El contexto
La lectura de Bioeconomía para el siglo XXI —de Arenas L., Naredo J.M. y J. Riechmann (eds.), publicado por FUHEM/Catarata en 2022— me ha llevado a recordar el clima intelectual que tuve la suerte de vivir en los años setenta. La sensación que guardo de aquel momento se podría resumir en la idea de «que todo era posible», que no había restricciones a la hora de pensar mundos alternativos y de cruzar las aportaciones de muy diferentes ámbitos de conocimiento. Leíamos, y debatíamos, el pensamiento de autores tan diversos como Marx, Bunge, Margalef, Odum, Morin, Gorz o Bertalanffy.
Y comienzo por esta anécdota personal porque creo que es importante ubicar la aportación de Georgescu-Roegen, tal como hace Grinevald en el capítulo introductorio del libro, en un contexto teórico de «revolución ambiental» que es la culminación, en los años setenta, de la «revolución del pensamiento» que se produce en la primera mitad del siglo XX (desde el indeterminismo y la termodinámica en física hasta el desarrollo de la ecología de sistemas en biología). Revolución que supone un cambio radical en nuestra forma de aproximarnos al mundo y en la superación del pensamiento mecanicista. Tuve el privilegio de vivir esta efervescencia ideológica de los setenta, de vivenciar ideas que actualmente siguen siendo plenamente vigentes: estamos en un mundo de interacciones, de sistemas imbricados e interdependientes, un mundo finito, en el que no es posible un crecimiento ilimitado (en aquellos años no teníamos aún la noción de huella ecológica pero sí la de factor limitante y la idea de una capacidad de carga limitada de los ecosistemas), o la necesidad de una vida sencilla (el «menos es más», «lo pequeño es hermoso», lemas ecologistas de la época).
También viví la respuesta regresiva que generó ese momento y el rechazo generalizado a los nuevos paradigmas (en la academia, en las instituciones, en los medios de comunicación…), de manera que no llegaron a integrarse en los idearios colectivos. Tal como indica Riechmann: la batalla cultural de los años setenta se decantó, de modo funesto, por la negación de la realidad a partir de 1973. Negacionismo que se ha perpetuado hasta nuestros días, de forma que dicha batalla cultural aún está vigente, de ahí la relevancia de recobrar, tal como se hace en este libro, las ideas de Georgescu-Roegen y de reflexionar sobre el binomio termodinámica-ecología.
Las aportaciones de Georgescu-Roegen
La primera parte del texto está centrada en analizar el cambio paradigmático que supuso la obra de Georgescu-Roegen. Como indican Grinevald, Carpintero, o Bonaiuti en sus capítulos, Georgescu-Roegen fue un pensador «atrevido» que adoptó un enfoque transdisciplinar, conectando las ciencias sociales con las ciencias de la naturaleza, relacionando la economía con la biología y la termodinámica, pensando el proceso económico en clave de sistemas abiertos y disipativos. Atrevimiento que significó su «cancelación» (término usado por Riechmann) y su marginación por parte de la economía convencional.
Georgescu-Roegen adopta un pensamiento complejo (en el sentido de Edgar Morin), siendo un precursor de las ciencias de la complejidad (Bonaiuti). Al respecto, Ernest Garcia destaca un aspecto de su obra: la emergencia de propiedades nuevas al cambiar de escala, emergencias que determinan que un sistema no se pueda explicar por las características de sus subsistemas componentes. Su posición es rechazar el reduccionismo de explicar lo social por lo biológico o lo físico, en los términos de Garcia: parece que el organismo no es una máquina, pero también que la sociedad no es un organismo (página 145).
Su objetivo era liberar la ciencia económica del corsé mecanicista. Tal como señalan Carpintero o Garcia, en sus reseñas de las ideas de Georgescu-Roegen, éste apuesta por una posición filosófica superadora del mecanicismo. Critica que la economía convencional ignore la evolución de ciencias como la física que, con el desarrollo del concepto de entropía, cuestiona el mecanicismo propio de la física clásica. Al respecto, propone una interpretación de los procesos económicos como procesos abiertos, irreversibles, sometidos a la incertidumbre, frente a la perspectiva mecanicista neoclásica que los entiende como procesos cerrados e independientes del funcionamiento del planeta.
