Es difícil exagerar la oportunidad de esfuerzos de síntesis como el desplegado en Decrecimiento: del qué al cómo. De hecho, no se trata de oportunidad, sino más bien de urgencia: si pretendemos dotar de un contenido sensato a la locución transición ecológica, necesitamos situarnos y hacer pie en la realidad de cada uno de los sectores de una economía abocada a una pronta metamorfosis. Sobra incidir en los motivos de esa urgencia, porque de nuestra capacidad para hacer pie en estas realidades y operar en ellas dependerá la naturaleza de aquella metamorfosis —los amigos de las frases resultonas y los golpes de efecto nos vemos en este punto tentados a distinguir entre metamorfosis tipo mariposa y tipo Kafka.
El grueso del texto lo ocupa un mosaico de diez instantáneas de los sectores centrales de la economía española (pp. 63-184). Cada una de esas instantáneas incluye a) una descripción de la situación actual del sector, b) una relación de medidas que permitirían conducirlo a la sostenibilidad con criterios de justicia social, y c) una serie de consideraciones sobre proyectos específicos que trabajan ya en esa línea. Se nos ofrecen así una inmensa cantidad de fuentes, intuiciones y observaciones prácticas que serán de gran ayuda a innumerables colectivos. Constituyen estas instantáneas el grueso del texto, y con razón, porque no podrían importar más.
Si bien el propósito del libro es el de ofrecer una guía de transición abierta y tentativa, y si bien su grueso lo conforma aquel mosaico, en su punto de partida encontramos un diagnóstico global de nuestra coyuntura ecosocial. Ese diagnóstico se perfila recurriendo a las principales fuentes de consenso sobre límites energéticos y materiales, erosión de la biodiversidad y cambio climático (IEA, IPBES, IPCC)[1]. «¿Cómo de grave es nuestra situación?» La respuesta a esta pregunta la recogen los autores en el resumen más conciso que cabe hacer de aquel diagnóstico: el capitalismo industrial globalizado está colapsando. Las crisis pueden ser breves, y al cabo de ellas nos encontramos siempre, más o menos, donde estábamos al principio. El colapso y las políticas que se desplieguen para lidiar con él van a acompañarnos durante el resto de nuestras vidas (p. 205), y no vamos a regresar a la casilla de salida[2].
Dejando a un lado —y no es poco dejar— nuestra situación de extralimitación ecológica —rebasados hoy seis de los nueve límites planetarios que definen un «espacio operativo seguro para la humanidad» dentro del Sistema Tierra—, la dependencia fósil de un sistema socioeconómico basado en la concentración urbana de población y la extracción masiva y el transporte global de materias primas y productos elaborados trae consigo, de suyo, su inviabilidad.
El desmoronamiento del orden político y cultural que ha acompañado hasta hoy a nuestro sistema socioeconómico es lo que aquí se entiende por «colapso», un proceso fragmentario, de ritmos y geografías desiguales, pero que nos sitúa en cualquier caso ante horizontes abiertos, cuyos desenlaces dependerán de lo ganado política y culturalmente durante el preámbulo en curso.
El decrecimiento, por su parte, se nos presenta como el único tratamiento adecuado a aquel diagnóstico y compatible con cualquier interpretación no patológica de la justicia social. Y es que sostenibilidad, democracia y justicia social no mantienen ninguna clase de relación necesaria: de hecho, caben en principio todas las posibilidades, desde infiernos autoritarios sostenibles a democracias igualitarias totalmente ciegas desde el punto de vista termodinámico y ecológico.
Ni la señalada aproximación a la noción de decrecimiento pretende erigirse en algo así como la definición autorizada del término, ni la vía que se nos propone hacia el decrecimiento pretende hacer las veces de un programa político detallado y cerrado. No se trata de señalar el camino, sino de acompañar, «poniendo en marcha procesos sociales que garanticen la autonomía, la posibilidad real de las comunidades de tomar decisiones sobre su destino político, y la satisfacción universal de todas las necesidades en armonía con el funcionamiento de la trama de la vida» (p. 20).
El decrecimiento, en los términos de Almazán y González Reyes, aspira a una reducción del metabolismo ecosocial mediada por la pérdida de protagonismo de las esferas mercantil y estatal en la satisfacción de las necesidades sociales, una pérdida de protagonismo paralela al incremento en ese terreno del ámbito comunitario. Si bien la raigambre libertaria del proyecto se explicita sin ambages en el desarrollo de esta aproximación a la noción de decrecimiento (pp. 57-62), los guiños y corsés doctrinales son menos que escasos a lo largo del texto.
Como objetivo, pues, economías locales, descentralizadas y controladas democráticamente por las propias comunidades. En este punto, la pregunta central es, desde luego, la de cómo avanzar en esa dirección. La respuesta a esta pregunta es la apuesta del libro, su centro de gravedad (pp. 185-283).
