Dada la extensión y densidad del libro que nos ocupa[1], nos vemos obligados a presentar de manera sucinta sus principales tesis, contentándonos con mostrar los aspectos más discutibles que encierran dichas tesis y guardando la idea de que todo esto pueda ayudar a fomentar un debate siempre necesario.
Antes de nada, señalamos que el subtítulo del libro, Contribución al problema de los criterios de superación del capitalismo desde el punto de vista de la crítica de la tecnología, nos da ya una orientación del análisis propuesto por la autora. En el libro encontraremos detallados desarrollos históricos, análisis concienzudos y numerosos comentarios críticos y referencias que dejan entrever que la autora, para la redacción del libro, se ha dotado de una vasta información y bibliografía. Aunque, como se verá, mi desacuerdo con este libro es total, tanto por el tono como por el contenido, es preciso señalar el mérito que posee un tal esfuerzo de síntesis e investigación histórica.
En la introducción, Sandrine Aumercier expone brevemente las líneas principales de un viejo y conocido debate. En efecto, si el marxismo es heredero del progresismo tecnológico, por su parte, el ecologismo encarnado por figuras como Charbonneau, Illich, Mumford, etc. se ha construido, entre otras cosas, como reacción al progresismo marxista. La autora pasa brevemente a evocar el debate polémico lanzado por el grupo de la Encyclopédie des Nuisances en el momento de la aparición del famoso Manifiesto contra el trabajo del grupo alemán Krisis… convocando el dilema: ¿puede haber una crítica del capitalismo que no ponga por delante la crítica del industrialismo? Cierto, pero para Aumercier los defensores de una cierta corriente anti-industrial se han quedado a medio camino al ignorar que la crítica del trabajo bajo el capitalismo constituye un requisito indispensable para emprender el desmantelamiento del actual sistema de dominación.
La autora es consciente de que en nuestra época la cuestión de la energía se ha convertido en vital e insoslayable para cualquier análisis crítico de la sociedad industrial-capitalista. Ahora bien, su investigación intenta encuadrar el análisis de la crisis energética dentro de un marco de reflexión que es el de la crítica del valor-trabajo. Para ello, Aumercier se sirve de las categorías marxianas actualizadas y recicladas en la obra de Robert Kurz, entre otros autores. Desde las primeras páginas del libro, Aumercier quiere dotarse de una noción sólida del valor-trabajo que le permita dilucidar las coordenadas de la cuestión energética, eludiendo los falsos atajos y banalidades de otros autores vinculados a la ecología, pero también al marxismo y a la misma crítica del valor. Si, como se nos dice, el avance generalizado del capitalismo ha tenido como base la substitución del trabajo vivo por el trabajo muerto y, por tanto, la instauración del trabajo abstracto en todas las esferas de la vida social, ¿cómo no ver que solo aboliendo las condiciones que hacen posible el trabajo abstracto como fuente de creación de valor podremos superar la sociedad capitalista? La crisis de la energía, para Aumercier, tiene que integrarse dentro de un análisis que esté conectado forzosamente con esta cuestión, de lo contrario nos limitaríamos a calcar dócilmente los esquemas de la ideología dominante.
Con estas premisas, la autora comienza ofreciendo una definición del «trabajo abstracto», realizada por Robert Kurz, y que ella considera «fulgurante»: «En nuestros días, la mayoría de la gente parece paralizada por esta expresión cuyo sentido, sin embargo, es simple. El «trabajo abstracto» designa toda actividad conducida por el dinero, donde ganar dinero es el factor decisivo y donde, en consecuencia, la naturaleza de las tareas se vuelve relativamente indiferente». Las únicas actividades que podrían escapar al trabajo abstracto son aquellas que se realizan sin contrapartida monetaria, como ciertas actividades domésticas o aquellas realizadas por gusto personal durante el «tiempo libre»». Ahora bien, dada la escasa novedad de esta definición, no podemos dejar de pensar en que esto no es sino un adelanto de un libro que nos procurará, como veremos, bastantes momentos fulgurantes, iluminaciones instantáneas que nos dejarán de nuevo en las tinieblas…
En la misma introducción, la autora resume su propuesta teórica :
Si profundizamos un poco más, las técnicas adecuadas a una sociedad emancipada no podrían ser consideradas aisladamente con respecto a las nuevas relaciones sociales que se intentan establecer –digamos, relaciones despojadas del trabajo en el sentido definido más arriba por Kurz– y no tendrían, en consecuencia, nada que ver con las que conocemos, ni con una selección estética o utilitaria de estas. La llamada «crisis energética» es estrictamente contemporánea de la modernidad industrial y posindustrial y nos fuerza a considerar el hecho de que toda producción industrial requiere, en una proporción variable, trabajo humano y trabajo automatizado en una relación de composición que arroja siempre una ecuación energética insostenible. Además, esta articulación que podemos deducir de algunas formulaciones de Marx pasó inadvertida tanto para los movimientos marxistas como para los ecologistas, cada uno especializado en una «parte» de la relación de composición.
