Adrián Almazán: Querido Asier, este libro [La batalla por las ideas tras la pandemia. Crítica del liberalismo verde, Libros de la Catarata, 2020] no es el primero que sale a la luz reflejando tu trabajo, ya que en 2018 publicaste también La economía política del desastre. ¿Existe algún vínculo entre ambos? ¿Qué novedad aporta esta nueva publicación?
Asier Arias: No quiero sonar exagerado, pero diría que el vínculo entre ambos libros es la desesperación. Mi trabajo académico no tiene nada que ver con la crisis ecosocial en curso, y quizá resulte por tanto un poco extraño que me lance a publicar textos sobre el tema. Sin embargo, es imposible comparar la imagen que ofrecen de esa crisis los medios de masas con la que ofrecen las publicaciones científicas sin desesperarse. A la raíz de esa desesperación, trazando la línea que une ambos libros, está pues el hiato entre la gravedad de la situación y el calado de las soluciones publicitadas desde los principales centros del poder económico, político y mediático.
Con todo, más allá de esa raíz compartida, sí que hay diferencias importantes entre los dos libros, y puede que la principal sea el tono. En La economía política del desastre mi intención –bastante genérica– era la de ganar adhesiones ecologistas, de forma que procuré perfilar la idea de la inevitabilidad de un colapso ecosocial catastrófico dentro de nuestro sistema socioeconómico de tal modo que cualquiera pudiera digerirla. Habida cuenta del carácter negacionista de nuestra ortodoxia cultural, el ejercicio era complicado. En La batalla por las ideas he sido más explícito, entre otras cosas porque lo que intento hacer en este libro es identificar esa cultura medioambiental ortodoxa y poner de relieve su desconexión con los hechos y con cualquier interpretación sensata del principio de precaución. La intención no es tanto la de ganar adhesiones –que también, claro– como la de explicar por qué la vaga adhesión ambientalista de la cultura de masas es en el fondo una adhesión a la devastación ambiental.
¿Qué es eso del liberalismo verde? ¿Es un fenómeno novedoso?
El liberalismo verde es, justamente, esa cultura medioambiental ortodoxa a la que me refería. Si nos ceñimos a la literatura especializada, el liberalismo verde es una nueva corriente en filosofía política. No obstante, si me he decidido a escribir sobre el liberalismo verde no ha sido para hablar de filosofía política: implícitas en la cultura dominante encontramos todas y cada una de las ideas que defienden los liberales verdes, y lo que a mí me interesa es subrayar el carácter irracional y sumamente peligroso de esas ideas.
Dada esta coincidencia de fondo entre liberalismo verde y cultura de masas, al cotejar el contenido de los textos de los liberales verdes con el de las notas de prensa, los telediarios, los discursos políticos o las columnas de opinión, cuesta evitar la conclusión de que el liberalismo verde no es una filosofía política entre otras, sino de hecho la filosofía política con la que nos ha tocado vivir. En otras palabras, el liberalismo verde, en tanto corriente de pensamiento político, se ha limitado a recoger y reformular con algo de pompa los lugares comunes de la cultura medioambiental hegemónica –entre ellos, el crucial: el de que nuestro sistema socioeconómico puede hacer frente a la crisis ecosocial en curso con sólo efectuar un par de reajustes menores aquí o allá.
En cuanto a si se trata o no de un fenómeno novedoso, la etiqueta liberalismo verde fue acuñada a finales de los noventa, pero para entonces el fenómeno llevaba más de una década gestándose, paralelamente, en el ámbito académico y en el estatal-corporativo. Los esfuerzos en la línea estatal-corporativa se prolongan hasta nuestros días en esas campañas de relaciones públicas articuladas en torno a los habituales eslóganes de la responsabilidad social corporativa, el desarrollo sostenible, el crecimiento verde, etc. La traducción al castellano de estos eslóganes es sencilla: los principales agentes de la crisis ecosocial solicitan apoyo estatal en su ineludible hoja de ruta de abandono de los combustibles fósiles y los Estados anuncian como grandes triunfos políticos los correspondientes subsidios. La norma es que esos subsidios terminen engrosando la cuenta de resultados de las empresas que ya dominan sus respectivos sectores, y asimismo que acaparen esos recursos públicos, justamente, las empresas que en menor medida contribuyen al erario. Por si ello fuera poco, la excusa para estos regalos de papá Estado a sus hijos pródigos suele consistir en proyectos injustificables o directamente aberrantes desde el punto de vista ecológico.