Esta posición de rechazo del mecanicismo le lleva a considerar cualquier sistema económico como un subsistema de la biosfera, sometido por tanto a las leyes de la termodinámica y de la ecología. Subvierte un campo en el que, como indica Riechmann «la mirada económica convencional nos impide ver realidades básicas o las vuelve del revés». Todo el aparato teórico (pretendidamente científico) de esa economía está montado sobre la desconexión entre el sistema económico y el mundo biofísico. Por el contrario, Georgescu-Roegen entiende que el proceso de obtención de recursos y de producción de bienes no se puede comprender sin contar con las leyes biofísicas que explican la naturaleza de esos recursos y su transformación.
Una aportación clave es que desarrolla un modelo alternativo al de un ciclo económico cerrado y circular. Hay un cambio radical de perspectiva: no se habla ya de un ciclo económico estático sino de una actividad económica condicionada por el ciclo de la materia y el flujo de energía planetarios, que evoluciona en un proceso de cambio irreversible, que sigue la flecha del tiempo, tal como indica Bonaiuti en su capítulo. Se pasa de unos recursos naturales de baja entropía a unos residuos de alta entropía, proceso asociado a una inevitable degradación de la energía (segundo principio de la termodinámica). Georgescu-Roegen considera que la actividad económica debe modelizarse como un proceso evolutivo de cambio abierto e irreversible (frente a la circularidad de la economía neoclásica, que solo entiende de parámetros que oscilan en torno a un determinado estado óptimo), idea muy próxima a la de equilibrio dinámico y cambio helicoidal utilizadas en ecología de sistemas, también en los años setenta, para explicar la sucesión ecológica.
Por último, Georgescu-Roegen ubica su teoría económica en un ámbito más amplio, el de la evolución de los sociosistemas en base a al cambio tecnológico. En el apartado dedicado a los regímenes sociotécnicos, Bonaiuti realiza una breve y excelente descripción de dicha evolución, utilizando, entre otros, el concepto de tasa de retorno energético. El paso de uno a otro régimen sociotécnico vendría dado por una innovación tecnológica relativa a la eficiencia energética. Para Bonaiuti ese incremento de energía disponible no determina mecánicamente una nueva organización social. También Garcia relativiza el posible determinismo tecnología-sociedad y detalla como Georgescu-Roegen fue un crítico convencido del optimismo tecnológico.
Decrecimiento
Como señala Bonaiuti, Georgescu-Roegen se puede considerar como en un precursor del decrecimiento, entendido éste no tanto como un cambio normativo (moral, en el sentido de Latouche) sino como un hecho inevitable. Para Bonaiuti hay una continuidad y coherencia entre las aportaciones de Georgescu-Roegen y las de los teóricos del decrecimiento. También Grinevald le ubica claramente dentro del pensamiento decrecentista al considerar la escasez económica como resultado de un proceso entrópico. Igualmente, Garcia resalta su idea de que el crecimiento tiene que acabar por un agotamiento de los recursos disponibles.
Georgescu-Roegen cuestiona el concepto de desarrollo y más concretamente la posibilidad de un desarrollo sostenible. Plantea que el «desarrollo» (como crecimiento ilimitado) es solo uno de los posibles itinerarios de las organizaciones sociales, idea asociada a su modelo de proceso económico como proceso evolutivo abierto. De hecho, tal como refleja Carpintero, polemizó con los economistas que rechazaban el informe sobre los Límites del Crecimiento, criticando sus posiciones sobre la irrelevancia de los recursos naturales en la producción, el progreso tecnológico como la solución a todos los problemas, o el olvido de que los materiales también están sometidos a las reglas de la entropía.
Crítica a la ortodoxia económica: ¿es la economía convencional un pensamiento científico?