Esta es la idea general que recorre todo el ensayo y lo menos que se puede decir es que nos prepara para un largo itinerario de citas donde en vano esperaremos la llegada de una aclaración prometida. La caracterización de un «movimiento ecologista» centrado de manera exclusiva, y excluyente, en la «ecuación energética» e ignorante de la cuestión del trabajo (humano o automatizado) no es de las más llamativas caricaturas que podemos reprochar a nuestra autora. La existencia de un Marx que, por lo visto, posee la clave perdida de esta disociación dramática que Aumercier nos señala, resulta aún más curiosa[2].
Pero no vayamos a desalentarnos demasiado pronto. Después de esta petición de principio, la autora pasa a analizar con amplitud el fenómeno de la actual crisis energética, desmontando sistemáticamente las esperanzas puestas en las energías renovables por tantos tecnófilos y ecosocialistas de nuestra época. Este desmontaje crítico denota el entusiasmo propio de aquel que acaba de descubrir un método eficaz y lo aplica casi indiscriminadamente, llevándole a generalizaciones y excesos como el de señalar que: «Separar, clasificar y evaluar cada componente para reciclarlo no escapa a las leyes de la termodinámica (…)», como si las técnicas de reciclaje se presentaran como una solución a la entropía…[3] En otros casos la expresión poco meditada de una evidencia puede servir para oscurecer toda la argumentación anterior: «La generalización de las «energías renovables» resulta impensable sin un macrosistema capitalista que coordina las cadenas de valor y suministro en la totalidad de la superficie terrestre», pero hay que precisar que si las energías renovables no son «generalizables» fuera del modelo capitalista global, tampoco lo son dentro de este modelo, quedando limitadas a ciertos países ricos e industrializados e incluso, en estos países, solo en una cierta medida. En general, la operación crítica a la que se libra la autora no tiene mucha originalidad, pero no dejaría de ser útil sino fuera realizada en nombre de una ambición teórica totalizante que caricaturiza brutalmente todo lo que considera como propuestas rivales a sus teorías. Así, por ejemplo, a los individuos que defienden la fabricación de productos más duraderos y de calidad, en el libro de Aumercier se les aplicará el dictum irrevocable de «matarifes de la obsolescencia programada que creen resolver todo predicando la fabricación de productos duraderos». Poco importa, para la autora, que para mucha gente de sentido común, la fabricación de objetos duraderos forme parte de una visión de un mundo radicalmente diferente y no sometido a las leyes de la economía capitalista: dentro de su esquematización, el partidario de objetos duraderos pasa a ser un «matarife» que predica que la abolición de la obsolescencia programada nos llevará directos al paraíso…
Pero volvamos a la doble motivación central del libro: mostrar que la crisis de la energía es un episodio de la crisis del valor-trabajo que se produce en el interior del sistema capitalista y demostrar cómo dicha crisis solo puede ser correctamente conceptualizada y entendida a través del prisma de la teoría de Marx (una vez despejada ésta de sus vestigios de progresismo y tecnofilia, aunque esto no quede siempre tan claro…).
Contra aquellos que oponen argumentos «naturalistas» a la teoría de Marx, es decir, aquellos que reprochan a Marx haber dejado de lado la «naturaleza» dentro del proceso de valoración del capital, Aumercier argumenta lo siguiente :
este ecologismo biocentrista no advierte lo esencial de la crítica marxiana. Es como si cuando Marx señala la luna –la sustitución por parte del capitalista de los factores de producción en función de los costes de producción– hubiese que fijarse en el dedo y atacarlo. (…) Sin embargo, Marx no descuida la cuestión de los «medios de producción» y la degradación de la naturaleza, la resitúa en el interior del metabolismo social. De hecho, la ley de sustitución no es la de Marx, sino la del capitalista individual que se ocupa de optimizar la combinación de sus factores de producción y de organizar la asignación de sus capitales en la perspectiva de una ganancia que debe realizarse. Lo que Marx pone en evidencia es que esta preocupación entra directamente en conflicto con la ley general del valor en el mercado de capitales. Es porque no puede socialmente extraer valor por fuera del trabajo, pero se comporta individualmente como si pudiese reemplazar el trabajo por cualquier otro gasto de energía menos costoso, que el capital termina por agotar «los dos manantiales de toda riqueza: la tierra y el trabajador»
Este comentario nos conduce de nuevo al laberinto de espejos del sistema de Marx. En realidad, Marx no «resitúa en el interior del metabolismo social» la cuestión de los medios de producción y el agotamiento de la naturaleza, sino que dentro de su sistema conceptual el agotamiento de la naturaleza, aunque verificado por Marx, carece de otra significación que no sea la de una consecuencia negativa más de un uso capitalista de esos medios de producción. ¿Cómo, si no, entender que Marx considerara como algo favorable el avance de la industrialización, deplorando únicamente el aspecto individualista, no socializado, de este tipo de sistema de explotación? ¿Tenemos que recordar una vez más las críticas de Marx a los ludditas rescatadas oportunamente por el historiador David Noble, y contenidas en el volumen segundo de El Capital[4]? ¿Qué es ese «metabolismo social» del que nos habla Aumercier sino otra añagaza conceptual que oculta la incapacidad de Marx para ver la realidad concreta de la dominación industrial sobre la humanidad y sobre la tierra?