Por su parte, los esfuerzos en la línea académica apuntaban en la misma dirección que aquellos eslóganes estatal-corporativos una década antes de que comenzara a hablarse de liberalismo verde en la literatura académica. No resulta particularmente sorprendente que quepa rastrear los antecedentes inmediatos de la filosofía política del liberalismo verde en el pensamiento económico, y concretamente en el género literario de los negocios verdes, que empezara a cultivarse a comienzos de los noventa. El problema que abordaban los textos de este género era el de la cuadratura del círculo del capitalismo verde. Las recetas, las consabidas: la eficiencia del mercado encarnada en ferias de compraventa de derechos de polución; la magia de la suma de las decisiones individuales devenida consumismo verde y, sobre todo, la esperanza de que la supuesta capacidad innovadora de la iniciativa privada logre algún día engendrar tecnologías redentoras capaces de amortiguar el golpe.
Tras diez años encajando de diferentes modos estas piezas, el género de los negocios verdes no daba mucho más de sí. En aquel contexto, a finales de los noventa, la irrupción del liberalismo verde no trajo consigo piezas nuevas, sino más bien una redistribución de las disponibles en clave de filosofía política. Los puzles que con esas piezas armaron los liberales verdes excedieron desde un primer momento las fronteras de la filosofía académica para incursionar la arena pública aglutinando ciertas formas de activismo, lo cual no deja de resultar sorprendente: dada la congruencia del liberalismo verde con la ortodoxia cultural –mediática, política y, decisivamente, económica–, parecería innecesario que esta corriente de pensamiento se tomara la molestia de rebasar las fronteras del mundo académico para generar aún más ruido.
En este punto, esto es, en lo tocante a la relación entre teoría y práctica política, el liberalismo verde parece pretender suplantar a la tradición del pensamiento político ecologista. De hecho, la tesis a la que más vueltas han dado los liberales verdes es la de la muerte del ecologismo, de acuerdo con la cual aquellos elementos rescatables de la teoría y la práctica política del ecologismo habrían pasado ya a formar parte de la teoría y la práctica política de las democracias liberales: el resto de aquella ideología obsoleta, y muy particularmente su aspiración utópica de un cambio sistémico, sencillamente habría naufragado en su propia futilidad.
Esa muerte, se nos explica, habría tenido que ver con la incompatibilidad entre ecologismo y democracia. Para el liberal verde, la principal virtud de la democracia liberal reside en su capacidad para acomodar toda posible concepción ética de la vida buena y, a su juicio, el pensamiento político ecologista contravendría esta virtud al incluir en su agenda la idea de sostenibilidad en clave de concepción ecológica del bien. Así pues, si la introducción de ideales éticos en cualquier agenda política es suficiente para descartarla a causa de su injerencia en el ámbito privado de las opciones individuales, entonces, el ecologismo caería fuera de los márgenes de una sociedad libre y democrática.
