(Capítulo final del libro Extinción: la supervivencia de la Humanidad en juego, 2020, cedido por la autora para su publicación en 15/15\15[1].)
No temo exagerar el valor y el significado de la vida,
si no más bien no estar a la altura de la ocasión que la vida representa.
—Henry David Thoreau, 1849
Este es el tiempo de hacer radical; claro, sin grises.
Es blanco o negro, o decidimos continuar evolucionando como especie, o no.
Necesitamos una nueva historia de restauración. Y sus protagonistas no están en el gobierno, no están en las multinacionales, no están en la ONU. Los héroes y heroínas de esta historia colectiva, somos nosotr*s.
No tenemos ninguna situación bajo control, pero el devenir de nuestra civilización nos ha demostrado una y otra vez que la voluntad humana, cuando se conecta a una causa vital, es una fuente inagotable de energía y creatividad. Ese estado de incertidumbre ha resultado ser muy necesario para la verdadera innovación a lo largo de la historia, pero va a requerir de nosotr*s unicidad entre el ser, el querer y el hacer.
Perspectiva y disonancia cognitiva
El arte de la insipiencia es la forma más alta de sabiduría para muchas tradiciones orientales y representa la habilidad de leer el contexto e identificar patrones para interpretar qué va a cambiar, antes de que suceda. Los muchos síntomas de quiebre de nuestro sistema global de consumo nos están enrostrando patrones que debemos analizar con perspectiva histórica, no en tiempos humanos, sino en tiempos de la Tierra.
Dotada de las características por las que la conocemos hoy en día, nuestra especie ha recorrido un camino evolutivo particular. Hemos tenido 10.000 años de gracia, sin disrupciones naturales que pusieran en riesgo nuestra existencia, a pesar de los retrocesos de una historia que no avanza linealmente hacia una civilización más perfecta.
Acotando nuestra línea temporal a los últimos 2.000 años, hay muchos ejemplos en los que la humanidad mejoró, pero luego disminuyó, sin por eso correr el riesgo de desaparecer. Por ejemplo, pasamos de la democracia directa de las polis griegas y romanas a la crueldad de la época medieval, o de las múltiples armonías entre pueblos originarios de Abya Yala al genocidio globalizador de la colonización europea. Pero en términos de bienestar material —para una buena parte de la humanidad de la que somos parte privilegiada— durante los últimos 150 años la vida se volvió razonablemente cómoda. En el transcurso de los últimos 70 años, se produjo un quiebre de todo lo visto en cuanto a generación de riqueza: hoy en día el PBI global es diez veces más grande que en 1950 y alguien de clase media vive como el 1% más rico de hace un siglo. Pero estos niveles de acumulación no representan de ninguna manera una mejora equitativa en el buen vivir; las fortunas de los milmillonarios crecen a un ritmo de 2.500 millones de dólares al día, mientras que la mitad más pobre de la población mundial se marginaliza con prisa y sin pausa. El 1% posee y controla los destinos del 99% restante, que es presa de una maquinaria económica en constante crecimiento para la que hemos subcontratado el desarrollo a modelos de esclavitud productiva como el chino, donde la mano de obra es barata y las regulaciones escasas. Esto le habilitó a China crecer en su PBI realmente rápido, pero destruyó de forma literal sus cielos, contaminó por completo sus aguas y exterminó toda su biodiversidad. El costo de las vidrieras low cost durante muchos años deslumbró a economistas del mundo, que se peleaban por ver quien elogiaba más al gigante asiático en columnas muy serias del The Economist.
Esta ilusión de progreso, en la foto circular del Tiempo, demuestra que las últimas décadas fueron verdaderamente inusuales. Traer esta información al plano de la consciencia, cuando leemos o hacemos análisis de coyuntura, es importante porque somos realmente permeables a ser engañados por patrones falsos.
Si nacimos hace 20, 40 o 70 años, toda nuestra experiencia de existencia está teñida de impresiones de un período extraordinario de la historia que identificamos como normalidad, y la evidencia empírica de nuestras propias vivencias se encarga de construir y reforzar certezas inexactas sobre lo que la vida civilizada representa en el tiempo y lugar que habitamos. De allí que podamos convivir sin mayores sobresaltos, con la disonancia cognitiva que produce tener toneladas de información terrible sobre el futuro inmediato, las cosas invisibilizadas de nuestra cotidianeidad citadina posmoderna y, aun así, seguir.
La invisibilización planificada de todos los procesos productivos detrás de lo que comemos, vestimos y usamos, hace que la mayoría de las personas piensen que las cosas no están tan mal, ni van a empeorar. Las bienaventuranzas materiales y tecnológicas siempre han mejorado durante su tiempo de vida. Este es nuestro sesgo de sobrevivientes del capitalismo; porque las cosas han funcionado bien durante nuestras vidas, asumimos que siempre lo harán.
Nueva normalidad
Observar con ojos despejados es el gran reto de quienes creemos que la utopía de abundancia ilimitada que hemos vivido ha sido la estafa piramidal más perfecta de la historia. Crecimos protegidos por la distopía utópica de Silicon Valley en una completa ilusión de realidad, y hoy ante la plena incertidumbre post-pandémica nos estamos debatiendo en la construcción de una nueva normalidad. ¿Qué significa normalidad?, y más importante aún: ¿quién la define?
