Según diversas informaciones, procedentes de fuentes respetables, la cantidad de personas pasando hambre en el mundo no ha dejado de aumentar desde 2019. También en esto, al igual que ocurre con varios de sus otros puntos, la Agenda 2030 ha descarrilado. Los objetivos del desarrollo sostenible se están materializando como las duras realidades de la insostenibilidad del desarrollo. Una vez más, la retórica oficial reclama paciencia, insiste en que todo llegará, reitera que es cuestión de tiempo, que esto de ahora es un desafortunado accidente, una penosa secuela más de la pandemia, de la invasión rusa de Ucrania y la consiguiente nueva guerra en Europa, mayor que las que se habían venido sucediendo desde 1990. Ahora bien, puesto que los desafortunados accidentes tienen toda la pinta de que van a ser la norma y no la excepción, tal vez la paciencia no sea lo más razonable. No pretendo que las páginas siguientes ofrezcan un análisis indiscutible, y mucho menos recetas eficaces y practicables. Sí opino, en cambio, que es pertinente tratar el asunto dejando de lado los tabúes sobre las relaciones entre población, medio ambiente y problemas sociales que, durante años, han invitado a obviar las angustiosas dificultades del asunto.
Este artículo toma como epígrafe un fragmento de la carta de Engels a Lange fechada el 29 de marzo de 1865. En dicha misiva, el compañero de batallas de Marx señalaba que tanto en América como en Europa había regiones de inagotable fertilidad que aún no se habían puesto en cultivo y que, además, la aplicación a gran escala de la ciencia a la agricultura estaba apenas en sus inicios. Y añadía que cuando todo esto se hubiera hecho, cuando todos los suelos adecuados hubieran sido puestos en cultivo, cuando las mejores tecnologías se hubiesen aplicado a la obtención de recursos naturales y a su uso eficiente, si pese a todo seguía habiendo hambre en el mundo, entonces sí, entonces habría llegado el momento de hacer sonar la campana de alarma (Marx & Engels, 1978: 97). Reiteraba así una convicción mantenida desde la juventud: en su artículo pionero sobre la crítica de la economía política, había afirmado taxativamente que las fuerzas de producción que la humanidad tiene a su disposición no tienen límites. Y había añadido que -gracias a la aplicación de capital, de trabajo y de ciencia- el rendimiento de la tierra puede progresar indefinidamente (Engels, 1970: 138).
Tomando como punto de partida la carta a Lange, un viaje en el tiempo de algo más de un siglo nos llevaría hasta las décadas finales del siglo XX. Todos los suelos fértiles del planeta habían sido ya puestos en producción y las tecnologías de la llamada revolución verde estaban aumentado casi increíblemente la productividad. Y, sin embargo, cientos de millones de seres humanos, seguramente más que nunca antes en cifras absolutas, estaban infraalimentados. El número de víctimas de desnutrición crónica ha oscilado desde entonces entre 800 y 1000 millones. Parece inevitable concluir que el balance de décadas de desarrollo a escala mundial, con sus correspondientes altibajos, no es para echar las campanas al vuelo sino, precisamente, para que no cesen de sonar todas las alarmas. El periodo crucial cuyo advenimiento había intentado conjurar Engels, invocando a la ciencia y al trabajo, había llegado. Para referirse a ese periodo la expresión “crisis ecológica” es bastante exacta, aunque no sé si lo suficientemente dramática.
Mirando de cara al futuro próximo surge la pregunta: ¿Es razonable esperar que la técnica permita producir de forma sostenible alimentos para diez mil millones de personas? La pregunta tiene una dimensión conflictiva con un claro fundamento material: puesto que la superficie de la Tierra no aumenta, el crecimiento de la población implica que la porción de suelo disponible para mantener a una persona disminuye con el tiempo. Si asumimos que la cantidad de tierra especialmente adecuada para la agricultura está en torno a los 1.500 millones de hectáreas, entonces, en 1961, había 0,49 hectáreas para cada habitante del planeta; 0,19 en 2020; y en 2050 habrá 0,15 hectáreas.[1]
Para el cálculo indicado en el párrafo precedente se ha asumido la población estimada para la variante media de las proyecciones de Naciones Unidas, la correspondiente a una rápida transición a la tasa de reemplazo en la fecundidad promedio en el mundo. Aunque existen algunas discrepancias a este respecto, debidas a diferencias metodológicas y a otras razones (Adam, 2021), las proyecciones de la ONU son las más aceptadas. La constante de mil quinientos millones de hectáreas de tierras agrícolas es asumida en muchos de los análisis existentes, debido a que viene a coincidir con las superficies arables con humedad suficiente y temperaturas adecuadas. Técnicamente, explican los expertos, podrían ponerse en cultivo superficies muy superiores, asumiendo los costes ecológicos de talar selvas y desecar marjales o la pérdida de productividad asociada a suelos más pobres, con mayores pendientes, válidos sólo para un tipo muy limitado de plantas, etc. Algún estudio eleva hasta cuatro mil millones de hectáreas la superficie potencialmente cultivable (Bruinsma, 2003: 127-131); pese a ello, incluso en ese estudio se acepta que la cifra más habitual, la de mil quinientos millones, es una estimación aceptable de los suelos especialmente adecuados para la agricultura y, por lo tanto, también lo es para las especulaciones sobre cuál puede ser el límite último de los intentos de llevar la productividad al máximo. En la práctica, una parte de los suelos más marginales se cultiva, y una parte de los más adecuados no está siempre en producción. Aun advirtiendo que, en caso de ir más al detalle, todo esto ha de tenerse en cuenta, para una cuantificación sencilla de la relación entre población y superficie cultivable las cifras indicadas en el texto son una aproximación razonable.
