Dune colapsista, ilustración de Mario Chaparro Rubio

Ethos, pathos y telos. Una lectura colapsista de «Dune», de Frank Herbert

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Dune, la novela publicada en 1965 por Frank Herbert (1920-1986), es sin duda una de las obras cumbre de la fantasía científica del siglo XX. Si bien no fue un éxito de ventas más que a largo plazo, su inmediato éxito de crítica —plasmado en los premios Nebula y Hugo — llevó al autor a continuar la saga con varios títulos más hasta su muerte, que serían posteriormente continuados por su propio hijo, Brian Herbert, en colaboración con Kevin J. Anderson, con numerosas obras basadas en su creación. Hoy día, 55 años después, la novela que dio origen a esta franquicia sigue siendo reeditada en numerosas lenguas y el próximo año verá la luz la primera parte de una nueva adaptación cinematográfica que se sumará al original y nunca realizado proyecto de Alejandro Jodorowsky (que arrancó en 1973), a la discutida adaptación de David Lynch en 1984 (el director nunca aprobó la versión que estrenó el estudio Universal) y a las dos miniseries televisivas emitidas en 2000 y 2003. Además existen varias adaptaciones de este universo al cómic: las primeras realizadas en 1984-85 y otras en preparación en la actualidad.

Pero más allá del éxito e indudable calidad esta versión cuasiartúrica del monomito, y dejando de lado su estructura argumental de intrigas políticas feudales y programas eugenésicos, y sus aspectos más psicotrópicos propios de la Era de Acuario en que fue escrita, ¿qué nos puede trasmitir Dune a quienes hoy vivimos inmersos en un proceso de colapso civilizatorio? El propio autor siempre reconoció que sus libros contenían mensajes «relevantes» para sus contemporáneos; quizás no llegó a imaginar que algunos de ellos viesen multiplicar su relevancia y pertinencia medio siglo después. A continuación trataré de entresacar de entre sus páginas algunos de esos mensajes, señalando los temas, citas y metáforas que más nos pueden aportar en nuestro contexto actual. Sería ciertamente deseable que las adaptaciones cinematográficas y tebeísticas en marcha tuviesen el acierto de destacar dichos mensajes o, cuando menos, de no pasarlos por alto, algo por desgracia demasiado frecuente cuando se adaptan para medios de masas obras de fantasía o de sci-fi con mensajes ecológicos o políticos.

La ecología

Portada de la 1ª edición de Dune
Portada de la primera edición de ‘Dune’ (1965)
Una de las primeras cuestiones que no debe escapársele a nadie que lea o relea Dune en nuestros días, es que se trata de una de las primeras obras de la fantaciencia moderna en abordar la cuestión ecológica. Sin duda hija de su tiempo (La primavera silenciosa de Carson se había publicado tan solo dos años antes, iniciando el despegar del movimiento ecologista), la novela cuenta incluso con un personaje destacado de profesión ecólogo (también denominado «planetólogo») y trata de manera muy explícita cuestiones ecológicas a lo largo de toda la trama. Para no dejar lugar a dudas, el primero de sus apéndices explicita el conocimiento y visión de Herbert acerca de la cuestión ecológica, incluyendo un par de frases de contenido netamente gaiano que bien podrían haber escrito Margulis, Lovelock o nuestro Carlos de Castro, ampliador de las teorías iniciales acerca de Gaia que desarrollaran los primeros: «Es la propia vida la que aumenta la capacidad de un sistema cerrado para sustentar la vida. La vida, toda vida, se halla al servicio de la propia vida.» (En realidad se nos anticipa la misma idea durante la trama, en la escena del delirio previo a la muerte del personaje de Liet Kynes.) Esta idea hoy nos parecerá una obviedad a quienes hemos leído algo sobre la Teoría Gaia, pero por aquel entonces sin duda era un concepto absolutamente novedoso. De hecho, Lovelock comenzaría a desarrollar su idea en setiembre de 1965 mientras estudiaba posibles métodos para descubrir vida en Marte, justo un mes después de la publicación de la novela. ¿Acaso James Lovelock había leído Dune en su formato previamente serializado en la revista Analog Magazine, entre 1963 y 1965?, cabría preguntarse.