Tanto en el capítulo de Daly como en el de Naredo se muestra el nulo reconocimiento de la obra de Georgescu-Roegen por parte de la economía convencional. En concreto, Naredo define las aportaciones de Georgescu-Roegen como un cambio paradigmático (en el sentido de las revoluciones científicas de Kuhn). Y se sorprende de que dicha aportación no haya conseguido modificar en absoluto el paradigma económico dominante.
Pero ¿por qué hay ese rechazo académico? En mi opinión, hay en el libro un punto de partida discutible: que estemos ante el choque entre dos paradigmas científicos. Habría que matizar una idea que aparece con frecuencia en el texto: el paralelismo entre la economía convencional y la física clásica mecanicista. Y lo digo porque creo que en el caso de la física hay dos modelos que si son científicos y que explican la realidad desde dos perspectivas diferentes, de forma que la física clásica sigue teniendo actualmente vigencia para comprender los hechos en la escala del mesocosmos.
Naredo plantea que incluso la economía «heterodoxa» (por ejemplo, la marxista) tampoco acepta la revolución paradigmática que propone Georgescu-Roegen. Indica, muy acertadamente, que no se le podría pedir a Marx que no fuera hijo de su tiempo (en su época apenas se había desarrollado la termodinámica y no existía la ecología-ciencia), pero se “sorprende” que los marxistas actuales aún sigan desvinculando la economía de la física y la biología. En el mismo sentido, Bonaiuiti o Martínez-Alier, plantean que el marxismo no fue capaz de incorporar el tema energético a su descripción de los procesos económicos.
Aquí el debate sería ¿podemos considerar la economía convencional como un paradigma científico al estilo de la física clásica? El problema es que la economía convencional parte de la noción de un sistema económico «aislado del mundo». Como señalan Daly y Naredo tal teoría no tiene una base empírica que la sustente. Decir que la economía puede seguir funcionando como un sistema cerrado, cíclico, independientemente de los recursos existentes (Solow citado por Daly) no solo es una idea acientífica sino que choca también con el «sentido común» (nuestra experiencia cotidiana nos enseña que vivimos en un mundo de límites). Al respecto es magnífica la metáfora de Daly: la economía convencional trata de hacer un pastel cada vez más grande solo con el cocinero y unos utensilios cada vez más grandes pero sin considerar los ingredientes necesarios. Es decir, las ideas de Solow son dogmas sin más, aunque ese conocimiento se considere «riguroso» y «científico» por sus pares (lo que denota hasta donde puede llegar la academia cuando construye una burbuja de conocimiento ideologizada, sectaria y refractaria a las aportaciones de las ciencias de la naturaleza). Otra frase «escandalosa» que choca con todo lo que sabemos de física y biología sería «los avances experimentados por la ciencia básica han hecho posible aprovecharse de la uniformidad de la materia/energía, uniformidad que hace posible , sin límite prefijado, librarse de las restricciones cuantitativas impuestas por el carácter de la corteza terrestre» (Barnett y Morse citados por Daly).
Creo que tanto Daly como Naredo realizan una acertada crítica a la ortodoxia económica (Naredo habla, incluso, de los «dogmas» de la economía convencional o del marxismo), pero no terminan de sacar la conclusión pertinente a sus propios argumentos: el carácter mítico del paradigma económico dominante. Sí lo hace Bonaiuti, quién nos dice que Latouche tiene razón «cuando afirma que la ciencia económica se ha convertido en una religión que cumple muy bien su tarea de legitimación del sistema dominante». Por tanto, no se trataría de un cambio paradigmático en el sentido de Kuhn, sino de sustituir un mito por una ciencia. No estamos ante un choque entre dos paradigmas científicos, sino entre una ciencia (la economía de Georgescu-Roegen) y una pseudociencia (la economía neoclásica o la marxista), por lo que tal debate es tan imposible como discutir con terraplanistas intentando persuadirles con argumentos científicos (es ingenuo esperar que los sacerdotes de la religión económica renuncien a sus dogmas). El problema no es que los economistas sean reacios a asumir conceptos de biología o de física, o a trabajar con datos empíricos relativos al decrecimiento, o que crean que Georgescu-Roegen es un autor difícil de entender, el problema es que admitir tales argumentos supone cuestionar una «religión» que legitima y fundamenta nada menos que el modelo socioeconómico de las sociedades jerarquizadas (tal como las define Naredo). Es decir, ellos necesitan inventar dioses para poder creer en lo ilimitado. Cuando se construye una ciencia a partir de la idea de un sistema económico cerrado, disociado de la naturaleza, e incuestionable (no hay alternativa), lo que se está haciendo es pseudociencia sin más.