En el fondo, lo que se escenifica aquí no es otra cosa que una reedición del «fin de la historia» (Francis Fukuyama) y la victoria de «la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso» (Steven Pinker). Fue Daniel Bell quien a comienzos de los sesenta estableció el estándar sobre el que variarían luego todas estas melodías. Desde su punto de vista, había llegado el momento de levantar el acta de «muerte de las ideologías» y asumir que vivimos en el mejor de los mundos posibles, de forma que toda crítica de nuestro sistema socioeconómico debiera contemplarse como expresión de un radicalismo sentimental orientado por valores y condenado a la irrelevancia. Culminando esta noble tradición de autoadulación, el liberal verde nos invita hoy a abandonar todo sueño nostálgico de transformación social y a admitir que, para hacer frente a la grave crisis ecosocial en curso, cuanto necesitamos es engrasar la perfectamente ensamblada maquinaria de las democracias liberales capitalistas.
Sea como fuere, frente a aquella obsoleta ideología antidemocrática, el liberalismo verde intenta hacer de algún modo espacio para la inclusión de ciertos ideales ecológicos en su agenda política sin poner en peligro su compromiso con la neutralidad ética. En la práctica, esta enrevesada trayectoria por la cuerda floja argumental desemboca en un obvio compromiso no con la neutralidad ética, sino antes bien con la ética del capitalismo realmente existente.
En tu libro hablas de que el liberalismo verde se fundamenta en tres dogmas. ¿Cuáles son?
Estos dogmas no aparecen en el prefacio de ninguno de los textos de los liberales verdes, pero todos esos textos se reducen, de forma un tanto trivial, a estos tres dogmas. El primero es el central. Tras verse obligados a abandonar la idea de que la crisis ecosocial es una crisis imaginaria –que era la tesis que sostenían hace unos años– han pasado a centrar sus esfuerzos en apuntalar el principio doctrinal que encabeza y compendia el credo del liberalismo verde: el de que el sistema socioeconómico capitalista no tiene nada que ver con la crisis ecológica en curso.
Pero, ¿no es un poco difícil de sostener la idea de que el capitalismo no tiene nada que ver con la crisis ecológica?
Claro, y de ahí los malabarismos retóricos y los aterrizajes en profundidades metafísicas insondables: de «el medioambiente no existe» para arriba. Mi ejercicio acrobático favorito es el de la naturaleza humana: «este problemilla no tiene nada que ver con el capitalismo: es culpa de la naturaleza humana».
En su intento por desvincular al capitalismo de la crisis ecosocial, la principal baza del liberal verde es el sueño del desacoplamiento. Como el capitalismo es inviable sin crecimiento económico, y como el crecimiento económico es inviable sin sus concomitantes incrementos en insumos materiales y energéticos, lo que se nos propone es sentarnos a esperar que se obre el milagro y de algún modo la economía capitalista se desacople de su base material y sus graves impactos ambientales. Se nos invita, en otras palabras, no sólo a obviar la efectiva extralimitación material de la economía capitalista, que ha rebasado ya peligrosos umbrales biofísicos, sino a comulgar con la idea de que esa extralimitación es sólo un accidente y cabe por tanto concebir un sistema socioeconómico condenado al crecimiento perpetuo… pero sin crecimiento.
Este crecimiento sin crecimiento es, efectivamente, el famoso crecimiento verde. Ya en abstracto la cosa chirría, pero es en los hechos donde mejor se escucha ese chirrido. Así, por ejemplo, la puesta de largo del crecimiento verde tuvo lugar hace más de dos décadas: podríamos fecharla en 1997, con la instauración de la estructura de los mercados de carbono en el Protocolo de Kioto. Y bien, ¿qué ha sucedido en estas dos décadas largas de declaraciones solemnes, crecimiento verde y paños calientes? Pues que cada año bate el record de emisiones establecido por el anterior (de hecho, más de la mitad de las emisiones antropogénicas de CO2 se han generado después de Kioto). La idea del desacoplamiento entre crecimiento económico y devastación medioambiental tiene un solo sustento: la desatención a las ciencias naturales.
Y ¿en qué consistiría el segundo dogma?