Carlos de Castro Carranza
Carlos de Castro
Pero no sólo resulta notable que la novela incluya esta constatación de que la biosfera modifica su entorno para autosostenerse, observación que fue la base de la hipótesis elaborada inicialmente por Lovelock, sino que señala la teleología de la misma vida, de Gaia, algo a lo que no se atrevieron ni Lovelock ni Margulis y que hemos tenido que esperar hasta el desarrollo revolucionario de la Teoría de Gaia Orgánica por Carlos de Castro para poder reconocer que, en efecto, «la vida, toda vida, se halla al servicio de la propia vida». Así, en su reciente ensayo Reencontrando a Gaia, el físico vallisoletano señala repetidamente ambas cuestiones: «El entorno que crea Gaia evita extremos que generarían mucha menos presencia de vida, que a su vez impediría las propiedades de Gaia» (p. 154) y «Puesto que Gaia es un organismo de organismos, estos últimos deben transferir sus funciones (sus objetivos, su telos) al organismo mayor. De esta forma deberemos observar comportamientos de organismos que son ilógicos desde el punto de vista de la supervivencia del individuo o del grupo, pero no lo son si se explican como un servicio a Gaia (…)» (p. 156). Obsérvese que Herbert y De Castro utilizan el mismo concepto: servicio a la vida en su conjunto.

La clara comprensión de la ecología que muestra Herbert, sin formación académica en ciencias, resulta sorprendente. No sólo tenía conciencia de la capacidad de la biosfera para trasformar el planeta en busca de su propia permanencia, sino que en el mismo citado apéndice podemos leer una frase que parece directamente dirigida a nuestra época: «la función más importante de la ecología es la comprensión de las consecuencias». Su comprensión ecológica se extiende no sólo a su futuro (nuestro presente) sino también al pasado: así, reconoce en otro momento de la novela que la agricultura es la «fuente primordial de civilización», quizás algo de lo que deberían tomar nota nuestros gobiernos del siglo XXI empeñados en fundarlo todo cada vez más en la economía falsamente inmaterial de lo digital. Años después de la publicación de Dune Herbert se implicaría en proyectos demostrativos de vida ecológica y se autodefiniría como un «tecnocampesino», en una especie de retorno a lo que vivió de niño en una pequeña granja de subsistencia en un condado costero del Estado de Washington. Allí el joven Frank aprendió el valor de la comunidad, sus ritos y su papel en el desarrollo de la autoestima y la responsabilidad individual en el bienestar del colectivo, así como la importancia de la autosuficiencia en equilibrio con la interdependencia horizontal, y que depender verticalmente de instituciones estatales y de tecnologías que no controlamos, nos hace perder resiliencia y empoderamiento como individuos, familias y comunidades. Ese coherencia con ese carácter híbrido de tecnocampesino defendía la simbiosis entre las ciudades y su entorno agrícola y una cierta autonomía local en el plano energético, que él pensaba podría llegar a través del hidrógeno generado con electricidad de origen renovable.

Frank Herbert en 1984
Frank Herbert en 1984. Fuente: Wikimedia Commons.
Pero volviendo a su más famosa novela, no sólo las consecuencias de nuestros actos sobre los ecosistemas, sino también el concepto de «autosuficiencia» vinculado al de «límite» están presentes en esta obra publicada en 1965, siete años antes de que viese la luz la obra científica que fundaría el debate contemporáneo acerca de la cuestión de los límites civilizatorios: Los límites del crecimiento, el informe del MIT para el Club de Roma. «Se podría conseguir cierta armonía atendiendo a la autosuficiencia. Tan solo habría que comprender cuáles son las limitaciones de este planeta y las adversidades a las que se enfrenta», podemos leer en el Libro Primero.

