(Artículo previamente publicado en El Salto.)
Una de las críticas más repetidas que se realizan desde el ecologismo social al ecologismo que podríamos calificar de neoliberal es su énfasis exclusivo en que para salir de la crisis ambiental son necesarios cambios de hábitos individuales (apagar las luces, cerrar el grifo, etc.), que además no tienen mirada de clase (todas las personas tienen que hacer básicamente lo mismo).
Comparto ese posicionamiento: no se puede realizar ningún avance de fondo y realmente relevante hacia la sostenibilidad sin cambios estructurales, para empezar una articulación social no capitalista. Desde este punto de vista, apelar a cambios individuales resulta nimio. Además, la desproporción entre los problemas y nuestra capacidad de actuación individual es tan grande, que lo que hagamos en nuestra casa roza la irrelevancia.
Sin embargo, en ocasiones esta crítica se desliza hacia plantear que los cambios individuales no tienen ninguna importancia en el proceso de construcción de sociedades sostenibles. No comparto esta mirada. Creo que las transformaciones de hábitos individuales son centrales.
Antes de realizar una apología de la relevancia de las acciones individuales, aclaro que lo hago desde el enfoque de la teoría del cambio, no desde un enfoque moralizante. Dicho de forma más clara: no le quiero decir a nadie lo que tiene que hacer. Entro en las tres razones por las que creo que los cambios de hábitos individuales son básicos.
La primera es que significan un ejercicio de empoderamiento. Cuando me responsabilizo y tomo el control de mis actos individuales estoy construyendo una autoimagen de que soy sujeto y no objeto. Recupero trozos de autonomía sobre mi vida. Es como una gimnasia ciudadana. O, dicho al revés, si ni siquiera soy capaz de realizar cambios en mi vida autodirigidos, ¿qué esperanza le voy a dar a un cambio más colectivo con algún componente democrático?
Esos cambios personales se pueden realizar en coordinación con otras personas, es decir, además de cerrar el grifo y apagar las luces, articular cooperativas energéticas renovables, circuitos cortos de comercialización o huertos comunitarios productivos. Entonces, la irrelevancia del acto individual se transforma en la relevancia del poder colectivo. Tal vez todavía una relevancia pequeñita en el contexto de la hegemonía capitalista, pero la gimnasia ciudadana se va tornando en un ejercicio real de contrapoder.
La segunda razón es que es tan cierto que no hay cambios de calado sin cambios estructurales, como que no hay cambios estructurales sin cambios personales. No hay un huevo revolucionario macro antes de una gallina revolucionaria micro, sino que todo se tiene y solo se puede dar a la vez.
Esto no lo digo fundamentalmente porque lo colectivo esté hecho de la interacción de muchas individualidades, que también, sino porque no actuamos como pensamos, sino que pensamos como actuamos. Es decir, que adaptamos nuestros valores a nuestra forma de estar en la vida, más que nuestras formas de actuar a nuestros valores. De este modo, el hábito es muy importante, pues es el factor central (o al menos un factor central) de los cambios de imaginarios, de dioses, de cosmovisiones, de sistemas de valores en las sociedades humanas. Meternos dentro de los límites del planeta implica vidas muy austeras. Las cuentas no salen de otro modo si queremos hacerlas con una mirada de justicia global. Y esa austeridad se construye con hábitos que nos hagan normalizarla e interiorizarla.
Un tercer elemento es que comunicamos con los actos más que con el discurso. En una comunicación de este tipo, las cosas no solo tienen que ser, sino que, además, tienen que parecer. Es decir, deben explicarse por sí mismas y resultar obvias. Por poner un ejemplo, el chalet de Iglesias y Montero se puede explicar (el cole de las criaturas, la intimidad, el préstamo familiar, etc.), pero es una explicación tan difícil que les ha resultado al final imposible. Los actos han comunicado mucho más que las explicaciones. En contraposición, la modestísima casa en la que siguió viviendo Mújica mientras fue presidente de Uruguay comunicaba por sí misma, no hacía falta explicar nada. En ese aspecto hay pocas medias tintas. O nuestra vida se parece a nuestro discurso o realmente nuestro discurso perderá gran parte de su fuerza.
Dicho de otra manera, una forma básica de aprendizaje de los seres humanos es por imitación, buscamos modelos que nos gusten y que nos parezcan alcanzables. Tenemos que ser ese modelo para no desperdiciar esa vía de transformación.
En ocasiones se plantea que vivir de manera radicalmente coherente con un discurso dentro de la ecología social nos hace alejarnos de las mayorías sociales, pues nos ven como extraterrestres. Creo que ese argumento entiende las sociedades como una foto fija, como algo que no evoluciona. Las sociedades están cambiando continuamente y cualquier cambio al principio ha sido minoritario y se ha visto como algo lejano por las mayorías sociales. La disputa está en hacer atractivos y factibles comportamientos hoy extraños para que, pasados determinados umbrales, se conviertan en la norma social, en lo que es normal. Dentro de ese proceso, mostrar la felicidad que supone vivir de forma austera puede resultar ajeno a muchas personas, pero, a la vez, muy atractivo.
A esto se añade que esta crítica creo que esconde la asunción de que formas de vida radicalmente sostenibles no son asumibles por las mayorías sociales. Es una declaración de derrota implícita que no comparto. Por un lado, en la historia de la humanidad han sido muchísimo más abundantes las sociedades sostenibles que las insostenibles. Por otro, una vida dentro de las propuestas del ecologismo social no solo es más justa, sino que es más digna y feliz, pues la fuente básica de emociones agradables y de satisfacción de necesidades es la interacción social. Otra cosa es que llegar a ese tipo de vida no es sencillo en nuestro contexto socioeconómico.
En resumen, de lo que estoy hablando es que los cambios de hábitos, las pequeñas acciones cotidianas individuales y colectivas, tiene que ver con un proceso educativo interno y externo imprescindible para que se produzcan transformaciones sociales.