Lo que presume el segundo dogma es que la propia dinámica capitalista es el único medio que puede corregir nuestra trayectoria de colapso. ¿Cómo? La respuesta es sencilla: basta con ponerle diferentes ropajes a la mitología de la eficiencia del mercado. En la bibliografía se nos explican diferentes maneras de vestir al emperador, pero la tela es en todos los casos la misma: la idea de que la competencia que supuestamente rige en el mercado puede espolear esa capacidad innovadora que supuestamente caracteriza al sector privado de tal modo que, algún día, nos regale con alguna clase de prodigio tecnológico capaz de conciliar un planeta finito con una economía forzada a la ilimitación.
Es decir, que un elemento esencial de este liberalismo verde es lo que podríamos llamar un mesianismo tecnológico, ¿no?
Sí, y de hecho dedico buena parte del libro a desenmascarar ese mesianismo. En realidad este segundo dogma tiene más piezas, pero ésta del mesianismo tecnológico es sin duda la más importante. El mesianismo tecnológico consiste en la esperanza de que algún futurible ingenio –o conglomerado de ellos– nos permita seguir creciendo económicamente sin devastar por completo la biosfera. En la literatura hay un montón de candidatos a mesías, pero las energías renovables encabezan la lista. La campaña de relaciones públicas en torno a ellas ha sido tal que apenas nadie duda que puedan aportar energía infinita sin impactos ambientales, mientras la realidad es exactamente la contraria: haría falta un milagro para que aportaran una fracción significativa de la energía que se consume actualmente, y ya producen graves impactos para aportar la fracción apenas apreciable del total que aportan hoy día –de hecho, Nature publicaba recientemente un artículo que apuntaba que los efectos sobre los ecosistemas de la minería destinada al sector renovable serán en los próximos años, verosímilmente, peores que los del propio cambio climático.
La candidatura del hidrógeno verde se ha puesto muy de moda últimamente. Como de costumbre, uno tiene que acudir a las publicaciones técnicas o ciertos márgenes recónditos de la prensa alternativa para leer algo razonable acerca del proyecto que nuestro Gobierno se propone abrazar con la retórica del hidrógeno verde y los millones de Bruselas. Cada nuevo candidato goza del mismo respaldo cultural, el mismo ruido de bombo y platillo que hace inaudibles las voces inconvenientes –i. e., publicaciones técnicas, organizaciones de base.
¿En qué consiste el tercer dogma?
Aquí juego sucio: defino el tercer dogma como la idea de que el capitalismo es compatible con la tradición democrática liberal y utilizo los textos de los padres del liberalismo ilustrado –pensadores que vivieron un momento histórico anterior al nacimiento del capitalismo industrial– para demostrar que el capitalismo es una ideología profundamente antidemocrática y radicalmente antiliberal. De hecho, es difícil dar con algo más alejado del ideal de la autonomía humana desarrollado por los liberales ilustrados que un orden socioeconómico dominado por tiranías herméticas, instituciones sociales en las que cuanto cabe es dar órdenes para enriquecerse u obedecerlas para evitar el hambre y la indigencia.
Lo que presume la ortodoxia cultural de la que hablas es que sólo el capitalismo es compatible con lo que ahora se entiende como vida buena de manera generalizada. Sin embargo, ¿no es el capitalismo el que está causando la actual descomposición social que vivimos?
Durante décadas, nuestras instituciones doctrinales han conseguido convencer a amplias mayorías de que su bienestar depende de la preservación de un sistema socioeconómico erigido sobre el expolio de su medioambiente, sus comunidades, su tiempo, sus deseos, su trabajo. Quizá la mayor proeza de la historia de la propaganda.