Entre sus páginas nos toparemos incluso con poderosas metáforas ecológicas de doble sentido, acerca del papel de diversas especies en el ecosistema y como alegoría de la lucha política o por el cambio social: «El sauce se somete al viento y crece hasta que un día hay a su alrededor tantos sauces que llegan a formar una barrera contra el viento. Esa es la finalidad del sauce.»

Pero la que sin duda impactará más a la persona lectora con conciencia del colapso en ciernes, es la cita-epígrafe que encabeza el referido apéndice y que el autor pone en boca del primer planetólogo de Arrakis, planeta donde trascurre la acción y que recibe también el nombre más coloquial de Dune (duna):

Dentro de un espacio finito y una vez superado el punto crítico, la libertad disminuye a medida que se incrementa el número. Esto es válido tanto para los hombres en el espacio finito de un ecosistema planetario como para las moléculas de gas en una redoma sellada. La cuestión para los seres humanos no es saber cuántos podrán sobrevivir dentro del sistema, sino qué tipo de existencia tendrán los que sobrevivirán.

Una cita que pone el foco en el concepto de capacidad de carga, tan fundamental para nuestro tempo, y que nos recuerda poderosamente otra cita de otro autor de sci-fi, Isaac Asimov, que escribió diversos textos sobre la superpoblación: «La democracia no puede sobrevivir a la superpoblación. La dignidad humana tampoco. Ni la comodidad o la decencia. A medida que aumenta la población mundial, el valor de la vida no sólo disminuye, sino que desaparece. No importa que alguien muera. Cuanta más gente hay, menos importa cada individuo.» Sin duda este asunto era otro que comenzaba a estar muy presente en la época en que fue escrita Dune, muy relacionado con la naciente conciencia ecológica. De hecho, The population bomb, la conocida y polémica obra de los Ehrlich fue publicada tres años después de Dune, en 1968. Hoy, la población se ha más que doblado con respecto a la que existía entonces, los efectos de la contaminación amenazan con convertir nuestro planeta en un desierto sin vida (el proceso inverso al que se propone en la novela de Herbert) y los recursos críticos se están agotando. Lo cual nos lleva a otro de los temas de la novela más relevantes para nuestros días:

El petróleo

Dune colapsista 2, ilustración de Mario Chaparro Rubio
Mario Chaparro Rubio
Resulta inevitable, a medida que se avanza en la lectura de la novela, encontrar numerosos paralelismos entre el petróleo que alimenta nuestras sociedades industriales y la sustancia denominada en la novela especia melange, sobre la cual gira toda la trama; el paralelismo se extiende a sus efectos, a la geopolítica (mejor sería decir galactopolítica) de su control, o a su capacidad para permitir el comercio y el transporte interestelar. Esto queda patente especialmente desde el momento en que se explicita su efecto adictivo en una conversación entre Paul Atreides, el protagonista, y su madre, la dama Jessica, en las últimas páginas de la primera parte del libro («Libro Primero»). Dicha adicción sucede en Dune a dos niveles, los mismos que también encontramos en nuestra relación con el oro negro: el personal, adictos como somos a un nivel desaforado de consumo, y el civilizatorio. Puede que nosotros no tengamos la esclerótida teñida de azul, pero estamos tan «atrapados» por el consumo de petróleo como los habitantes de Arrakis y los miembros de la Cofradía, que representan en la obra el poder mercantilista —capitalista— mundializado, como explotadores y detentadores del monopolio de la especia. Como en nuestro mundo los combustibles fósiles o el uranio, la melange sólo se encuentra en un lugar muy concreto (por si había duda, desértico), lo cual es fuente de todo tipo de conflictos y maquinaciones políticas. El autor parece anticipar los problemas que vendrán pocos años después para el metabolismo económico occidental, con las crisis provocadas por los embargos árabes del petróleo en 1973 y 1979, cuando hace decir al protagonista: «No debemos depender de un combustible del mundo exterior».

