Si existe algún futuro deseable para el ser humano y ese futuro llegase algún día, al mirar atrás, los tiempos que hoy estamos viviendo bien podrían ser descritos como una suerte de segundo Antiguo Régimen: un periodo oscuro, raro y desordenado de la historia, marcado por el dogmatismo neoliberal y el poder absoluto del libre mercado, en el que las instituciones estaban podridas y la economía global funcionaba de acuerdo a un modelo neofeudal, en el que el estrato social más alto vivía a cuerpo de rey a costa del conjunto de la sociedad y del planeta… En realidad, salvando lo burdo e inexacto de la comparación, imaginar nuestro presente como un segundo Antiguo Régimen es la parte fácil. Lo realmente complicado es imaginar cómo sería una segunda Ilustración: un movimiento de tal calado que lograse la superación del sistema capitalista, que evitase el colapso civilizatorio hacia el que nos precipitamos y que posibilitase un futuro para la humanidad en la Tierra. Una “nueva Ilustración radical”, en palabras de la filósofa barcelonesa Marina Garcés. Imaginar ese gran giro histórico… Ese es el auténtico reto y la aventura social y política de nuestro tiempo.
La vida humana siempre se ha desarrollado en condiciones inciertas. Pero hoy, un presente agónico y un miedo a no saber qué vendrá, nos impide proyectar un futuro optimista y es aprovechado por las élites para imponer nuevas formas de autoritarismos. ¿Cómo vamos a mirar al futuro con esperanza, si crecimos en un estado de crisis, shock y emergencia permanente? ¿Si vivimos dominados por la precariedad, el pesimismo y la depresión? ¿Si nuestro estado de ánimo, salud mental y expectativas están quebradas? El futuro nos resulta incierto, peligroso, aterrador. Se confunde demasiado con las distopías con las que nos bombardean, esas que parecen conocer nuestro destino mejor que nosotr*s mism*s: El Colapso, Don’t Look Up, Black Mirror…
En 2019, muchos jóvenes, como yo, que veníamos de años construyendo desde abajo y que heredábamos décadas de lucha ambiental, creíamos que nos habíamos comido el mundo. Huelgas climáticas, protestas los viernes frente a los parlamentos, manifestaciones masivas… La emergencia climática abría telediarios. El ecologismo se había convertido al fin en un movimiento de masas. Y como colofón, aquel épico 6 de diciembre: medio millón de personas de todas partes del mundo movilizadas en las calles de Madrid bajo el lema “El mundo despertó ante la emergencia climática”. ¿Se trató tal vez de un hito ecologista de unas dimensiones nunca antes vistas ni hoy por hoy superadas? Algunos políticos incluso se referían a nosotras como “la última esperanza del planeta”. Todo lo confirmaba. Literalmente, nos habíamos comido el mundo.
Pero, ¡ay!, nuestra época gloriosa iba a terminar mucho antes de lo que nadie podía haber previsto y de la manera más abrupta imaginable… La devastadora pandemia, además de eclipsar la emergencia climática (pese a estar intrínsecamente relacionada), frenó el despegue de los entonces recién nacidos Fridays For Future y Extinction Rebellion, que se encontraban en pleno ascenso meteórico, frustrando todos sus planes y recordándonos que, en la Era de las Consecuencias, inevitablemente nos va a tocar convivir con muchos de los impactos más adversos y hostiles de la crisis ecosocial. Ya no se trataba solo de la angustia de no poder imaginar nuestro futuro. Empezábamos a entender que la pandemia, la Guerra de Ucrania, la amenaza de un conflicto nuclear, la sucesión cada vez más frecuente de desastres asociados a la emergencia climática y ecológica, tales como las recientes olas extremas de calor, los megaincendios etc., son solo el trailer de lo que está por venir… A menos que, contra de todo pronóstico, logremos impulsar una acción política global sin precedentes que evite los peores escenarios.
Mi generación ya no lo oculta: estamos muy, pero que muy quemados. No se explicaría si no la proliferación de talleres para “ser activista y no morir en el intento” (vayan solo estos dos ejemplos de Greenpeace o Ecologistas en Acción). Pretendemos paliar el burn-out que padecemos la mayoría de activistas, en particular muchos jóvenes que entramos en la espiral de la ecoansiedad. Pero lo cierto es que no bastan un par de talleres. Nuestro tiempo y nuestra capacidad para procesar información se han roto. Son demasiados los talleres y charlas a las que no asistimos por falta de tiempo o energía. Como son demasiados los libros y las pestañas de internet abiertas, pendientes de ser leídas, pese a que sabemos que en cuestión de meses, si no de semanas o de días, el contenido estará desactualizado.