La pregunta entonces es relevante: ¿Hasta cuándo podrá reducirse la tierra cultivable por persona? ¿Cuál será la superficie que resulte técnicamente insuficiente? Si la respuesta hubiera de basarse exclusivamente en los datos del incremento de la productividad hasta hoy, incremento debido en buena medida a la tecnología, podría parecer que no hay muchos motivos para preocuparse. En 1961, la producción agraria ofrecía 2.196 kcal por persona y día; en 1989, 2.635; en 2013, 2.884. Gracias a la técnica ha sido posible, durante varias décadas, producir más comida por cada unidad de superficie, no sólo poniéndose a la altura del crecimiento demográfico, sino incluso superándolo.
Los datos correspondientes a la era del desarrollo, la iniciada tras la II Guerra Mundial, son consistentes con las convicciones del progresismo moderno. Las convicciones que mucho antes ya había expresado Condorcet, en el extraordinario capítulo décimo del Esquisse (1970), en el que expuso su visión del futuro y formuló con suma claridad muchas de las ideas que en la segunda mitad del siglo XX han caracterizado a la sociología de la modernización y a la teoría política del desarrollo. En unas pocas páginas de ese texto, Condorcet discutió la posibilidad de que la finitud del planeta llegara un día a frenar la expansión y el avance de la humanidad, de que se alcanzara un punto en el cual, “sobrepasando el número de hombres al de los medios a su alcance, de ello resultara necesariamente, si no una disminución continua de bienestar y de población, una marcha verdaderamente retrógrada, sí al menos una especie de oscilación entre el bien y el mal” (1970: 207). Y conjuró ese desagradable fantasma con tres argumentos. En primer lugar, que ésa era en todo caso una posibilidad bien lejana, pues la Tierra estaba muy poco poblada y en su mayor parte estaba aún disponible para el despliegue de la civilización. En segundo lugar, que en ese remoto futuro el conocimiento habría avanzado de forma inimaginable, pero muy grande en todo caso, de tal manera que el incremento de la productividad permitiría mantener a una población creciente, obteniendo cada vez más medios de subsistencia y más satisfacción con menos terreno, menos recursos y menos esfuerzo. Y en última instancia que, aunque tal momento llegara, la razón habría avanzado tanto como las ciencias y las artes, de modo que la sociedad estaría preparada para rechazar la idea pueril de cargar la Tierra de seres inútiles y desdichados. Llegó de esta manera a una conclusión optimista: “Así pues, podría haber un límite a la masa posible de las subsistencias, y por tanto a la población más grande posible, sin que de ello resultara esa destrucción prematura, tan contraria a la naturaleza y a la prosperidad social de una parte de los seres que han recibido la vida” (Condorcet, 1970: 207). Los argumentos de Condorcet, el del planeta vacío, el del uso eficiente de los recursos y el de la suficiencia postmaterialista se mantienen hoy como base de la ilusión de que el desarrollo podría ser duradero. Formulando el segundo de sus argumentos, el de la ecoeficiencia, escribió: “Entonces, un espacio de terreno cada vez más apretado podrá producir una masa de víveres de una utilidad mayor o de un valor más alto” (1970: 206). De modo que, a la vista de los datos sobre la cantidad de calorías per capita, podría exclamarse: ¡Extraordinaria confirmación de la hipótesis de Condorcet: cada vez más medios de subsistencia y más satisfacción con menos terreno y menos esfuerzo!
El problema, anticipemos ya algo de las conclusiones, es que el hecho de que algo haya sucedido en los últimos setenta años no implica que vaya a pasar lo mismo en los setenta venideros. Conviene, pues, examinar brevemente el estado actual de las cosas.
El estado de la cuestión: un resumen sumario
La responsabilidad del éxito obtenido en el pasado inmediato se atribuye habitualmente a las recetas de la modernización agraria: fertilizantes de síntesis, pesticidas y plaguicidas químicos, irrigación, selección varietal (Jain, 2010). En algunas zonas del planeta, los cambios en las reglas de acceso a la tierra y de control de la producción y el comercio han tenido sin duda una influencia, pero los informes sobre el tema no acostumbran a arriesgar generalizaciones a este respecto. La productividad ha seguido aumentando, aunque a un ritmo menor en los últimos treinta años que en los treinta anteriores. Al principio de la era del desarrollo, el impacto de las recetas de la “revolución verde” fue muy fuerte. Desde más o menos 1990, para mantener ese impacto, si bien con más o menos sólo la mitad de fuerza, ha sido necesario intensificar la explotación y no dar descanso a la tierra. Más nitrógeno, fósforo y potasio (un 30% más de nitrógeno añadido a los suelos en 2017 que en 1997; un 31% más de fósforo y un 60% más de potasio). Más consumo de agua dulce para más regadíos (58,5 millones de hectáreas más en 2017 que en 1997 equipadas para ello). Hacer que la superficie cultivada cada año se aproxime a la superficie cultivable: el área cosechada en el mundo ha pasado de 1.189 millones de hectáreas en 1997 a 1.262 en 2007; y a 1.424 en 2017 (la fuente de los datos es FAOSTAT, 2020).