Pseudociencia que, a día de hoy, y ante un decrecimiento que ya está ocurriendo, sigue inmersa en su cuento de hadas del crecimiento ilimitado. No es posible, por tanto, pretender un cambio paradigmático cuando una de las partes plantea como ciencia algo que es pura clarlatanería adornada con un gran aparataje matemático. Georgescu-Roegen desmontó toda esta superchería y eso era (es) inasumible.
Negacionismo
Como indica Grinevald, la revolución de las ideas de los años setenta era incompatible con la ideología que sustenta el sistema socioeconómico dominante. El neoliberalismo, el «delirio epistemológico» y el «analfabetismo ecológico» (que menciona Riechmann en el libro), forman parte de la virulenta reacción del sistema socioeconómico dominante a unas ideas que cuestionaban los dogmas imperantes. Reacción que se identifica como negacionismo. La economía convencional es negacionista pues obvia que «lo que no resulta biofísicamente posible, no será nunca económicamente viable» y actúa «como si la entropía no existiera, como si los recursos naturales fuesen infinitos» (Riechmann). Pero no solo hay un negacionismo de la evidencia científica (muy claro en el negacionismo climático o en el energético) sino que también se niega nuestra propia naturaleza de seres finitos, vulnerables y ecodependientes. Muy acertadamente Riechmann indica un tercer negacionismo: negar la incapacidad del capitalismo para resolver sus contradicciones y ofrecer una solución a la crisis ecosocial. En mi opinión, este sería el caso del «negacionismo blando» propio de la Agenda 2030, el Green New Deal o los diversos pactos verdes, que niegan la mayor: el inevitable decrecimiento.
¿Por qué tiene tanto peso esa economía convencional acientífica en los idearios colectivos y como fundamento del negacionismo? En distintos capítulos del libro se habla sobre el rechazo de las ideas de Georgescu-Roegen por parte de la ortodoxia económica dominante. Rechazo que hay que entender como parte del divorcio entre el capitalismo y la ciencia no mecanicista. Divorcio extensivo a los idearios colectivos. Las élites capitalistas difunden sus mitos controlando la formación del pensamiento común, el trabajo académico, el sistema educativo, los medios de comunicación, las redes sociales, de manera que la religión económica del crecimiento ilimitado constituye el núcleo duro de la ideología de todo el sistema. Divorcio que no solo niega la evidencia científica que señala la inviabilidad del crecimiento ilimitado, sino que incluso lleva a emplear métodos represivos para anular una rebelión científica de investigadores cansados de que sus predicciones sean sistemáticamente ignoradas por los gestores de nuestra sociedad.
¿Reduccionismo termodinámico? Actualizar la perspectiva biológica de la bioeconomía
En la página 127 del texto, Emilio Santiago Muiño introduce un aspecto crítico de la obra de Georgescu-Roegen que no llega a desarrollar, pero que nos parece clave: «una lectura de la entropía entendida desde la biología y no desde la física seguramente tenga connotaciones sustancialmente diferentes, por las cuales la naturaleza de los procesos vivos no es entrópica sino neguentrópica». Precisamente hecho en falta, en la revisión de la bioeconomía que se realiza en el libro, la perspectiva del funcionamiento de la biosfera que nos aporta la ecología de sistemas.
