Si no puedo bailar, no quiero ser parte de tu revolución.
— Emma Goldman
En este artículo planteamos como, con la expansión del capitalismo y su obsesión por el crecimiento económico continuo e ilimitado, el mundo de la fiesta fue progresivamente recortado, disciplinado y controlado en aras del imperativo productivista, mercantilizador y consumista. Tal proceso de cercamiento cultural supuso una constante y persistente ofensiva contra las pulsiones dionisíacas ligadas a los ciclos naturales y a las potenciales subversiones populares, al tiempo que reforzó el proyecto de desencantamiento racional del mundo y estimuló la reconversión de la fiesta en una mercancía capitalista más (fiesta domesticada).
Sin embargo, la potencia disolvente, transgresora e imprevisible de la cultura festiva se plasmó en resistencias y efervescencias colectivas que, además de cuestionar ritualmente el orden vigente, dejaron siempre abierta la puerta a la reivindicación política de la alegría festiva como vehículo de contestación, emancipación y vida plena (fiesta liberada). Se trataba, metafóricamente, de una especie de lucha entre Dionisios, dios de la fiesta, el éxtasis y la naturaleza desinhibida, y Prometeo, símbolo de la modernidad capitalista, el progreso a toda costa y el antropocentrismo más soberbio.
1. La cultura festiva
La fiesta, que bien puede definirse como la “utopía de Dionisios” (Ariño, 1996), se expresa a través de rituales, consistentes en un conjunto de actos redundantes, formales, convencionales y con un final prescrito, que se desarrollan en un espacio y tiempos específicos, por medio de los cuales se celebra algo (Ariño, 1998). Pero sobre todo los rituales son capaces de producir sentido, significado, sacralidad y transcendencia mediante una serie muy amplia de relatos y prácticas que denominamos cultura festiva. Esta constituye un espacio de manifestaciones culturales emanadas de las celebraciones festivas, que incluyen de una manera flexible y dinámica cruces y préstamos entre la cultura popular, la alta cultura, la cultura de masas y la cultura institucional. Así mismo, también combina cultura tradicional y moderna, local y global, sagrado y profano, material e inmaterial, de forma que la cultura festiva posee necesariamente un carácter híbrido y dinámico.
La fiesta es un producto social complejo, paradójico y dialéctico, dentro del cual es posible descubrir todo aquello que nos revela tensiones y correlaciones entre fuerzas sociales diversas, entre valores dominantes y resistencias colectivas, a la vez que, como ha ocurrido históricamente, los diversos poderes intentan legitimarse instrumentalizando la fiesta para preservar el orden existente del cual son garantes y beneficiarios (Balandier, 1994; Antebi y Pujol, 2008).
2. El control capitalista de la fiesta
La mayor parte de las fiestas de la Antigüedad clásica occidental, vinculadas a los ciclos naturales y a las religiosidades grecolatinas con influencias orientales, se caracterizaban por un importante componente dionisíaco, sensual y orgiástico. Sin embargo, dichas fiestas fueron transformadas y resignificadas por un cristianismo oficial y canónico, que a la par que se deshacía de los cristianismos heterodoxos fue implantando un nuevo calendario festivo, ligado a su propio relato mítico, que se consolidaría y se convertiría en hegemónico durante la Edad Media. Dicho calendario ritual se estructuró a través de unas celebraciones en torno a los diversos hitos institucionalizados de la vida de Jesús, la Virgen María y los santos, que funcionaban como acontecimientos trascendentes que legitimaban los grandes poderes que las organizaban, como la monarquía, la nobleza feudal, la Iglesia o los consejos municipales, con sus mitos y ciclos festivos. Con todo, en la rica cultura festiva tradicional siempre existieron actos, expresiones o ritos de contestación al poder, ligados a la religiosidad popular, proliferando festejos de inversión del orden existente, como el importante ciclo del Carnaval, trufado de múltiples influencias dionisíacas de las antiguas religiones precristianas. Y algo muy similar sucedió, aunque en otros contextos políticos, religiosos y sociales, con las fiestas del resto de civilizaciones, de manera que la fiesta siempre sirvió tanto para legitimar como para cuestionar el poder establecido.
(Het Gevecht tussen Carnival en Vasten), de Pieter Brueghel el Viejo (1559). Fuente: Wikimedia Commons.
A partir del siglo XVI confluyeron, de una parte, la Reforma protestante, hostil ante las festividades y partidaria de sociedades puritanas y austeras, y de otra el temor de las clases dominantes ante las sucesivas revueltas antifeudales, lo que les llevó a dictar prohibiciones contra las prácticas festivas populares y a replegarse en rituales propios realizados en espacios protegidos y elitistas, aislados del contacto con el pueblo. Pensemos que, en no pocas ocasiones, la fiesta desatada, sobre todo en su versión carnavalesca, acabó en violentas revueltas o alzamientos contra los poderosos. Y es que la fiesta, en general, posee siempre un componente de incomodidad, volatilidad e imprevisibilidad que puede dar miedo a los garantes del orden.