La tecnología ha desplazado los límites. Desde que Liebig, el gran agente de la cornucopia en el siglo XIX, descubrió que el nitrógeno es un nutriente esencial para las plantas hasta que Haber y Bosch inventaron la forma de producir fertilizantes en fábricas (Weisman, 2013: 47-51). Y, así, hasta la selección de variedades de alto rendimiento en el CIMMYT (Breth, 1986). Ahora bien, al final, la cuestión no es si la tecnología puede desplazar los límites. Lo ha hecho, y lo ha hecho de una manera que puede calificarse de prodigiosa. La cuestión, ahora, es si podrá desplazarlos todavía más, y hasta qué punto está topando ya con fronteras infranqueables. Nunca se puede estar seguro, claro. Ni en la teoría ni en las aplicaciones. Bernal (2010: 11), el historiador de la ciencia, recuerda que “intrínsecamente […] no hay más justificación para el progreso científico continuado que para el progreso industrial continuado”. Siempre hay que contar con la discontinuidad y la sorpresa. Y lo mismo puede decirse de las expectativas frustradas. Eso no evita que, en muchas de las reacciones sociales, la fe sea más grande que la potencia real de la técnica: ¿Por qué no va a seguir pasando si ha pasado hasta ahora? ¿Acaso no contamos con más conocimientos y más medios y, por tanto, con más recursos para afrontar nuevos desafíos? En cualquier caso, se ha entrado en una fase en la que los éxitos precedentes pesan como una losa sobre los esfuerzos en pos de éxitos futuros. Precisamente porque las técnicas aplicadas se han mostrado muy poderosas se hace más difícil que la historia se repita. Es el núcleo racional del evolucionismo funcionalista: los costes crecientes de la complejidad. De hecho, no ha habido novedades extraordinarias desde hace sesenta años. La gran novedad de las últimas décadas, el cultivo y la cría de organismos transgénicos, puede aportar algo, si se asumen los riesgos ecológicos y sanitarios que revela la literatura científica más crítica (Séralini, 2012), para cultivar en tierras más secas o salinas, para introducir variedades algo más resistentes, etc., pero hasta ahora no ha cambiado sustancialmente el panorama y parece improbable que lo haga alguna vez. La archipromesa más reciente, la producción fabril de sustancias comestibles, incluso si acabara dando lugar a recetas factibles, sólo tendría sentido en un mundo de opulencia energética que no se divisa en el horizonte. En cambio, los costes del desarrollo aumentan. Según explica la FAO, “como consecuencia de la reciente y continua expansión, las tierras agrícolas y los recursos hídricos se están agotando” y, por lo tanto, “cualquier aumento en la producción agrícola tendrá que basarse principalmente en la conservación y el uso eficiente de los recursos naturales.” (FAO, 2017: 45).
La erosión de los suelos y la degradación de las tierras constituyen una importante amenaza a la seguridad alimentaria mundial, comprometiendo el bienestar de más de tres mil millones de personas. Se estima que las tasas de erosión en las tierras arables y en las de ganadería intensiva son entre 100 y 1.000 veces superiores a las naturales; y muy superiores, en todo caso, a las de formación del suelo (FAO & ITPS, 2015: 113). Como consecuencia, la tercera parte de los suelos del planeta están ya degradados, como se desprende de una amplia muestra de temas y líneas de investigación sobre el deterioro de los suelos (FAO & ITPS, 2015: 19; FAO, 2019) y más del 90% podrían estarlo en 2050. En muchos lugares, la sobreexplotación de las aguas superficiales está reduciendo el volumen de los lagos y está perturbando funciones ecológicas esenciales de los ríos. Se han excavado pozos durante milenios, pero el consumo a muy gran escala de aguas subterráneas, con extracciones superiores a la tasa de renovación en acuíferos renovables y vaciamiento irreversible y acelerado en acuíferos fósiles, es algo que viene produciéndose con extrema rapidez desde hace sólo algunas décadas. El estado de cosas se ha descrito así: “Vivimos en un mundo en el que más de la mitad de las personas viven en países con burbujas alimentarias basadas en la sobreexplotación de los acuíferos. Para cada uno de esos países, la cuestión no es si la burbuja estallará, sino cuando.” (Brown, 2012: 71). Una secuencia de estallidos de burbujas locales de ese tipo podría dar lugar a pérdidas sensibles en la producción de alimentos. El cambio climático incrementa la intensidad y la frecuencia de fenómenos meteorológicos extremos, agrava la degradación de suelos agrícolas y amenaza con hacer desaparecer algunos de ellos por la subida del nivel del mar. La alteración de las temperaturas desplaza las zonas agrícolas y los insectos vectores de diversas enfermedades. Al investigar las causas de la subida del precio de los alimentos que estuvo en el fondo de diversas protestas sociales en los últimos años de la primera década del siglo XXI, se llegó a la conclusión de que la degradación del medio ambiente podría hacer que la producción de alimentos hacia 2050 fuese muy inferior a lo estimado en las proyecciones habituales de los organismos de Naciones Unidas: “Si las pérdidas en la superficie cultivable y en las cosechas son compensadas sólo parcialmente, la producción de alimentos podría potencialmente llegar a situarse un 25% por debajo de la demanda en 2050” (Nellemann et al, 2009: 7).