Póster de la adaptación de 'Dune' al cine dirigida por David Lynch en 1984
Póster de la adaptación de ‘Dune’ al cine dirigida por David Lynch en 1984
El propio hijo de Frank Herbert, continuador de la saga, ha reconocido este significado metafórico de la especia, que su padre hacía extensivo al tema del agua y lo relacionó con otros recursos críticos: el agua dulce, el aire no contaminado… todo ello en un contexto de creciente superpoblación. Quizás la principal diferencia es que su melange es un recurso renovable, mientras que los combustibles que mueven el 90% de nuestra civilización son de origen fósil y no renovable. Pero esto, curiosamente, no invalida el conjunto de similitudes que nos ofrece para nuestra situación el papel que juega la especia en la evolución de un imperio corrupto y decadente (otro paralelismo con nuestra época, por cierto). De hecho el nivel de consumo de la especia es tan elevado en todo el Imperio que la baja tasa de renovación de este recurso renovable lo convierte en la práctica en no-renovable, y aunque no se hable de su agotamiento o desaparición, su escasez lo convierte en la materia prima más valiosa y codiciada para toda la raza humana. Incluso la amenaza de la destrucción de dicho recurso lo convierte en el arma definitiva con el que los sublevados fremen liderados por el mesías Muad’dib logran doblegar finalmente a un Imperio que los supera abrumadoramente en el terreno militar, algo que nos recuerda el recurso al embargo que utilizaron dos veces los países extractores árabes en la década de 1970, la capacidad de Irán de paralizar buena parte de la economía mundial bloqueando el Estrecho de Ormuz, por el que circulan los buques petroleros que abastecen un tercio de la misma, o las graves consecuencias de los atentados con pequeños vehículos aéreos por control remoto contra los pozos saudíes en 2019.

La religión, la creación de mitos funcionales y la ética de visión larga

Siân Phillips, Angélica Aragón y otras actrices caracterizadas como Bene Gesserit en la adaptación de David Lynch (1984)
Siân Phillips, Angélica Aragón y otras actrices caracterizadas como Bene Gesserit en la adaptación de David Lynch (1984)
Menos evidente resulta la relación con nuestra época del papel que juega en Dune la religión como catalizadora de la acción (de la Revolución, cabría mejor decir), así como la creación y extensión «contagiosa» y planificada de nuevos mitos religiosos para conseguir fines estratégicos a muy largo plazo (siglos), misión de la casta matriarcal de las Bene Gesserit. Aquí la novela nos puede aportar elementos para la reflexión a quienes consideramos que la vía del logos, de la razón científica, tiene pocas posibilidades de cambiar el rumbo hacia un colapso catastrófico de la actual civilización humana, y que quizás la clave para desbancar a la criptorreligión del progreso perpetuo consistiría en contraponer mitos (contramitos) en el terreno abiertamente religioso, combinando el pathos y el ethos, sin por ello abandonar el logos. Tal vez esta nueva vía pudiera tomar la forma de una espiritualidad de base científica, anclada principalmente en la Teoría de Gaia Orgánica de Carlos de Castro, apoyada sólidamente por una ciencia integradora que ofrece un marco holístico para comprender la complejidad de nuestro papel en la biosfera, como es la Dinámica de Sistemas. ¿Acaso no nos está abriendo el camino a pensar en esta posibilidad el propio Herbert cuando escribe, en el «Apéndice II: La religión de Dune»: «La religión es el camino más antiguo y honorable a través del que los hombres se han esforzado en discernir un sentido al universo creado por Dios. Los científicos buscan las leyes que regulan los acontecimientos. La tarea de la religión es decubrir el lugar que ocupa el hombre en dichas leyes.» Bien podríamos cambiar «religión» por «filosofía» y encontrarnos entonces con la Ética extramuros de Riechmann. Ética, religión y ciencia; ethos, pathos y logos. ¿Tal vez pueda ser ese el trípode sobre el que asentar las nuevas civilizaciones que sucedan a la moribunda civilización del progreso perpetuo?

