—Sí —dijo Oliveira—. Y ahí́ está el gran problema, saber si lo que llamás la especie ha caminado hacia adelante o si, como le parecía a Klages, creo, en un momento dado agarró por una vía falsa.
— Julio Cortazar, Rayuela
1. ¿Ha fracasado el Humanismo?
En los círculos preocupados por el previsible colapso de esta civilización, no es raro culpar de nuestros actuales apuros al movimiento intelectual y científico que llamamos Ilustración y, por asociación, al Humanismo. Me he decidido a escribir estas páginas porque me parece que hay aquí algunos malentendidos que afectan a la salida de la actual encrucijada, en la que confluyen dos asuntos cardinales que tienen que ver con la condición humana, que es de lo que se supone que trata el humanismo: nuestra (conflictiva) relación con el mundo, y qué significa hoy ser humanos, cuando las tecnologías de transformación parecen capaces de producir una metamorfosis de nuestra propia naturaleza biológica.
Cuando estaba escribiendo mi libro A la caza de Moby Dick. El sueño poshumano y el crecimiento infinito, Jorge Riechmann me hizo llegar un artículo firmado por tres de sus colaboradores, con el título “Entre el “trans”- y el “post”- humanismo…”[1]. Sus autores utilizan el término “posthumanismo” para referirse a una corriente intelectual en la que confluyen una serie variopinta de pensadores críticos con el humanismo clásico o ilustrado, que, consideran caducado e incapaz de orientar la vida social, e incluso, en coincidencia con los mencionados círculos ambientalistas, sería responsable de los actuales desmanes civilizatorios.
No me parece afortunado este uso del término posthumanismo (o poshumanismo, que ambas grafías son válidas) porque induce a confusión, al cruzarse con el término poshumano, que se aplica a humanos transformados por las nuevas herramientas biotecnológicas. (A ellos se une el término transhumanismo, que alude más específicamente a un movimiento que propugna de manera explícita la conversión en superhumanos liberados de las “debilidades” y “deficiencias” naturales de nuestra especie, mientras que el uso del término poshumano es más neutral y descriptivo). Además, creo que el humanismo sigue siendo válido y necesario para afrontar la grave crisis que padecemos, en la que hemos forzado hasta el límite, no solo la naturaleza, sino también la naturaleza humana, tan alejada ya de nuestros orígenes y que el poshumanismo o transhumanismo biotecnológico amenazan con “superar”.
La imagen asentada de la Ilustración y el humanismo es la de una corriente homogénea de confianza ilimitada en las capacidades del ser humano. Desde dos siglos antes, se estaba produciendo la llamada Revolución Científica. Se había encontrado, por fin, una llave maestra que abría las puertas secretas de la naturaleza, y no puede extrañar que, en aquel ambiente creativo, de continuo descubrimiento, se levantara una ola optimismo. Empujados por esa ola, los ilustrados cuestionaron el orden establecido: agitaron el arte y la filosofía, sometieron a revisión las creencias, costumbres y privilegios que se daban por sentados, creyeron que era posible vencer la ignorancia, reducir el azar, disponer de mejores medios para el perfeccionamiento de los individuos y de las sociedades o, dicho de otro modo, para mejorar la condición humana, que hasta entonces parecía condenada a una irremediable precariedad. Todo eso es lo que entendían inicialmente por Progreso.
Es evidente que las cosas han discurrido de un modo muy diferente al previsto. Aquella idea del progreso se ha pervertido, hasta identificarse con la actual orgía de saqueo y consumo material, y lo que ahora dicen algunos es que habría una relación causal: de aquellos ilustrados polvos vendrían nuestros sucios lodos. La propia Ilustración, y en último término, el humanismo, con su exaltación del yo y su antropocentrismo —engreimiento individual y específico— sería el gran error que nos ha conducido a la bancarrota civilizacional.