La demanda ha crecido, y sigue haciéndolo, debido al aumento de la población, al mayor consumo de productos de origen animal por parte de los países y los sectores sociales que han accedido al desarrollo (Zhao et al, 2021) y, más recientemente, por los usos industriales, principalmente para la producción de biocombustibles, así como para los planes de reconversión de la sociedad industrial en una sociedad agro-basada, esto es, basada en recursos renovables y en la bioeconomía (Han & Shia, 2021). En las últimas décadas, para satisfacer la demanda creciente, se ha llevado al límite la superficie cosechada y se ha intensificado la explotación. Como resultado, se ha generado escasez de tierra y de agua, se ha acentuado la erosión y la degradación de los suelos, se han sobreexplotado las pesquerías, se ha reducido la biodiversidad agrícola, etc. De cara a las próximas décadas, hacer aún más grandes esos costes aparece como algo problemático. El largo debate entre presuntos optimistas y presuntos pesimistas, entre quienes eligen o se ven obligados a presentarse como cornucopianos y quienes más o menos a gusto asumen la condición de neomalthusianos, oscurece lo que para un observador externo resulta bastante obvio: ambas partes emiten esencialmente el mismo mensaje. Para la FAO, los problemas de pobreza extrema, hambre, inseguridad alimentaria y subnutrición persistirán, junto con el aumento del sobrepeso, la obesidad y las enfermedades crónicas asociadas a la dieta. De modo que, si se pretende que, mirando al futuro, se pueda producir una cantidad de alimentos suficiente, haciéndolo de forma inclusiva y sostenible, los sistemas actuales tendrán que ser revisados a fondo (FAO, 2017: 46-47). Para el Earth Policy Institute, la época de productividad creciente, abundancia relativa y seguridad alimentaria de la segunda mitad del siglo XX está quedando atrás y, en la actualidad, se está entrando en una época caracterizada por el estancamiento de la productividad, por una relación más ajustada entre producción y demanda y por la pérdida de seguridad que se deriva de que las reservas cubren plazos más cortos, de que las tierras no cosechadas son pocas y de que están apareciendo frenos a la exportación en países que optan por reforzar el consumo local. Un escenario cuyos efectos catastróficos sólo podrían ser mitigados mediante un impulso político excepcional (Brown, 2012: 114-123).
Resumiendo las coordenadas esenciales. A la pregunta de si será posible alimentar adecuadamente a diez mil millones de seres humanos, la respuesta afirmativa formulada por los expertos pone una serie de condiciones. Las mejores tecnologías deberían llegar a todos los agricultores, difundiéndolas solidariamente para que los más pobres tengan acceso a ellas y eliminando los bloqueos políticos y las restricciones ligadas a los intereses económicos de grandes compañías. Las reglas óptimas de acceso a la tierra y control de la misma tendrían que aplicarse de forma muy generalizada, a través de una especie de reforma agraria universal. Los medios técnicos para reducir sensiblemente las pérdidas antes y después de las cosechas tendrían que ser empleados a fondo, modificando además los comportamientos derrochadores e ineficientes de los consumidores. El deterioro de los suelos debería ser controlado, frenando la erosión y la desertización. Habría que evitar una simplificación excesiva de los ecosistemas agrarios, a fin de proteger su flexibilidad frente a plagas o alteraciones climáticas. Sería necesario un progreso sensible en el camino de la igualdad distributiva, a fin de reducir el número de quienes no tienen acceso a los alimentos porque no pueden pagarlos. Habría que reequilibrar la composición de la dieta, a fin de que fuese a la vez suficiente, saludable y ambientalmente sostenible. De acuerdo con un conocido estudio sobre el tema, esa dieta “tiene una apropiada ingesta calórica y consiste en una diversidad de alimentos de origen vegetal, bajas cantidades de alimentos de origen animal, grasas insaturadas más bien que saturadas, y pequeñas cantidades de granos refinados, alimentos muy procesados y azúcares añadidos” (Willett et al., 2019: 448). Ello implica una sustancial modificación de la forma de alimentarse de la clase media mundial, ajustando el consumo de proteína animal a lo que se pudiera producir sosteniblemente mediante la cría de rumiantes con la hierba de las praderas, de aves y cerdos con sobras de cosechas y de pescado y marisco de acuicultura (más el capturado dentro de la tasa de renovabilidad). E implica asimismo poner al alcance de las partes de la humanidad con menores ingresos cantidades algo mayores de carne y pescado, así como de frutas y verduras. En definitiva: habría que conseguir que una dieta que fuese a la vez saludable y sostenible fuese también lo bastante barata para estar al alcance de todo el mundo y habría que conseguir, además, que tuviese diversas versiones adaptadas a la diversidad