El propio Herbert menciona de pasada en la novela «el mito del progreso» y nos explicita su papel «destinado a defendernos de los terrores del futuro», como las religiones paganas daban un sentido a los terrores del presente, podemos completar nosotros. Y precisamente la faceta tecnofundamentalista de esta religión (o ¿secta suicida?) no reconocida del Progreso Perpetuo nos lleva a otro de los temas de Dune que más nos pueden decir a quienes habitamos la Tierra en esta tercera década del s. XXI: la resistencia frente al escape tecnológico representado por la Inteligencia Artificial. Pero antes de entrar en él, anotaremos otros aspectos filosóficos relevantes.

Javier Bardem en la nueva adaptación de 'Dune' (estreno previsto en 2021)
Javier Bardem caracterizado como miembro de los fremen en la nueva adaptación de ‘Dune’ (estreno previsto en 2021).
Así, otra de las cuestiones de mayor calado filosófico de la novela es la supeditación de toda una civilización (los fremen, habitantes del desierto que cubre buena parte del planeta Arrakis) a una misión creada a partir de la visión de un ecólogo dispuesto a una especie de terraformación parcial del planeta, para asegurar un futuro más sostenible y digno a sus habitantes humanos. Lo interesante para nosotros de este planteamiento, más allá de la siempre polémica cuestión de la terraformación de otros planetas (abordada por ejemplo en la trilogía marciana de Kim Stanley Robinson), es que toda una civilización decide conscientemente sacrificar su presente y dedicarse en cuerpo y alma a una misión («usar al hombre como una fuerza ecológica constructiva») cuyos resultados sólo verán sus lejanos descendientes después de la décima generación (350 años). Justo lo contrario de lo que hoy hace nuestra futuricida civilización industrial. Los verdaderos héroes de esta historia, más allá del protagonista, el mesías adolescente Paul Atreides, alias Muad’dib, son estos clanes de fremen, los abnegados y peligrosos habitantes de las dunas, que son ejemplos andantes de eso que hoy pomposamente llaman economía circular al reciclar sus residuos corporales para no perder ni una gota de agua corporal, que colectivizan hasta la sangre de sus muertos («su agua pertenece a la tribu»), y regidos por una curiosa combinación de caudillismo y asamblearismo, de costumbres crueles y de apoyo mutuo.

Dunas de Oregón
Dunas de Oregón, lugar que sirvió de inspiración a Herbert para ‘Dune’. Fuente: Wikimedia Commons.
No sólo representan en la novela un ejemplo de sociedad-colmena donde lo importante es la colectividad, al bienestar de la cual se supedita todo individuo, aunque no de manera forzada como podría ser el caso en un sistema totalitario, sino por una ética comunitarista (de hecho constituyen «el centro moral de la obra», como ha señalado Hari Kunzru) que prioriza el bienestar colectivo, llevando incluso al extremo del autosacrificio, al cual recurren sin dudarlo estos descendientes de los exiliados zensunni (acaso un eco de la diáspora del pueblo judío, paradójicamente inspirado por las culturas árabes). Por muy interesante que sea esta trasferencia del telos de los individuos a sus colectividades, en realidad son los héroes porque dan un paso más allá, extendiendo su recién asumido propósito como colectividad formada por millones de individuos a la escala planetaria y a la posteridad. Así, los fremen toman la decisión como pueblo de dedicarse en cuerpo y alma a realizar las intervenciones en el ecosistema necesarias para sentar las bases que permitirán emerger a muy largo plazo una floreciente vida en amplias zonas del planeta. (Por cierto, que un tipo de intervenciones similares, aunque obviamente de menor escala, realizadas en Oregon por parte del Departamento de Agricultura de los EE. UU. fueron las que le dieron la idea a Frank Herbert para escribir su novela. En la actualidad el mismo departamento está intentando deshacer aquellas intervenciones para renaturalizar las dunas. En un nuevo paralelismo entre ficción y realidad, en las secuelas de Dune, el propio Herbert mostraba las consecuencias imprevistas del bienintencionado proceso de convertir Arrakis en un paraíso verde y de no acompasar los cambios en la cultura humana con los cambios en el medio ambiente.)