Lo que en esta imagen hay de verdad esconde una realidad más compleja. El yo del humanismo fue, para la mayoría de los ilustrados, un individuo social, que solo podía realizarse como tal en el seno de la sociedad y, en lo que se refiere a la imagen central y exencionalista del ser humano, situado por encima de la naturaleza, es mucho más antigua. Se reconoce en la Biblia, en el Génesis, donde Adán es moldeado el último día como amo y señor de la creación, o en el salmo 8: (“¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que de él te cuides? / Le hiciste apenas inferior a un dios/coronándole de gloria y esplendor;/ Le hiciste señor de las obras de tus manos, y todo fue puesto por ti bajo sus pies”. El antropocentrismo y el geocentrismo ya impregnaban el pensamiento occidental antiguo y medieval (como antes, en buena medida, el próximo-oriental). Los primeros ilustrados no lo superaron, pero su cuestionamiento racional de lo establecido y su revisión de los mitos y tradiciones eran una herramienta para poder hacerlo (a través de pasos como la descentralización de la Tierra y del Sistema Solar y la integración del ser humano en la saga evolutiva).
Por otra parte, no es cierto que hubiera un pensamiento único de la Ilustración sobre el ser humano y su relación con la naturaleza. El uso de la razón discurrió por cauces diferentes. Ya desde el preludio, el misántropo Pascal era muy escéptico sobre la capacidad humana para ordenar racionalmente la vida. La misantropía también fue una seña de identidad de Jonathan Swift, enfadado con el género humano. Rousseau mantenía que la sociedad corrompía la bondad original de los individuos. Voltaire, aun ponderando la importancia de la racionalidad, era consciente de que el devenir humano no estaba del todo en nuestras manos, porque intervenían fuerzas que no controlamos y, aun teniendo capacidad para mejorar la vida, también la teníamos para ensombrecerla y empeorarla; podíamos modelar parcialmente el destino; cómo lo hiciéramos, era nuestra responsabilidad. Thomas Malthus, no veía la posibilidad de un progreso real; más bien, era una trampa, porque cuando eventualmente aumentaban los recursos, aumentaba más la población y se producía inevitablemente una purga; no obstante, la voluntad de mejorar la vida era necesaria para mantener el equilibrio, porque sin esa tensión la sociedad se inestabilizaría y se hundiría en la barbarie. Todas estas ideas formaban parte de la Ilustración.
No obstante, desde perspectivas y con ideas diferentes, todos ellos creían en la fuerza liberadora de la racionalidad frente a los convencionalismos. Eran hijos de un tiempo inaugural y joven donde todo podía cuestionarse. Con esa nueva libertad volvieron a reflexionar sobre la naturaleza humana y sus capacidades y sobre el papel de los seres humanos en el mundo. Pero no fueron ellos, ni siquiera los que militaron en la facción optimista, ni los científicos que se entregaron al descubrimiento de los secretos de la naturaleza, quienes han hecho que el mundo actual sea como es, desmesurado y fáustico. De las mismas raíces intelectuales podía haber brotado un mundo muy diferente. Ellos pusieron en marcha una corriente de pensamiento, pero no podían tener todas las claves ni prever todas las trampas que depararía el futuro. El humanismo no puede ser estático; debe prestar atención a los cambios y a los signos de los tiempos, que permiten ver las cosas desde nuevas perspectivas. Pero los pensadores posteriores no mantuvieron la misma tensión indagadora, y no estoy seguro de que hayan tenido la misma honestidad intelectual. Por otra parte, los ilustrados, por mucho que transformaran el clima social, no estaban solos, ni tenían los mandos del mundo. Junto a ellos estaban los mercaderes y los gobernantes, que, a despecho de las revoluciones políticas, e incluso sirviéndose de ellas, no han soltado las riendas y han secuestrado, no solo la ciencia, poniéndola al servicio de sus intereses egoístas, sino también la corriente principal del pensamiento, ahora desactivado, academizado. ¿Dónde han estado desde la Ilustración y dónde están hoy los humanistas? Sin duda los ha habido y los hay, pero, son versos sueltos. Incluso si se trata de personalidades reconocidas, su voz apenas se atiende entre el enorme ruido ambiente.
