Comenzamos el año 2020, con cierta ilusión como sucede cada primero de enero, aunque ya sabíamos que nos enfrentábamos a una crisis ecosocial sin precedentes. También éramos conscientes que con el desenfrenado avance de la frontera agrícola (industrial y química-dependiente), la desmesurada industrialización y el descomedido urbanismo, no solo aumentaban los índices de deforestación y las emisiones de CO2, abríamos también las puertas de par en par a infinidad de microbios para llegar a los humanos.
No era —ni es— la primera vez que sucede, hay muchos ejemplos en la historia reciente. A principios de marzo, me encontré con un gran amigo e hicimos un corto pero enriquecedor viaje en el que hablamos justamente de todo ello y de los años que hace que tenemos literatura científica que nos avisa de riesgos que corremos. Poco después, se nos comunicaba del avance de la Covid-19 en toda Europa y comenzaron las restricciones a la movilidad para intentar suavizar su incidencia y contagio. Todo ello nos arrastraba a profundizar en la crisis económica ya en esos momentos en ciernes. Así que, de pronto, volvimos a revivir situaciones similares a las del 2008, que parecían estar superándose.
De nuevo nos despertamos con amplios sectores de la población en situación de vulnerabilidad. Muchas asociaciones vecinales, ONG y personas a nivel particular nos pusimos en marcha para formar redes de apoyo mutuo. En muchos casos no fuimos conscientes en un primer momento de la magnitud de los problemas. Creció el número de familias sin recursos para una alimentación suficiente, había quien no podía ir a buscar sus compras o hacer ciertas tareas, quien no tenía los medios para otras actividades como realizar muchos de los trámites ante las administraciones, sin contar con la ignorada brecha digital.
Es decir, nos encontramos ante una nueva emergencia de pobreza, que incluye todos sus apellidos: energética, habitacional, alimentaria… Pobreza, con toda su crudeza. Sabemos que el perfil de los sectores en riesgo de exclusión arrastra —o es arrastrado a percibir— un fuerte sentimiento de culpabilidad que genera desmotivación y una profunda desconfianza en sus propias posibilidades para salir del pozo al que se han visto impelidos. Esta situación emocional es la principal dificultad para que la gente empobrecida pueda revertir y salir a medio plazo de la situación en la que está sumida. Generar autonomía a las personas, empoderarlas, combatir el sentimiento de fracaso… requiere prácticas activas con participación de las propias personas empobrecidas para recuperar la confianza en sus propias fuerzas.
Es precisamente en este contexto y teniendo en cuenta estas premisas, que desde un primer momento buscamos fórmulas de desarrollar la solidaridad huyendo del paternalismo a que nos aboca cualquier emprendimiento basado en la caridad. Aunque se intentó —y se sigue haciendo— cubrir todas las necesidades que es imprescindible cubrir, me interesa aquí contar una en particular sobre ALIMENTACIÓN (sí, con mayúsculas).
En este terreno, buena parte de las respuestas vienen de la mano de la red estatal del Banco de Alimentos, pero está claro que además de ser un proyecto caritativo, no pretende ni va a a provocar cambios estructurales y mucho menos atacar las causas profundas ni del hambre ni del desperdicio alimentario. Por todo ello, un grupo de personas decidimos impulsar un nuevo e ilusionante proyecto, al que denominamos AlterBanc, con el cual intentamos dar respuesta no solo a la grave situación descrita, sino también al riesgo de agudizar aun más la situación en que se encuentran las pequeñas fincas agrícolas y ganaderas de proximidad, que además se enfrentaban al cierre de los comedores escolares donde se distribuye parte de su producción.
Así que, rozando la cuadratura del círculo, logramos, gracias en principio a una pequeña subvención, crear una alternativa alimentaria, desde la autogestión, con los principios de la Economía Social y Solidaria y bajo los criterios de la Agroecología. Con todo ello, estamos convencidas de trabajar, no solo contra la pobreza alimentaria, sino también contra las injusticias Norte/Sur que provoca esa agroindustria depredadora, así como contra la crisis climática, además de ayudar a evitar la desaparición de nuestros campesinos y campesinas y colaborando en prevenir la aparición de nuevas pandemias. Desde un primer momento se ha trabajado exclusivamente a partir de pagar el coste de los alimentos, con precios remuneradores y dignos, con criterios de transparencia, que permitan la continuidad de la actividad tanto agraria, como logísticamente, la distribución de los mismos.
En AlterBanc no solo reivindicamos sino que intentamos llevar a la práctica el derecho a una alimentación sana, equilibrada y suficiente, socialmente justa y ecológicamente sostenible, a la vez que generar un modelo descentralizado, resiliente, abierto, que promueva la autonomía y la organización colectiva, evitando las consecuencias nefastas de los sistemas asistencialistas y estigmatizadores. En definitiva, buscando promover una vida digna para todas. Cuidándonos, cuidando y dejándonos cuidar.
brrr … Lo de banc rechina estrepitosamente.
Y mira que lo siento.
Naturalmente … sé que no va de «eso», pero a la vez tambien es «eso» pues sintoniza con «lo otro», con la falsa idea de que los bancos se limitan a administrar lo que «la gente» deposita en ellos, pero eso nunca ha sido cierto y por lo tanto el mero usar esa denominacion blanquea y petrifica en el neurotico inconsciente colectivo la idea sobre los bancos.
Bueno, Dubitador, no podemos aportar aquí la etimología concreta de la expresión «banco de alimentos», pero no tiene por qué estar relacionada con ese significado monetario: la palabra banco tiene —no sólo en catalán o en castellano— muchos significados y etimologías diversas incluso para cada varios grupos de significados. No todo el mundo piensa en «bancos» de dinero cuando oye la expresión «banco de alimentos».