Por mi parte, he llegado a la conclusión de que puedo llegar a más gente si planteo esta cuestión en otros términos. La doctrina oficial es la de que sin crecimiento no hay desarrollo ni bienestar. Mi estrategia para ilustrar el absurdo del credo ortodoxo en este punto consiste en acudir a los índices estándar de bienestar y desarrollo humano (los que usan Naciones Unidas y cualquier centro de investigación sociológica) y ver qué nos cuentan los datos disponibles acerca de su relación con el crecimiento económico. En todas las muestras estudiadas durante décadas en todo el mundo, el PIB per cápita correlaciona positivamente con esos índices (que tienen en cuenta todo tipo de dimensiones, desde informes subjetivos de satisfacción vital hasta datos objetivos de sanidad, educación, etc.), pero sólo hasta alcanzar un determinado umbral. A partir de ese umbral, los incrementos del PIB per cápita no traen aparejados incrementos de los niveles de desarrollo y bienestar. Todos los países occidentales cuadruplicamos y octuplicamos holgada e inútilmente ese umbral, y el proyecto colectivo para una vida buena capitalista consiste en dar la espalda a décadas de evidencia y redoblar ese derroche gratuito de vidas y energías. Hay mucha literatura disidente que explica todo esto mucho mejor que los estudios en los que suelo apoyarme, pero ya te decía que tengo la impresión de que los mismos pueden resultar más digeribles para la mayoría.
Para terminar, en tu libro dedicas un espacio a introducir uno de los debates más candentes en el ecologismo de los últimos años: Decrecimiento vs. Green New Deal. ¿Cuál es tu posición personal sobre esta cuestión?
Es imperativo fomentar este debate, hacer todo lo posible por introducirlo en la arena pública, porque por lo pronto uno de sus polos está completamente fuera del foco. Esa postura proscrita es la decrecentista, que en realidad es antes un destino ineludible que una opción política –y de ahí la urgencia de ponerla en el mapa.
Muchas de las versiones del Green New Deal (GND) que pueden encontrarse en la literatura son sólo formas de «crecimiento verde» que no incorporan ningún elemento de ruptura con el capitalismo. Estas versiones caen fuera del debate entre decrecimiento y GND en el seno del ecologismo. En el contexto de este debate, el GND se presenta como un puente hacia el decrecimiento, y precisamente en la conveniencia o la posibilidad de ese puente es donde gravita la discusión.
Así pues, no se trata de decrecimiento sí o no, sino de decrecimiento cómo: el extremo en litigio no es si nos encaminamos o no hacia sociedades más simples y dependientes de menores insumos energéticos y materiales. Ambas partes entienden que habremos de recorrer ese camino a pie o a rastras, y la intención es, en ambos casos, la de hacerlo a pie, evitando la vía del decrecimiento caótico, que es por la que avanzan hoy nuestras sociedades.
Cabría decir que el debate se plantea en estos términos: el decrecentista habría ganado la partida del realismo biofísico mientras el valedor del GND ecologista habría ganado la partida del realismo político. El primero tendría de su parte el diagnóstico de nuestra situación biofísica e incidiría en la urgencia de revertir nuestra extralimitación material. El segundo tendría de la suya el diagnóstico de nuestra situación política y cargaría las tintas sobre el hecho de que, hoy por hoy, no hay mayorías sociales que apoyen un abandono decrecentista del capitalismo. Ante esta situación, las compañeras y compañeros que abogan por el GND ecologista entienden que la tarea consistiría en avanzar paso a paso, incorporándose a la política institucional con un discurso no disuasorio que permita articular mayorías sociales para pilotar desde el Estado la transición. Frente a este acento en la vía electoral y la política institucional, el decrecentista insistiría en la necesidad de dar cuerpo con urgencia, a través de las organizaciones de base, a una cultura y unas instituciones sociales ubicadas fuera ya del orden socioeconómico capitalista. Los matices son muchos, pero el recién llegado puede orientarse con este esbozo.
En lo que a mis impresiones se refiere, lo primero que me gustaría señalar es que se trata de eso, impresiones, intuiciones estratégicas, y no hay evidencia o argumento capaz de dirimir una discusión en torno a las estrategias. Hay que admitir, en fin, que en muy buena medida nos movemos a ciegas.