El avance del proceso de secularización, industrialización, turistificación y modernización, sobre todo a partir de los años sesenta del siglo XX, agudizó la destradicionalización festiva (especialmente rural), al mismo tiempo que reforzó las grandes fiestas urbanas y se introdujeron nuevas festividades ligadas a la sociedad comercial de consumo de masas. La propia fiesta devino un bien de consumo singular. Posteriormente, la intensificación del proceso de globalización, con fenómenos como las migraciones transnacionales, el turismo masivo o el impacto de las grandes industrias culturales, fue generando nuevas transformaciones en la cultura festiva contemporánea, haciéndola más diversa, polisémica, compleja y dinámica.
after Eduard Kurzbauer. Fuente: Wikimedia Commons.
3. La fiesta como desafío ritual al sistema
La cultura festiva hace sentir el ámbito público como un espacio vivo en el cual se combinan los elementos históricos, míticos y políticos dentro de un proceso de creciente patrimonialización cultural. Razón por la cual los poderes públicos pugnan para instrumentalizarla, para normalizarla, dirigirla, configurarla y colonizarla, al mismo tiempo que desde las sociabilidades populares se alternan resistencias y consensos, impugnaciones y relaciones clientelistas, propuestas propias y adaptaciones de los programas festivos institucionalizados (Delgado, 2003). Como resultado de estas tensiones la cultura festiva se vuelve cultura híbrida, espacio de pugnas, patrimonio en vibración y prioridad política.
En los últimos decenios, y coincidiendo con la aceleración del proceso de modernización y cambio social, las fiestas populares se han convertido en un fenómeno cultural de gran envergadura, especialmente asociado a la afirmación de las identidades regionales y locales, y ligado a un movimiento de revitalización, en no pocas ocasiones de manera crítica, de la tradición y patrimonialización de la cultura (Boissevain, 1992). La fiesta moderna se constituye, pues, como una celebración reflexiva de la identidad, puerta de acceso a la trascendencia de la propia cotidianidad y emergencia de un tiempo especial para la recuperación del sentido en un contexto social secularizador y destradicionalizador (Ariño y Gómez, 2012). La fiesta es, en este sentido, una puerta de acceso al reencantamiento del mundo frente a la lógica descarnada del capital (Maffesoli, 2009).
4. La alegría festiva del decrecimiento
En cuanto a la primera, se trataría de defender el incremento de los días festivos oficiales, tanto en el nivel estatal, como en el regional y local, en la medida que ello supondría más días sustraídos a las obligaciones laborales y liberados para el disfrute comunitario de la fiesta. De este modo se rompería con la tendencia restrictiva hacia las fiestas adoptadas por el sistema, abriendo espacios colaborativos de calidad expresiva y lúdica. La idea sería empezar por el reconocimiento oficial de fechas tan reivindicativas como del Día de la Mujer Trabajadora (8 marzo) y el Día del Orgullo Gay (28 junio), en la estela de la ya consolidada fiesta del Trabajo del 1 de mayo.
La tercera propuesta alude, como ya se ha anunciado, a la adopción de nuevos rituales festivos de alcance global que contribuyan a promover el decrecimiento. Para ayudar a romper el hielo del cálculo capitalista que todo lo invade, se trataría de empezar por una primera fiesta de alcance global y fuertes connotaciones decrecentistas, ecológicas y gaianas. Actualmente existen varios “días internacionales o mundiales”, auspiciados y ratificados oficialmente por la Asamblea General de la ONU, que poseen en mayor o menor medida las connotaciones citadas. Es el caso, por orden en el calendario, de los siguientes: Día Mundial de los Humedales, 2 febrero (instituido en 2021), Día Mundial de la Vida Silvestre, 3 marzo (2013); Día Internacional de los Bosques, 21 marzo (2012); Día Mundial del Agua, 22 marzo (1992); Día Internacional de la Madre Tierra, 22 abril (2009); Día Internacional de la Diversidad Biológica, 22 mayo (2000); Día Mundial del Medio Ambiente, 5 junio (1972); Día Mundial de los Océanos, 8 junio (2008); Día Mundial de la Lucha contra la Desertificación y la Sequía, 17 junio (1994),; Día Internacional del Aire Limpio por un Cielo Azul, 7 septiembre (2019); Día Internacional de la Preservación de la Capa de Ozono, 16 septiembre (1994), Día Mundial del Suelo, 5 diciembre (2013); Día Internacional de las Montañas, 11 diciembre (2002). Existen, como vemos, diversos precedentes de cierta voluntad global de celebrar o conmemorar desde una perspectiva verde, pero se trata, en todo caso, de días no festivos, que por lo general se mueven en la órbita de la concienciación mediante campañas institucionales, iniciativas cívicas y académicas, o acciones publicitarias sin contenido festivo explícito. También hay constancia de un Día Mundial del Decrecimiento, que se celebra el 29 octubre, en alusión al crack financiero de 1929, al menos desde 2013, aunque se conmemora en otros casos el 5 de junio, e incluso se están planteando otras fechas. No obstante, se trata de una celebración reivindicativa no oficial, que en principio no parece necesariamente festiva.