El problema que subyace a todo esto se encuentra en la base del mismo pensamiento económico de Marx. La escenificación del dedo y de la luna es una manera de insistir sobre el hecho de que la abstracción del capitalismo es obra del capitalismo mismo y no de aquellos que lo denuncian. Sin embargo, a nosotros nos sigue pareciendo que el dedo de Marx se ha quedado rígido de tanto señalar la luna y que además en el firmamento pasan muchas más cosas. Así que permítannos que pongamos bajo sospecha ese dedo severo y magistral. Partiendo de la premisa del trabajo abstracto, que impone una homogeneización de todo tipo de actividad humana destinada a la reproducción social, la teorización de Marx se desliza, por muy dialéctica que se quiera, hacia una especie de monismo estéril. El sistema marxiano achacaría al campo de la economía política burguesa una abstracción que en muchos casos proviene, como veremos, del mismo sistema marxiano.
Recapitulemos. Algo que se desprende del libro de Aumercier es que el problema energético mostraría, engañosamente, que el sistema industrial-capitalista encuentra un límite exterior a su avance. Hablar de un límite exterior, en este caso, sería una percepción errónea, ya que la economía política capitalista, al imponer el trabajo abstracto como relación social, engendra un proceso de creación de valor que se instituye en campo totalizador que no se puede obviar (no se podría hablar sino de límites internos del mismo proceso capitalista). El hecho de que en el movimiento del capital la fuerza de trabajo pueda ser sustituida de manera indefinida es un espejismo, pero ese espejismo solo puede ser detectado en toda su plenitud si no perdemos de vista que el abismo energético o los problemas tecnológicos son solo una expresión más de la degradación derivada de una relación social en su forma abstracta. Así la autora nos dice:
La actividad humana no está en sí misma destinada a ser contabilizada como un gasto de energía; solo el capitalismo introduce esa relación de homogeneidad que desencadena la sustitución abstracta y cualitativamente indiferente del trabajo humano y del trabajo mecánico -y por tanto de las diferentes fuentes de energía
Esto es exacto. El proceso de abstracción capitalista es real por cuanto sucede en la realidad, creando un nuevo mundo de relaciones sociales y de estructuras técnicas. Pero sería un grave error pensar que la abstracción capitalista es la realidad o que es toda la realidad. Si las estructuras capitalistas tienen una historia, no es menos cierto que las generalizaciones de la economía política burguesa son construcciones discutibles, contingentes. De la misma manera, no cabe duda de que los bienes naturales, como el agua, la tierra o las fuentes de energía, constituyen pese a todo un «afuera» que no se puede manipular sin consecuencias. Una cosa es entender que el capitalismo, para ejercer su dominio, tenga que abstraerse de todo factor limitante ligado a la naturaleza y otra muy diferente creer que esa abstracción puede usurpar por completo la realidad.
Eso nos lleva a comprender mejor la insistencia de Aumercier sobre el dogma de la «substituibilidad» de los factores de producción bajo el capitalismo. En el capítulo que dedica a esta cuestión señala que sería un error atribuir a la máquina de vapor el poder de desencadenar un nuevo tipo de economía como es la capitalista. Cita a Marx para indicar que toda forma técnica que se aplique a la fuerza de trabajo es contingente y circunstancial. Este punto es importante para la autora porque así también quiere rechazar todo posible determinismo en cuanto a la tecnología, insistiendo en que la raíz de la dominación económica estaría no en un determinado sistema técnico sino en la «síntesis social» de muy diversos elementos. A lo largo de su libro, la autora intentará presentar dos polos extremos de este mismo cuestionamiento: un polo centrado sobre un «paradigma energético» y otro polo centrado exclusivamente sobre el problema del trabajo abstracto. De una forma solo aproximativa, dentro del paradigma energético la autora incluiría la mayor parte de pensadores ecologistas. Dentro del otro polo, todo un abanico de pensadores marxistas simplificadores que no tendrían en cuenta esa visión superadora que concilia lo más válido del legado de Marx con una crítica de la tecnología y que ella encuentra en la «crítica del valor», representada por Robert Kurz y más concretamente en su concepto «substancialista» del valor. Ni que decir tiene que la autora parte de premisas discutibles ya que atribuye al pensamiento ecológico un «fisicalismo» o «naturalismo» que es sobre todo una proyección reductora. Por no decir que su diálogo crítico, durante largas páginas, con un cierto neo-marxismo, aunque no nos consideremos obsesionados por el «paradigma energético», nos parece una lamentable pérdida de energía.