El pueblo de los fremen se consagra, así, a multiplicar la biodiversidad en lugar de exterminarla, como hacemos los Homo colossus de los siglos XX y XXI. Y aunque lo hagan con un objetivo antropocéntrico, de mejorar la existencia de sus descendientes, y no por una teleología gaiana como nos propone Carlos de Castro en su obra científica pero también en su saga literaria que comenzó en El Oráculo de Gaia y continuó con Iv, supone toda una referencia de moral ecológica, un mérito de Herbert al reconocer que las civilizaciones salvajes poseen mucha más inteligencia ecológica que las supuestamente más avanzadas y poderosas, en realidad sumamente frágiles y perecederas y con una absoluta miopía a la hora de mirar al largo plazo, a eso que se ha dado en llamar sostenibilidad. Necesitamos aquí y ahora, en nuestra Tierra real, culturas fremen, instruidas por la ciencia ecológica, necesitamos con urgencia el surgimiento apóstata y héreticamente revolucionario de lo que Nate Hagens denomina una «tribu conectada al mañana». (Al comienzo del «Libro Segundo» nos recuerda el personaje de Jessica algo que nuestra arrogante civilización ha olvidado completamente: que «el más antiguo de los propósitos» es «la vida del mañana».) Cuando los fremen descubren que no verán los frutos del trabajo de toda su vida, el tiempo que tardará su labor en surtir efecto (Apéndice 1), su reacción es sorprendente para nuestra mentalidad:

Un pueblo inferior hubiera gritado su desesperación. Pero los Fremen habían aprendido la paciencia a golpes de látigo. Les pareció un plazo más largo de lo que esperaban, pero todos estaban convencidos de que llegaría ese día bendito. Se apretaron más sus fajines y volvieron al trabajo. De alguna manera, la decepción había hecho que la posibilidad de un paraíso futuro fuera mucho más real.

Una respuesta que no debe extrañar de un pueblo que considera que «la velocidad viene de Shaitán [Satán]». Un indomable pueblo slow que contrasta con nuestra infantilizada civilización que lo exige todo ya.

La yihad butleriana

Brad Dourif en la película 'Dune' (1984)
Brad Dourif caracterizado como mentat (humano con capacidades mentales ampliadas) en la adaptación al cine dirigida por Lynch.
Aunque en esta primera novela no se aborda más que como un hecho del pasado lejano que ha condicionado la ausencia a lo largo de toda la novela de robots, ordenadores y otras «máquinas pensantes» que «imiten el cerebro humano», la guerra santa contra la I.A. resulta uno de los ejes argumentales más interesantes de la saga. Y quizás precisamente por eso, por ser heréticamente poco tecnológica, no ha logrado una legión de seguidores como otras sagas futuristas, véase Star Wars —que, dicho sea de paso, tomó buen número de ideas de la obra de Herbert, así como de otros autores— o Stark Trek. La carencia de máquinas que suplan protésicamente la capacidad intelectual humana ha provocado, como reacción, el desarrollo amplísimo de las capacidades físicas y psíquicas de la especie humana. En Dune cualquiera puede ser un superhombre o una supermujer, con el debido entrenamiento: no hace falta ser un alien como Superman o haber sufrido mutaciones por las radiaciones, como los X-Men; esta es también una divergencia notable del universo creado por Herbert con respecto a otras convenciones del género.

