(Capítulo del Pequeño diccionario de ecofeminismo de María González Reyes.)
Les preguntaron a las niñas y los niños qué significaban algunas palabras. Palabras que hablan de cuidar a la naturaleza y de cuidar a las personas. Que ayudan a poner la vida en el centro.
Aunque tienen pocos años, saben definirlas porque son conscientes de la importancia de la rugosidad de los árboles para poder treparlos y conocen los mejores recovecos del bosque para jugar al escondite y sienten, en algún momento de cada día, que los besos y las canciones son igual de importantes que poder comer cuando cruje el estómago.
Después, con las palabras de cada letra del abecedario, surgió una historia…
- Felicidad
- Es una emoción que estás muy feliz, supercontento, pero súper. Y te pones un poco nerviosa porque estás muy contenta.
María, 7 años - Es estar alegre, disfrutar. Estoy feliz cuando estoy con amigos o amigas.
Sabina, 7 años - Estar feliz y compartir la felicidad para los demás.
Alejandra, 8 años - Feminismo
- Mujeres que están juntas.
Jiaqian, 9 años - Alguien que hace manifestaciones para mejorar el mundo y para que las mujeres tengan derechos.
Olivia, 6 años - Como lo de Pamela y lo de mamá. Algunas madres son feministas y mi padre también es feminista.
Julia, 8 años - Fragilidad
- Algo como un vaso de cristal que se cae al suelo y se rompe.
Henar, 7 años - Algo que se rompe muy fácilmente.
Nicolás, 7 años - Alguien frágil, alguien sensible.
Martín, 8 años - Frontera
- Un país cerca de otro, pero sin tocar.
Henar, 7 años - Algo que separa dos partes.
Martín, 8 años - Es cuando quieres ir a Marruecos.
Imran, 9 años - Futuro
- Lo que va a pasar, que puede ser bueno o malo.
Martín, 8 años - Lo que viene después.
Luca, 9 años - Lo que va a pasar que sea bonito.
Lucas, 6 años
Está sentada enfrente de mí en el vagón de tren. Tiene la cara llena de arrugas. Es verdad que todavía le cabrían más, pero sería difícil contarlas. Lleva gafas de las que usan las personas mayores para poder distinguir las letras pequeñas.
Me gusta mirar a la gente que se sienta delante de mí en el tren. Me imagino historias sobre su vida. Me invento aventuras en las que esas personas que leen, miran por la ventana o charlan, son las protagonistas. A veces les pasan cosas difíciles como escalar por rocas escarpadas sin tener claro dónde colocar las manos para no caerse, a veces son aventuras sin riesgo. Pero siempre el final que me invento es de esos que te devuelven las ganas de reír, como un postre de fruta fresca recién recogida. Me gustan los finales en los que la felicidad aparece sin pedir permiso y se te cuela como el calor de la chimenea los días en los que el suelo es nieve.
Sus manos también tienen arrugas. Son grandes, recuerdan a la inmensidad de la Vía Láctea en las noches de verano. En el dedo meñique de la mano izquierda tiene puesto un anillo. Redondo. Color plata. Sin adornos. Un anillo que, en otro tiempo, lo debió llevar en el anular. Ahora ya no le cabe. Las manos se le ensancharon. Quizás de trabajar sembrando en la tierra o de limpiar las aulas de un colegio cuando se queda vacío de niñas y niños por la tarde. Pero, sin duda, son anchas de utilizarlas mucho. Las uñas las tiene cortas y un poco negras en la parte en la que se juntan con la piel. No tiene las manos sucias. A veces, aunque te las laves, hay negruras que no desaparecen. Tiene un corte pequeño y profundo en el dedo índice de la mano del anillo. Pero ya ha cicatrizado.
El tren se para. En esta estación baja y sube mucha gente.
Ella levanta los ojos del libro que está leyendo y es ahí cuando ve a otra mujer.
Se saludan. Comienzan a hablar en un idioma que no conozco, que suena a lluvia por caer.
Pienso cuántas fronteras habrán tenido que atravesar para llegar hasta aquí. En el mundo hay casi doscientos países y, según donde hayas nacido, puedes entrar a más o a menos. Por ejemplo, con mi pasaporte puedo ir a cerca de ciento cuarenta, pero otras personas que nacieron en un país con pasaporte de otro color solo tienen derecho a ir a diez o quince, en el resto tienen la frontera cerrada. Los peces o las aves migratorias tienen más derecho a moverse por el mundo que muchas personas.
No sé de dónde serán estas mujeres cuyo idioma suena a agua cayendo del cielo. Tampoco sé en cuántas fronteras les han negado el paso ni cómo habrán conseguido atravesarlas.
Dos estaciones después se despiden. La de la piel arrugada continúa el trayecto. Cierra el libro, que tiene la portada morada, como los que hablan de feminismo.
Apoya la cabeza en el cristal y cierra los ojos. A pesar de sus manos fuertes, en ese momento tiene la fragilidad de las gotas de rocío a punto de caer de la hierba en las mañanas de primavera. Su cuerpo, confiado, se deja llevar.
La imagen de la mujer es de esa belleza que te deja sin aire, como cuando los ciervos corren de la escopeta de los cazadores y consiguen escapar.
Apoya el brazo sobre el cristal para ayudarse a sostener la cabeza. Entonces veo que tiene escondido en el antebrazo un tatuaje escrito en dos idiomas.
La magia de dejar huellas sin pisar.
Yo apoyo mi cabeza también sobre el cristal, como si fuera un espejo de la mujer de las incontables arrugas y del tatuaje.
Me duermo recordando el sonido de ese idioma que suena a lluvia. Pensando si el futuro tendrá que ver con caminar pisando suave. Todavía me quedan unas cuantas estaciones.