Sandrine Aumercier no tiene en cuenta que el problema de la «substituibilidad» encierra justamente la ceguera de Marx y de tantos marxistas para ver que, al abordar el problema de la industrialización, no se trata de aislar un factor u otro, sea la tecnología, las fuentes de energía, la agricultura, etc. y mucho menos de aplicar a uno de esos factores un poder explicativo omnímodo. Pero despojar al capitalismo de su dimensión industrial, con todo lo que ello conlleva, no tiene sentido: es una quimera del pensamiento. ¿Qué sentido tendría conceptualizar un capitalismo independiente de la industrialización? La industrialización evidentemente no se reducía a la introducción de un determinado artefacto técnico en el sistema de producción sino a la implantación de una serie de factores que tienen que ver con cambios históricos y sociales muy variados y complejos, desde los cercamientos de tierras agrícolas hasta el crecimiento urbano, de la creación de ciudades-fábrica a la marginación progresiva de la agricultura doméstica, de la especialización productiva regional y planetaria a la uniformización de baremos ingenieriles y matemáticos, etc. No existe un «paradigma energético»: la ecología política no busca una sola clave teórica desde la que abordar la crítica del mundo sino que intenta contemplar todos esos factores que intervienen en un proceso sin temor a no poder abarcar todo bajo una teoría coherente. Esa preocupación por acceder a una clave teórica central, sea ahora bajo un concepto «substancial» u otro, es una proyección típica de los marxistas siempre en busca del tesoro perdido de la gran Teoría.
Por todo ello, no nos cuesta nada rechazar el determinismo tecnológico o energético (¡y el «paradigma energético»!) pero eso no nos impedirá ver que la «síntesis social» de la que habla Aumercier se concreta y hace visible justamente cuando abandonamos las abstracciones del pensamiento de Marx.
En un valioso ensayo, «Remarques laborieuses sur la société du travail mort-vivant», Matthieu Amiche y Julien Mattern[5], analizaban el proceso por el cual Marx había cedido a la propia abstracción capitalista, incluyendo en su categoría de trabajo todo lo que históricamente y antropológicamente era una actividad que obedecía a otras coordenadas diferentes a las de la sociedad mercantilista y occidental. Sirviéndose de las tesis de Hanna Arendt, explicaban :
En Condición del hombre moderno, Arendt basa su crítica de Marx sobre el problema léxico y conceptual de la definición de trabajo. Arendt le reprocha el tomar sin más la asimilación propia del pensamiento occidental moderna entre «trabajo» y «todas las formas de actividad» abarcadas bajo la categoría de «metabolismo social». Para ella, el fenómeno crucial de la economía moderna no es principalmente la dominación del trabajo abstracto sobre el trabajo concreto, la comparación de tareas homogéneas sobre la base cuantitativa del tiempo que requieren. Es sobre todo la homogeneización bajo el mismo término de actividades que muchas culturas nunca habían reagrupado, y que nunca habían separado del resto de la vida social: el juego, el prestigio, la espiritualidad, la preocupación por la belleza. El término mismo de «trabajo» contribuiría de ese modo a hacer aceptable, como natural e inmutable, una visión particular de la modernidad capitalista.
Como veremos, esta es la reflexión que un autor como José Manuel Naredo había empezado ya a desarrollar a finales de los años setenta y que culminará en los apartados que dedica al pensamiento de Marx en su conocida obra La economía en evolución (1987, reeditado y revisado en 2015).
Y esto nos lleva a comentar brevemente el affaire Podolinsky, al que Sandrine Aumercier dedica algunas páginas de su libro. En torno a 1880, el socialista y populista ruso Serhii A. Podolinsky envió un texto a Engels donde abordaba el problema del trabajo en su relación con el gasto de energía. Era un trabajo pionero en cuanto a la reflexión sobre la posibilidad de contabilizar los gastos de energía en relación con la actividad productiva y esperaba que esta cuestión pudiera interesar a Engels y Marx para de alguna manera integrarlo en su sistema crítico.
La cuestión tiene su enjundia porque, como hemos visto, la definición marxiana de trabajo abstracto comportaba la idea de que bajo el capitalismo, todo tipo de actividad humana de carácter productivo era reducida a un simple gasto de energía dentro de una determinada unidad de tiempo. La pregunta era: ¿cómo una contabilidad que aludiera a la actividad productiva en términos puramente físicos o biofísicos podía repercutir en la valoración del trabajo y en qué medida la estimación del empleo de energía podía romper ese carácter puramente abstracto de la misma noción de trabajo bajo el capitalismo? En el sistema marxiano la noción de trabajo, o fuerza de trabajo, implica la posibilidad de que ésta pueda ser substituida ad infinitum mediante el desarrollo de los medios de producción, con independencia de cuál sea el motor eficiente o el origen de la energía, y para Marx, que a esas alturas era consciente del saqueo de combustibles y materias primas, el gasto de energía seguía, a pesar de todo, constituyendo un objeto impensado en su sistema.
Según explica Martínez Alier: «Podolinksy escribió este texto mientras vivía una agitada vida en Ginebra y Montpellier, y lo envió a Marx. En respuesta, Engels, en una correspondencia con Marx en diciembre de 1882 (…), resumió competentemente el artículo de Podolinsky y, reconociendo que Podolinsky simpatizaba con las ideas del autor de El capital, desechó sin embargo el intento de Podolinsky de «mezclar la economía con la física».»[6]
No podemos extendernos todo lo que quisiéramos sobre esta polémica. Solo diremos que desde que Naredo y Martínez-Alier rescataron esta correspondencia y sacaron de ella ciertas conclusiones[7], el asunto de Podolinsky se ha convertido en un ejemplo clásico, pero controvertido, del desencuentro de Marx y Engels con la ecología política.