No son el humanismo y la Ilustración los que han construido la trampa del presente, sino que más bien han faltado ilustración y humanismo. Los intelectuales respetables y biempensantes, enclaustrados en sus aulas de marfil, domesticados por el poder están hoy perdidos en un bosque de relativismos; no ven sino un laberinto de árboles, en el que a veces creen atisbar pautas que no conducen a ninguna parte; han perdido la perspectiva global y en la misma medida su función de ser críticos y servir de guías. Ni siquiera han sabido ver el rastro de piedrecitas blancas que la ciencia, a pesar de sus servidumbres, iba dejando por el camino. No es seguro que, incluso si hubiesen mantenido la tensión, la lucidez y la independencia originales, hubieran conseguido torcer el brazo de los mercaderes, pero al menos deberían haberlo intentado, denunciando el rumbo que estaba tomando el “progreso”.
¿Y ahora, qué? Los mercaderes se han servido de las poderosas armas de la ciencia y de la tecnología para levantar la monstruosa Babel, desgarrando el tejido de la naturaleza y arrastrándonos a una catástrofe bíblica. Lo que hacen no es “razonable”. No son hijos de la Ilustración, sino más bien hombres (casi exclusivamente hombres) viejos, con sus viejos vicios, su vieja ambición, su vieja soberbia y su viejo antropocentrismo, reforzado ahora por armas nuevas, engreídos en su ensoñación de ser los dueños de la naturaleza, a punto de liberarse para siempre de sus limitaciones. En esta sociedad desnaturalizada, el sueño poshumano es el colmo del delirio, y correrá la misma suerte que ella. La transfiguración biotecnológica (Homo deus) parece ya a su alcance, pero, con su enorme lastre, Sísifo caerá sin remedio antes de llegar a la cumbre del Olimpo.
¿Por qué echar la culpa a la razón, al intelecto? La razón bien aplicada es razonable (y no es enemiga de las emociones). El título del grabado de Goya “El sueño de la razón produce monstruos” se interpreta como una advertencia sobre los excesos fáusticos, pero también puede referirse a las pesadillas que se producen cuando la razón se duerme. El humanismo se ha dormido, liberando los sueños del viejo mono. Si hubiera permanecido despierto, atento al rastro de piedrecitas blancas, se habría percatado de que la idea del progreso infinito sin recursos infinitos es termodinámicamente inviable, y que la brillante hoguera del progreso que se encendió en la revolución industrial, y que avivada por la tecnociencia capitalista ilumina el cielo, es un incendio descontrolado que está agotando el depósito de combustible que la ha alimentado; el gran atracón está vaciando la despensa. En eso estamos ocupados, empachándonos hasta morir, o para morir de hambre, a menos de un minuto de la hecatombe.
También habríamos aprendido que el disparate termodinámico es solo parte de un pecado mayor. Nos hemos convertido en el tumor maligno del gran ente planetario del que formamos parte, un organismo que se autorregula y tiene mecanismos para procesar los cambios y los accidentes. El organismo terminará encapsulando o extirpando el tumor, pero no sin grandes traumas. Todo eso ya deberíamos saberlo, pero no lo hemos aprendido. Dejando a salvo loables excepciones, los intelectuales académicos, como los confiados terrícolas de La guerra de los mundos, distraídos en sus asuntillos, ajenos a la amenaza que se cernía sobre ellos, están entretenidos en sus propios juegos, en los colores y en las apariencias. Aunque parezcan críticos con el sistema, sólo denuncian (a veces con santa y genuina indignación) sus fealdades más evidentes, el calentamiento global, o el empobrecimiento ambiental, o las injusticias, pero la mayoría de ellos no lo cuestionan; no perciben que es el sistema entero el que es aberrante, y se limitan a bendecir el lifting que proponen los tecnócratas (el crecimiento verde y otras zarandajas) para seguir el festín infinito y, como ellos, creen firmemente en la salvación por la técnica, que, como siempre, obrará otro milagro, multiplicando los panes y los peces. Indiana Jones, siempre encuentra una zarza a la que agarrarse en el último segundo.
