo XXI es el Siglo de la Gran Prueba, un momento de excepcionalidad histórica condicionado por múltiples factores que exigen una intervención inmediata. Bailar encadenados trata de responder a la pregunta por la libertad, por su sentido y ejercicio responsable, en un contexto de urgencia ecosocial entendiendo al ser humano como un agente moral inserto en un entramado de dependencias con los demás y con el propio medio ambiente. En semejante contexto libertad “no es hacer lo que me sale de los cojones: es construir mi autonomía, personal y colectiva, teniendo en cuenta el mundo concreto —social y natural— dentro del cual vivo, y teniendo en cuenta que los demás existen” (p. 130). Pensar la libertad en el siglo XXI no consiste en liberarnos de todas las cadenas, algo por lo demás imposible, sino en hacernos conscientes de las diversas formas de condicionamientos y determinaciones para poder romper ciertas cadenas y elegir otras, construyendo así proyectos vitales y sociedades capaces de afrontar los desafíos ecosociales del presente: “una buena imagen de la libertad humana: ser capaces de bailar encadenados…” (p. 8).