En este ambiente, inauguramos tras el año 2019 un ciclo para el activismo climático joven en el que, si bien muchas compas continuaron luchando por tratar de mantener viva la llama de la rebelión climática en un contexto fuertemente adverso (confinamientos, restricciones, bajada de la marea en términos de mediatización de la crisis ecológica y climática, desinfle de la movilización ecosocial…), para otros, este nuevo ciclo supuso, como expresó con crudeza una compañera, un tiempo de rupturas y cambios caracterizado entre otras cosas por el barbecho de la militancia, la soledad, procesos de recuperación mental y ganas de romper dinámicas agobiantes en nuestras vidas.
Tal fue mi caso. Estaba abatido. Muy cansado. Sentía que no tenía fuerzas para seguir luchando. ¡Yo, que siempre había sido un firme defensor de la utopía, de la esperanza, de la importancia de atrevernos a soñar! Y sin embargo, ahí estaba, a punto de tirar la toalla, si es que de hecho no llegué a tirarla por un tiempo… Una profunda crisis vital había hecho tambalearse por completo mi identidad, mi perspectiva de futuro y lo peor de todo, mi felicidad. Sin embargo, cuando menos lo esperaba, mi suerte iba a cambiar totalmente…
Una tarde de agosto del verano pasado, recibí un mensaje que cambiaría por completo mi vida. El mensaje era de una querida vieja amiga alemana de cuando militaba en Decrece Madrid. En el mensaje, me contaba que estaba viviendo en la ecoaldea de Findhorn (por entonces desconocida para mí), al norte de Escocia, colaborando con la Global Ecovillage Network (GEN), organización que coordina y promueve el movimiento de ecoaldeas en todo el mundo. Cuál no fue mi sorpresa al descubrir el motivo por el que me escribía: ¡quería compartir conmigo una oportunidad para unirme al mismo programa en el que estaba participando ella!
No lo voy a negar, al principio lo descarté completamente. Mi autoestima estaba por los suelos, mi nivel de inglés no era precisamente alto y daba por hecho que sería el último candidato al que elegirían. Llevaba un año encadenando trabajos temporales y estaba harto de enviar currículums y cartas de motivación que no llegaban a ninguna parte. Sin embargo, finalmente me llené de valor, envié mi candidatura y fui seleccionado. Hoy, a solo unos meses de agotar dicho programa, no encuentro palabras para expresar la gratitud que siento por haber podido vivir esta experiencia tan transformadora y sanadora, y solo pienso que ojalá muchas personas tuvieran la oportunidad de vivir algo parecido a lo que yo he podido vivir.
A continuación, compartiré algunas de las reflexiones y aprendizajes de mi viaje personal durante el último año. Lo hago con un doble objetivo. En primer lugar, tal vez contar mi experiencia pueda ofrecer algún tipo de inspiración a quienes estén planteándose explorar nuevos caminos a la vez como forma de vida y como estrategia de lucha contra la crisis ecosocial. De ahí que este artículo no quiera ser un artículo al uso, sesudo, cargado de datos y referencias teóricas, sino que parezca más bien una humilde invitación a algo así como una especie de meditación guiada: un lugar calmado y seguro desde el que tomar aire, distanciarnos por un momento de nuestras inercias, replantear nuestras prioridades, nuestra manera de estar en el mundo y de hacer activismo, y crear espacio para que pueda emerger nuestro verdadero propósito.
En segundo lugar, este artículo aspira a contribuir a alumbrar reflexiones colectivas en un momento en el que nuestras brújulas están desimantadas y carecemos de un horizonte definido e ilusionante que guíe nuestra acción transformadora. Me he animado a ordenar y escribir estas reflexiones con motivo del Encuentro Sobremesa: 7 días desatando futuro, una potente convocatoria que tendrá lugar del 22 al 27 de agosto en Covaleda, Soria, y que pretende hacer converger las tácticas de diferentes movimientos sociales con una mirada estratégica hacia el futuro. Ojalá este texto aporte algún elemento de valor en ese sentido y anime a muchas personas a continuar discutiendo, elaborando y materializando propuestas, tanto en el marco de dicho encuentro como más allá del mismo.
Tal vez nuestra propia consciencia, nuestro conocimiento y nuestra amplia perspectiva sobre las complejidades del momento que vivimos, nos esté jugando una mala pasada y, paradójicamente, esté limitando nuestra perspectiva sobre los márgenes de acción para salir de él. Como la ansiedad, la ecoansiedad produce un bloqueo mental colectivo que impide pensar, paraliza, y lo que es más grave, produce una visión en túnel que nos hace pasar por alto, por ejemplo, que en los tiempos que estamos viviendo, también se están produciendo grandes desplazamientos de consciencia impulsados por vectores como el ecologismo, el feminismo, la decolonialidad… que están cambiado radicalmente nuestra compresión tanto de lo que somos, como respecto a nuestras sociedades, y que nos sitúan en un contexto de potencial desorden ilustrado donde las cosas pueden ser transformadas.
Por eso, debemos creer que aún queda margen para llevar a cabo una nueva Ilustración radical. Pero antes, necesitamos perder el miedo y convencer a través de nuestra acción certera y bien afinada, ya no solo a los demás, sino principalmente a nosotras mismas, de que luchar para subvertir el orden vigente es aún necesario, posible y deseable.