Según esta perspectiva, creo que habría que matizar algunos planteamientos presentes en diferentes capítulos, para no caer en un reduccionismo termodinámico que ignore la lógica de lo vivo. Para evitar ese reduccionismo deberíamos considerar no solo la materia y la energía sino también el papel de una tercera variable: la información (entendida aquí como organización del sistema). Desde un enfoque ecológico, las tres variables interactúan entre sí. Es decir, que aunque la energía y la materia disponibles condicionan la organización, ésta también determina de qué manera se procesan el flujo energético y la circulación de materiales. Los eco-socio-sistemas presentan una propiedad emergente muy relevante: sometidos al flujo de la energía solar son capaces de organizarse al mismo tiempo que esa energía se degrada (deja una huella en forma de información/organización). Es decir, el sistema se ordena de una determinada forma, de manera que, aunque la energía fluye (y pierde calidad), nos quedan estructuras que van a condicionar el uso posterior de ese flujo de energía. Los sistemas vivos se organizan exportando entropía para mantener baja su entropía, creando las condiciones adecuadas para su propia perpetuación (capacidad de adaptación).
En una situación de decrecimiento es innegable que hay menos recursos energéticos y materiales. Pero esto no debe llevarnos a sobrevalorar las dimensiones materia y energía sobre la dimensión organización. Ni tampoco a establecer relaciones de causalidad lineales. Al respecto, habría que discutir algunas de las ideas planteadas en el texto sobre el tratamiento de la escasez como factor generador de conflictos sociales irresolubles (Santiago Muiño) o del conflicto intergeracional y poblacional generado al «acelerarse» la entropía del sistema (Luis Arenas). Éste autor plantea tres posibles escenarios futuros en base a tres variables cuantitativas: consumo de recursos, población y tiempo. No considera, por tanto, un posible cuarto parámetro: la cualidad de las interacciones que organizan al sistema, es decir, la posibilidad de modelos organizativos que procesen con mayor eficiencia los ciclos biogeoquímicos y el flujo de energía solar, es decir, más adaptativos y ajustados al funcionamiento de la biosfera. Evidentemente, la capacidad de carga de un ecosistema (concepto mencionado por Arenas) condiciona la población de una especie, pero también es relevante para su autoperpetuación la manera en que dicha especie se organiza para usar los recursos disponibles. En mi opinión, el éxito del escenario decrecentista depende no solo de una bajada en el consumo de recursos o de un descenso de la población sino, también, de un cambio en la organización social que incremente nuestra eficiencia en el uso de los recursos. Al respecto, si no queremos ser deterministas, deberíamos considerar que el motor de la evolución social está en la interacción organización-recursos, y no solo en los recursos.
Desde una perspectiva ecológica habría que hablar de interacción y no de determinismo: los recursos del biotopo condicionan a la biocenosis pero ésta a su vez condiciona al biotopo. En el libro se comenta ampliamente la interacción sociedad-recursos presente en la obra de Georgescu-Roegen (por ejemplo en los capítulos de Boniauti, Garcia y Almazán-Del Buey), entendida como tecnología y metabolismo social. En esos capítulos hay una extensa referencia a dichas ideas, sobre todo a una aportación clave de Georgescu-Roegen: una tecnología viable requiere tanto de unos procedimientos factibles como de unos recursos determinados para su mantenimiento. En concreto, su crítica a la tecnología solar, que es factible pero no viable en cuanto a los recursos materiales necesarios para construir y mantener los aparatos de captación. Almazán y Del Buey apuestan por las «tecnologías humildes» y la «biomímesis» en una situación de decrecimiento más que por los grandes proyectos de energías renovables. En mi opinión, y siguiendo esa línea de pensamiento, cabría añadir que es indispensable cambiar la eficiencia de la organización social en su interacción con el medio. Por ejemplo, en permacultura se consideran indisociables factores como la red de relaciones interpersonales que construyen una comunidad, la autosuficiencia de la misma, el uso de la energía endosomática, la planificación del espacio y las tecnologías agrícolas concretas. Es decir, se le da gran relevancia al lugar de la organización social en la interacción con el medio. Y, sobre todo, se valora especialmente el papel de las relaciones de complementariedad en esa organización. Al respecto, tanto Muiño, como Arenas o Garcia desarrollan la relación entre entropía y conflicto social en Georgescu-Roegen. Como indica Garcia, este autor reconstruye la idea de que hay una fundamentación natural de la desigualdad social (revitalización de la tesis de la «lucha por la vida»). Garcia parece admitir esta tesis, aunque propone alguna forma de igualitarismo social que sea compatible con esas restricciones ineludibles. Creo que, si queremos una actualización de la bioeconomía, resulta indispensable que ésta abandone definitivamente los presupuestos de la biología mecanicista del siglo XIX, pues actualmente los biólogos consideramos que las relaciones de complementariedad son mucho más determinantes que las de antagonismo en la organización y funcionamiento de la biosfera.
