(El artículo fue recibido en nuestra redacción en noviembre de 2020.)
La espiritualidad no equivale a la religiosidad. La espiritualidad ha sido tan determinada por la religiosidad que ha quedado eclipsada. La religiosidad es fácilmente política. La espiritualidad es fácilmente curativa. ¿Dónde se encuentra el espíritu en la simbiogénesis? Pista: está ahí, en algún lugar.
—Ginny Battson[1]
El ser humano es un animal necesitado de sentido. Forma parte inherente de la condición humana buscarle un sentido a su existencia. Para ello han surgido a lo largo de la historia diferentes respuestas culturales, algunas en forma de religión, que han pretendido ofrecer una respuesta a la absurdidad y vacío de la existencia dotando a la vida humana de un sentido de pertenencia a una entidad superior, en la cual, mediante la comunión (o relación íntima con el Ser) sus vidas se ven en cierto grado cumplidas. Tanto las grandes religiones monoteístas como las cosmovisiones indígenas tienen su propia visión del origen del cosmos, un relato sobre el lugar que ocupa el ser humano en ese cosmos, así como una propuesta de orientación moral en relación a la consideración y el trato que debe establecerse hacia el resto de seres vivientes, humanos y no humanos.
En todas estas cosmovisiones existe una noción de lo sagrado que protege algún aspecto de la existencia, derivada del conocimiento de que en él reside un valor esencial que debe ser salvaguardado. Gracias al estudio de algunos antropólogos conocemos que, por ejemplo, los pueblos aborígenes australianos, al igual que la mayoría de culturas, tienen un relato sobre el origen del cosmos (o cosmogonía) conocido como El Sueño[2], un mito sobre la creación equivalente al que encontramos en el Génesis de La Biblia cristiana, según la cual “en el principio era el Verbo” o la Teogonía de Hesíodo en la Grecia Antigua, según la cual “en el principio era el Caos”. El Sueño hace referencia a la conexión íntima que existe entre todos los seres así como de los procesos que rigen y posibilitan la vida, un conocimiento vinculado a la experiencia directa de comunión con la Tierra.
La Modernidad occidental supuso una oleada de homogeneización y laicización de las culturas en todos los rincones de la Tierra que fueron colonizados por el modo de vida y sistema de creencias europeo. Así, las sociedades modernas abandonaron cualquier tipo de autoridad o creencia trascendental, deslegitimadas, como fundamento moral, ontológico o epistémico inválido. Las fórmulas para dotar de sentido a la existencia en ausencia de un Dios y con ellas, de lo sagrado, experimentaron una profunda crisis. Asimismo, la progresiva industrialización del mundo alentó las ilusiones de dominio racional por parte del ser humano del resto de la Creación (o Naturaleza), a través de la ciencia y la tecnología, convirtiendo a la técnica en el principal valor sagrado secular de las sociedades modernas, identificado con la capacidad humana para intervenir sobre una Naturaleza carente de valor intrínseco, inhóspita e irrelevante.
Si atribuimos a las narraciones que nos venimos contando a nosotros mismos desde hace varios siglos el extravío cultural de nuestra civilización que ha desencadenado la hybris primordial, esto es, el abandono del respeto y la transgresión sistemática de las reglas que rigen la Vida, se hace fundamental reconstruir nuestra cosmovisión fragmentada, nihilista y agresiva, cuya consecuencia más elemental es la crisis socio-ecológica, síntoma de la crisis civilizatoria que atravesamos. Ante la constatación de que antropológicamente nos es prácticamente imposible vivir sin un sentido de trascendencia, la construcción de una espiritualidad orgánica que reconcilie al ser humano con la Naturaleza desde la apreciación emocional, estética y racional[3] de la trama de la Vida de la que somos parte es una tarea cultural de primer orden para afrontar la crisis civilizatoria.
Desde la ética ecológica son muchos los autores y las corrientes de pensamiento que han abogado por una espiritualidad laica como fundamento de una ética ecológica[4] que devuelva la experiencia de sentido y trascendencia perdida durante la Modernidad occidental y reconecte la vida humana con el Todo del que forma parte y de cuyo equilibrio y bienestar depende radicalmente. Se trata de una espiritualidad laica pues no se adscribe a ninguna confesión religiosa —aunque tampoco las niega—, sino que cifra su experiencia de sentido, comunión trascendental y concepción de lo sagrado en el despliegue de la Trama de la Vida, las condiciones esenciales que la hacen posible, duradera y floreciente. Hacerlo significa, esencialmente, adoptar una cosmovisión holística (“todo está conectado con todo lo demás”[5]), reconocer nuestra condición ecodependiente y asumir nuestros límites como posibilidad y no como imposición.
Notas
[1] Trad. propia: “Spirituality does not equate with religiosity./Spirituality has been so shaped by religiosity, it’s overshadowed. Religion is easily political. Spirit is easily healing./Where is the spirit in symbiogenesis? Hint: it’s there, somewhere. 19 de octubre de 2020. [Hilo de tuits]
[2] Glenn Albrecht (2020), Las emociones de la Tierra, MRA Ediciones, Barcelona, p. 18.