La sostenibilidad no es suficiente: necesitamos culturas regenerativas
En el corazón de la reflexión que quiero plantear se encuentra una idea muy sencilla: el daño que nuestro modelo de producción ha causado al planeta es tan grande, que ya no basta solo con hacer menos daño, hay que reparar el daño causado. La sostenibilidad ya no solo es insuficiente, sino que además, por sí sola, tampoco es un objetivo adecuado. La palabra sostenibilidad no nos dice qué es lo que se intenta sostener. Cuando el discurso hegemónico habla de sostenibilidad, lo que en realidad está intentando sostener, es el capitalismo. De ahí que lo que realmente necesitemos no sea sostenibilidad: necesitamos culturas regenerativas.
Como explica Christian Wahl en su artículo del cual he extraído el título del presente apartado, “una cultura humana regenerativa es saludable, resistente, y adaptable, se preocupa por el planeta y le importa la vida, consciente de que esta es la manera más efectiva de crear un futuro próspero para toda la humanidad”. Y es que nos hemos acostumbrado a ver imágenes de embalses secos donde antes hubo agua, de áridos desiertos donde antes hubo bosques y manantiales, de montañas rocosas donde antes hubo nieve y glaciares… Pero, y ¿si te dijera que el ser humano tiene la capacidad no solo de destruir, sino también de regenerar? Y ¿si te dijera que podemos darle la vuelta a muchas de esas imágenes? El propio Wahl, en otra de sus publicaciones, muestra algunos impresionantes ejemplos de regeneración de ecosistemas como la meseta de Loess en China, las aldeas de Chikukwa en Zimbabue y otras experiencias alrededor del mundo donde principios como la permacultura y el diseño de cultura regenerativas demuestran que el ser humano puede relacionarse con la naturaleza de otra manera.
Pero dentro de las culturas regenerativas, el modelo que más me interesa resaltar aquí dado su enorme potencial como laboratorios para un futuro resiliente, es el de las ecoaldeas. Por ecoaldeas entendemos comunidades intencionales o tradicionales, rurales o urbanas, diseñadas conscientemente a través de procesos participativos locales para regenerar el entorno social y natural. Las ecoaldeas integran así las cuatro dimensiones de la regeneración (ecológica, social, económica y cultural) en un modelo holístico que se adapta a las necesidades locales. De esta forma, las ecoaldeas aportan un enfoque propositivo y práctico que nos permite hacer tangibles alternativas que defendemos en nuestro discurso y experimentar aquí y ahora qué forma podría tener una sociedad postcapitalista. En otras palabras, las ecoaldeas funcionan como utopías reales articuladas en torno a la sostenibilidad de la vida, en la búsqueda por escapar de la lógica mercantil que supedita todos los ámbitos de nuestra existencia a la rentabilidad económica.
Esta aproximación a las ecoaldeas como laboratorios de sostenibilidad y cambio social está siendo actualmente desarrollada por proyectos como EcoLabss, financiado por la UE. Su impulsora, la socióloga italiano-polaca Lara Monticelli, plantea en una de sus charlas sobre la investigación en torno a la relación entre las ecoaldeas y el capitalismo, que una de las claves de las ecoaldeas radica en su potencial para ser experiencias “a pesar del capitalismo” (encarnan alternativas al capitalismo pese a estar insertas en él), a la vez que “anti-capitalistas” (críticas con el capitalismo) y “post-capitalistas” (anticipan cómo podría ser una sociedad más allá del capitalismo). Así, desde una mirada que conjuga ecología política y marxismo, Monticelli nos invita a entender estos y otros movimientos sociales de base como movimientos prefigurativos que están constituyendo hoy por hoy el germen de lo que podría ser la economía del mañana.
Pero no estamos hablando solamente de visiones esperanzadoras y promesas de futuro. Sin ir más lejos, el IPCC destacó en su último informe, el Sexto Informe de Evaluación (IE6), las ecoaldeas entre los principales ejemplos a promover. Como señala Albert Bates, uno de los fundadores de GEN, lo más significativo del informe de 3676 páginas es el último párrafo de la sección de conclusiones: “según la opinión de los más de 1.000 científicos del clima más importantes, lo que más necesita el mundo son comunidades experimentales ecológicamente conscientes y socialmente innovadoras que se conecten entre sí y ofrezcan una difusión pedagógica y ejemplos positivos de un mundo mejor.» Además, el informe llevaba en su portada, precisamente, una imagen de la ecoaldea de Findhorn, algo que fue celebrado como un gran hito por parte de la comunidad global vinculada a las ecoaldeas.