Hubo un tiempo en que los hombres solo prestaban atención a las máquinas, con la esperanza de que ellas les hicieran libres. Pero esto solo permitió que otros hombres con máquinas los esclavizaran.

Samuel Butler retratado por Charles Gogin
Samuel Butler retratado por Charles Gogin
Con ese planteamiento absolutamente actual —y que no era tan evidente en los tiempos en que se escribió la novela, con la informática apenas comenzando a desplegarse— se nos explica al comienzo de la novela —sin dar mucho más detalle en el resto de sus páginas—, que en el pasado una guerra santa a través de la práctica totalidad de colonias humanas en el universo, destruyó todas las máquinas con capacidades de Inteligencia Artificial. Y el autor la bautiza como «yihad butleriana» a partir del pensamiento y obra de Samuel Butler (1935-1902), autor de la novela utópica Erewhon (1872), que precisamente fue subtitulada en alguna de sus traducciones al castellano como «Un mundo sin máquinas». Y es aquí, con la referencia al radical neoludismo de Butler, que partía de la teoría de la evolución de Darwin y se anticipaba a los temores actuales (omnipresentes en la ficción científica moderna, como muestra la extensa lista de películas que arranca en Metrópolis y llega, por ejemplo, hasta Ex Machina) de una dominación de la especie humana por parte de máquinas autoconscientes y autorreplicables.

Es innegable la intersección entre la larga tradición del antidesarrollismo, de la que forma parte el luddismo nacido en paralelo a la Revolución Industrial, con propuestas que tenemos muy presentes como respuesta ante el colapso civilizatorio: el Decrecimiento o el Ecosocialismo descalzo de Riechmann, podrían ser ejemplos. Y, contrariamente al talibanismo antimaquinista de Butler, tanto Herbert como estas propuestas actuales admiten la existencia de cierto nivel de complejidad en las máquinas. En un caso lo hacen por no rebasar las exigencias ético-religiosas, es decir, por no «desfigurar el alma humana» —no ser trashumanistas diríamos hoy—; y en el otro por aportar una relación aceptable en términos de beneficio humano / coste ecológico-energético. Así Jorge Riechmann incluye en sus deseadas sociedades futuras, regidas por un ecosocialismo descalzo, modestas fábricas de bicicletas y pequeños laboratorios capaces de sintetizar antibióticos, y el Ted Trainer de La Vía de la Simplicidad nos ofrece una visión de fábricas de electrodomésticos y otros elementos convenientes de tecnología apropiada, al igual que la yihad concebida por Frank Herbert dejó en pie ciertos núcleos de actividad tecnológica, y obviamente nos presenta viajes espaciales, satélites meteorológicos, escudos y suspensores electromagnéticos, rayos láser, elementos de iluminación con baterías orgánicas y laboratorios de diverso tipo que serían imposibles sin una notable capacidad fabril e incluso abiertamente informatizada. Es decir, guerra a la tecnología, pero sólo a cierto nivel excesivo de tecnología, trazando ciertas líneas rojas. Aunque desgraciadamente Frank Herbert no pudo desarrollar esta precuela antes de su muerte, el tándem formado por su hijo y Kevin Anderson lo abordó en 2002 en Dune: La Yihad Butleriana. Sin embargo en su vida sí demostró sobradamente que una tecnología de bajo impacto y a escala humana tenía un papel importante en un modo de vida ecológico (llegó incluso a coinventar un mecanismo de captación de energía eólica), haciendo mofa de la inmensa mayoría de colegas de la fantaciencia, que según él padecían el síndrome del juguete tecnológico y caían en la falacia científica de pensar que la ciencia podía «resolver cualquier cuestión en términos absolutos». Según Herbert es fundamental que la gente común tenga el control de las tecnologías que usa, para poder reevaluarlas constantemente y rechazar aquellas que causen consecuencias indeseadas en el proceso de satisfacer con ellas sus necesidades. Otro mensaje fundamental que nos ha legado.