González Reyes y Almazán comienzan a trazar esa respuesta incidiendo en que no hay respuestas: nadie puede pretender que tiene el mapa para avanzar hacia una sociedad decrecentista en un contexto de colapso, del mismo modo que nadie puede pretender que dispone de los planos de una sociedad justa y sostenible. La ausencia de corsés doctrinales a la que aludía se presenta, por tanto, no sólo como un gesto de honestidad, sino asimismo como una posición estratégica.
La ecología nos enseña que un terreno de cultivo con una biodiversidad elevada es infinitamente más resiliente que un monocultivo. La biodiversidad es un seguro de vida ante los impactos del clima o las amenazas de las plagas. Este principio ecológico general puede inspirar también al cambio social, en el que probablemente un movimiento transformador sociodiverso será mucho más resiliente ante los imprevistos y los giros de la historia que un movimiento dominado por el monocultivo ideológico (p. 188).
Ninguna propuesta estratégica que desatienda nuestra psicología individual y colectiva podrá ser de utilidad. En este sentido, hemos de preguntarnos qué puede movilizar en la dirección apropiada. Necesitamos, desde luego, armarnos de buenas razones, orientarnos con la mejor ciencia y comunicarnos con eficacia, pero ni la razón ni la comunicación serán suficientes como palancas de las transformaciones necesarias[3]. Los habrá que, en lugar de a la razón teórica, apelen a la razón práctica, tratando de movilizar en base a valores. Aquí, con tino y buenos argumentos, se nos invita, en cambio, a poner el acento en las prácticas, en las experiencias concretas de organización, y muy en particular en aquéllas que puedan vincularse directamente con la satisfacción de necesidades. Pero la satisfacción de necesidades se produce siempre a través del filtro de los deseos, y de ahí que resulte crucial la generación social de «deseos decrecentistas»: deseos no de estatus, privilegios y consumo, sino de tiempo y relaciones densas y lentas, de conexión con el territorio, de trabajo en común, de participación activa en la vida material y cultural de la comunidad. Parece que cualquiera en su sano juicio firmaría un contrato con esas condiciones, pero nuestra cultura está en las antípodas de esa cordura y no tenemos la menor idea de cómo generar y espolear socialmente estos deseos. Entre las ideas que Almazán y González Reyes tantean en este punto, la decisiva vuelve a enfatizar la importancia de las prácticas —por ponerlo en un eslogan, es más que probable que, también aquí, una cooperativa valga más que mil palabras.
La construcción del sujeto del cambio depende de procesos que incluyen la transformación de deseos, pero también la trascienden, claro. Los autores centran su apuesta en los movimientos sociales, y analizan su estrategia en la construcción de sujetos de cambio en tres bloques: la confrontación de la degradación socioecológica (pp. 237 et seq.), la creación de marcos culturales ecosociales (pp. 249 et seq.) y la construcción de satisfactores de las necesidades universalizables y resilientes (pp. 257 et seq.).[4]
La clave de la propuesta de Decrecimiento: del qué al cómo está en el tercero de esos bloques: no basta con contestar, resistir e imaginar alternativas; hace falta darles cuerpo, en un proceso, por añadidura, de enorme tracción en los ámbitos que englobarían los otros dos bloques. «Mientras que las estrategias de confrontación y culturales amplían el campo de posibilidades del cambio mediante la fuerza y el convencimiento, respectivamente, son las estrategias de creación las que lo llenan. Sin alternativas que funcionen, no ideas, sino realidades, simplemente son imposibles mundos decrecentistas» (p. 258).
Esas alternativas se conciben aquí en clave comunalista, de forma que resulta más que aconsejable superponer la lectura del texto que nos ocupa a la de la colección de ensayos coordinada por Almazán e Iñaki Barcena bajo el título Nuevos comunalismos: Una hipótesis política para el decrecimiento.
El punto de partida de la propuesta comunalista es la idea de que el Estado no puede ser el agente de las transformaciones necesarias. Por su parte, el punto de llegada —cuya relación con el de partida cabe interpretar, en realidad, de diversos modos— se ubica en «la creación y generalización de experiencias vitales que puedan cristalizar en nuevos modos de vida que prefiguren las políticas decrecentistas y les den realidad (…). Entre estas experiencias, destacan las iniciativas de gestión colectiva de la subsistencia, de autonomía, que permitan experimentar directamente la posibilidad de organizar la vida común sin depender por completo de la mediación del binomio Estado-mercado y que abran la posibilidad de reinterpretar la frugalidad no en términos de penuria, sino de lujo comunal y suficiencia» (p. 269).
Los autores no desestiman la capacidad del Estado para catalizar las transformaciones necesarias, ni desatienden la necesidad de forzar cambios en el funcionamiento del Estado, ni dan la espalda a colaboraciones público-comunitarias. No obstante, nada de esto está en el centro de su propuesta, y muchos intuirán en este punto un abismo entre nuestro presente y una sociedad justa y sostenible creada a partir de materiales tan humildes, de proyectos tejidos cara a cara en las orillas de los principales centros del poder político y económico. Puede que se trate de una intuición importante, pero hay pocas maneras de avanzar en la dirección adecuada sin sembrar en la sociedad actual las semillas de aquélla a la que aspiramos.