de las culturas y de las condiciones geográficas (Vaidyanathan, 2021). Sería necesario mitigar el cambio climático para que sus efectos sobre las áreas agrícolas no fuesen demasiado destructivos. Y, también, habría que encontrar la fórmula para mantener la productividad renunciando a la subvención energética extra que la agricultura moderna ha recibido de los combustibles fósiles. Tras enumerar una lista de objetivos parecida a ésta, se suele añadir, de manera más o menos explícita, que en caso de conseguirlos quedaría ya bien poco margen, y que soluciones para una población superior a los diez mil millones resultan simplemente impensables (Smil, 2003; Foley, 2011; FAO, WFP & IFAD, 2012; von Braun et al. 2021). Examinando este tipo de análisis, queda bastante claro el mensaje de los técnicos: no hay que esperar milagros, todo lo que sabemos hacer será insuficiente sin cambios culturales, sociales, económicos y políticos de gran alcance. El lenguaje ampuloso resulta apropiado para el caso. Así la Comisión-Lancet para definir una dieta a la vez saludable y sostenible reclama un cambio político-social con grandes mayúsculas: “Esta Comisión concluye que los sistemas alimentarios mundiales pueden proporcionar dietas win-win a todo el mundo en 2050 y más adelante. Ahora bien, conseguir ese objetivo exigirá la rápida adopción de abundantes cambios y niveles sin precedentes de compromiso y colaboración: nada menos que una Gran Transformación Alimentaria” (Willett et al, 2019: 448). Desde el otro lado de la mesa, las gentes dedicadas a la política y a las ciencias sociales replican que llevar adelante un programa así exigiría niveles muy altos de capacidad anticipatoria, liderazgo imaginativo y movilizador, cohesión interna, solidaridad internacional, libre difusión de las mejores recetas técnicas y construcción de consensos culturales muy mayoritarios. Todo eso en dosis bastante superiores a lo que hoy parece disponible, lo que lleva a reclamar a los expertos que se estrujen algo más las meninges. No es muy extraño que, ante la reiteración de ese pasarse la pelota durante al menos cinco décadas (Tamburino et al., 2020), haya quien concluya que es inevitable rebajar sensiblemente los objetivos, intentando que la población se reduzca pacíficamente lo antes posible, si se pretende evitar que el hambre y la violencia se encarguen de ello (Engelman, 2011). La reiterada frustración de las expectativas acentúa la erosión de las mismas. Así, por ejemplo, está ampliamente difundida la convicción de que los objetivos del desarrollo sostenible (ODS), esa especie de programa oficial del desarrollismo, pueden darse por fracasados apenas seis años después de su formulación. Una respetada revista científica recuerda, en su balance del año 2021, que la cantidad de personas subalimentadas aumenta rápidamente, que el cambio climático, la reducción de la biodiversidad y el hambre llevan un gran retraso respecto a los objetivos fijados para 2030, y que con la crisis de la Covid 19 los ODS, que ya arrastraban un gran retraso, prácticamente han descarrilado (Nature, 2021: 569). El informe que constituye la base científica para la reciente Cumbre de los Sistemas Alimentarios de la ONU, indica que el número de personas pasando hambre en el mundo ha aumentado un 15% en 2020 respecto a 2019 (Von Braun et al., 2021).
La persistencia del dilema malthusiano
La persistencia del hambre en el mundo es la ilustración más dramática y dolorosa de lo que viene sucediendo y de lo que sigue habiendo en juego. En el segundo decenio del siglo XXI, cuando la era del desarrollo se aproxima a su octava década, “casi el 11% de la población sigue acostándose con hambre, y las carencias de micronutrientes afectan a más de dos mil millones de personas” (FAO, 2017: 29). Si no se producen cambios sustanciales, es decir si, de acuerdo con el criterio de los discursos oficiales, todo va bien (esto es, si continúa el crecimiento económico sin verse frenado por crisis severas y si no hay reformas estructurales profundas ni innovaciones tecnológicas sustanciales), el número de personas subalimentadas seguiría superando ampliamente los seiscientos millones en 2030 y azotando a varios cientos de millones en 2050 (FAO, 2017: 27). Un siglo del desarrollo como objetivo universal se habría completado y la principal de las plagas sufridas por los pobres del mundo continuaría estando muy presente. Ante ese panorama, procede plantearse: Si eso es lo que ha ocurrido en los buenos tiempos, con mucho crecimiento económico, con suelos cultivables de reserva, con la aplicación de tecnologías extraordinariamente productivas, con niveles de degradación medioambiental todavía no agobiantes y con cifras de población relativamente más bajas, ¿qué ocurrirá en las décadas que se avecinan, que se anuncian relativamente más difíciles, sin más suelos por explotar, con las mejores tecnologías aproximándose a los niveles de saturación, con todas las alarmas