Ese rechazo a mezclar «la economía con la física», ¿no era el síntoma de que todavía en 1882, poco antes de la muerte de Marx, el sistema de pensamiento marxiano seguía siendo hermético a esa naturaleza que había quedado fuera de sus perspectivas? ¿Tal vez Marx temía que los límites biofísicos impusieran al sistema capitalista una brutal e inesperada corrección que sería a su vez una corrección a su imponente sistema conceptual?
Desde luego, Aumercier rechaza esta posibilidad. En su libro descalifica el trabajo de Podolinsky, apoyándose entre otras cosas, en los textos de dos autores universitarios, Burkett y Bellamy Foster, conocidos desde hace tiempo por querer redescubrir a un Marx ecologista.
Imposible, como decimos, entrar en todos los detalles de esta discusión. Pero es necesario decir que la forma de utilizar las ideas de Podolinsky por parte de Aumercier carece de rigor. Siguiendo a Bellamy Foster y Burkett, Aumercier reprocha a Podolinsky, cuando éste habla del cuerpo humano como de una máquina térmica perfecta, de confundir «un sistema aislado –aquel que sería susceptible de producir un ciclo térmico reversible– con el sistema terrestre abierto en el que tienen lugar las actividades económicas». Esto no es cierto.
Basta acudir al texto de Podolinsky[8] para ver que la comparación del cuerpo humano con la máquina ideal de Sadi Carnot es una simple analogía con la quiere anunciar algo más importante, lo que hace justo a continuación. Nos dice: «Pero en este punto es indispensable ponernos de acuerdo. Si la gente estuviese actualmente frente a la energía solar y el mundo inorgánico, como condiciones inferiores de producción, no podrían salir adelante. No podrían hacerlo simplemente porque todavía no saben producir alimentos directamente, con la acción de la energía solar sobre las sustancias inorgánicas. Por consiguiente, los seres humanos están todavía estrechamente relacionados con los demás organismos o, por lo menos, con las plantas [énfasis nuestro]. De este modo, en este momento se puede llamar máquina perfecta no a la humanidad, sino a la humanidad junto a toda su economía, es decir, los campos, los rebaños, las máquinas, etc.» Es evidente que Podolinsky no confunde un sistema abierto con otro cerrado.
En su libro Aumercier intenta dar una imagen lo más negativa posible de Podolinsky, mostrándole como un productivista acérrimo y poco menos que un ignorante. Afirma: «se puede confirmar la conclusión de Engels, según la cual Podolinsky «ha confundido la economía con la física»», sin darse cuenta de que esto que parecer ser el pecado de Podolinsky es justamente la tentativa que valoran favorablemente autores como Naredo y Martínez-Alier, es decir, la de hacer irrumpir en la conceptualización abstracta de las nociones económicas del capitalismo, de las que Marx es también deudor, un vislumbre de ruda materialidad terrestre.
En ese caso, el tratamiento que reciben Naredo y Alier, como iniciadores de esta confrontación intelectual, es a todas luces injusta. Nos dice: «Lo más extraño es que el productivismo defendido por Podolinsky no tendría nada, en principio, para convencer a un partidario de la economía energética. De esta manera, el productivismo y su crítica dentro de la perspectiva de Martínez Alier y Naredo –de acuerdo a la historia ambivalente del descubrimiento de la termodinámica, de la que hemos señalado algunos jalones– parecen fundirse en un solo y único argumento (…)». Esta afirmación denota o falta de perspicacia o simplemente mala fe. En el texto de 1979, los autores eran ya los primeros en señalar el optimismo progresista de Podolinsky y lo que es más triste es que para Aumercier parece inadmisible que se puedan valorar ciertos aspectos de una determinada aportación intelectual sin por ello aceptar todo lo que ésta propone o defiende…[9] En otra página la autora afirma que Podolinsky y Martínez-Alier identifican la lógica de la energía y la lógica del valor, lo que es otra caricatura.
Y para acabar su descalificación la autora concluye: «En este sentido, Martínez Alier y Naredo no son, finalmente, más que otro avatar de lo que Pierre Naville llamaba una «plétora de socialistas o de gente que pretende serlo, [que] se creen pedantemente autorizados a ridiculizar a Marx y Engels» en cuanto a sus competencias científicas, cuando estos habían comprendido la termodinámica mejor que Podolinsky». Resulta cómico que para desacreditar la aportación de Martínez-Alier y Naredo se recurra a las palabras de un marxista trasnochado como Naville, dejando aparte lo que de absurda veneración al Maestro encierra la cita.
