Según diversas informaciones, procedentes de fuentes respetables, la cantidad de personas pasando hambre en el mundo no ha dejado de aumentar desde 2019. También en esto, al igual que ocurre con varios de sus otros puntos, la Agenda 2030 ha descarrilado. Los objetivos del desarrollo sostenible se están materializando como las duras realidades de la insostenibilidad del desarrollo. Una vez más, la retórica oficial reclama paciencia, insiste en que todo llegará, reitera que es cuestión de tiempo, que esto de ahora es un desafortunado accidente, una penosa secuela más de la pandemia, de la invasión rusa de Ucrania y la consiguiente nueva guerra en Europa, mayor que las que se habían venido sucediendo desde 1990. Ahora bien, puesto que los desafortunados accidentes tienen toda la pinta de que van a ser la norma y no la excepción, tal vez la paciencia no sea lo más razonable. No pretendo que las páginas siguientes ofrezcan un análisis indiscutible, y mucho menos recetas eficaces y practicables. Sí opino, en cambio, que es pertinente tratar el asunto dejando de lado los tabúes sobre las relaciones entre población, medio ambiente y problemas sociales que, durante años, han invitado a obviar las angustiosas dificultades del asunto.
Este artículo toma como epígrafe un fragmento de la carta de Engels a Lange fechada el 29 de marzo de 1865. En dicha misiva, el compañero de batallas de Marx señalaba que tanto en América como en Europa había regiones de inagotable fertilidad que aún no se habían puesto en cultivo y que, además, la aplicación a gran escala de la ciencia a la agricultura estaba apenas en sus inicios. Y añadía que cuando todo esto se hubiera hecho, cuando todos los suelos adecuados hubieran sido puestos en cultivo, cuando las mejores tecnologías se hubiesen aplicado a la obtención de recursos naturales y a su uso eficiente, si pese a todo seguía habiendo hambre en el mundo, entonces sí, entonces habría llegado el momento de hacer sonar la campana de alarma (Marx & Engels, 1978: 97). Reiteraba así una convicción mantenida desde la juventud: en su artículo pionero sobre la crítica de la economía política, había afirmado taxativamente que las fuerzas de producción que la humanidad tiene a su disposición no tienen límites. Y había añadido que -gracias a la aplicación de capital, de trabajo y de ciencia- el rendimiento de la tierra puede progresar indefinidamente (Engels, 1970: 138).
Tomando como punto de partida la carta a Lange, un viaje en el tiempo de algo más de un siglo nos llevaría hasta las décadas finales del siglo XX. Todos los suelos fértiles del planeta habían sido ya puestos en producción y las tecnologías de la llamada revolución verde estaban aumentado casi increíblemente la productividad. Y, sin embargo, cientos de millones de seres humanos, seguramente más que nunca antes en cifras absolutas, estaban infraalimentados. El número de víctimas de desnutrición crónica ha oscilado desde entonces entre 800 y 1000 millones. Parece inevitable concluir que el balance de décadas de desarrollo a escala mundial, con sus correspondientes altibajos, no es para echar las campanas al vuelo sino, precisamente, para que no cesen de sonar todas las alarmas. El periodo crucial cuyo advenimiento había intentado conjurar Engels, invocando a la ciencia y al trabajo, había llegado. Para referirse a ese periodo la expresión “crisis ecológica” es bastante exacta, aunque no sé si lo suficientemente dramática.