Quien define el concepto, controla el debate. El mantra que debe guiarnos en esta reconstrucción. O como propone Bifo Berardi: “lo importante es identificar quién toma las decisiones”.
Cuando la comunicación institucional, ya sea desde las esferas gubernamentales, las publicidades de empresas multinacionales o los medios hegemónicos, naturaliza sin mayor explicación la utilización de conceptos que eran desconocidos con anterioridad, opera un nivel de imposición colectivo de lo más peligroso: el invisible. Ese ser transparente e inodoro, el obediente, que de repente nos integra y se acopla a nuestra forma de pensar y hablar sin pedirnos permiso. Ni hacernos leer ninguna letra chica; simplemente aceptamos, sin repreguntas. La nueva normalidad definida por los centros de poder corporativos que nos trajeron a este caos en primera instancia.
Este sistema de gobernanza global que se autolegitima en la protección maternal, es casi perfecto porque tiene el mejor de los conocimientos, aquel de la prueba y error, el que enseña la historia para quien sabe mirar. Porque el diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo. Y ¿qué hay más viejo que el poder?
Por este proceso de dominación y control ciudadano incorporamos a nuestro vocabulario cotidiano explicaciones de apariencia racional para contarle a nuestras familias por qué hay que cumplir con determinadas medidas durante la cuarentena, afirmando lo razonable que es instalar aplicaciones de vigilancia en nuestros teléfonos. Aplicaciones que alimentan de datos personales —que luego venden al mejor postor— a Google, Apple, Facebook o Amazon.
Normalidad es, también en su definición, el acatamiento a las normas. Y si son nuevas y nadie nos las explica no importa, porque el Estado es un padre de pocas palabras que sabe lo que es bueno para sus hij*s. Por eso nos responde que las cosas son así porque sí. Un padre que nos cuida, fundamentalmente, de nosotros mismos.
Siempre me llamó la atención cómo la normalidad es concebida como buena en sí misma. Una adjetivación que se usa para decir que algo está bien: es normal. Cuando este discurso se impone sin mayores explicaciones, nos encontramos teniendo que tomar posición frente a un planteo dicotómico, como explica Eduardo Gudynas:
La construcción de la normalidad no es ingenua ni neutra, y por ello es un problema político de primera magnitud. Si aceptamos que la pretendida normalidad no tiene nada de normal, antes que generar una nueva versión, la postura a seguir es otra, casi contraria a la que piden los gobernantes. Se debe invocar la anormalidad y entender la desobediencia. La novedad debería estar en explorar alternativas no solamente incómodas, sino también aquellas que resultan inconcebibles bajo las actuales normalidades que nos obligan a obedecer.
Esperanza radical: somos anormales
Una nueva normalidad, impensada hace dos años [2018], hoy nos interpela de forma masiva en nuestra propia consciencia de ser. Unas cuantas personas alrededor del mundo veníamos vibrando una disrupción total inminente, y habíamos empezado a organizarnos para entender cuál sería, o debía ser, nuestro rol ante el inevitable derrumbe del sistema conocido. Expresado en el colapso social, climático y ecológico.
Sobre el fin del año 2018 muchas y muchos nos encontramos queriendo salir de la dinámica de personas normales. La seguridad clasemediera de un sueldo fijo depositado en nuestras cuentas a fin de mes resultaba insoportable. Todo ese tiempo regalado al sistema productivo se chocaba de frente con la imperiosa necesidad de hacer algo, frente a la dimensión de la injusticia. Ese 1% del mundo, representado en corporaciones multinacionales, controlando nuestros destinos. Todo dicho en nuestras propias narices mientras creíamos ser libres por poder elegir los toppings de una hamburguesa personalizada. Y todo pareció cerrar con la expresión de una niña sueca que decidió desobedecer las normas de su propio sistema de control: la escuela.
Greta Thunberg no fue la primera niña en plantarse frente a la irracionalidad estructural de las instituciones que nos gobiernan. Muchas voces desde el sur global antes que ella gritaron, hay que decirlo y bien fuerte. Greta quizás caló hondo porque simbolizó la simpleza del relato, lo obvio de las soluciones, lo sistémico y al mismo tiempo perfectamente simple de la salida: keep it in the ground. Dejen el petróleo en la tierra.
Luego vendrían los complementos argumentales ligados a la crisis de extinción de especies y la inmediata necesidad de regeneración de la biodiversidad. La narrativa climática se amplió rápidamente mientras el movimiento Fridays For Future ganaba estudiantes en huelga alrededor del mundo, Extinction Rebellion irrumpía en Londres haciendo lo que nunca antes se había hecho: una disrupción total y masiva de la ciudad. Más de dos mil activistas presas y presos por llevar adelante acciones directas no violentas, policías que se pasaban de bando durante los arrestos, sonrisas, lágrimas y activismo. La desobediencia civil incuestionable en su verdad: las políticas públicas ya no nos protegen, el contrato social está roto, nos declaramos en rebelión contra nuestro propio gobierno.