ecológicas disparadas y con más del doble de la población que había en 1960? Quien se aleja un poco de los análisis oficiales encuentra perspectivas más sombrías (aunque, si bien se mira, no sustancialmente distintas). Así, Pimentel, un conocido especialista que investigó el tema durante décadas, mantiene que la población afectada en mayor o menor medida por el hambre, hacia la mitad del siglo XXI, oscilará entre quinientos millones de personas en el mejor de los casos y más de tres mil millones en el peor (Schade & Pimentel, 2010: 249). El marco conceptual de su análisis es instructivo: “En el pasado, un siglo tras otro, el hambre apareció como una serie aparentemente interminable de episodios agudos, regionales e imprevistos; ahora se ha transformado en un fenómeno de escala mundial y de carácter permanente. La mitad de la población del planeta padece continuamente de alguna forma de malnutrición, como escasez de calorías, de proteínas o de micronutrientes o como una combinación de todo eso. El gran volumen de la población ha provocado que la magnitud del sufrimiento no tenga precedentes. El hambre estructural ha emergido durante una era de suelo, agua y recursos energéticos abundantes y relativamente baratos, de buenas cosechas y de un clima benigno. Sin embargo, es probable que continúen las tendencias del siglo XX de degradación de los recursos, tasas de crecimiento de las cosechas en disminución y calentamiento de la atmósfera; y es previsible que todo eso tenga un impacto indirecto y quizás sinérgico sobre la producción agrícola, amenazando en consecuencia la seguridad alimentaria a lo largo del siglo XXI. Si se asume que hay una relación proporcional entre la seguridad alimentaria y los recursos mencionados, entonces hay que prever un gran aumento del hambre en las próximas décadas, golpeando duramente a miles de millones de personas” (Schade & Pimentel, 2010: 245). Aunque análisis como éste suelen descartarse bajo la tópica acusación de ser pesimistas, o (todavía peor) “malthusianos”, lo cierto es que puede percibirse una coincidencia de fondo en los análisis de todas las fuentes informadas. A menudo, y esto es una apreciación personal, la lectura de documentos de los gobiernos y de informes de los organismos internacionales asusta bastante más que los análisis de los estudiosos ecológicamente inspirados y que las proclamas de los activistas. Entre líneas, ocultándolas bajo una retórica obligadamente optimista, los papeles oficiales suelen contener informaciones y previsiones que invitan a la desesperación. Si la realidad acaba situándose del lado más amargo de las proyecciones existentes, entonces es poco de esperar la culminación exitosa de la promesa del desarrollo, pero también es poco de esperar un descenso suave o un decrecimiento convivencial; parece más previsible un colapso catastrófico o, como se ha dicho con una expresión apropiada, un “colapso antropológico de las sociedades modernas” (Charbonneau, 2015: 50).
Hasta hoy, el análisis de estas cuestiones se ha visto perturbado por la fuerza emocional de las preconcepciones acerca de si el hambre en el mundo se debe a la superpoblación o a la injusticia distributiva. Con los datos correspondientes al período 1950-2020 a la vista, datos que indican que la producción de alimentos por persona es suficiente, la conclusión parece evidente: está claro, la causa del hambre es la injusticia, la desigualdad; si la comida que se produce se repartiera de forma realmente igualitaria habría bastante para todos. Muy cierto; así es. Ahora bien, incluso si se dejan de lado las muchas cuestiones espinosas asociadas a las nociones de suficiencia y de igualdad estricta, eso, siendo cierto, no demuestra que lo que ha pasado en los últimos setenta años vaya a pasar también en los setenta años venideros. Como el discutible éxito del pasado reciente se ha basado en una tecnología poderosa, se han forzado mucho los límites; y repetir el éxito se anuncia mucho más difícil, porque habrá que moverse en márgenes físicos más estrechos y porque el alcance de los conflictos sociales es potencialmente más devastador. La gran tecnología de la “revolución verde” ha llevado a la humanidad hasta los bordes de un abismo más profundo. Por lo demás, siempre es mejor no olvidar que la interminable discusión sobre si la calamidad se debe a la superpoblación o al mal reparto es tan repetitiva como estéril. Evidentemente, se debe a ambas cosas, que se interrelacionan y se condicionan mutuamente de múltiples maneras. Ha sido así en el pasado y será así en lo que queda de siglo. Quien busque formas efectivas de mitigar duraderamente los efectos de la escasez de alimentos no puede olvidar que “potenciar la igualdad, reducir la fertilidad humana y mejorar la salud del ecosistema se conectan en un feedback positivo, entre sí y con la construcción de las estructuras de gobernanza que se necesitan para alcanzar tales objetivos” (Ehrlich & Harte, 2015: 909).