Acerca de la ecoaldea de Findhorn, un fascinante lugar donde he pasado el último año viviendo, podría decir muchísimas cosas. Esta comunidad comenzó hacia los años 60 como un parque de caravanas cuando sus tres miembros fundadores se asentaron en la pequeña villa de la Bahía de Findhorn, en el concejo de Moray, Escocia. Con los años, el proyecto evolucionaría hasta convertirse en una de las comunidades sostenibles más pioneras e innovadoras del mundo, acogiendo en 1995 la conferencia “Ecoaldeas y comunidades sostenibles para el siglo XXI”, en la que, de la mano de otras ecoaldeas, se crearía formalmente la Global Ecovillage Network (GEN). Sus importantes pasos en materia de soberanía energética, alimentaria, hídrica, bioconstrucción, economía social, etc., hicieron que Findhorn tuviera en 2006, según un importante estudio científico, la huella ecológica más baja registrada en todo el mundo industrializado. En un breve e inspirador vídeo lanzado recientemente por la Findhorn Foundation se presentan en tan solo 3 minutos algunos de los aspectos más destacados de esta comunidad que, si bien es hasta cierto punto rehén del estándar de vida y de muchos de los privilegios del Norte global (lo que hace preguntarse si este sería un modelo universalizable), nos da bastantes pistas de qué forma podría tomar una utopía real.
Una de las cosas más importantes que aprendí en Findhorn es que, el actuar por deber, esto es, actuar por pensar que debemos hacer algo, no es un impulso suficientemente fuerte como para lograr los cambios que necesitamos, lo que probablemente explique en buena medida por qué el activismo urbano pueda llegar a ser tan drenante de nuestra energía. Mientras gran parte del conocimiento ambiental es psicológicamente abrumador, por el contrario, la experiencia de conectar con la naturaleza que puede brindar la vida en una ecoaldea, nos da la esperanza y el coraje necesario para actuar por la Tierra. Nuestras acciones emanan de lo que creemos que somos, de nuestra autopercepción y nuestras creencias acerca de nuestro yo. Desde hace siglos, la visión que ha dominado la conciencia occidental es mecanicista, reduccionista, cartesiana y newtoniana, lo que nos lleva a entendernos separados de todo lo que nos rodea. Sin embargo, la idea más importante de la ecología (y de la espiritualidad), es que todo se entiende mejor en relación. Somos más que nosotros mismos. Existe un yo más grande que nosotros, el cual la ecología profunda denomina yo ecológico, y que podemos pensar como Gaia. Visto así, ya no estaríamos defendiendo a la naturaleza: seríamos la naturaleza defendiéndose.
Y es indudablemente cierto: somos naturaleza, la naturaleza está en nosotros en cada momento. En cada latido, en cada respiración, en nuestra sangre, en nuestras células, en el agua del que estamos hechos… Aprender a ser conscientes de nuestra inserción en la naturaleza, de que no podríamos existir al margen de los complejos procesos naturales, ¡de que estamos vivos, de que somos la vida…! Esa sí es una experiencia transformadora y sanadora. Uno de los primeros libros que cayó en mis manos y me acompañó en mis primeros meses en la Findhorn Ecovillage, fue Earth Spirit Dreaming: Shamanic Ecoteraphy Practices, de la filósofa ambiental y música Elizabeth Meacham. Este libro, que desarrolla muchas de las ideas que aquí estoy explicando, junto a muchos ejercicios específicos de lo que la autora denomina como ecomindfulness, describe la sensación de conectar con la red de la vida como una sensación “tranquila y silenciosa, como un silbido muy suave en una habitación llena de gente gritando”. Claro está, despertar esta sensibilidad es mucho más fácil en lugares que asociamos con lugares naturales, en el sentido de que no han sido degradados y sobreexplotados por el ser humano, como por ejemplo pueden ser las ecoaldeas.
Y es que una cosa es entender mentalmente que estamos integrados en el ecosistema y otra muy distinta experimentar esa integración. Una vez que desarrollamos una conciencia y una conexión estética con los patrones y diseños de la naturaleza, la sensación que a uno le sobreviene cuando habita la mayoría de los espacios urbanos, es de tristeza, de duelo, de estar en un espacio muerto. Uno se da cuenta de que hablamos de vida slow mientras llevamos ritmos frenéticos. De que vivimos con los estómagos apretados. De que muchas veces ni siquiera nos acordarnos de respirar. Por eso, la revolución ecosocial empieza en la respiración. Y eso es algo que se puede empezar a hacer ya mismo, siendo conscientes. En Findhorn, yo aprendí a respirar, a cuidar mis tiempos sin dejar de actuar por un mundo justo y sostenible, a conectar con lo intuitivo y a redescubrir lo que realmente me hace feliz (en mi caso, la música y la fabricación de flautas e instrumentos). Algo que ha sido imprescindible para aliviar mi ecoansiedad y dedicar una parte de mi tiempo a vivir como si no fuéramos a colapsar, lo cual redunda en que mi activismo por un futuro mejor sea más honesto, más creíble y más luminoso, para aquellos con quienes lo comparto, pero sobre todo conmigo mismo.