Mirando de cara al futuro próximo surge la pregunta: ¿Es razonable esperar que la técnica permita producir de forma sostenible alimentos para diez mil millones de personas? La pregunta tiene una dimensión conflictiva con un claro fundamento material: puesto que la superficie de la Tierra no aumenta, el crecimiento de la población implica que la porción de suelo disponible para mantener a una persona disminuye con el tiempo. Si asumimos que la cantidad de tierra especialmente adecuada para la agricultura está en torno a los 1.500 millones de hectáreas, entonces, en 1961, había 0,49 hectáreas para cada habitante del planeta; 0,19 en 2020; y en 2050 habrá 0,15 hectáreas.[1]

Para el cálculo indicado en el párrafo precedente se ha asumido la población estimada para la variante media de las proyecciones de Naciones Unidas, la correspondiente a una rápida transición a la tasa de reemplazo en la fecundidad promedio en el mundo. Aunque existen algunas discrepancias a este respecto, debidas a diferencias metodológicas y a otras razones (Adam, 2021), las proyecciones de la ONU son las más aceptadas. La constante de mil quinientos millones de hectáreas de tierras agrícolas es asumida en muchos de los análisis existentes, debido a que viene a coincidir con las superficies arables con humedad suficiente y temperaturas adecuadas. Técnicamente, explican los expertos, podrían ponerse en cultivo superficies muy superiores, asumiendo los costes ecológicos de talar selvas y desecar marjales o la pérdida de productividad asociada a suelos más pobres, con mayores pendientes, válidos sólo para un tipo muy limitado de plantas, etc. Algún estudio eleva hasta cuatro mil millones de hectáreas la superficie potencialmente cultivable (Bruinsma, 2003: 127-131); pese a ello, incluso en ese estudio se acepta que la cifra más habitual, la de mil quinientos millones, es una estimación aceptable de los suelos especialmente adecuados para la agricultura y, por lo tanto, también lo es para las especulaciones sobre cuál puede ser el límite último de los intentos de llevar la productividad al máximo. En la práctica, una parte de los suelos más marginales se cultiva, y una parte de los más adecuados no está siempre en producción. Aun advirtiendo que, en caso de ir más al detalle, todo esto ha de tenerse en cuenta, para una cuantificación sencilla de la relación entre población y superficie cultivable las cifras indicadas en el texto son una aproximación razonable.
La pregunta entonces es relevante: ¿Hasta cuándo podrá reducirse la tierra cultivable por persona? ¿Cuál será la superficie que resulte técnicamente insuficiente? Si la respuesta hubiera de basarse exclusivamente en los datos del incremento de la productividad hasta hoy, incremento debido en buena medida a la tecnología, podría parecer que no hay muchos motivos para preocuparse. En 1961, la producción agraria ofrecía 2.196 kcal por persona y día; en 1989, 2.635; en 2013, 2.884. Gracias a la técnica ha sido posible, durante varias décadas, producir más comida por cada unidad de superficie, no sólo poniéndose a la altura del crecimiento demográfico, sino incluso superándolo.
El problema, anticipemos ya algo de las conclusiones, es que el hecho de que algo haya sucedido en los últimos setenta años no implica que vaya a pasar lo mismo en los setenta venideros. Conviene, pues, examinar brevemente el estado actual de las cosas.
El estado de la cuestión: un resumen sumario
La tecnología ha desplazado los límites. Desde que Liebig, el gran agente de la cornucopia en el siglo XIX, descubrió que el nitrógeno es un nutriente esencial para las plantas hasta que Haber y Bosch inventaron la forma de producir fertilizantes en fábricas (Weisman, 2013: 47-51). Y, así, hasta la selección de variedades de alto rendimiento en el CIMMYT (Breth, 1986). Ahora bien, al final, la cuestión no es si la tecnología puede desplazar los límites. Lo ha hecho, y lo ha hecho de una manera que puede calificarse de prodigiosa. La cuestión, ahora, es si podrá desplazarlos todavía más, y hasta qué punto está topando ya con fronteras infranqueables. Nunca se puede estar seguro, claro. Ni en la teoría ni en las aplicaciones. Bernal (2010: 11), el historiador de la ciencia, recuerda que “intrínsecamente […] no hay más justificación para el progreso científico continuado que para el progreso industrial continuado”. Siempre hay que contar con la