Hay, pues, un déficit de humanismo. Si el humanismo trata sobre la condición humana, sobre nuestra propia naturaleza, sobre nuestro lugar en el mundo y nuestra relación con él, a los numerarios del laberinto intelectual de hoy les viene grande el nombre de humanistas, porque perciben el mundo desde una plataforma del todo equivocada. En consecuencia, si la imagen del mundo está equivocada, ¿cómo podrán aportar la ética y trazar y proponer alternativas sociales válidas para salir de la trampa y transitar por otros territorios que no figuran en los mapas?
2.- ¿Qué deberíamos esperar hoy del Humanismo?
Humanismo y decrecimiento
El humanismo no es metafísica esencialista, al margen de la historia. Ahora, en este momento crítico, un auténtico humanismo debe ser antisistema, denunciar la inviabilidad de nuestra ruta de civilización, advertir de que los únicos caminos válidos deben respetar los condicionantes biofísicos y asumir que, llegados a este punto, hay que apearse de la ficción (al menos hoy lo es) del crecimiento material ilimitado y emprender una vía de decrecimiento. Pero esa no es más que la línea de salida en la que ya están otros muchos colectivos. Las alternativas del próximo futuro son decrecimiento o colapso, y no es trivial cómo las afrontemos.
Pero, antes de ver qué podría aportar aquí el humanismo, conviene hacer un comentario sobre las posibles implicaciones del decrecimiento. A pesar de lo que se ha escrito sobre esta idea, contiene todavía demasiadas incertidumbres. Es necesario precisar mucho más su alcance y sus variables (proceso de transición, energía y recursos disponibles, población, etc.) y explorar en toda su amplitud su significado antropológico. A veces se dice que solo habría que rebajar la presión sobre la naturaleza producida por el despilfarro del mundo desarrollado, y que ello no significaría sacrificar el auténtico bienestar. Ojalá fuera así, paz y amor, y encontráramos un acomodo satisfactorio en un entorno sin lujos. En teoría, no hay duda de que podemos ser más felices sin la urgencia consumista y sin el ingrato trabajo de producir la montaña de basura necesaria para alimentar al monstruo. Podemos prescindir del atracón de abalorios inútiles y tener más tiempo para los amigos, para disfrutar del ocio, del arte y de la naturaleza. Pero…
Pero no se debería ocultar que, por bien que lo hagamos y por mucho que lo dulcifiquemos, es probable que se produzca un empobrecimiento doloroso impuesto por la penuria energética en un mundo con una población sobredimensionada por el derroche energético[2]. Tal vez podamos alcanzar una razonable comodidad en la pobreza, pero es posible que las versiones decrecentistas que imaginan una vida más satisfactoria simplemente renunciando a los lujos materiales y sustituyéndolos por el ideal epicúreo de los placeres sencillos y más gratificantes queden fuera de nuestro alcance al menos por algún tiempo.
De acuerdo, el decrecimiento de la parte derrochadora del mundo debería ir acompañado de una mejoría de medios para los pueblos hoy excluidos del banquete, pero no es una mera cuestión de vasos comunicantes, donde lo que se pierde en un lado se gana en el otro, porque al disminuir la producción en un escenario de menos energía habría menos bienes, y no me refiero solo a los bienes prescindibles, sino también a los necesarios. ¿Cuántos millones de seres humanos podrían vivir como tales en esas condiciones, por ejemplo, sin la agricultura, la ganadería y la pesca industriales que han engordado la población hasta atestar el planeta? Todavía, no sabemos realmente hasta dónde llegaría el adelgazamiento poblacional y cuánto habría que estrechar el cinturón. Los cálculos son muy dispares[3], pero en el mejor de los supuestos (¡si se produjera un más que improbable concierto universal de voluntades para hacer el tránsito suave!) me temo que no dejaremos de pagar un precio muy alto por los excesos cometidos y, en cualquier caso, el salto a la frugalidad es demasiado grande para gentes adocenadas por el consumismo. No hay redención sin penitencia. Ni que decir tiene lo que sucedería en caso de que no acontezca tal conjunción universal de astros.