De ahí que mi invitación a explorar el mundo de las ecoaldeas no nazca (solo) de un convencimiento intelectual o de un análisis racional de los pros y contras de esta estrategia de lucha en comparación con otras. Nace de mi experiencia y de mi sensación de que un cambio de vida de esta índole puede proveer una vida más feliz, más plena y más sostenible, sin que ello implique una vida menos comprometida con un mundo más justo, sino de hecho todo lo contrario. Obviamente, no hay que irse a ninguna comunidad perdida en el norte de Escocia para aprender a reconectar con la naturaleza. Pero sí podemos dar el primer paso conociendo las ecoaldeas más cercanas a donde vivimos y las ecoldeas que participan de la Red Ibérica de Ecoaldeas (RIE). O si no tenemos ninguna ecoaldea cerca, no se me ocurre proyecto de vida y de activismo más apasionante que lanzarse a la aventura de iniciar una. Asimismo, si levantamos la mirada más allá del modelo de las ecoaldeas, encontraremos toda una constelación de modelos que necesitamos explorar y con los que indudablemente las ecoaldeas deberán caminar de la mano, entre los que podemos destacar las comunidades en transición, las cooperativas de desarrollo local y cooperativas integrales, o la interesante propuesta de las “ecoaldeas dispersas” que plantean desde Véspera de Nada para ampliar el perímetro de contacto de los proyectos y aumentar su influencia y su capacidad de permear en el entorno social.
No obstante, si las razones esgrimidas no parecieran suficientes para justificar un cambio de modelo de vida como el descrito, por desgracia, basta con mirar a la actualidad para terminar de convencernos: los megaincendios forestales causados por la tormenta perfecta creada por el cambio climático, el estrés hídrico o la acumulación de biomasa en los montes, entre otros factores, podría paliarse apostando una cultura regenerativa como forma de revitalizar un mundo rural hoy por hoy abandonado. Algo que, además, podría ser una oportunidad para generar una gran cantidad de iniciativas de autoempleo ligadas al territorio y a la construcción de resiliencia comunitaria, explorando otras formas de trabajo, de cooperación y de intercambio económico para escapar de la esclavitud del dinero y de la apropiación del trabajo por parte del capital. Pues, como expresan Rubén Martínez y Carme Arcarazo, tan explotados están los cuerpos de la clase trabajadora como el resto de la naturaleza. En definitiva, un éxodo ordenado de las ciudades al campo (y en especial a las áreas periurbanas) debe ser un medio y un fin fundamental del actual activismo ecosocial, en un contexto de disputa por un Nuevo Acuerdo Territorial en el que es fundamental apoyar la emergente alianza que se viene conformando en los últimos años por la defensa del mundo rural.
¿Significa esto que haya que renunciar a la disputa de las ciudades? Por supuesto que no. Apropiarnos del espacio urbano, avanzar en los procesos de renaturalización (corredores ecológicos, espacios verdes, huertos urbanos…), reinsertar las ciudades en regiones ecosistémicas más amplias o biorregiones, relocalizar la producción, y en general, transformar los dispositivos y centros de poder establecidos en las urbes es imprescindible para un cambio sistémico. Pero hasta ahora, el activismo ecosocial joven que irrumpió en 2019 ha sido eminentemente urbano, y tal vez haya llegado el momento de complementar un decrecimiento que cuestiona con gran acierto todo lo que falla en el sistema, con una cultura regenerativa que propone fórmulas de acción que nos interpelan a reinventar las relaciones socioambientales en primera persona.
El futuro está por escribir. Ahora bien… ¿sabemos realmente qué historia queremos contar?
Desentumecer nuestra imaginación utópica
Presta atención a los siguientes titulares:
«La implementación de medidas de ecoecifiencia basadas únicamente en cambios organizativos y de hábitos en los equipos de trabajo, escuelas y edificios, logra en un año ahorros energéticos de un 20% y permite generar inversiones a coste cero para cumplir con los objetivos en materia de reducción de emisiones de carbono fijados por el Acuerdo de París».
«La reconversión agroecológica y permacultural del sistema alimentario permite lograr récords históricos de la producción nacional».
«La entrada en vigor del salario máximo y el impuesto de emergencia del 20% sobre el patrimonio de las grandes fortunas hace posible sufragar los gastos de la ley de transición ecológica justa».
«El nuevo régimen laboral, de la mano de un nuevo paradigma de ocio, supondrá una reducción del tiempo de trabajo que permitirá a todas las personas tomarse un año sabático cada cuatro años para realizar un ‘viaje Beagle’ (denominado así en homenaje al famoso buque de expediciones en el que viajó Charles Darwin). De esta forma, desaparecerá el turismo de masas tal y como lo conocemos, pero todas las personas tendrán el derecho inalienable a dedicar al menos una vez en su vida uno de esos años sabáticos a realizar un viaje en un medio de transporte lento (como un velero o un tren) para hacer algo que transforme su vida y contribuya al desarrollo de su comunidad».
