(Los siguientes textos, como los anteriormente publicados en esta revista, forman parte del libro Vivir, publicado en 2020 por la Editorial Milenio, con ilustraciones de Virginia Pedrero.)
Empoderar
Miró el río que ya no servía para beber. Miró la mina. Miró el cartel con el nombre de la empresa de otro país que había decidido iniciar su actividad meses atrás. Miró las máquinas que sacaban oro de las entrañas de la tierra. Miró el lugar donde se vertían todos los residuos al río. Miró los camiones que llevaban ese metal hacia otros países. Miró el río de nuevo. Sin agua limpia no podremos vivir.
«Nos han quitado tanto que hasta el miedo nos lo quitaron», dijo.
Después se juntó con las demás mujeres para caminar, sin prisa, hasta la puerta de la mina custodiada por varias filas de policías.
Habían decidido no detenerse hasta que la empresa minera se fuera de aquel lugar.
Interconectar
Hay un camino de tierra y una casa. Ella está después de esa imagen inmutable, su blusa movida (levemente) por la brisa. Tiene en las manos maíz y zanahorias, recién recolectadas.
La primera vez que fui permanecí allí quieta. A lo lejos. Observándola durante mucho rato. Sus movimientos pausados, su ausencia de prisa.
De todo lo que me contó en ese primer encuentro lo que más me costó comprender es que no le importase que los pájaros y los saltamontes se comieran una parte de su cosecha. Esa que cuidaba con tanto esmero.
–No me importa que se coman un poco de maíz –dijo–, la tierra no es mía, yo no soy su dueña, soy una parte más de la vida, como los pájaros y los saltamontes. Para que haya maíz tienen que existir también esos otros seres vivos.
Todavía hoy, cuando camino pisando el asfalto de la ciudad, me tengo que repetir una y otra vez lo que me decía esta mujer campesina, a la que le sorprendía mucho que en el colegio no me hubieran enseñado algo tan importante.
–Los pájaros, los saltamontes, tú y yo somos parte de una red formada por tierra, agua, plantas, animales y aire. Esa red es la vida.
Colectivizar
A Martín le gustaban mucho las matemáticas, pero no entendía por qué los problemas que aparecían en los libros pedían siempre hacer cálculos sobre cuánto dinero ganaba el dueño de un campo de trigo, y no de cómo repartir el cereal de manera justa entre todas las campesinas y campesinos que trabajaban la tierra.
Gritar
Correr para no llegar tarde. Trabajar para que otros se enriquezcan. Obedecer leyes y normas injustas. No tener tiempo para charlar con calma. No tener tiempo para jugar. No tener tiempo. Beber con miedo el agua del río. Olvidar que otras antes fueron capaces de cambiar situaciones injustas. Aguantar sin decir nada. No ser capaces de imaginar días distintos. Desconocer lo que se siente al pasear por un bosque. Saber que la vida de todas las personas no vale lo mismo. Ver siempre muros altos en las fronteras. Vivir pensando solo en el día porque no sabes si mañana llegará para ti. Todo mata. Todo resta a la vida.
No era así el mundo que quería.
Y como no sabía qué hacer, gritó.
Entonces fue cuando Mauro se acercó y, ofreciéndole su mano, la invitó a participar en la asamblea del barrio. Había muchas personas de distintas edades.
Todas pensaban que no era así el mundo que querían.
A veces, gritar, sirve.
Contar
Dicen que no se aburrían porque siempre había historias. Historias narradas al calor de la lumbre en invierno o al fresco de las noches de verano.
Eso bastaba para entretenerse.