De entre todos estos días, la celebración que puede tener posibilidades para convertirse en esa primera fiesta oficial de alcance global, debido a su ya larga trayectoria, consolidación, concepción, alcance y respaldo institucional, es el Día Internacional de la Madre Tierra, una conmemoración oficial proclamada por las Naciones Unidas en 2009, que ya se conmemoraba con anterioridad. En 1969, en una Conferencia de la UNESCO en San Francisco, el activista pacifista John McConnell propuso un día para honrar la Tierra y el concepto de paz, que tendría lugar por primera vez el 21 de marzo de 1970, el primer día de la primavera en el hemisferio norte. Un mes después, el senador de los Estados Unidos Gaylord Nelson y el activista Denis Hayes propusieron la idea de realizar una campaña de enseñanza medioambiental y promover la armonía con la naturaleza a nivel estatal el 22 de abril de 1970, siendo bautizada como “Día de la Tierra”. Con esta conmemoración se trataba de crear una conciencia común de los problemas recién descubiertos de la sobrepoblación, la contaminación, la conservación de la biodiversidad, el calentamiento global y otras preocupaciones ambientales. Un día para rendir homenaje y reconocer a la Tierra como hogar común a proteger, como lo habían expresado distintas culturas a lo largo de la historia, demostrando la interdependencia entre sus muchos ecosistemas y los seres vivos que los habitan. Debe señalarse que esta acción influyó en la convocatoria de la primera conferencia internacional sobre el medio ambiente celebrada en Estocolmo de 1972. El movimiento del Día de la Tierra se hizo global en su 20 aniversario, impulsando la concienciación sobre los temas medioambientales y la necesidad del reciclaje, lo que allanó el camino para la conferencia de las Naciones Unidas de Río de Janeiro en 1992, apodada la «Cumbre de la Tierra», y centrada en el concepto de desarrollo sostenible. Actualmente el Día de la Tierra o Día Internacional de la Madre Tierra está considerado como una de la mayores celebraciones seculares del mundo, orientada a cambiar el comportamiento humano y crear cambios en las políticas globales, nacionales y locales, como afirma la organización Earthday.Org.
El Día Internacional de la Madre Tierra, que bien podría ser también el Día Mundial de Gaia, podría reconvertirse en una jornada festiva efectiva en los diversos calendarios oficiales de los estados miembros de la ONU, y estar impregnado por los valores decrecentistas, simbioéticos y de comunión con Gaia. Una jornada que estaría precedida de actividades divulgativas y de concienciación en los días previos, si bien lo esencial sería la activación de rituales explícitamente festivos que se expresaran, mediante participación directa de la ciudadanía y de las asociaciones festivas ya existentes, con el lenguaje propio de la fiesta y sus manifestaciones de regocijo, alborozo, júbilo, juerga, bullicio, felicidad, entusiasmo, esparcimiento, fervor y animación. Sería capital que todos los movimientos sociales que luchan por un mundo mejor, más justo, igualitario, sostenible e integrado en Gaia, tanto en su vertiente material como filosófica y espiritual, se implicaran en esta causa concreta, que es inseparable de la defensa del crecimiento de las fiestas. Sólo así las instituciones se verían impulsadas u obligadas a hacerse eco y a oficializar la nueva fiesta, con independencia de que esta pueda ser vivida y significada diversamente por los pueblos del mundo.
En conclusión, se trata tan sólo de una propuesta de ecosofía festiva que intenta poner a la fiesta en primera línea de la lucha política y social por un mundo más allá de una civilización degradada y ecocida, en un contexto en que todo puede ser replanteado, dejando atrás tanto los obsoletos prejuicios productivistas como la perjudicial centralidad moderna del trabajo. Más tiempo sin cadenas y menos cadenas para el tiempo. Quizás pueda costar arrancar, pero una celebración masiva decrecentista y gaiana, pese a que seguramente el capitalismo intentaría banalizarla o integrarla, tiene muchas potencialidades expresivas debido a la transcendencia de las duras circunstancias actuales y futuras. Ciertamente corren tiempos difíciles y críticos, en el cual proliferan y convergen múltiples derrumbes y transformaciones de la consciencia colectiva, pero lo cierto es que el tiempo de fiesta ha acompañado siempre a las sociedades humanas en la travesía de sus más profundas crisis históricas, precisamente para digerirlas mejor y fomentar la transgresión, la resiliencia, la adaptación y la esperanza. Pero sobre todo para expresar el disfrute de la vida pese a todo lo que la amenaza, o precisamente debido a esas amenazas, como un humilde acto de resistencia dionisíaco que reivindica el derecho a la alegría como prioridad existencial de la humanidad.

Bibliografía
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No dejé en su momento un comentario dando mi enhorabuena a Gil por esta reflexión tan novedosa y sin duda inspiradora y necesaria.
Quisiera ahora aportar una nueva fecha candidata para el Día de Gaia (el 1 de febrero) al tiempo que un ejemplo de cómo la religiosidad popular con raíces ancestrales se puede convertir en un movimiento ciudadano que reclame la oficialidad de una nueva fiesta:
Muchas gracias Manuel, la verdad es que un Día de Gaia explícito sería muy necesario. El 1 de febrero puede ser muy buena fecha, prácticamente antes del Carnaval.