«La Red de Ecoaldeas de Ucrania y la ONG Permacultura en Ucrania, en colaboración con la Red de Ecoaldeas de Europa, movilizan sus redes y crean la Ruta Verde de las Ecoaldeas, un mapa de ecocomunidades preparadas para acoger a personas refugiadas a corto o largo plazo».
¿Sabrías distinguir si estos titulares son realidad o ficción? De ser ficción, ¿no te parece que, sin embargo, podrían llegar a ser reales? Y, de ser reales, ¿no crees que entonces el campo de lo posible sería en realidad mucho mayor de lo que generalmente estamos habituados a pensar?
Los anteriores titulares, excepto uno, han sido extraídos (con alguna ligera modificación) de una de esas magistrales charlas con las que Emilio Santiago Muiño nos invita a desentumecer nuestra imaginación utópica. Un ejercicio más que necesario hoy que la ausencia total de utopías conforma nuestro hábitat natural y que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, especialmente para los activistas jóvenes. Pues en nuestra capacidad para sortear las dificultades narrativas que surjan en ese esfuerzo de proyección utópica, se encuentra el quid de la cuestión: los límites de nuestra imaginación marcan los límites de lo posible.
Pero empecemos aclarando algo: no es lo mismo ser un utópico que ser un iluso. Como bien plantea Santiago Álvarez Cantalapiedra en el dossier “Utopías en tiempos de pandemias”, los utópicos se diferencian de los ilusos en que los primeros defienden ideales que son históricos, es decir, realizables, tal vez no en el momento presente y dentro del orden social dominante, pero no imposibles en otro momento histórico y bajo otras circunstancias. El utópico entiende la realidad como un campo de posibilidades, y como señala Juan José Tamayo, cuando formula una utopía, “no está proponiendo un imposible, sino que busca cambiar las coordenadas que la hacen imposible para que sea posible”.
Siguiendo con el citado dossier, Álvarez Cantalapiedra identifica tres principales funciones de la utopía: en primer lugar, tiene un papel crítico con el mundo que nos rodea; en segundo lugar, ayuda a imaginar alternativas; y en tercer lugar, motiva el paso a la acción brindando un horizonte para el cambio social, imprescindible para iniciar, guiar y sostener toda acción social y política. Asimismo, Erik Olin Wright, precursor de la investigación en torno a las utopías reales, describe tres criterios para evaluar a estas: deseabilidad, viabilidad y factibilidad, en una especie de jerarquía por la cual no todas las alternativas deseables son viables y no todas las alternativas viables son factibles.
Las ecoaldeas, entendidas como laboratorios de sostenibilidad y cambio social, vendrían a superar con éxito los tres filtros propuestos por Olin Wright, constituyéndose así como ingredientes clave para articular un nuevo relato utópico para el siglo XXI en torno a la posibilidad de transitar hacia una vida buena. Y es que hoy por hoy lo que nos falta no son (solo) más y mejores programas de propuestas ecosociales. Ya contamos con innumerables repertorios de medidas en prácticamente todos los ámbitos. Lo que nos falta son ideas fuerza, horizonte estratégico, visión de futuro esperanzadora basada en transformaciones reales y concretas. Recurriendo al ejemplo que plantean Héctor Tejero y Emilio Santiago, necesitamos un nuevo Programa Apolo ecosocial, esto es, un objetivo ilusionante, poderoso, que marque el camino y oriente la movilización, la investigación, la innovación, la inversión… como ocurrió cuando Kennedy prometió en su famoso discurso que el ser humano llegaría a la Luna antes de que terminara la década de los 60.
Partiendo de la idea de que los asentamientos humanos deben ser socialmente justos y ambientalmente sostenibles a todas las escalas, ese objetivo poderoso e ilusionante bien podría ser el de la Ecoaldea Global: un mundo organizado en ecocomunidades mediante formas diversas de coordinación multinivel. Esto que puede parecer una quimera, es en realidad el objetivo para el que nació la Global Ecovillage Network, para pensar global y actuar local, pero también para pensar local y actuar global, impulsando utopías reales y ensanchando los límites de lo posible.
Como no podía ser de otra forma, la cuestión del papel del Estado sobrevuela la discusión estratégica en torno a la materialización de esa Ecoaldea Global. La visión de GEN a este respecto también es clara: solo una estrategia dual nos permitirá lograr los cambios a la velocidad y del calado que necesitamos. Harán falta tanto ecoaldeas enfocadas en construir realidades más allá de los márgenes del sistema, como ecoaldeas que ejerzan presión sobre los marcos políticos, económicos y culturales mainstream. Pues las ecoaldeas necesitarán tener la capacidad de ser a la vez onda y partícula: unas veces operando en el plano de la autoorganización y otras en el plano institucional; unas veces en el plano micro y otras en el plano macro; unas veces en el plano de la práctica y otras en el del discurso.