Las resonancias malthusianas de todo eso son obvias. Malthus escribió: “Ciertamente, la capacidad de la tierra para producir subsistencia no es ilimitada, pero hablando estrictamente es indefinida; es decir, sus límites no están definidos, y la hora de decir que el trabajo y la inventiva humana ya no pueden añadirle nada más, probablemente, no llegará nunca. Sin embargo, el poder de obtener de la tierra, en un momento determinado, mediante una gestión adecuada, una cantidad adicional de comida, sólo está remotamente relacionado con el poder de mantenerse a la altura de un incremento irrestricto de la población.” (Malthus, 1989: vol II, 211). En más de un sentido, la coincidencia, en la era del desarrollo, de un gran crecimiento de la producción agrícola, de un gran crecimiento de la población mundial, y de la subalimentación persistente y masiva de una buena parte de la humanidad, indica la pertinencia de ese comentario. La hipótesis malthusiana no implica que la población sea superior a la producción de alimentos (de hecho, siguiendo el principio de los fisiócratas, asume que tal cosa es imposible). Sí que implica, en cambio, que una población no controlada presiona siempre sobre la base de recursos, dando lugar a una persistente zona de escasez. Es difícil encontrar algo que confirme más rotundamente ese punto de vista que las cifras de la subalimentación en los tiempos de máximo fulgor de la civilización industrial. Ahora que se entra en tiempos más difíciles, no estaría de más reconsiderar la receta malthusiana, pegándole vueltas una vez más: mitigar el hambre en el mundo implica combinar la introducción de frenos conscientes a la reproducción con la aplicación de medidas encaminadas a reducir la desigualdad socioeconómica. Por separado, no basta ni una cosa ni otra.
En una palabra: no por obvias son menos relevantes las resonancias relacionadas con los límites naturales. Lo mismo que sucede con las relacionadas con la desigualdad distributiva. Al igual que ocurre en otros temas centrales de la crisis ecológico-social de la sociedad contemporánea, de la presente era de la translimitación, la conexión población-alimentos aconseja buscar una síntesis entre Marx y Malthus. O, mejor dicho, tomar esa síntesis como punto de partida para superarla y explorar nuevos caminos tanto teóricos como prácticos. Es decir, dar pasos adelante en el camino señalado por economistas ecológicos como Daly y por heterodoxos de la tradición marxista como el primer Kautsky y el último Harich (Daly, 1971; Kautsky, 1880; Harich, 1978).
Los éxitos tecnológicos del pasado hacen más angostos los cuellos de botella del presente
Presentar en unas pocas páginas un punto de vista sobre una cuestión tan enorme como la comentada en las páginas precedentes tiene que parecer o trivial o temerario, o ambas cosas. Es inevitable y hay que asumir el coste. El objetivo es que, señalando explícitamente sus referentes empíricos, esas notas sirvan como introducción a un par de tesis de índole sociológica. La primera tesis: la crisis de translimitación, la que surge cuando se traspasan los límites naturales al desarrollo, no es un problema que tenga una solución técnica ni política. Una situación de translimitación lleva a una reducción de las magnitudes físicas de la sociedad, de la población y del consumo; ni la tecnología ni la política pueden evitar eso, sólo pueden ayudar a que el tránsito sea menos traumático. El estudio de la literatura técnica, oceánica en extensión e inconclusa en sus resultados, muestra precisamente eso. Si, por ejemplo, alguien mantiene que la salida al exceso ecológico y al abismo de la desigualdad será la generalización de dietas a la vez saludables y sostenibles, pero que eso exige la transición a sociedades con menos población y con menos consumo de minerales energéticos y no energéticos, está diciendo, justamente, que el elemento técnico no basta, que se trata fundamentalmente de otra sociedad. Menos población y menos consumo no remiten a otra tecnología sino a otra sociedad… Ocurre, además, que el tránsito se hace casi a ciegas: el paso a esa otra sociedad es algo que se parece más bien a navegar sin brújula en una noche de tormenta. Es claro que habrá política, porque siempre hay política, y es claro que habrá técnicas, porque siempre hay técnicas, pero la pretensión de que puede ser un trayecto dirigido y controlado resulta desmesurada. Más que de un problema que deba tener una solución, se trata de dilemas sociales o encrucijadas culturales. La densa incertidumbre del futuro.
Detengámonos un poco en este punto. Típicamente, los estudios sobre la relación entre población y alimentos presentan como imprescindible una combinación de recetas técnicas y medidas políticas. Las recetas técnicas van desde el recurso a ingeniería genética hasta la opción exclusiva por la agroecología, desde la digitalización de los procesos de conservación y tratamiento de los alimentos hasta el diseño minucioso de mercados de proximidad. Las propuestas políticas pasan por llamamientos genéricos a más igualdad o por la reclamación de leyes que protejan más eficazmente la biodiversidad. O por lo que sea. Hay múltiples variaciones de detalle, aunque es reseñable la coincidencia en las coordenadas básicas anteriormente resumidas. Implícitamente, se constata que ni la técnica ni la política bastan. Las propuestas de solución se reproducen unas tras otras; el hambre permanece.