Si bien nació como un movimiento de base científica y de activistas por los derechos humanos en Inglaterra, XR rápidamente se volvió global debido a su propuesta de autorganización sociocrática y descentralizada, decolonialista y antirracista en génesis. Con demandas claras y un relato puro, duro, terrible, pero por primera vez en mucho tiempo dentro de los movimientos ambientalistas, honesto. Pone en el mainstream público la verdad sin vueltas: esta es una catástrofe más allá de lo imaginable, te vas a sentir triste, sí, pero es el camino inevitable de duelo para una regeneración profunda, con amor y furia.
Las muchas causas interrelacionadas que nos colocaron rumbo a la extinción comenzaron a encontrarse, como así también lo hicieron, y continúan entretejiendo, los espacios de resistencia territorial que venían dando batallas aisladas y encontraban en la radicalidad una esperanza renovada.
Extractivismo, colonialismo, racismo, y patriarcado, todos los monstruos entramados. Un enemigo al que, más que vencer, hay que luchar por volver obsoleto y liberarnos: el consumo material ilimitado. Ya no es prioridad en nuestras vidas.
Claro que no es color de rosas. Si fuera un simple cambio de hábitos individuales, este sería un libro de tips ecológicos para una vida más sustentable. El cambio personal es indispensable, pero ya no es suficiente.
La cuestión climática emergió a fines del 2018 como vehículo para la expresión de un anhelo colectivo más profundo.
Los nuevos movimientos en rebeldía, como Viernes por el Futuro (Fridays For Future, FFF por sus siglas en inglés) y Rebelión o Extinción (XR), encarnaron la resistencia urbana, y lo hicieron de la única forma posible: decidieron asumir una estrategia de desobediencia civil pacífica. Ya sea faltando a la escuela y reclamando frente al parlamento acción climática urgente y proporcionada, o tomando por asalto activista el business as usual de las grandes urbes.
Después del Informe 1.5 del IPCC, la emergencia climática en 2018 dio forma a una alienación colectiva que venía apareciendo fugazmente de manera intuitiva e inarticulada. Nos aportó un eje narrativo para identificar la fuente del error y canalizar en una reivindicación clara la aspiración revolucionaria de cambiarlo todo. Pero si mañana la temperatura global se estabilizara, la energía de propulsión con la que nacieron los movimientos en rebeldía no se va a calmar. Porque la cuestión de fondo no es reemplazar unos combustibles por otros. No aspiramos a reformas modestas. Sabemos que las reformas modestas no alcanzan. Reconocemos que el terricidio es una característica constitutiva y no un impacto no deseado del sistema socioeconómico actual, y sabemos que un mundo de opresiones, pobreza implacable, desigualdad, guerras, violencia contra la diversidad de género y racismo, genera destrucción ambiental. La interseccionalidad es un concepto ineludible.
El Gran Anhelo
El problema no es si nuestra civilización actual es sostenible. ¿Queremos sostenerla tal cual está planteada? ¿Exigimos más inclusión dentro de un sistema que es horrible? Lo que queremos es pasar de una sociedad basada en vínculos de dominación a una de interdependencias. De estados nación con fronteras cerradas a pulso de conquista, hacia modelos políticos de mutualismo y co-evolución. De formatos productivos extractivistas a modelos creadores de valor regenerativo.
Una transición civilizatoria que supere el paradigma falaz de la escasez competitiva para poder construir una historia de abundancia colaborativa.
El planteo no es novedoso. Muchísimos espacios vinculados a las resistencias territoriales, pueblos originarios, comunidades rurales, ecoaldeas fuera del sistema o corrientes de pueblos en transición comparten una crítica sistémica y una agenda propositiva anclada en los lugares. Este concepto es clave: localizar las soluciones.
Descentralizar. Volver a la tierra. Desacelerar. Achicarse. Decrecer.
Tales objetivos no se traducen fácilmente en demandas políticamente articulables dentro del sistema de representación planteado hoy. Si es políticamente concebible, la demanda es demasiado pequeña. Si está dentro del poder y la voluntad de las autoridades burocráticas, o si encaja en el universo político actual, no debe requerir un cambio fundamental.
Estamos viviendo democracias testimoniales, en donde el poder no le pertenece a la gente. Como ya hemos visto los representantes dejan de representar al pueblo para encarnar intereses corporativos, así cualquier medida reformista pierde proporción frente a la magnitud de la transformación necesaria. Allí es cuando la política partidaria nos dice que es imposible cambiar tan rápido, que la economía se deprimiría, que hay que pagar la deuda externa, y que para todo eso necesitamos los dólares del extractivismo. Pero este año hemos visto que la respuesta política, social y económica ante la COVID-19 permitió muy fácilmente, en cuestión de días, atender la pandemia como lo que es: una emergencia.
Si los gobiernos del mundo reaccionaron pausando de forma completa la historia ante la amenaza de propagación de un coronavirus, imaginemos si tomaran real dimensión del camino suicida que se están encargando de pavimentar. Se puede, claro que se puede responder de forma coordinada ante la emergencia ecológica y climática. Simplemente, no se quiere.