Son biólogos, economistas o expertos ambientales conscientes de estos problemas, quienes se ocupan hoy de ellos, pero hay que impregnarlos de más reflexión humanista: humanismo de emergencia para una situación de emergencia. Es necesaria la aportación de antropólogos y de sociólogos, investigadores de la naturaleza humana, del significado de la cultura y de los modelos sociales; de historiadores que mantengan vivas las experiencias y la memoria del pasado y sitúen la deriva del presente en el contexto del largo devenir de la Humanidad; de psicólogos y neurólogos, estudiosos de la mente humana… y de filósofos, esas arañas pensantes cuya tarea debería ser recoger todos los hilos y tejer y retejer incesantemente un lienzo —una cosmovisión— con algo de sentido, sin enredarse en el ovillo; Ariadnas que no pierdan el hilo, que alerten del rumbo equivocado e iluminen nuevos modelos de vida, que ayuden a humanizar la transición, a buscar un lugar o un punto de acomodo, como hicieron en su día los estoicos, los cínicos o los epicúreos cuando la indagación racional sobre el mundo encontró obstáculos entonces insalvables debido a las limitaciones técnicas.
Por impopular que sea el papel de Jeremías, los nuevos humanistas también tendrían que advertir sobre el riesgo muy real de un próximo colapso, explicar lo que tal catástrofe supondría y aportar su capacidad de análisis social e histórico a aquellos movimientos (Transición, Permacultura, etc.) implicados en el tránsito a un mundo en decadencia o arruinado y en acondicionar arcas de Noé por si llegáramos —casi habría que decir “para cuando lleguemos”— al punto de no retorno, cuando nos encontremos, como los personajes de Cien años de soledad, “a la deriva en la resaca de un mundo acabado, del cual solo quedara la nostalgia”. A semejanza de los bancos de semillas que se han alojado en “la bóveda del fin del mundo”, en una remota isla de Noruega, tal vez se puedan introducir en los botes salvavidas semillas de humanismo, de organización social y de ética, con la esperanza de que germinen y ayuden al renacimiento entre los escombros de un mundo deshumanizado, donde colapsarían también el humanismo, el orden social y la ética.
¿Decrecidos para siempre?
Los organismos vivientes, incluyendo a las personas, son simples tubos a los que se introducen cosas por un extremo para que ellos lo despidan por el otro.
—Alan Watts, El libro del tabú.
—¿Qué punto de comparación tenés para creer que nos ha ido bien? ¿Por qué́ hemos tenido que inventar el Edén, vivir sumidos en la nostalgia del paraíso perdido, fabricar utopías, proponernos un futuro? Si una lombriz pudiera pensar, pensaría que no le ha ido tan mal.
—Julio Cortazar, Rayuela.
He aquí una pregunta claramente humanista: ¿Decrecimiento para siempre o hibernación temporal, como hacen algunas plantas y animales cuando les falta agua o la temperatura es extrema, a la espera de otra primavera? El futuro lejano es siempre incierto, pero, para atender y entender bien los retos del presente, un humanismo activo debe, no solo analizarlo en el contexto histórico, sino también extender sus sondas para imaginar futuros posibles.
En la historia reciente nos hemos topado con un filón de energía que hemos agotado en un delirante potlatch. Es posible que toda la civilización industrial no sea más que un breve paréntesis en la historia. Ahora nos toca adaptarnos a un mundo de precariedad energética para salir del atolladero, pero ¿deberíamos acostumbrarnos para siempre, si no a la precariedad, al menos a la austeridad? ¿Es eso lo que dicta nuestra naturaleza, nuestro lugar natural en el mundo?
Es lo que se deduce de algunas manifestaciones más o menos explícitas en círculos decrecentistas: la energía y los recursos a los que podemos acceder sin dañar a la biosfera no darían más que para una vida sencilla en lo material, de manera que nuestros descendientes tendrán que acomodarse a las limitaciones naturales, como hicieron nuestros antepasados antes de la aventura fáustica. Podríamos, incluso, convertirlo en un ideal: un regreso a la era feliz en la que sabíamos cómo vivir en el mundo, como las aves del cielo, que no necesitan hilar ni sembrar porque el cielo cuida de ellas. Un ideal —naturales para siempre— que, mira por dónde, ahora tendríamos la oportunidad de alcanzar por vía de urgencia. Superado el trauma inicial, sería nuestro legado para la posteridad.