Es característica la tensión entre los dos recursos habituales. En esencia, los técnicos dicen: sabemos cómo hacerlo, pero será imposible sin una fuerte voluntad política. Y los políticos responden: ¡a ver si ese arroz-milagro que tantas veces nos habéis prometido se hace realidad de una maldita vez! Esta tensión se ha mantenido desde los inicios del debate contemporáneo sobre el medio ambiente. La referencia a uno de los textos iniciales de ese debate, el artículo de Hardin (1968) sobre la tragedia de los regímenes de acceso abierto, resulta oportuna. El mencionado artículo planteó una tesis que su propio autor, tras muchas discusiones, acabó perfilando así: “no es posible que un recurso en común no gestionado funcione en un mundo saturado” (Straub, 1997). El artículo, al igual que muchos otros de los gritos de alarma de la época sobre la crisis medioambiental, mantenía que el deterioro del medio ambiente no podía detenerse mientras los servicios de la naturaleza se tratasen como bienes libres, que una regulación, esto es, una intervención política, era absolutamente necesaria, porque ni los científicos expertos ni el funcionamiento espontáneo del mercado tenían la capacidad de evitar el desastre. Una de las primeras réplicas al mencionado artículo vino de un profesor de ciencia política, Crowe (1969), quien consideró dudoso que los problemas ecológicos puedan tener una solución política, manteniendo que, ante problemas como la superpoblación, la degradación del medio ambiente o la amenaza de guerra nuclear, los científicos naturales hacían como Hardin, afirmaban que esos problemas no tenían solución técnica y que debían ser dejados a la política; mientras que, por su parte, los ocupantes de los centros de decisión afirmaban que no tenían solución política y que lo único que podía hacerse era esperar a que alguien descubriera una solución técnica. Se inició así una ceremonia de “pasarse la pelota unos a otros” que tiene más sustancia de lo que pudiera parecer a primera vista. Ha seguido pasando hasta hoy: así, por ejemplo, ante la amenaza de que el cambio climático en curso se torne catastrófico, el IPCC reclama a los gobiernos que hagan algo y los gobiernos les dicen a los científicos que a ver si alguien inventa por fin el coche eléctrico de verdad eficiente y barato y las centrales nucleares realmente seguras. La ecofeminista Françoise d’Eaubonne (2018: 150) percibió con gran agudeza el núcleo del asunto, al afirmar que uno de los rasgos definitorios de la crisis ecológica (y de la emancipación de las mujeres, añadía) era que obligaba a abandonar la inveterada costumbre de hacer frente a cualquier problema rezando a Santa Industria o a Santa Revolución, es decir, invocando soluciones técnicas o políticas. La cuestión de si es o no posible alimentar adecuadamente a toda la población mundial entra totalmente en esa apreciación.
La segunda tesis: el gran éxito tecnológico de los siglos XIX y XX es una causa principal de que el cuello de botella del siglo XXI sea muy angosto (Catton, 2009). Es indudable que la tecnología tiene la capacidad, en muchos casos, de superar dificultades. También lo es, por otro lado, que esa capacidad se va reduciendo a medida que las demandas hechas al ecosistema se van aproximando al máximo sostenible. O, dicho de otra manera, a medida que la gestión de la complejidad creciente deviene demasiado costosa. El primer informe al Club de Roma sobre límites al crecimiento lo había dicho ya con palabras que mantienen toda su vigencia: “Las esperanzas de los optimistas tecnológicos se centran en la capacidad de la tecnología para desplazar o extender los límites al crecimiento de la población y del capital. Hemos demostrado que, en el modelo del mundo, la aplicación de la tecnología a problemas presentes de agotamiento de recursos, de contaminación o de escasez de alimentos, no tiene efectos sobre el problema esencial, que es el crecimiento exponencial en un sistema finito y complejo” (Meadows et al, 1972: 145). Cuando un proceso de crecimiento exponencial entra en su fase terminal, los cuidados paliativos que puede aportar la tecnología son sólo provisionales. A lo que hay que añadir que se trata de una conclusión que es independiente del tipo de tecnologías consideradas, incluida la eventualidad de una deriva positiva de la innovación. El desarrollo tecnocientífico ha hecho posible el crecimiento exponencial de la población y de la economía porque ha permitido forzar de modo extraordinario los límites del planeta. Y, entonces, el agotamiento de la dinámica expansiva no amenaza con el estancamiento sino con el hundimiento. No cabe esperar que las dudas respecto a todo esto, esas dudas que se reflejan en los interminables debates sobre el colapso y el decrecimiento o sus alternativas, sean despejadas de forma taxativa. Límites e indeterminación son los rasgos definitorios. No hay más opción que seguir reflexionando y actuando tentativamente sobre el asunto, esperando que hacerlo contribuya a que las reacciones que se desencadenen a medida que las alarmas vayan sonando una tras otra no sean de puro pánico.
Notas
[1] Este artículo utiliza extensamente la investigación sobre el tema sintetizada en las páginas 609-620 de un libro que he publicado recientemente: Ecología e igualdad: Hacia una relectura de la teoría sociológica en un planeta que se ha quedado pequeño, València, Tirant lo Blanch, 2021.
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Sr García
Mientras el capitalismo sea el modo de producción planetario no se resolverá el problema del hambre. El desarrollo del capitalismo no esta orientado a la solución de los problemas de la gente sino a la satisfacción de las necesidades del capital y su fetiche el «valor». Ahí está el problema en que no hemos comprendido que es eso solamente desarrollo pero desarrollo capitalista.
Un saludo
Imprescindible artículo, muchas gracias por un trabajo tan completo y claro al mismo tiempo.