Antes de la COVID-19 solíamos achicarnos ante las respuestas de imposibilidad estructural para frenar la rueda por miedo a adoptar posturas deterministas sin ser nosotr*s mism*s los sujetos afectados por la reconfiguración económica de un modelo que no va más. Y era correcto que así fuera.
Ahora sabemos que, no solo es necesario parar todo y barajar de nuevo —cosa que ya sabíamos —, sino que es posible como quedó demostrado. La pregunta natural que nos hacemos desde el activismo entonces es: ¿de quiénes son estas demandas?, y ¿a quién le corresponde decidir cómo será la transición?
Para dar respuesta a estas preguntas ya no podemos seguir reproduciendo slogans de fines de la segunda guerra mundial en donde la gobernanza global sería posible desde una institución que también reproduce las lógicas de poder que buscamos trascender, una nueva ONU no es el camino. El camino es exactamente inverso.
Pluriversos posibles
Quienes estamos decidiendo usar nuestro Tiempo para imaginar un nuevo juego no sólo somos ésta generación. Somos muchas que vinieron antes y otras que vendrán después hasta que el modelo de la homogeneización quede obsoleto. Porque perpetuar la potencialidad no realizada del futuro posible inevitablemente seguirá fogueando rebeliones con cada generación.
Lo que la narrativa climática articuló es una síntesis histórica: la base fósil está entretejida en todas las facetas de la vida moderna. Desde internet hasta la agroindustria, el transporte, la medicina, la construcción de infraestructura, la producción en escala: toda la economía global depende del petróleo. El pluriverso activista está empezando a comprender que la exigencia hacia los gobiernos y las corporaciones para dejar los fósiles bajo tierra es en última instancia una demanda para cambiarlo todo, y que esto es imposible de cumplir dentro de los límites del sistema de representación indirecta actual. Los combustibles fósiles son el micelio del que se nutre la sociedad de consumo y una transición alejada de esta fuente de energía conlleva la interrupción total de la sociedad en los parámetros en los que está planteada hoy.
El llamado de los movimientos en rebeldía es a una reconversión completa que ponga a la vida en el centro de todas y cada una de las decisiones comunitarias.
Y decimos comunitarias porque sentipensamos que muchas veces seguimos cometiendo un error estratégico: al enmarcar las necesidades de cambio bajo el formato de un pedido hacia los gobiernos. Les estamos otorgando la posibilidad de negarse a cumplir con esa acción. Y eso no es aceptable porque la decisión de ningún gobierno puede determinar nuestro futuro. Un lugar común en el que solemos caer es limitar lo que podemos lograr a lo que quieran negociar los que están en el poder.
¿Quiénes deciden?
Como respuesta a las preguntas sobre la propiedad de las demandas y la representatividad en la toma de decisiones, la respuesta natural es: cada comunidad local, en cada territorio, es el único sujeto legitimado para decidir sobre su presente, y para proyectar la transición hacia un futuro posible. Hay que abrir la democracia ya.
Pero difícilmente eso ocurrirá sin resistencia del poder establecido. Habrá que disputarlo de forma masiva para recordarnos mutuamente que el poder nos pertenece. Siempre nos perteneció. Nos lo robaron a base de engaños.
Y ¿si las personas que habitan los márgenes del sistema fueran aquellas con verdadera capacidad de acuerpar los liderazgos inspiradores para cambiarlo todo? Y ¿si nosotr*s fuéramos parte de esa horda de exclusión anormal, de esa minoría colonizada, de ese colectivo indignado que va a fundar un contrato social completamente nuevo? ¿Qué pasaría si REALMENTE nos reconocemos con ese poder? ¿Cuánta policía sería necesaria para detener cientos de miles de millones de personas que no aceptan más las condiciones del 1% y deciden escribujar otras desde el respeto por la diversidad de la vida?
Estamos muy, muy cerca de algo así. De que el horror ante el terricidio, el genocidio, el racismo, los femicidios, los mercados húmedos de animales, los campos de refugiados o los mataderos nos unan en la última de las batallas contra la civilización fósil. La primera a favor de la civilización regenerativa. Si no logramos hacer de nuestras luchas un organismo imbatible, fracasaremos. No quiere decir esto homogeneizarnos: en la naturaleza solo la diversidad crea abundancia. Esta vez sí que nos necesitamos tod*s.
Este no es el tipo de rebelión en la que algun*s se sacrifican por la causa de salvar al mundo, no puede ser así. No otra vez. El modelo del héroe mártir y sufriente, no va a ser el que nos inspire. No debe ser así si confiamos en que los medios son los que justifican al fin, porque el incierto viaje es todo lo que importa. No hay nada cuantificable por ganar, pero todo por perder si no nos ponemos en acción. Nos inspira la memoria de Fabián Tomasi, la sonrisa aguda de Vandana Shiva, la ciencia digna de Andrés Carrasco, la memoria intacta de Berta Cáceres, las palabras justas de Eduardo Galeano. Nos inspira la furia alquímica del amor puesta al servicio de la vida.