Es interesante examinar el contexto y la época de la aparición del artículo de Martínez-Alier y Naredo. En primer lugar, estos dos autores participaron de cerca en el renacer libertario de la España de los años setenta, colaborando con José Martínez en sus Cuadernos del Ruedo ibérico. Con sus escritos pioneros introdujeron poco a poco la crítica ecologista en los medios radicales del momento. Como ya hemos comentado, el texto sobre Podolinksy formaba parte de un denso dossier dedicado a la cuestión de la energía, con una fuerte crítica a la energía nuclear, en un momento en que el partido comunista, sir ir más lejos, apoyaba esta industria. En su texto, los autores no intentan ridiculizar a Marx, al contrario, señalan cómo en su obra aparecen numerosos comentarios sobre la degradación de la naturaleza y reconocen que Marx y Engels estaban muy al corriente de los avances científicos de su época. Lo que apuntaban, de manera acertada, es que a menudo su aceptación de tal o cual teoría científica podía estar condicionada por la manera en que estas teorías podían integrarse más o menos dentro de su sistema. Y este es el caso de la Segunda Ley de la Termodinámica. Martínez-Alier y Naredo ya señalaban en su texto que Engels, en su Dialéctica de la naturaleza, mostraba un prejuicio a la hora de aceptar la cuestión de la entropía. Y de hecho, como subrayaban, Engels pensaba que el principio de la conservación de la energía era contradictorio con el principio de la entropía[10].
Si volvemos al texto de Podolinsky ya citado podemos verificar que este autor no solo tenía en cuenta el segundo principio de la termodinámica, enunciado por Clausius, sino que además de comprenderlo estaba bien dispuesto a aceptarlo como verdad científica. Citemos:
Esa tendencia de la energía universal por alcanzar el equilibrio se llama dispersión de la energía o, según Clausius, entropía. Con ese nombre, Clausius entiende la magnitud de la energía ya transformada, es decir, la que está en unas condiciones en las que ya no realiza transformaciones inversas. (…)
De este modo, hasta que no surjan nuevas objeciones, podemos considerar que la ley de la dispersión de la energía está tan demostrada como la ley de su conservación. (…)
Por tanto, la energía se conserva plenamente sólo en un sentido puramente mecánico. Pero esta energía equilibrada ya no es capaz de iniciar distintos fenómenos, como, por ejemplo, no es capaz de mantener la vida de los organismos.
Podolinsky no solo aceptó el principio de Clausius y Thomson sobre la dispersión fatal de la energía, supo reconocer, a diferencia de Engels, que este principio más general y universal no colisionaba con el principio de la conservación, simplemente expresaba una irreversibilidad en términos de capacidad de trabajo: si desde el punto de vista local podemos siempre reinyectar energía para revertir la dirección de un proceso, este recurso tiene sus límites en la incapacidad misma del universo para invertir su marcha hacia un equilibrio térmico global[11].
También cabe recordar el fragmento del científico Vernadsky, muy citado por Martínez-Alier, donde aquel, en su obra La Geochimie, de 1924, valoraba muy positivamente la aportación de Podolinsky y la situaba justamente dentro de una economía de la vida y de la naturaleza y, más concretamente, dentro del funcionamiento de los sistemas agrícolas[12].
Tal vez Aumercier, y Burkett y Bellamy Forster, tengan razón en reprochar a Martínez-Alier y Naredo el querer exagerar la importancia del «desencuentro» entre Engels y Marx y Podolinsky. Pero esta exageración no lo es tanto si comprendemos en qué medida este episodio forma parte de una empresa crítica que, en el caso concreto de Naredo, ha dejado al descubierto las contradicciones y debilidades más flagrantes del sistema de Marx, sobre todo desde el punto de vista del pensamiento ecológico. Ya en el dossier de Cuadernos de Ruedo ibérico, dentro de un importante texto titulado «Energía y crisis de civilización», Naredo empezaba una labor de desmontaje del lenguaje marxiano, mostrando cómo términos como «producción» o «trabajo» estaban ya contaminados de la ideología capitalista que decían querer poner al descubierto[13].
En el ya citado libro La economía en evolución, Naredo pasa revista a los fundamentos ideológicos de El Capital e insiste sobre esta idea de que Marx adoptó de manera acrítica la terminología de la economía política burguesa, extendiendo esta terminología tanto al pasado como al resto de las sociedades humanas. Como expresaba en su libro:
Una vez elevada la noción de producción a la calidad de «abstracción racional» válida en cualquier tiempo y lugar, Marx estima que también el capital puede considerarse como una categoría universal a condición de tomarlo solo en su calidad de «instrumento de producción» o de «trabajo acumulado» ignorando los factores específicos que convierten éstos en capital (en tanto que relación social propia del sistema de trabajo asalariado y propiedad privada de los medios de producción). Al igual que -continúa Marx- «por muy diversa que sea la distribución en los diferentes estadios de la sociedad, debe ser posible, lo mismo que para la producción, extraer caracteres comunes, y también posible borrar o suprimir todas las diferencias históricas para enunciar leyes aplicables al hombre en general«. Estas afirmaciones denotan cómo Marx, ignorando los condicionantes ideológicos que envuelven su pensamiento cree descubrir abstracciones racionales aplicables al hombre en general en lo que no eran más que derivados de la visión un tanto particular del hombre que se traslucía desde el prisma deformador de la ideología dominante en el siglo XIX.