Los habrá también que, concediendo que «el Estado nació históricamente y se ha desarrollado como una organización política al servicio del sostenimiento de sociedades basadas en jerarquías» (p. 55), añadan a continuación que ninguna ley natural impide a la participación popular transformar esas estructuras en otras diferentes, en la línea, por ejemplo, de la tradición consejista[5]. Otros apuntarán al actual retroceso de los regímenes democráticos liberales, y gesticularán asustados barruntando los monstruos que asoman ya a la vuelta de la esquina de su desintegración[6]. Y los habrá asimismo que, echando la cuenta de cuarenta años de victorias corporativas, se pregunten dónde buscar hoy, fuera de los Estados, defensas efectivas contra el mastodóntico poder de las grandes empresas.
Mi impresión, si he de anotarla, es que nada de esto puede resolverse en ningún debate, y aunque sería muy enriquecedor desde el punto de vista político que tuviéramos muchos debates de esta clase, más aun lo sería que tuviéramos más cooperativas de toda clase, más experiencias de montes comunales (p. 102), más grupos de consumo y más Garúas (p. 118), más Traperos de Emaús (pp. 94, 154), más Alumbras (p. 79) y Entrepatios (p. 162), más Zonas a Defender (p. 270).
Notas
[1] Unas concisas apreciaciones sobre catastrofismo y principio de precaución en el terreno de los límites energéticos y materiales (pp. 29-31) ofrecen el esqueleto del argumento que debiera zanjar toda polémica en este ámbito: si bien no existe un consenso en el plano energético y material del tipo del que encarnan el IPCC y el IPBES en el plano de las crisis climática y de biodiversidad, resulta (por decir lo menos) imprudente leer esa ausencia como parecen leerla hoy nuestras sociedades, esto es, como la prueba tácita de que disponemos de un amplio margen de maniobra —a modo de puntilla a la réplica habitual: «la tecnología no puede generar energía ni materiales» (p. 45).
[2] Por lo que a las políticas se refiere, el auge neo-reaccionario parece dibujar de momento la alternativa a un capitalismo verde que no podrá evitar la constante expansión de las fronteras extractivas, las zonas de sacrificio y los conflictos por recursos —tampoco en sus encarnaciones progresistas, que traen adicionalmente aparejados los riesgos derivados del afianzamiento de la idea de que podemos seguir adelante sin apenas cambios en nuestros modos de vida, gracias a una combinación de modernización verde y neokeynesianismo (p. 223).
[3] No es el propósito del libro argumentar en favor de algunas ideas que se dejan caer al paso. Así, al introducir la idea de la insuficiencia de las razones, insertan los autores un breve excurso sobre la no-neutralidad de la ciencia. El argumento sobre la insuficiencia de las razones permanece idéntico si eliminamos ese excurso, y el contenido del mismo es filosóficamente discutible. Los habrá que repliquen, por ejemplo, que si sólo nos cabe pensar la ciencia como institución social (p. 192), entonces es más que probable que ella esté «cargada de ideología» (p. 43). No obstante, proseguirán, no hay motivos para que sólo podamos pensarla en esos términos y, de hecho, si no nos cabe concebirla al tiempo como alguna clase de ideal epistémico regulativo, entonces, que la relatividad general sea una pieza de conocimiento más justificada que el tarot es una mera consecuencia de un cierto número de convenciones. Desde luego, ni esto resolvería ese debate ni es éste lugar para el mismo, y la pregunta verdaderamente interesante en este punto es, justamente, la relativa al lugar para estos debates: quizá sus implicaciones políticas no sean tan evidentes como a menudo se supone.
[4] En la discusión del segundo de esos bloques, esta importantísima reflexión se cierra, elocuentemente, con una referencia a la colección póstuma de ensayos de Frantz Fanon Pour la Revolution Africaine: «Nuestro mensaje podría ser que solo podemos maximizar nuestra libertad individual y colectiva si recortamos la de ejercer sus privilegios a las clases sociales altas y construimos autonomía. Es decir, que la libertad pasa por la autonomía, la redistribución y la frugalidad, formando un cuarteto interrelacionado. Pero… las «clases medias» europeas, mientras no suframos un proceso de empobrecimiento, en realidad formamos parte de esas clases altas globales, lo que hace que nos atraiga el discurso de mantenimiento de privilegios que tiene detrás la libertad liberal (la lucha contra las restricciones al coche es un buen ejemplo). Ante esto, necesitamos comunicar con fuerza la libertad que otorga vivir ligero y con congéneres que no te miran con envidia por tus privilegios. En todo caso, el proceso de abandono de privilegios es muy difícil y probablemente imposible si no es empujado/forzado desde fuera, desde quienes no disfrutan de esos privilegios» (p. 253).
[5] La lectura que hizo Pannekoek de la Comuna de París serviría para ilustrar este punto.
[6] A estos les remitirían González Reyes y Almazán a sus consideraciones sobre alianzas antifascistas (pp. 242-245).