Un camino regenerativo
No da todo lo mismo. No nos resulta indiferente la condición de nuestra especie en este camino doloroso de transición civilizatoria. El sufrimiento expresado en cifras y porcentajes tiene rostros únicos de seres humanos y no-humanos irremplazables. La perspectiva de la tierra como organismo vivo en un concierto planetario tampoco es neutra a la posible extinción de nuestra especie. Sería una gran herida en el cuerpo sagrado de la madre destrozada y vacía, Gaia, la Mapu, la Pachamama llorando nuestra pérdida. Así y todo, a pesar de lo trágico de este desenlace posible, es cierto que la Tierra no necesita que existamos para recomponerse. De hecho, son conocidas, por ejemplo, las imágenes del área de exclusión de Chernobyl resalvajizada gracias a nuestro retiro forzoso luego de la explosión del reactor nuclear en 1986. Saber esto nos exime de algunas preocupaciones, es cierto. El atajo fácil para quienes puedan desapegarse de lo terrible y violento que será el tránsito hacia lo inevitable —el colapso de los ecosistemas y el apartheid climático— suena tentador. Sin hacer ningún trabajo extra, los humanos seremos castigados por todos los pecados que cometimos durante el Antropoceno. Hay cierto morbo en predicar que nos merecemos la extinción, pero también nos atrae de esa posición moral algo falaz: una salida de emergencia. Aceptar sin cuestionamientos el papel de cáncer planetario es aceptar nuestra cobardía como atributo definitorio, pero no es el rol que necesita nuestra madre que desempeñemos.
Estamos hechos de cuentos. Nuestras historias son poderosas. Las necesitamos para navegar el mundo porque nos habilitan la interpretación de sus complejas y contradictorias señales. La vida en la tierra nos pide que experimentemos integridad; pasar del conocimiento al entendimiento. No pensar que somos, saberlo. Cuando necesitamos entender algo no buscamos una explicación científica sino fidelidad narrativa.
¿Lo que leímos en éstas páginas refleja cómo vemos que se comporta el ser humano y el mundo? ¿Llegamos a identificarnos como singularidades imprescindibles para el cambio sistémico?
Somos, al mismo tiempo, la parte y el todo, la energía y la materia, la célula y el organismo, la sociedad cultivada y el pulso silvestre. Somos cada árbol y todo el bosque, cada gota de agua y el océano entero. Cada persona y toda la humanidad. Somos la Tierra misma. Estamos hechos de polvo de estrellas. Somos pequeños e inmensos. Ahí radica nuestro inconmensurable y humilde poder.
Cuando esta vocación se cruce con aquello que necesita el mundo, ningún gobierno podrá detener la potencia de la lucha puesta al servicio de la vida. Y ese Tiempo de rebelión pacífica es ahora. Reconocer nuestra inmadurez, irresponsabilidad y locura, duelar la vida conocida, y pasar a la acción.
El triple liderazgo
Los tiempos que vivimos demandan de nosotr*s un liderazgo en tres frentes simultáneos: cabeza, corazón y manos, como dice Joanna Macy.
Con la cabeza debemos aportar herramientas y conocimiento para que seamos más comprendiendo lo que sucede y por qué sucede.
Con el corazón trabajaremos en imaginar otros mundos posibles, y en fortalecernos en una trama colectiva que nos de coraje para liderar con las manos. Porque con las manos seguiremos dirigiendo la lucha por la vida y contra los centros de poder que nos están llevando al colapso.
La mutación
Me gusta pensar que aún no somos humanos, que somos, como casi todo, un proceso en evolución. Como se dice en el I Ching: la mirada de quien ha reconocido la mutación ya no se detiene sobre las cosas singulares que pasan con el fluir de la corriente. En el fondo tod*s sabemos que lo único que permanece inmutable, son las mutaciones. ¿Será que, al igual que la historia y sus vaivenes, esta evolución hacia la especie que podemos ser está en una fase de potencial? ¿Será que se trata menos del ser que del devenir? ¿Estamos atravesando un rito de pasaje?
Las historias que describen ritos de pasaje comparten dos características. La primera es que no es posible saber si el protagonista logrará cruzar. La segunda es que es imposible saber qué hay del otro lado del umbral. Como especie, estamos pasando por un rito de pasaje, y en el otro lado del vórtice nos espera un nuevo mundo. No es posible aferrarse a lo viejo por más desgarrador que sea atravesar el duelo. Debemos aceptar que una restauración del orden es inevitable. En cualquier variante, éxito o fracaso, en el cruce del umbral, durante el rito, existe la realidad irreversible del colapso del mundo globalizado moderno.
Una crisis de la vida comienza con la disolución de lo que sabíamos y lo que creíamos ser. De los escombros de la demolición, las sociedades también pueden experimentar una restauración. Eso es lo que la crisis climática y ecológica plantea a la civilización global actual. No es un mero problema que podamos resolver desde la cosmovisión dominante. La crisis nos exige construir una nueva Historia, una transformación total que no puede ni va a comenzar si no es por nosotr*s.