Un ejemplo que puede servir de referencia a propósito del potencial de la acción estatal, podemos encontrarlo en la creación de la Agencia Nacional para las Ecoaldeas por parte del gobierno senegalés en colaboración con GEN-África, que marcó un hito en términos de impulso del movimiento de ecoaldeas en el país africano y que perfectamente podría replicarse por otros muchos gobiernos. O en la misma línea, podemos imaginar un Estado que propiciara un salto de escala del currículum educativo ofrecido por GEN (el curso “Ecovillage Design Education”, reconocido como contribución a la Década de las Naciones Unidas de la Educación para el Desarrollo Sostenible 2004-2014) incorporándolo en los diferentes niveles de enseñanza. Por no hablar de cuestiones para las que la acción estatal resultará imprescindible, como son la redistribución de la riqueza entre Norte y Sur Global, poner la ciencia al servicio del bien común o asegurar un marco laboral justo en la transición hacia una cultura regenerativa.
Pero ante todo, las ecoaldeas deben ser un soplo de aire fresco que nos posibilite contar(nos) una nueva historia. Y de nuevo, esto es algo de lo que puedo hablar en primera persona. Cuando miro atrás con perspectiva, puedo reconocer con claridad cómo durante mi crisis vital que he relatado, uno de los factores que más contribuyó a oscurecer mi ánimo y paralizarme fue la exposición constante a noticias pandémicas, vinculadas a la virulencia del colapso, a las crisis humanitarias migratorias o el asfixiante panorama laboral, además del consumo de series, lecturas y relatos distópicos. Todo esto alimentaba día tras día en mí una idea: se acerca el fin del mundo, no hay nada que hacer.
Al llegar a Findhorn, una de las primeras tareas que se me encomendó, fue la de gestionar el Ecovillage Map, la herramienta con la que GEN mapea las ecoaldeas en todo el globo. Mi papel consistía en revisar y moderar los perfiles de los proyectos que se registran en el mapa, lo cual me obligó a leer una tras otra multitud de historias de personas que mantenían vivos sus sueños e ilusiones y que seguían movilizándose para sanar sus vidas y el planeta. De repente, volví a entrar de lleno en contacto con un montón de proyectos que en todas partes del mundo estaban pasando a la acción y produciendo cambios positivos en sus comunidades. Y todo este cúmulo de historias positivas (como las que recogen Kosha Joubert y Leila Dregger en su libro Ecovillage: 1001 ways to heal the planet) me iba a devolver la inspiración y la motivación que necesitaba para salir del círculo vicioso en el que había entrado y continuar luchando con convencimiento.
El pesimismo del panorama frente a la esperanza de la militancia… Ambas realidades eran ciertas. Y sin embargo, estaban contando historias distintas. La segunda historia dejaba la puerta abierta a un “y ¿si..?” que me recordaba que “ser verdaderamente radical no es hacer la desesperación convincente, sino la esperanza posible”. Que el futuro no está predeterminado, sino que es el resultado de las disputas del presente, disputas que en buena medida se libran en el plano de los relatos. Que, en la línea de lo que plantea Ramón del Castillo en la charla «Ecología, utopismo y mapas para viajar al futuro«, aunque la emergencia de los tiempos que vivimos sea de tal calibre que no estemos para sueños, hoy más que nunca, la emergencia es otra: la de darnos tiempo para imaginar. Pues sin darnos ese tiempo, el futuro distópico que otros han imaginado por nosotros hará las veces de profecía autocumplida. Y entonces, incluso las ecoaldeas, sin las vacunas necesarias (lucha de clases, feminismo, decolonialidad…) terminarán reproduciendo las mismas dinámicas de poder que criticamos; entonces, incluso las ecoaldeas, sin una fuerte dosis de justicia social y solidaridad, terminarán alimentando la doctrina del “sálvese quien pueda” y convirtiéndose en “archipiélagos de prosperidad fortificados en medio de océanos de miseria”, en palabras de Álvarez Cantalapiedra.
Pero, si por el contrario, somos capaces de soñar despiertos, de proyectar y de co-crear desde nuestra cotidianeidad una cultura regenerativa, quizás podamos encontrar en lugares como las ecoaldeas el espacio donde sobreponernos a la ecoansiedad, donde fraguar nuevas identidades en torno a una conciencia profunda del cuidado ambiental y donde tejer los mimbres de esa nueva Ilustración radical que dé paso a un orden social emancipador.
Ya que he hablado acerca de la necesidad de soñar despiertos, concluiré compartiendo un sueño muy revelador que tuve a comienzos de este año y que no relataría si no fuera porque el escenario que en él se dibujaba es lo suficientemente sugerente como para que valga la pena narrarlo:
Me encuentro en la universidad. La asociación universitaria ecosocial en la que participaba cuando era estudiante, ha experimentado tal crecimiento y ha logrado tal alcance, que hoy funciona como un espacio de referencia para la coordinación entre estudiantes, profesorado y cargos institucionales de toda la universidad. Mientras camino por el pasillo de la Facultad, un compañero aparece para avisarme de que está a punto de tener lugar una convocatoria masiva en la que toda la comunidad universitaria, de la mano de los movimientos ecosociales, van a reunirse para articular una movilización que está llamada a cambiarlo todo. De repente no hay ninguna duda acerca de lo que me cuenta. De repente, es algo que puede sentirse. Como esos aires de revolución que uno imagina en el Mayo del 68, o el que respiramos en el 15-M.