Por supuesto, debemos ser siempre naturales, si con esa expresión queremos decir “integrados amistosamente en la naturaleza”. Pero no es una contradicción afirmar que nuestra forma natural de ser es ser culturales. Somos culturales por naturaleza; tenemos manos y cerebro, que nos conducen necesariamente a indagar sobre nuestro entorno e intentar comprenderlo mejor para reducir la incertidumbre y protegernos más eficazmente de las fuerzas y factores que resultan azarosos cuando los ignoramos, y mejorar así nuestras condiciones de vida. El resultado es esa prótesis creciente que denominamos cultura. Producimos cultura como las abejas producen miel. ¿Podemos parar la historia y volver a nuestro “nicho natural”, o fosilizarla en algún punto intermedio que nos parezca conveniente?
El mundo no es estático. De las primeras bacterias ha surgido todo el esplendor de la biosfera, y la naturaleza humana se ha transformado desde la cuna africana. Y lo que ocurre sosegadamente en la biología lo ha acelerado tanto la cultura que se nos va de las manos. Parece necesario introducir más reflexión y avanzar paso a paso, tanteando el terreno, revisando permanentemente la perspectiva. Precisamente de eso (de explorar sin descanso, de intentar entender, de intentar orientarnos, de intentar mantener algún control, de intentar corregir el rumbo) va el humanismo. Las lombrices pueden vivir sin él (“felices como lombrices”): tubos que se limitan a procesar sin descanso los nutrientes de la tierra que ingieren por el agujero de delante y expulsan por el de atrás, para alumbrar nuevos tubos que procesen más tierra… Pero, ay, las lombrices no tienen delante un abultado cerebro febril. Los cabezones tubos humanos, para procesar los nutrientes que necesitan para alargar un poco su propia duración y para dar a luz a otros tubos humanos que a su vez den a luz a otros tubos, hacen leyes y guerras, levantan civilizaciones, se encadenan a trabajos basura o juegan al golf, o a la bolsa, o componen poesías e imaginan el mundo y quieren encontrar su sentido o darle sentido; en fin, todo eso que sucede entre la entrada y la salida, y que llamamos vida. El humanismo (podríamos decir la filosofía) nació precisamente para tener perspectiva, para intentar gestionar nuestra perplejidad.
La visión tubular de la vida es una metáfora de la entropía. La energía, al degradarse en su camino hacia el equilibrio (la muerte térmica del universo), efectúa un trabajo y genera cosas: átomos, estrellas, planetas y biosferas; remolinos en una corriente (sistemas disipadores de energía, los llaman los físicos). La vida se nutre temporalmente de esa corriente de disipación, la desvía a su favor como el canal de agua de un molino. No somos espíritus puros: necesitamos energía y otros recursos materiales para construir una vida buena, y la cantidad no es del todo indiferente. De acuerdo, ahora sabemos que más no es siempre mejor. El crecimiento infinito basado en recursos finitos ha demostrado ser una ficción devastadora; hay que olvidarse del crecimiento material por bastante tiempo y apostar por una vida más sencilla (la Vía de la Simplicidad). Sin embargo, no encuentro argumentos fundamentales para descartar que un lejano día, en otra vuelta de la espiral, tras el correctivo que nos espera, otras generaciones más sabias y éticas que la nuestra, reconciliadas con la madre naturaleza, sepan aprovechar más y mejor sus generosos recursos para protegerse mejor del azar, al servicio de una vida social e individual más plena. A ellas les tocará decidir cómo utilizarlos. Sin agobios materiales, tal vez pongan sus mayores recursos y conocimientos al servicio de una vida sencilla de progreso humano (de mejora de la condición humana); o quizá… ¿Quién sabe?