discontinuidad y la sorpresa. Y lo mismo puede decirse de las expectativas frustradas. Eso no evita que, en muchas de las reacciones sociales, la fe sea más grande que la potencia real de la técnica: ¿Por qué no va a seguir pasando si ha pasado hasta ahora? ¿Acaso no contamos con más conocimientos y más medios y, por tanto, con más recursos para afrontar nuevos desafíos? En cualquier caso, se ha entrado en una fase en la que los éxitos precedentes pesan como una losa sobre los esfuerzos en pos de éxitos futuros. Precisamente porque las técnicas aplicadas se han mostrado muy poderosas se hace más difícil que la historia se repita. Es el núcleo racional del evolucionismo funcionalista: los costes crecientes de la complejidad. De hecho, no ha habido novedades extraordinarias desde hace sesenta años. La gran novedad de las últimas décadas, el cultivo y la cría de organismos transgénicos, puede aportar algo, si se asumen los riesgos ecológicos y sanitarios que revela la literatura científica más crítica (Séralini, 2012), para cultivar en tierras más secas o salinas, para introducir variedades algo más resistentes, etc., pero hasta ahora no ha cambiado sustancialmente el panorama y parece improbable que lo haga alguna vez. La archipromesa más reciente, la producción fabril de sustancias comestibles, incluso si acabara dando lugar a recetas factibles, sólo tendría sentido en un mundo de opulencia energética que no se divisa en el horizonte. En cambio, los costes del desarrollo aumentan. Según explica la FAO, “como consecuencia de la reciente y continua expansión, las tierras agrícolas y los recursos hídricos se están agotando” y, por lo tanto, “cualquier aumento en la producción agrícola tendrá que basarse principalmente en la conservación y el uso eficiente de los recursos naturales.” (FAO, 2017: 45).
La erosión de los suelos y la degradación de las tierras constituyen una importante amenaza a la seguridad alimentaria mundial, comprometiendo el bienestar de más de tres mil millones de personas. Se estima que las tasas de erosión en las tierras arables y en las de ganadería intensiva son entre 100 y 1.000 veces superiores a las naturales; y muy superiores, en todo caso, a las de formación del suelo (FAO & ITPS, 2015: 113). Como consecuencia, la tercera parte de los suelos del planeta están ya degradados, como se desprende de una amplia muestra de temas y líneas de investigación sobre el deterioro de los suelos (FAO & ITPS, 2015: 19; FAO, 2019) y más del 90% podrían estarlo en 2050. En muchos lugares, la sobreexplotación de las aguas superficiales está reduciendo el volumen de los lagos y está perturbando funciones ecológicas esenciales de los ríos. Se han excavado pozos durante milenios, pero el consumo a muy gran escala de aguas subterráneas, con extracciones superiores a la tasa de renovación en acuíferos renovables y vaciamiento irreversible y acelerado en acuíferos fósiles, es algo que viene produciéndose con extrema rapidez desde hace sólo algunas décadas. El estado de cosas se ha descrito así: “Vivimos en un mundo en el que más de la mitad de las personas viven en países con burbujas alimentarias basadas en la sobreexplotación de los acuíferos. Para cada uno de esos países, la cuestión no es si la burbuja estallará, sino cuando.” (Brown, 2012: 71). Una secuencia de estallidos de burbujas locales de ese tipo podría dar lugar a pérdidas sensibles en la producción de alimentos. El cambio climático incrementa la intensidad y la frecuencia de fenómenos meteorológicos extremos, agrava la degradación de suelos agrícolas y amenaza con hacer desaparecer algunos de ellos por la subida del nivel del mar. La alteración de las temperaturas desplaza las zonas agrícolas y los insectos vectores de diversas enfermedades. Al investigar las causas de la subida del precio de los alimentos que estuvo en el fondo de diversas protestas sociales en los últimos años de la primera década del siglo XXI, se llegó a la conclusión de que la degradación del medio ambiente podría hacer que la producción de alimentos hacia 2050 fuese muy inferior a lo estimado en las proyecciones habituales de los organismos de Naciones Unidas: “Si las pérdidas en la superficie cultivable y en las cosechas son compensadas sólo parcialmente, la producción de alimentos podría potencialmente llegar a situarse un 25% por debajo de la demanda en 2050” (Nellemann et al, 2009: 7).