En otras palabras, el affaire Podolinsky es revelador en el sentido en que se puede religar a otros muchos aspectos de la crítica a Marx y Engels desde un punto de vista de un materialismo ecológico. Explotar esta veta crítica no obedece al capricho de unos u otros especialistas que tendrían la satisfacción de demoler un ídolo del saber occidental, sino que forma parte de esa empresa de liberación del pensamiento crítico que se inicia con autores como Mumford, Huxley, Orwell o Simone Weil, y que va a contracorriente del positivismo y el progresismo decimonónico de los que Marx era deudor neto.
Precisamente, uno de los ensayos más lúcidos del siglo XX, tanto por su concisión como por su clarividencia, Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social, de Simone Weil, ponía ya en evidencia muchas de las cuestiones que hemos intentado apuntar en este texto. Weil, en una época tan temprana como los años treinta del pasado siglo, llevó a cabo un análisis honesto sobre Marx y el marxismo y su proyección sobre el pensamiento y la praxis política en su época. Supo reconocer el enorme valor del método materialista de Marx, apuntando justamente que el mismo Marx lo había ignorado: «El método materialista, ese instrumento que Marx nos ha legado, es un instrumento virgen ; ningún marxista se ha servido verdaderamente de él, empezando por el mismo Marx. La única idea verdaderamente preciosa que podemos encontrar en la obra de Marx es casi la única que ha sido completamente despreciada. No sorprende que los movimientos sociales surgidos a partir de Marx hayan fracasado»[14].
De manera significativa, Weil comienza su reflexión aludiendo a un problema central para este debate: «La primera cuestión que hay que plantearse es la del rendimiento del trabajo. ¿Tenemos razones para suponer que la técnica moderna, en el nivel actual, sea capaz, en la hipótesis de un reparto equitativo, de garantizar a todos bastante bienestar y reposo para que el desarrollo del individuo deje de ser obstaculizado por las condiciones modernas del trabajo?». Weil hace un escrutinio sobre las posibilidades de desarrollar la producción teniendo en cuenta las limitaciones tecnológicas y vuelve a criticar a Marx por haber hecho extrapolaciones sobre las condiciones concretas de producción. Y de manera mucho más esencial, Weil continúa interrogando en qué consiste el progreso técnico y como diferenciar los diferentes factores que intervienen así como los diferentes procedimientos que a menudo englobamos bajo esa denominación. Weil desemboca de inmediato sobre el problema de las fuentes de energía necesarias para alimentar los sistemas de producción y cómo, en cualquier caso, la energía constituye un factor limitante para el crecimiento. Weil no solo constata la fragilidad de los sistemas energéticos convencionales sino que también considera inciertos los posibles desarrollos de otros sistemas más naturales. Weil critica esa idea implícita en el sistema marxista por la cual las posibilidades de substitución del trabajo, mediante la evolución de las técnicas productivas, no conoce límite y rechaza toda forma de progresismo camuflada en las expectativas de los futuros desarrollos de la tecnología. Llama la atención sobre la ebriedad prometeica humana, la esperanza desaforada de la industria que sueña un día con encontrar una máquina que pueda retroalimentarse, e ironiza finalmente haciendo una analogía entre esta máquina de movimiento perpetuo y la etapa superior del comunismo heredada de Marx.
Contrariamente a lo planteado por Sandrine Aumercier, la reflexión de Weil nos invita a considerar la cuestión de la crisis energética como un elemento extraño al sistema de pensamiento de Marx: un límite forzosamente externo a la economía capitalista y por ello mismo irreconocible con los útiles analíticos del marxismo.
Si por su lado Aumercier insiste: «Es imposible no admitir que hay en Marx, y sin duda de manera preponderante, una fe «prometeica» en el potencial del desarrollo tecnológico. Al mismo tiempo, es imposible no ver que su descomposición de las categorías del capitalismo contenía también los medios conceptuales de una crítica sin piedad de la industrialización», por nuestro lado constatamos que el sistema de Marx ha sido hasta hace poco uno de los más formidables muros teóricos que han impedido ver a los movimientos sociales y obreros la realidad más esencial de esa industrialización.
Dice la autora :
No necesitamos más llamamientos impotentes a la «límitación» que son el reflejo invertido de la ilimitación capitalista, sino una organización social en la que los límites sean inducidos por la propia organización.
Es de suponer, que una llamada como la que defiende Aumercier posee, a diferencia del «impotente» llamamiento a la «limitación», un poder grandioso capaz de provocar el entusiasmo de las masas.
En cualquier caso a nosotros nos parece que un libro como el que aquí analizamos es otro intento de mantener el prestigio de una teoría que sigue queriendo guardar celosamente el monopolio analítico sobre las causas y efectos del actual sistema de dominación, con total desdén de lo que han sido sin duda aportaciones críticas precursoras y mejor orientadas.
