(Nota del editor: la versión final de este relato fue terminada por el autor en 2017, antes, por tanto, de la actual pandemia de COVID-19, ante la cual cobra una sorprendente vigencia.)
Igitur qui desiderat pacem, praeparet bellum
—Vegecio, Epitoma rei militaris
Fatiga de combate, lo llaman. De repente todo se rompe a tu alrededor y te quedas paralizado, incapaz de moverte, de hablar, de disparar… Sin reacción ante la matanza. Luego, empiezas a sentir empatía con el enemigo y sabes que ya no hay vuelta atrás.
No se habla mucho del tema. Se sabe que ocurre, pero es casi como un tabú. Alguien comenta: “en la tercera han retirado a Guthrie”; y no se le vuelve a ver. Quizá vaya a alguna de las zonas seguras a descansar o lo trasladen a otros frentes con menos actividad o a tareas administrativas o quién sabe.
Sea lo que sea que pase con ellos, lo cierto es que el “retiro” es rápido; la mera sospecha de que pudiera haber algún soldado “fatigado”, un leve cambio de actitud, siembra la semilla de la duda y estigmatiza al afectado. En esas circunstancias el mando no duda: es demasiado lo que nos jugamos en esta batalla y todos debemos estar absolutamente implicados. Es una guerra total por la supervivencia del género humano, por preservar un poco de civilización y garantizar un futuro luminoso lleno de paz y prosperidad. Somos la primera línea en la batalla y de nosotros depende que las zonas seguras puedan seguir produciendo armamento y alimento y que los científicos encuentren una cura para la plaga.
Hay quien dice que los infectados, pese a la animalización que produce la plaga, siguen conservando trazas de inteligencia. Por eso no se acercan a las bases y se mantienen ocultos. Por eso siguen reproduciéndose en sus guaridas. Por eso son capaces de coordinarse para atacar en grupo.
Su animalidad es extrema. Las antiguas ciudades en las que se ocultan están reducidas a escombros y ruina y sin rastro alguno de vida. En las zonas de campo por las que se desplazan la tierra se ha vuelto yerma. Algunos dicen que, en los primeros tiempos de la plaga, cuando millones de personas huían de las ciudades al campo descontroladamente, fueron estos urbanitas hambrientos, ateridos y asustados los que arrasaron con todo, en un torpe y desesperado intento por sobrevivir, sumidos en la locura y el pánico mientras la plaga los alcanzaba. Ahora, junto con los restos de esa huida desesperada no es extraño encontrar despojos de infectados con signos de haber sido consumidos por otros de su especie. En ocasiones, también alguno de los nuestros ha acabado siendo víctima de esas bestias caníbales.
Aunque no es frecuente, durante una patrulla pude observar a un pequeño grupo de ellos, a una distancia de unos 800 metros, devorar la carne de otro. Era un yantar urgente, con algo de clandestino y vergonzante. Carne humana cruda deglutida con cierta compulsión. Y, sin embargo, al verlos ahí, en su animalidad, privados de los más elementales rudimentos de lo que un día llamamos civilización, sentí una punzada de conmiseración; un asomo de piedad ante aquellos que en algún momento hubieran sido mis semejantes. Por eso estuve unos segundos observándolos antes de disparar.
Tras el primer titubeo viene el segundo; es inevitable.
Patrullábamos lo que hace años fue un suburbio residencial: donde hubo jardines y viviendas unifamiliares ahora no quedaban sino algunos cascajos. Íbamos en silencio, intentando percibir cualquier signo de presencia de infectados. Según informaciones de inteligencia podía haber algunos nidos en la zona y querían que lo verificásemos y actuásemos en consecuencia. Muy probablemente así sería; rara vez se equivocaban los muchachos de inteligencia. A veces su grado de acierto era tal que corría el rumor incesante de que disponían de satélites. Los imaginábamos encerrados en sus búnkeres monitorizándolo. En el fondo sabíamos que era imposible: la plaga había desbaratado los programas espaciales y los satélites habían caído por falta de mantenimiento.