Al respecto de este necesario nivel de compromiso tecnológico, Herbert afirmaba en 1981:

Afrontémoslo: nuestra sociedad tiene un tigre cogido por la cola con el tema de la tecnología. No podemos soltarla. No podemos todos volver a la granja y ser autosuficientes. No hay suficiente tierra, eso para empezar. Además, las expectativas de la gente acerca de sus estilos de vida se han elevado, y no puedes jugar fácilmente con las expectativas humanas. Así que lo que necesitamos es un nuevo modo de relacionarnos con nuestra sociedad y sus herramientas. Y es en un intento de imaginar un cambio así que, hace unos 15 años [1966], acuñé el término «tecnocampesinado».

Pendón con los colores y el emblema heráldico de la Casa Atreides, según interpretación de Direktor. Fuente: Wikimedia Commons
Pendón con los colores y el emblema heráldico de la Casa Atreides, según interpretación de Direktor. Fuente: Wikimedia Commons
Pero volviendo a la cuestión religiosa, esta nos es presentada en Dune en dos facetas principales. La primera sería como religión herética que corrige peligrosas derivas civilizatorias (la yihad butleriana y la nueva yihad que bajo la bandera verdinegra —¿quizás un guiño al ecoanarquismo que estaba surgiendo en los años 60 de la mano, entre otros, de Murray Bookchin?— Muad’dib descubre en sus visiones del futuro que está poniendo inevitablemente en marcha su propio surgimiento como líder político y religioso), incluso como factor que facilita el desmoronamiento definitivo de un imperio (ecos del papel del cristianismo en la Caída de Roma). La otra sería como religión dominante e indistinguible del propio poder. Sin duda en esta visión se trasluce el escepticismo que Herbert mostraba hacia los grandes sistemas de poder centralizado y hacia los líderes carismáticos que obtienen el apoyo incondicional de las masas, exponiéndolas así a la multiplicación masiva de las consecuencias de los errores humanos de una sola persona; así, afirmaba que el adorado JFK había sido un presidente mucho más peligroso que Nixon, del que la gente se fiaba muy poco. De hecho tenía una visión de la política como sistema dinámico cuyas señales de retroalimentación se demoraban más a medida que la escala de gobierno era mayor, algo que nos puede resultar hoy muy interesante a la hora de plantear la necesidad de una mayor relocalización (subsidiariedad, descentralización) de los sistemas de gobierno, como estrategia para la gobernanza de un decrecimiento controlado, así como la conveniencia de sustituir los sistemas representativos por sistemas de democracia directa.

Un aviso final a navegantes

La combinación de religión y poder es un tema central en Dune. También lo es para nuestras luchas presente y futuras. Por eso terminaré con una reflexión de las Bene Gesserit al respecto que no deberíamos perder de vista. Tiene relevancia para nuestro tiempo tanto si pensamos en la criptorreligión que hoy nos encamina al abismo, inscrita a fuego en las políticas públicas hacia un crecimiento infinito y un consumo/destrucción irreflexivos de recursos finitos, como si intentamos vislumbrar el nuevo papel que podrían jugar en la construcción de unas nuevas civilizaciones humanas poscrecimiento unas nuevas religiones laicas que sacralizasen nuestra biosfera bajo el antiguo nombre de Gaia:

Cuando religión y política viajan en el mismo carro, los viajeros piensan que nada podrá interponerse en su camino. Se vuelven apresurados… viajan cada vez más rápido y más rápido y más rápido. Dejan de pensar en los obstáculos y se olvidan de que un precipicio siempre se descubre demasiado tarde.

Dune colapsista, ilustración de Mario Chaparro Rubio
Mario Chaparro Rubio
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Divulgador del Peak Oil y otras amenazas para la civilización industrial. Autor de La izquierda ante el colapso de la civilización industrial, Nosotros, los detritívoros y coordinador de la Guía para o descenso enerxético. Fundador y coordinador de la revista 15/15\15.

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