El problema es que yo solamente estoy de paso. Hace años que dejé la universidad. Vivo en una ecoaldea, muy lejos de esta ciudad. Durante un rato, medito si tiene sentido que asista o no a dicho encuentro. Pero no tardo en entender la relevancia histórica del momento. En seguida tomo consciencia de cuál es mi papel en esta historia. La ilusión me desborda. Sé cuál es mi cometido. Ahora lo veo claro. Debo asistir para promover una alianza entre, por un lado, las universidades y los movimientos como Fridays For Future y Extinction Rebellion, que están a punto de volver a irrumpir en escena, y por otro lado, el movimiento de las ecoaldeas, con el objetivo de ayudar a idear una alternativa y a trazar una hoja de ruta utópico-real capaz de transformar la sociedad. Decidido, no hay nada más que pensar. Me pongo en marcha. ¡Rumbo a la asamblea!
El sueño terminaba antes de que la convocatoria tuviera lugar. Fue un sueño inusualmente vívido. De esos de los que te despiertas confundido, desconcertado, porque no logras distinguir si lo que vistes fue real o no. Recuerdo sentir al despertarme una sensación de claridad y de lucidez extraordinaria, como si me hubiera asomado al futuro a través de una ventana, como si algo en ese sueño me hubiera hablado sobre mi propósito.
Pasé muchos días reflexionando sobre él. Y entendí que aquel sueño apuntaba a algo por lo que mi corazón, y diría, el de todo activista y el de todo joven que haya padecido ecoansiedad, clama desesperadamente: el sueño de vivir una de esas experiencias radicalmente revolucionarias, un momento de esos que culminan la acumulación de fuerzas de décadas y que lo cambian todo para siempre, llenando las calles de alegría, de cantos, de lágrimas de emoción, de sonrisas que reflejan la utopía. Un momento para la historia, de esos que hacen posible lo imposible y dejan una huella imborrable en las generaciones. De esos de los que luego decimos llenas de orgullo: “Yo estuve allí”. “Yo estuve aquellos días en que creímos en un mundo mejor y luchamos por él”. Como un gol en prórroga, una proeza heroica cuando ya nadie creía que podría ocurrir, una gesta que nos hace renacer y nos trasciende. “Yo estuve allí aquellos días en que todos fuimos uno”.
Cuando hoy miro a la nueva oleada que se está gestando por parte de la juventud por el clima, que comienza a reaparecer planteando objetivos en apariencia descabellados como ocupar los campus en todo el mundo y crear una movilización aún mayor que la de 2019, me doy cuenta de que tal vez aún haya espacio para protagonizar grandes cambios y escribir nuevos capítulos en la historia. De que tal vez sea esa la historia descabellada que necesitamos contar para hacerla real. La historia de que volveremos a pensar en grande, de que volveremos a irrumpir, de que volveremos a creer que es posible organizar un proyecto al que podamos llamar sin complejos alternativa, y de que lucharemos por ella hasta el final. La historia de que estamos decididas a desatar el futuro, de que vamos a soñar despiertas.
Resurjamos. Resurjamos más fuertes, más certeras, más radicales.
Pero sobre todo: resurjamos más afinadas.
Pues, ¿qué es hoy la realización de la utopía, sino un ejercicio colectivo de afinación para adaptarnos a los ritmos de la Tierra?
Post-scriptum a propósito de los titulares utópicos
- Titular 1: El proyecto 50/50 de Rubí Brilla.
- Titular 2: La Granja de Bec Hellouin o el reverdecimiento forzoso de la Revolución Cubana.
- Titular 3: El tipo máximo a las altas rentas de Roosevelt o el impuesto de reconstrucción nacional de De Gaulle.
- Titular 4: No existe, pero puede ayudarnos a reinventar el actual modelo turístico.
- Titular 5: La Ruta Verde de las Ecoaldeas y el programa EmerGENcies.
Si lo que nos ha traido a esta situación es la Ilustración y las utopías precisamente no creo que insistir sea una buena idea…
«Quien pretende el gobierno del mundo
y transformar éste,
se encamina al fracaso.
El mundo es. un vaso espiritual que no se puede manipular.
Quien lo manipula lo empeora,
quien lo tiene lo pierde.»
(Tao Te King XXX)
[…] Publicado originalmente en 15/1515 – Revista para una nueva civilización […]
[…] el futuro» el martes 23 por la tarde, en el cual di una charla (basada en mi última publicación: Utopías reales en tiempos de ecoansiedad) y se realizaron diversas dinámicas. Estas dinámicas sirvieron para compartir experiencias en el […]
[…] Utopías reales en tiempos de ecoansiedad. Rubén Gutiérrez Cabrera […]