La demanda ha crecido, y sigue haciéndolo, debido al aumento de la población, al mayor consumo de productos de origen animal por parte de los países y los sectores sociales que han accedido al desarrollo (Zhao et al, 2021) y, más recientemente, por los usos industriales, principalmente para la producción de biocombustibles, así como para los planes de reconversión de la sociedad industrial en una sociedad agro-basada, esto es, basada en recursos renovables y en la bioeconomía (Han & Shia, 2021). En las últimas décadas, para satisfacer la demanda creciente, se ha llevado al límite la superficie cosechada y se ha intensificado la explotación. Como resultado, se ha generado escasez de tierra y de agua, se ha acentuado la erosión y la degradación de los suelos, se han sobreexplotado las pesquerías, se ha reducido la biodiversidad agrícola, etc. De cara a las próximas décadas, hacer aún más grandes esos costes aparece como algo problemático. El largo debate entre presuntos optimistas y presuntos pesimistas, entre quienes eligen o se ven obligados a presentarse como cornucopianos y quienes más o menos a gusto asumen la condición de neomalthusianos, oscurece lo que para un observador externo resulta bastante obvio: ambas partes emiten esencialmente el mismo mensaje. Para la FAO, los problemas de pobreza extrema, hambre, inseguridad alimentaria y subnutrición persistirán, junto con el aumento del sobrepeso, la obesidad y las enfermedades crónicas asociadas a la dieta. De modo que, si se pretende que, mirando al futuro, se pueda producir una cantidad de alimentos suficiente, haciéndolo de forma inclusiva y sostenible, los sistemas actuales tendrán que ser revisados a fondo (FAO, 2017: 46-47). Para el Earth Policy Institute, la época de productividad creciente, abundancia relativa y seguridad alimentaria de la segunda mitad del siglo XX está quedando atrás y, en la actualidad, se está entrando en una época caracterizada por el estancamiento de la productividad, por una relación más ajustada entre producción y demanda y por la pérdida de seguridad que se deriva de que las reservas cubren plazos más cortos, de que las tierras no cosechadas son pocas y de que están apareciendo frenos a la exportación en países que optan por reforzar el consumo local. Un escenario cuyos efectos catastróficos sólo podrían ser mitigados mediante un impulso político excepcional (Brown, 2012: 114-123).
La persistencia del dilema malthusiano
Las resonancias malthusianas de todo eso son obvias. Malthus escribió: “Ciertamente, la capacidad de la tierra para producir subsistencia no es ilimitada, pero hablando estrictamente es indefinida; es decir, sus límites no están definidos, y la hora de decir que el trabajo y la inventiva humana ya no pueden añadirle nada más, probablemente, no llegará nunca. Sin embargo, el poder de obtener de la tierra, en un momento determinado, mediante una gestión adecuada, una cantidad adicional de comida, sólo está remotamente relacionado con el poder de mantenerse a la altura de un incremento irrestricto de la población.” (Malthus, 1989: vol II, 211). En más de un sentido, la coincidencia, en la era del desarrollo, de un gran crecimiento de la producción agrícola, de un gran crecimiento de la población mundial, y de la subalimentación persistente y masiva de una buena parte de la humanidad, indica la pertinencia de ese comentario. La hipótesis malthusiana no implica que la población sea superior a la producción de alimentos (de hecho, siguiendo el principio de los fisiócratas, asume que tal cosa es imposible). Sí que implica, en cambio, que una población no controlada presiona siempre sobre la base de recursos, dando lugar a una persistente zona de escasez. Es difícil encontrar algo que confirme más rotundamente ese punto de vista que las cifras de la subalimentación en los tiempos de máximo fulgor de la civilización industrial. Ahora que se entra en tiempos más difíciles, no estaría de más reconsiderar la receta malthusiana, pegándole vueltas una vez más: mitigar el hambre en el mundo implica combinar la introducción de frenos conscientes a la reproducción con la aplicación de medidas encaminadas a reducir la desigualdad socioeconómica. Por separado, no basta ni una cosa ni otra.