Con la suspensión temporal de quienes creemos ser, surge la posibilidad de descubrir quiénes somos y en quiénes podemos convertirnos. De repente, descubriéndonos a nosotros mismos como participantes indispensables en el tejido de la vida, entramos en nuestra verdadera naturaleza y nos convertimos en lo que nacimos para ser, tal vez lo que siempre fuimos.
Un elemento clave de este rito de pasaje será transitar desde la cosmovisión geomecánica a un paradigma que vea al planeta como trama viva. No solo desde la filosofía o el arte, también desde la economía y la política. No es nada nuevo, ni siquiera para el pensamiento cientificista hegemónico de occidente. A fines del siglo XVIII Alexander Von Humboldt ya había dicho todo lo que había que decir sobre esta realidad irrefutable y medido todo lo humanamente medible para demostrarlo:
La naturaleza es una totalidad viva, no un conglomerado muerto. Hay una sola vida derramada sobre las piedras, las plantas, los animales y los seres humanos. Y esa profusión universal con la que se distribuye la vida en todas partes era lo que más le impresionaba. La propia atmósfera contenía los gérmenes de la vida futura: polen, huevos de insectos, semillas. La vida estaba presente en todas partes y los poderes orgánicos trabajan sin cesar.
Humboldt no estaba demasiado interesado en descubrir nuevos hechos aislados, sino más bien en conectarlos. Los fenómenos individuales solo eran importantes por su relación con la totalidad.
Será una rebelión sistémica o no será nada
La crisis climática no se va a resolver ajustando los niveles de gases atmosféricos, como si estuviéramos jugando con una fórmula de laboratorio. Un planeta vivo solo puede estar saludable si sus órganos y tejidos son regenerativos, incluyendo a los bosques, el suelo, los pastizales, los humedales, los arrecifes de coral, las abejas, los peces, las ballenas, los elefantes, las montañas y todos los demás sistemas y especies de la Tierra. Si continuamos degradando y destruyéndolos, incluso si reducimos las emisiones de gases de efecto invernadero a cero de la noche a la mañana, la Tierra aún morirá porque es la vida la que mantiene las condiciones para la vida, a través de procesos poco entendidos y muy complejos como los de cualquier fisiología viviente. La vegetación produce compuestos volátiles que promueven la formación de nubes que reflejan la luz solar. La megafauna transporta nitrógeno y fósforo a través de continentes y océanos para mantener el ciclo del carbono. Los bosques generan una bomba biótica de baja presión persistente que trae lluvia a los interiores continentales y mantiene los patrones de flujo atmosférico. Las ballenas traen nutrientes del océano profundo para nutrir el plancton. Los yaguaretés controlan las poblaciones de carpinchos y ciervos para que los humedales de Iberá sigan siendo viables, mejorando la absorción de lluvia y previniendo sequías e incendios. Y todos estos procesos se entrelazan entre sí.
El objeto de nuestra lucha no es en realidad la supervivencia humana. Usamos la extinción como un concepto que engloba potencial. El potencial de extinguir este sistema, porque de lo contrario el sistema extinguirá lo que queda de bello y bueno en este mundo.
Dice Jem Bendell en su paper del 2018 Deep Adaptation que luego de analizar tanto los aspectos psíquicos del negacionismo climático histórico como los datos duros respecto de las últimas investigaciones sobre ciencia atmosférica, la única interpretación posible de la información disponible es la siguiente: el colapso es inevitable, una catástrofe es probable y la extinción es posible.
Supongamos que podemos continuar cementando la Tierra para convertirla en millones de feedlots, estacionamientos y basurales. Supongamos que reemplazamos el suelo fértil con granjas hidropónicas y cultivos de células de carne de laboratorio. Supongamos que migramos nuestras vidas por completo a una cuarentena permanente dentro de las nuevas fronteras domésticas a las que nos obligó la COVID-19. Supongamos que desarrollamos tecnologías de ciencia ficción, máquinas de succión de carbono y compuestos químicos volátiles para dispersar por el cielo y controlar la temperatura. Supongamos que continuamos la trayectoria de los últimos quinientos años, en los que cada generación llega al mundo con un planeta un poco menos vivo que la anterior. Y supongamos que, como en los últimos setenta años, la humanidad continúa aumentando el PBI.
Supongamos que logramos sobrevivir a la posible extinción humana. ¿Vamos a aceptar este futuro? Supongamos que la supervivencia humana en un mundo muerto estuviera garantizada: ¿daríamos un suspiro de alivio y nos uniríamos al terricidio?
El cambio de paradigma es inevitable
Cuando Thomas Kuhn describió en 1962 la anatomía de las revoluciones científicas, identificó los patrones detrás de todo cambio de paradigma social. Cuando las bases de la comprensión y la percepción se transforman a un nuevo nivel, irrumpe en el orden establecido una crisis que el viejo paradigma no puede resolver.