Lo segundo que quisiera destacar de mis impresiones es que espero que sean erróneas. Espero sinceramente que sean las intuiciones estratégicas de los partidarios del GND ecologista las que se encuentren en la buena dirección, en primer lugar porque si ése fuera el caso ello significaría que contamos con un margen de maniobra que no puede sino antojárseme optimista. En segundo lugar, espero que sean sus intuiciones las que se encuentren en la dirección adecuada porque su opción política tiene algo que nos falta a los decrecentistas: voz. Su mensaje ha conseguido rozar al menos la arena pública, y deberíamos tratar de aprovechar las grietas que han abierto.
Vienen tiempos de cambios profundos, y desde luego que no voy a pretender que sé cuál es el mensaje o cuál la estrategia que nos permitirá jugar con mejores cartas, pero mi impresión, en cualquier caso, es que los plazos no juegan a favor del proyecto de articular mayorías en torno al capitalismo keynesiano como puente hacia la sostenibilidad. De hecho, incluso aunque este diagnóstico acerca de plazos y márgenes de maniobra estuviera –contra el abrumador cuerpo de evidencia que lo sustenta– descaminado, no encuentro ninguna lectura del principio de precaución que no conduzca a la conclusión de que la principal de nuestras tareas pasa hoy por destinar cuantas fuerzas logremos reunir a dar cuerpo a una cultura y unas instituciones realmente sostenibles, libres ya de la ideología del crecimiento. Sé que suena utópico, pero, a mi parecer, no mucho más que el propósito de ganar adhesiones decrecentistas con reclamos insertos aún en la lógica del crecimiento.
El GND ecologista busca apoyo electoral, y yo creo que lo merece: a día de hoy, no hay en el mercado electoral una opción que prometa mejorar las condiciones materiales de los trabajadores en la medida en que lo hace el GND ecologista. Sin embargo, a mi juicio, no es en ese mercado donde se decidirá el destino de esas condiciones.
La tarea que se impone es de reforma institucional –y será necesario contar con la pericia de activistas que conozcan bien cada segmento del entramado institucional vigente–, pero sobre todo de creatividad institucional: necesitamos con urgencia instituciones capaces de echar a andar fuera del capitalismo, de desmercantilizar y ganar resiliencia y autonomía. Mi incertidumbre, mis reparos ante el GND ecologista tienen sobre todo que ver con que no sé hasta qué punto podemos fomentar el florecimiento de esa cultura y esas instituciones al tiempo que damos alas al sueño de una prosperidad capitalista sin severos impactos ambientales y, con él, a la idea de que la transición es hacedera dentro del capitalismo.
No creo, por otra parte, que resulte estratégicamente conveniente partir del supuesto de que no existen posibilidades de interacción fructífera entre las organizaciones de base y los diferentes niveles de las instituciones estatales. No obstante, me parece necesario añadir una capa adicional de realismo al realismo político que suelen ostentar los partidarios del GND ecologista: desde luego que los Estados son máquinas potentes, y desde luego que pueden ofrecer ocasión de movilizar valiosos recursos materiales y culturales. Con todo y con ello, la arquitectura institucional de esas potentes máquinas está determinada por diseño para la gestión de economías capitalistas, y se trata, por añadidura, de máquinas que se financian en unos mercados que, en último término, son los que definen sus políticas económicas y sus dinámicas fiscales: hoy, con la deuda española en tipos negativos, los mercados parecen pedir al Gobierno expansión fiscal mediante emisión masiva de deuda, pero mañana cambiarán de opinión. El plebiscito diario de este senado virtual de inversores no se pilota desde el Estado, sino que más bien pilota al Estado: un extremo que no debiera desatenderse si lo que se pretende es pilotar desde el Estado la transición.