Fue en las ruinas de lo que parecía haber sido el recinto de un depósito de gas. Todo estaba tranquilo y me adelanté un momento a revisarlo. Había como una pequeña oquedad. Lo vi, agazapado, con miedo en la mirada y hambre dibujada en el cuerpo enfermo. Era un niño. Es decir, era un infectado pero no dejaba de ser un niño a mis ojos. Mala señal.
Me observaba callado; esperando, pero no expectante: sabía perfectamente lo que iba a ocurrir. ¿Era eso lo que me turbaba? ¿Sabía el ternero arrastrado al matadero lo que le esperaba? El niño sabía: no decía nada, no se movía; simplemente estaba allí esperando a que le volase la cabeza de un tiro.
Yo lo miraba. Ni siquiera le apuntaba con el arma. Estaba paralizado, como esperando una epifanía. Algo iba mal. No sentía que fuera mi enemigo. Me daba pena. Donde antes había asco empezaba a haber una profunda pena y sentía una anagnórisis en ciernes. Estaba a punto de reconocer en ese niño a un semejante.
Un explosión de sesos y trozos de hueso, acompañada de una detonación me sacó de mi ensimismamiento. Mi compañero se me quedó mirando. No dijo nada. Sólo me observó y me hizo un gesto para seguir. Yo obedecí, aunque yo ya no era yo.
Una ducha caliente de tres minutos. Un lujo después de la patrulla que para mí ya no significaba nada. Había algo perverso en todo esto. Están infectados, sí. Son peligrosos y debemos combatirlos para salvar lo que queda de humanidad, de acuerdo. Arrasan con todo y se comportan como bestias, es cierto. ¿Pero somos mejores nosotros? Al fin y al cabo ellos, pese a todo, siguen aferrándose a la vida. ¡Si hasta tienen hijos! La cópula como instinto primario, nos aleccionaron en la academia. No son hijos, a lo sumo crías. Pero no dejo de pensar ¿querrán los padres infectados a sus hijos?
Los infectados no hablan. Que sepamos no se comunican en modo alguno. Sin embargo, de algún modo deben interactuar. Tiene que haber algo de inteligencia.
Pienso en el niño y su cuerpo famélico. No me quito su mirada de la cabeza. Había algo ahí. Detrás de la suciedad y la enfermedad se veía humanidad, se intuía alma. Estoy seguro. Me siento mal. Dejamos su cuerpo en el recoveco en el que se guarecía. Nunca los recogemos. Evitamos el riesgo de infección y los propios infectados suelen dar cuenta de ellos.
No puedo dormir. Si cojo una moto podré llegar hasta allí en menos de media hora, tiempo suficiente para enterrarlo. No creo que nadie se dé cuenta y tampoco es que me importe. Hay cosas que no están bien y dejar el cuerpo allí es obsceno.
El cuerpo sigue allí, en la oquedad. Una pequeña tumba. Ningún infectado lo ha tocado. Me acerco y lo miro. Me derrumbo a su lado. No soy capaz de llorar.
Noto un ligero movimiento a mi izquierda. Hay alguien allí, mirándome. Parece un infectado. Agazapado entre las sombras de la noche, apenas distingo sus rasgos.
De repente se incorpora y comienza a caminar hacia mí. Es un viejo; el infectado más viejo que he visto nunca. Lleva unos incongruentes pantalones cortos, o lo que en otro tiempo fueron unos pantalones. Sigue acercándoseme, y cuando creo que me va a encarar, me ignora y observa el pequeño cadáver. Solloza, se agacha y abraza el cuerpecito muerto. Comienza a arrullarlo.
¿Por qué? —pregunta.
Me quedo atónito. Todo el mundo sabe que los infectados no hablan.
El viejo me mira. Sucio, demacrado, una ingeniería de tendones, piel y hueso a punto del colapso. Abre la boca y gimotea. Entre sollozos me parece entender que dice “olduvai”.