Por fortuna, los movimientos ecologistas más lúcidos y de crítica radical de la sociedad no han esperado el revisionismo en clave reverdecedora de Marx, ni tampoco la emergencia de la «crítica del valor», de la que nuestra autora se reclama, para comenzar una verdadera denuncia de la sociedad industrial hace ya muchas décadas.
Si el debate sobre estas cuestiones nos ayuda a aclarar de una vez por todas estos problemas, y avanzar sin temor de derribar sacrosantos muros teóricos, la discusión con libros como el de Sandrine Aumercier habrá servido para algo.
Nota final
Quiero agradecer a José Manuel Naredo por la lectura atenta de este texto así como por algunas de sus sugerencias. Una versión en francés de este artículo aparecerá proximamente en la revista Ecologie & Politique.
Notas
[1] Este libro ha sido recientemente editado en castellano por Milvus, con prólogo de Anselm Jappe.
[2] A lo largo del libro no nos quedará muy claro cuales fueron los errores y los aciertos de Marx. En ocasiones, los marxistas serán confrontados a Marx, reservando para sus aportaciones más valiosas de éste el adjetivo de «marxiano». En otras ocasiones, se criticará un cierto marxismos «progresista», aún cuando la autora ha reconocido el progresismo de Marx. Se nos hablará también de un «marxismo obrero», para tal vez distinguirlo de un marxismo más teórico y bien orientado…
[3] Un destino parecido sufre Ivan Illich, a la que la autora reprocha su famosa frase de la bicicleta («Entre dos hombres libres, las relaciones sociales no pueden superar la velocidad de una bicicleta»). La interpretación de esta frase, tomada al pie de la letra, la conduce a juzgar los costes ecológicos de la fabricación de la bicicleta, dándonos una lección de realismo material que roza a todas luces lo pueril.
[4] En palabras de Marx: «Faltaba tiempo y experiencia antes de que los obreros aprendiesen a distinguir entre la maquinaria y su empleo por parte del capital, y a dirigir sus ataques no contra los instrumentos materiales de la producción sino contra el modo en que estos se usaban». David Noble, Una visión diferente del progreso. En defensa del luddismo, Alikornio 2000.
[5] Dentro de la publicación francesa Notes & Morceaux Choisis, número 8, otoño 2008.
[6] Los principios de la economía ecológica (1995) Visor/Argentaria
[7] El texto fue publicado en el último número de la revista Cuadernos del Ruedo Ibérico, 1979, dentro de un interesante dossier íntegramente dedicado a la cuestión energética. En su libro La crítica agotada. Claves para un cambio de civilización (2022), Naredo vuelve a abordar esta cuestión.
[8] Los principios de la economía ecológica. Gracias a esta edición de Martínez-Alier podemos disponer de una traducción en castellano del texto más completo de Podolinsky, publicado originalmente en ruso en la revista Slovo, un texto de unas 60 ó 70 páginas, casi un libro. Los otros textos publicados en la época son versiones más reducidas.
[9] Por otro lado la cuestión es más compleja de lo que la Aumercier deja suponer. El «productivismo» de Podolinsky es una preocupación por mantener la producción material dentro de unas coordenadas energéticas viables. Y si no es enteramente consciente del problema del agotamiento de los combustibles, como señalan Naredo y Alier, al menos su investigación tiende a desvelar el carácter abstracto de los «medios de producción» en la terminología de Marx.
[10] No es de extrañar que Anson Rabinbach, en su libro El motor humano. La energía, la fatiga y los orígenes de la modernidad (1991) afirme: «Para Engels, la ley de conservación de la energía se convierte en el principio fundamental de la teoría materialista de la historia y de la naturaleza».
[11] En el texto de Bellamy Foster y Burkett, Ecological economics and classical marxism. «The Podolinsky Business Reconsidered», la insistencia en que Engels estaba por delante de Podolinsky en cuanto a la comprensión de los problemas ecológicos roza lo ridículo. En primer lugar, en este texto largo y laborioso se evita toda referencia a la comprensión de la termodinámica por parte de Engels en su Dialéctica de la naturaleza, y en segudo lugar se nos presenta todo lo que son anotaciones marginales al sistema de Engels y Marx como algo central a su pensamiento y que sería una especie de ecología política avant la lettre.Ya decía Naredo en La crítica agotada: “En las notas escritas por Engels en 1875 y publicadas en la Dialéctica de la naturaleza (y en su correspondencia con Marx) se niega a reconocer la validez de este principio [el de la termodinámica] reduciéndolo al absurdo al oponerlo al principio de la conservación de la energía dentro de una visión mecanicista del universo (…)”.
[12] También nos dice Martínez-Alier que Bellamy Foster y Burkett continúan ignorando los comentarios de Vernadsky.
[13] Ver el segundo apartado «La ideología del progreso y de la producción encubre la práctica de la destrucción» de su texto ya citado Energía y crisis de civilización.
[14] Ver el apartado «El materialismo económico de Marx» en el libro de Naredo ya citado.
[…] ¿Y si saltáramos el muro teórico de las fuerzas de producción? […]