Según esta teoría, la progresión de la ciencia no se da como una acumulación gradual de conocimiento a lo largo de los siglos, sino como una serie de paradigmas dominantes superados sólo por rupturas revolucionarias o rupturas no acumulativas. Kuhn se encargó de demostrar la aplicabilidad de su estudio desde las revoluciones científicas a las políticas. Las revoluciones políticas o sociales se inauguran por un sentido creciente, inicialmente restringido a un segmento de la comunidad. Las instituciones existentes han dejado de satisfacer adecuadamente los problemas planteados por un entorno que han creado en parte. Tanto en el desarrollo político como científico, la sensación de mal funcionamiento es un requisito previo para la revolución. Esta transición entre paradigmas competitivos no puede hacerse paso a paso, forzada por la lógica y la experiencia neutral; debe ocurrir de una vez —aunque no necesariamente en un instante— o no ocurrirá en absoluto.
La paradoja de nuestra propuesta es que, si buscamos una adaptación justa y pacífica, tendremos que ser profundamente radicales para mantener una sociedad mínimamente organizada en los próximos años.
A pesar de sus críticas posteriores, algunas de las mejores reflexiones de Eduardo Galeano siguen vigentes en Las Venas Abiertas de América Latina. Allí describió la relación entre el sistema de desarrollo hegemónico —capitalista—, y la imposibilidad de transformarlo siguiendo la receta que el mismo paradigma impone:
No asistimos en estas tierras a la infancia salvaje del capitalismo, sino a su cruenta decrepitud. El subdesarrollo no es una etapa del desarrollo. Es su consecuencia.
El subdesarrollo de América Latina proviene del desarrollo ajeno y continúa alimentándolo. Impotente por su función de servidumbre internacional, moribundo desde que nació, el sistema tiene pies de barro.
Se postula a sí mismo como destino y quisiera confundirse con la eternidad.
Toda memoria es subversiva, porque es diferente, y también todo proyecto de futuro. Se obliga al zombie a comer sin sal: la sal, peligrosa, podría despertarlo. El sistema encuentra su paradigma en la inmutable sociedad de las hormigas. Por eso se lleva mal con la historia de los hombres, por lo mucho que cambia.
En la historia de los hombres cada acto de destrucción encuentra su respuesta, tarde o temprano, en un acto de creación.
Ese acto de destrucción, ese quiebre entre paradigmas competitivos no será posible manteniendo lealtades con el difunto. Pero la transferencia de lealtad de paradigma a paradigma es una experiencia de conversión que no puede ser forzada, por eso y más que nunca, tenemos que trabajar para inspirar. Es el gran desafío por delante, romper la inercia del comportamiento de manada que como mamíferos nos domina; si nadie se mueve, nadie cree que puede moverse.
Somos miles, seremos millones
Todos los movimientos en rebeldía, ancestrales y emergentes, tienen —por lo menos— dos características cohesivas. La primera es material, y encuentra fundamento y razón de ser en la coherencia con el diagnóstico empírico de la situación: necesitamos una transformación profunda de las bases del modelo de producción y consumo actual. La realidad geofísica es que si no cortamos a la mitad nuestras emisiones de gases de efecto invernadero en los próximos (pocos) años, y revertimos el exterminio de la biodiversidad, nos vamos a extinguir. El segundo es de índole espiritual: sabemos en múltiples planos no racionales que este sistema ya murió, y acuerpamos este conocimiento silencioso con furia regenerativa.
Los movimientos en rebeldía se perfilan globales, no por ambición sino por necesidad y contexto sociohistórico. La complicidad desde las instituciones nos duele en las entrañas, y no queremos ser cómplices ni testigos de otro genocidio silenciado. En otros momentos de la historia existieron procesos de exterminio masivo que buscaron ser ocultados por las autoridades.
Esta vez tenemos que desafiar la autoridad injusta a tiempo, porque cuando las instituciones y las leyes no nos protegen, el contrato social desaparece y los ciudadanos adquirimos el derecho y el deber a la desobediencia civil.
Nos preguntan si lo que planteamos es una suerte de rebelión. Lo que planteamos es que este modelo es autodestructivo porque está fundado en negar los límites físicos del planeta. Pero como respuesta a esta verdad científica, los gobiernos nos dicen que es política y socialmente imposible cambiar tan rápido.
Esta es la emergencia más enorme a la que nos hayamos enfrentado: nos quedan menos de diez años [<2030] para una transformación de proporciones épicas que no vamos a conseguir sólo poniendo molinos eólicos, instalando paneles solares, reciclando o reduciendo el consumo individual de carne. Necesitamos la movilización de personas más grande de la historia. Cada nuevo anuncio de reactivación económica post-pandemia es una nueva estocada al corazón informado. Profundizar la minería, la extracción de combustibles fósiles y la agroindustria es firmar nuestra propia acta de defunción. Y en todos los países está pasando lo mismo: los rescates financieros para los poderosos de siempre. La distribución de la torta brillando por su ausencia. Nos están obligando a salir con cada nuevo acuerdo con China negociado a puertas cerradas en despachos oscuros, con cada nuevo Consejo Agroindustrial metiendo leyes por la ventana para profundizar un modelo que ya se demostró agotado. Durante los últimos 20 años los gurús de la comunicación y la psicología nos dijeron que si decíamos la verdad, en lugar de propiciar un llamado a la acción efectivo, seríamos impulsores de que todo el mundo se deprima. Esta puede ser una presunción acertada, pero es ciertamente incompleta: las sociedades son sistemas complejos gobernados por dinámicas no lineales. Nosotr*s creemos que cuando abandonemos la falsa esperanza, podrá generarse una motivación masiva.