También es polémico el tema de la «disipación» de la materia. Georgescu-Roegen no solo planteó límites en el uso energético, sino que también entendió que en cualquier proceso productivo había una «degradación» de los materiales utilizados. Tema que se retoma en el capítulo de Antonio y Alicia Valero. Desde mi punto de vista, habría que matizar más esta cuestión. Evidentemente, el paso desde materiales que están en la corteza terrestre a materiales «concentrados» producto de la actividad económica y de éstos a residuos tiene un componente de irreversibilidad, que justifica el diagnóstico actual de que estamos agotando los recursos materiales. Como indican Antonio y Alicia Valero estamos en un proceso de transición hacia un planeta con menos «depósitos minerales». Pero creo que habría que pensar no solo en los minerales y en los procesos industriales a la hora de definir Thanatia (planeta muerto) incluyendo otras perspectivas en el tema de los recursos abióticos, sobre todo si pensamos en otras escalas, la de los átomos moviéndose en un planeta que es prácticamente cerrado para la materia (solo una parte pequeña de nuestros átomos escapa al espacio), o la de los átomos organizándose en organizaciones complejas (el caso de la biosfera) gracias a un flujo continuo de energía. A esas escalas creo que sí puede tener sentido hablar tanto de estrategias de ahorro de recursos como de un mejor ajuste a los ciclos biogeoquímicos (escala planetaria y tiempo geológico) o al ciclo de nutrientes (pues elementos como el nitrógeno, el fósforo o el potasio son reciclados continuamente en la biosfera gracias al uso fotosintético de la energía solar y a la acción de los organismos descomponedores).
En el mismo sentido, es debatible la idea de Bonaiuti (siguiendo a Tainter) de un cambio social cíclico, con un crecimiento seguido de un decrecimiento de la complejidad social, de forma que cualquier incremento de complejidad es un paso hacia una decadencia futura. La pretendida universalidad de la «ley de los rendimientos decrecientes» (el sistema se complejiza progresivamente, ganando en eficiencia, pero llega un momento en que su propia complejidad le lleva a la ineficiencia y la decadencia), mencionada en diversos capítulos del libro, es discutible, pues posiblemente dicha ley explique la evolución de las sociedades dominadoras, pero no la de la evolución de los sistemas vivos en general. Evidentemente, dicha ley podría servir para entender, por ejemplo, la evolución de una burocracia administrativa, pero no serviría para explicar la evolución de un huerto en permacultura o los cambios en la organización de los sistemas de ideas. Y por supuesto no es generalizable a una biosfera entendida como un sistema abierto en continua reorganización, sin un óptimo preestablecido, que como entidad histórica ha utilizado el flujo de energía para organizarse (acumular información en forma de estructuras y de programas genéticos y culturales), organización que, a su vez, condiciona la circulación de materiales y el flujo de energía en nuestro planeta. Desde esta perspectiva, no tiene sentido hablar de ciclos civilizatorios, sino más bien de un modelo de cambio helicoidal, con un componente cíclico y con otro, más determinante, irreversible, de carácter evolutivo (la flecha del tiempo). En último término, la aplicación de la ley de rendimientos decrecientes como axioma universal supone dudar de la posibilidad de organizaciones sociales con una mayor eficiencia energética capaces de mantener un cierto grado de complejidad en una situación de decrecimiento.