Los éxitos tecnológicos del pasado hacen más angostos los cuellos de botella del presente
Detengámonos un poco en este punto. Típicamente, los estudios sobre la relación entre población y alimentos presentan como imprescindible una combinación de recetas técnicas y medidas políticas. Las recetas técnicas van desde el recurso a ingeniería genética hasta la opción exclusiva por la agroecología, desde la digitalización de los procesos de conservación y tratamiento de los alimentos hasta el diseño minucioso de mercados de proximidad. Las propuestas políticas pasan por llamamientos genéricos a más igualdad o por la reclamación de leyes que protejan más eficazmente la biodiversidad. O por lo que sea. Hay múltiples variaciones de detalle, aunque es reseñable la coincidencia en las coordenadas básicas anteriormente resumidas. Implícitamente, se constata que ni la técnica ni la política bastan. Las propuestas de solución se reproducen unas tras otras; el hambre permanece.
Es característica la tensión entre los dos recursos habituales. En esencia, los técnicos dicen: sabemos cómo hacerlo, pero será imposible sin una fuerte voluntad política. Y los políticos responden: ¡a ver si ese arroz-milagro que tantas veces nos habéis prometido se hace realidad de una maldita vez! Esta tensión se ha mantenido desde los inicios del debate contemporáneo sobre el medio ambiente. La referencia a uno de los textos iniciales de ese debate, el artículo de Hardin (1968) sobre la tragedia de los regímenes de acceso abierto, resulta oportuna. El mencionado artículo planteó una tesis que su propio autor, tras muchas discusiones, acabó perfilando así: “no es posible que un recurso en común no gestionado funcione en un mundo saturado” (Straub, 1997). El artículo, al igual que muchos otros de los gritos de alarma de la época sobre la crisis medioambiental, mantenía que el deterioro del medio ambiente no podía detenerse mientras los servicios de la naturaleza se tratasen como bienes libres, que una regulación, esto es, una intervención política, era absolutamente necesaria, porque ni los científicos expertos ni el funcionamiento espontáneo del mercado tenían la capacidad de evitar el desastre. Una de las primeras réplicas al mencionado artículo vino de un profesor de ciencia política, Crowe (1969), quien consideró dudoso que los problemas ecológicos puedan tener una solución política, manteniendo que, ante problemas como la superpoblación, la degradación del medio ambiente o la amenaza de guerra nuclear, los científicos naturales hacían como Hardin, afirmaban que esos problemas no tenían solución técnica y que debían ser dejados a la política; mientras que, por su parte, los ocupantes de los centros de decisión afirmaban que no tenían solución política y que lo único que podía hacerse era esperar a que alguien descubriera una solución técnica. Se inició así una ceremonia de “pasarse la pelota unos a otros” que tiene más sustancia de lo que pudiera parecer a primera vista. Ha seguido pasando hasta hoy: así, por ejemplo, ante la amenaza de que el cambio climático en curso se torne catastrófico, el IPCC reclama a los gobiernos que hagan algo y los gobiernos les dicen a los científicos que a ver si alguien inventa por fin el coche eléctrico de verdad eficiente y barato y las centrales nucleares realmente seguras. La ecofeminista Françoise d’Eaubonne (2018: 150) percibió con gran agudeza el núcleo del asunto, al afirmar que uno de los rasgos definitorios de la crisis ecológica (y de la emancipación de las mujeres, añadía) era que obligaba a abandonar la inveterada costumbre de hacer frente a cualquier problema rezando a Santa Industria o a Santa Revolución, es decir, invocando soluciones técnicas o políticas. La cuestión de si es o no posible alimentar adecuadamente a toda la población mundial entra totalmente en esa apreciación.
Notas
[1] Este artículo utiliza extensamente la investigación sobre el tema sintetizada en las páginas 609-620 de un libro que he publicado recientemente: Ecología e igualdad: Hacia una relectura de la teoría sociológica en un planeta que se ha quedado pequeño, València, Tirant lo Blanch, 2021.
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Sr García
Mientras el capitalismo sea el modo de producción planetario no se resolverá el problema del hambre. El desarrollo del capitalismo no esta orientado a la solución de los problemas de la gente sino a la satisfacción de las necesidades del capital y su fetiche el «valor». Ahí está el problema en que no hemos comprendido que es eso solamente desarrollo pero desarrollo capitalista.
Un saludo
Imprescindible artículo, muchas gracias por un trabajo tan completo y claro al mismo tiempo.