Nuestra patanería fáustica, el engreimiento de volar con alas de cera, podrá servirles de advertencia, pero, si han aprendido la lección y se atienen a las reglas de Gaia, nuestros recelos, nuestra incapacidad y nuestros límites no tienen por qué ser los suyos, ni tienen por qué adoptar como suyas las utopías surgidas en la urgencia del decrecimiento (una utopía de cazadores-recolectores o de agricultores preindustriales, o una civilización industrial autolimitada, instalada para siempre en algún punto por definir). Pero entramos en el reino de la fantasía. Si se trata del futuro, podemos y debemos siempre imaginarlo y estar atentos a las señales para intentar evitar o minimizar los errores, pero no nos corresponde a nosotros, con nuestra conciencia de fracaso y nuestra corta perspectiva, marcar una meta o establecer un límite. De momento, sin dejar de otear el horizonte, tenemos un difícil problema que resolver. Y luego… luego ya se verá. Desconocemos los caminos que se abrirán en el futuro (si es que existe tal cosa) y además, como escribió Elías Canetti, “El futuro siempre falla: influimos demasiado en él”.
Todavía es mucho lo que desconocemos sobre la naturaleza humana y sobre la interacción con el conjunto de la biosfera, y el buen humanismo, como la buena ciencia, se mueve en la incertidumbre; aprende porque duda. Todavía no sabemos. Tal vez la ambición y la falta de escrúpulos y de empatía sean más fuertes que la bondad y el sentido ético; tal vez la especie humana no tenga remedio, porque es una mezcla descompensada en la que la piedra de la ambición pesa demasiado y Sísifo esté condenado a caer siempre, una y otra vez, por la pendiente, pero la fatalidad es una hipótesis inservible, que no nos ayuda como guía social. Puesto que no lo sabemos, más nos vale actuar como si pudiéramos hacer las cosas mejor y esforzarnos por mejorar la condición humana. ¿Quién sabe? Tal vez Sísifo consiga desembarazarse algún día de su infame carga.
Curiosas criaturas, estas de la autoconsciencia. Demasiado complicadas, así que necesitan el humanismo para intentar (digo intentar) entender algo de lo que les pasa, prevenir errores y labrarse una vida buena mejorando su relación con el entorno. Volviendo al principio, no tendría mucha importancia llamarlo posthumanismo si ello significara, no una descalificación del humanismo renacentista e ilustrado, sino la aplicación del espíritu crítico a un tiempo diferente. Pero insisto en que es, además, un término contaminado. Así que prefiero seguir utilizando la vieja y noble palabra humanismo. Aunque la ambigüedad terminológica contiene una afortunada deriva: una de las tareas importantes de este humanismo renovado debería ser reflexionar sobre el punto fronterizo al que hemos llegado, de coacción extrema a la naturaleza y de transgresión de la propia naturaleza humana (poshumanismo biotecnológico), porque aquí está el núcleo de nuestros actuales apuros: nos enfrentamos a nuestros límites.
Dicho esto, y con solo cambiar “posthumanismo” por “humanismo renovado”, muestro mi acuerdo con este párrafo del artículo antes citado de Santamaría et alii, en el que, glosando el pensamiento de Jorge Riechmann, proponen “construir un posthumanismo en minúsculas y humilde, que tome lo mejor de la Ilustración y del Humanismo, y que permita enfrentar los desvaríos transhumanistas. Desvaríos que no son sino un síntoma de los que exhibe la gigantesca “mega-máquina” tardo-industrial y capitalista, que se niega a reconocer y asumir los límites que no puede siquiera aspirar a superar”[4].
Notas
[1] Santamaría Pérez, Adrián; Pinto Freyre, Jesús; Martínez Botija, Sergio: “Entre el “trans”- y el “post”- humanismo. Una comparación seguida de una labor de bricolaje”, en Tecnología e innovación social. Hacia un desarrollo inclusivo y sostenible, Feltrero ed., 2018, págs. 45-60
[2] Véase, por ejemplo, el artículo de Ted Trainer «Degrowth: How Much is Needed?«, con bibliografía relevante.
[3] Véase en http://www.detritivoros.com/ la tabla elaborada por Manuel Casal que amplía la contenida en la 2ª edición del libro Nosotros los detritívoros (Asociación Touda, 2014), con estimaciones hechas por diferentes autores.
[4] Santamaría et alii, op. cit., pág. 59.