El punto ciego de toda civilización
Una de las cosas más hermosas que están sucediendo en estos momentos, es que la irrupción de las nuevas formas de activismo urbano y digital en la escena política mundial. Esto ayudó a desencadenar una fuerza contenida en antiguas tradiciones de sabiduría, en las que se otorga un lugar significativo para la desesperanza y la desesperación.
Las reflexiones contemporáneas sobre el crecimiento emocional e incluso espiritual de las personas como resultado de su desesperanza y desesperación se alinean con estas ideas ancestrales. La pérdida de una capacidad, un ser querido, un estilo de vida, o la recepción de un diagnóstico terminal, se experimentan como un desencadenante de nuevas formas de autopercibirnos, y de percibir al mundo. La desesperanza y la desesperación son una primera barrera, pero también son la fuerza ígnea que nos prende fuego a la piel vieja para que la nueva pueda aflorar.
En tales contextos de crecimiento personal, la falsa esperanza de volver a un estado de situación conocido y confortable no es algo bueno de mantener. Nos vuelve temerosos, instala el miedo a explorar las fronteras de lo posible; abandonar la esperanza de que una forma de vida continuará, abre un pluriverso para esperanzas alternativas.
En el contexto de crisis existencial en el que nos encontramos, con un mundo desmoronándose ante nuestros ojos debemos construir de forma colectiva una esperanza radical. Este es el punto donde la realización personal se cruza con lo que el mundo está necesitando. Nos invita a explorar lo que podríamos aprender de otras culturas que se han enfrentado a catástrofes, a intentar trascender el punto ciego de toda civilización: la incapacidad de concebir su propia extinción. Explorar formas de esperanza que no estén basadas en la negación, ni el falso optimismo. Esperanzas radicales con la incertidumbre como timón. Orientados hacia una bondad futura que trasciende la capacidad actual de entender de qué se tratará nuestro propio futuro.
El capitalismo ha sido tan efectivo en su método que logró bloquearnos la glándula imaginativa. Aquella por la cual podemos salir del corset de conocimientos formales que nos inculcaron en la escuela y las universidades, y atrevernos a cuestionarlo todo.
En el anhelo de fortalecernos en la trama colectiva, que ya está poniendo manos en la Tierra para construir un mundo post-colapso, es probable que haya que renunciar a trabajos. Dejar carreras. Mudar territorios. Quizás no. Pero, en cualquier caso, lo que hagamos de aquí en adelante debe tener un horizonte de adaptación profunda a una nueva realidad. El rol que decidamos desempeñar en la construcción de resiliencia comunitaria repercutirá directamente en nuestras propias vidas y las de los otros seres sobre este planeta rumbo a la extinción.
Convivir con la incertidumbre es un desafío enorme, pero confío en que, además de luchar por la obsolescencia de este sistema de muerte, podremos recoger la herencia de múltiples sabidurías pasadas y tradiciones orales que cantaban lo mismo: hay un sutil magnetismo en la Naturaleza, y si nos entregamos a él nos guiará correctamente.
Nos vemos en las calles.
Vimos que no es posible gestar el cambio necesario desde el sistema institucional que conocemos y somos conscientes del miedo que produce leer este mensaje de fallas y sombras.
Quizás ahora estén queriendo volver al mundo que conocían antes de leer este libro, pero es importante que sepan que no están solas. No están solos. Somos más de lo que nos quieren hacer creer y estamos listos porque nos han traído al límite de una situación imposible y no tenemos alternativa. La transformación tiene que empezar hoy y tiene que ser enorme.
Desproporcionada.
Más allá de lo posible.
La decisión más honesta que podemos tomar en estos momentos de incertidumbre, es qué hacer con el Tiempo que tenemos.
Nadie lo va a hacer por nosotr*s.
El poder real nos pertenece, abracémoslo.
Con amor y furia.
El Tiempo no es mucho. Y para que sea justo, deberá ser desobediente.
Notas
[1] Nota editorial: El plural genérico neutro se ha adaptado al estilo de la revista, usando el asterisco. La autora en su manuscrito original utilizaba el plural en -es, mientras que en la obra tal como salió publicada se utilizaba -xs. Otras ligeras modificaciones o correcciones han sido realizadas al texto original para esta publicación.
[…] (Capítulo final del libro Extinción: la supervivencia de la humanidad en juego, 2020, cedido por la autora para su publicación en 15/1515 [1].) […]
Flavia, persona admirable. Gracias una vez más por tus palabras y por cantar la posta, una vez más. Con amor y furia siempre.
[…] Flavia Broffoni 2024-04-25 http://www.15-15-15.org […]
Muchas gracias a Flavia por sus preclaras palabras, muchas gracias a 15-15-15 por esta publicación absolutamente imprescindible y movilizadora. Amor y furia. Gora Gaia