[3] Tarea en la cual el conocimiento científico es sin duda un aliado imprescindible, aunque no el único ni el más importante.
[4] Destaca la ecología profunda, no exenta de críticas por su perspectiva ecocéntrica, sobre todo por parte del ecologismo social de inspiración marxista, aunque también el humanismo cristiano. En realidad, lo que proponemos aquí no es muy lejano al panteísmo spinozista o la ontología relacional del Budismo.
[5] Uno de los lemas del ecologismo atribuido a Barry Commoner, pionero del ecosocialismo, aunque ya presente como intuición fundamental —una verdad básica— de los saberes tradicionales de la práctica totalidad de pueblos indígenas.
Un ensayo impecable y que suscribo totalmente. Cabría añadir quizás, que, para poder integrar esa nueva espiritualidad laica y que el conjuro surta efecto, el verdadero enemigo interior con el que hay que aprender a bailar es nuestro miedo al dolor. El dolor que supone desengancharse de la droga que este sistema nos proporciona.
Desde que nacemos solo se nos transmite una idea: sin lo que el estado nos proporciona no somos nada, el individuo no tiene ningún poder sin su protección y mantenimiento, y se nos enseña a temer al dolor (que sobreviene sin las comodidades proporcionadas por el estado) mucho más que a la propia muerte. Por supuesto que es la reconexión con la red orgánica gaiana lo único que puede empoderar de nuevo al individuo. Por eso esta civilización, o este cáncer de Gaia, se compone de individuos sin poder alguno.
Antes, para dominar, se asustaba con la idea de que tras la muerte llegaba la penitencia de verdad, que la penitencia que infligían los poderosos a sus esclavos en vida no era nada en comparación con el infierno. Ahora, una vez deslegitimada la religión, el sistema se ha adaptado para poder dominar a través del suministro creciente de placer inmediato, y a través de promocionar el miedo al dolor. Ese dolor puede ser directo, cuando experimentamos con desagrado y rechazo esa desconocida e inusual sensación, o indirecto, si el placer al que estamos acostumbrados no se tiene por un momento.
Hoy he empezado a leer Walden, de H. D. Thoreau, y en el prólogo, Henry Miller dice «No se alcanzan grandes metas a través del miedo a la extinción. Los hechos que mueven al mundo, sustentan y dan la vida, tienen una motivación muy diferente». Hoy por hoy, lo que mueve al mundo es el miedo al dolor y la adicción al placer inmediato, sin a penas coste para el consumidor pero con un coste infinito para la vida y para la autoconfianza en sí mismo del individuo. Pero no vamos a combatir ese miedo con más miedo. Lo de hablar del colapso y temblar está bien como revulsivo, pero es imprescindible poner el foco, como hace este ensayo, en la necesidad de fijar la atención en la experiencia de andar el camino. Y esa experiencia es plena con dolor, no solo con placer.
Pues eso, creo que un pilar fundamental de esa nueva espiritualidad sería replantearse qué es el dolor, qué nos da miedo, ¿nos da miedo que nos quiten las comodidades proporcionadas por el mundo industrial, o nos da miedo no ser libres y seguir sin confiar en nuestras posibilidades como individuos? El dolor de una ducha fría diaria que se convierte en placer cuando la alternativa es no disponer de agua limpia para ducharse en meses. El hambre, el frío, la soledad, la dureza de enfrentarse a los elementos para proporcionarse alimento, todo era parte indisoluble de la experiencia vital, y, como dice Miller en el prólogo de Walden, ya no podemos llamar a esta experiencia vital nuestra, vida, sino tan solo existencia.
Cualquiera que haya dejado el tabaco, por ejemplo, sabe lo duro que es renunciar al placer inmediato, porque es una lucha que nunca acaba. Pues es eso, solo que multiplicado por la cantidad de vicios inconmensurable a los que estamos enganchados. Hay que encontrar el atajo, porque enfrentarlos uno a uno no es viable. Buscarlo desde una visión holística por supuesto, porque la suma de victorias no nos llevará a la victoria.
Cuando se corte de golpe el grifo ya no quedará otra opción que adaptarse, pero mientras eso llega, si nuestro objetivo es, ya no amortiguar la caida, sino reaprender a ser libres por voluntad propia y no por obligación, hay que encontrar la manera de hackear nuestra mente, hay que encontrar ese atajo.
Cada cual ha de encontrar la forma, la práctica concreta que le lleve al conocimiento interior, que, como digo, no es otra cosa que descubrir que se forma parte de una red. Acostumbrarse a responder simbióticamente a sus estímulos y formar parte activa en ese constante intercambio de energía circular.
Nuevamente, en palabras de Miller, no es necesario pensar, no hace falta llevar una vida bondadosa, sino crearse una vida bondadosa. Y en palabras de Thoreau, ¡tranquilos! la vida está alrededor, no allá, no en la cima de la montaña.
No sea que andando la senda milenaria del buscador, lleguemos a redescubrir que Dios no era el dios del que dices que se ha abjurado últimamente, tan parecido a las subjetividades humanas. Y que siempre está ahí, inmóvil en su ser de Amor y Permanencia.