Insisto en que entiendo que la tarea más importante hoy es una tarea de creatividad institucional consistente en acumular fuerzas y experiencias políticas dentro ya del contexto de formas de organización social realmente sostenibles. No obstante, insisto también, dudo que convenga dar la espalda a las instituciones existentes. Cada lucha y cada territorio tienen sus contextos específicos, y es imposible que no haya ni una sola diputación, ni un solo ayuntamiento, ni un solo juzgado que no tenga nada que ofrecer en ninguno de ellos. El poderío corporativo es tal que hemos de tomar recursos de autodefensa allí donde se nos presenten.
El New Deal original contribuyó a la génesis de transformaciones institucionales que serían tan deseables hoy como lo fueron entonces, particularmente tras la acumulación de derrotas durante estos cuarenta años de neoliberalismo y terceras vías. Desde luego, no estaría nada mal que volviera a trazarse una frontera definida entre banca comercial y banca de inversión, que se impusieran nuevamente controles a los flujos de capital, que progresividad fiscal y brindis al sol abandonaran la sinonimia o que se reconstruyera la erosionada base de protecciones sociales. El New Deal original acompañó además a otros cambios positivos. Así, por ejemplo, el movimiento obrero estadounidense pudo recuperarse durante la década de los treinta de su virtual desaparición tras la represión de los años veinte, una de las más violentas de su historia. El New Deal no produjo por sí mismo todos aquellos cambios, pero contribuyó decisivamente a ellos. Hoy, no obstante, estamos en un bache diferente: no hay keynesianismo capaz de remolcarnos, porque de hecho a lo más que puede contribuir ahora un Estado capitalista expansivo es a acelerar nuestra trayectoria de colapso –no en vano, fue el New Deal original el que sentó las bases para las tres décadas de mayor expansión de la economía capitalista: no hubo desacoplamiento entonces y nada invita a esperar que pueda haberlo ahora.
Escribía hace unos días en otro sitio lo que aquí traigo.
La duda es permanente y la reflexión, pausada y crítica, necesaria.
¡Ójala hubiera tiempo!
Un abrazo.
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Quieras o no quieras, el sistema es capitalista y existe.
El problema de esto reside en que el capitalismo vive del crecimiento económico y el GND no lo desafía, sino que pretende reformarlo desde dentro.
Al operar de esta manera, el GND –el de AOC y Ed Markey, el de Bernie Sanders, el de los partidos verdes europeos, el de Más País, el de von der Leyen, o el que quieras– se internaliza como conductor del crecimiento. Aparecen así promesas como los vehículos eléctricos; las tecnologías eficientes, los edificios de energía casi nula, y cincuenta mil cosas más, incluyendo la hipotética “smart grid” de la que se servirá el sistema eléctrico, que se proyectan en el futuro sin atender lo muy intensiva en energía que es su producción.
En resumen, el GND convertido en la excusa y en el medio que impulsa la necesidad del capital de crecer infinitamente. ¿Dime, cómo pretender decrecer así?
Pero aún hay más. En este contexto, no es difícil prever un incremento de los conflictos medioambientales que surgirán de las luchas por el control de los recursos. El “no queremos un GND en el norte que se base en una barra libre de extractivismo y de militarismo en los países del sur”, que predica Emilio Santiago Muiño, no concuerda muy bien con ese escenario. No en vano, es en los países del Sur donde se encuentran las grandes reservas de minerales de los que extraer los materiales necesarios para un despliegue generalizado de las renovables. ¿Se frenará su extracción para preservar los territorios de origen? ¿Prevalecerá el derecho de los pueblos originarios frente al interés, respaldado o no por organizaciones políticas supranacionales, de un GND del norte? ¿Se defenderá el derecho económico de las grandes corporaciones por encima del derecho a la vida de las defensoras ambientales?
Y dicho esto, surge de nuevo la duda (necesaria, siempre presente): ¿Conviene aceptar, como propone el mismo Santiago Muiño, la condición del poscrecimiento como un objetivo a largo plazo que requiere una profunda lucha cultural, y reconocer, como hace Pollin, que no es posible esperar a que termine el capitalismo antes de tomar en serio la estabilización climática?
Saludos