(Artículo publicado originalmente en Socialist Register, y disponible íntegro en The Bullet. Traducido por Daniel Ruilova, revisado por Moisès Casado y Manuel Casal Lodeiro. NOTA: En aquellos textos citados por el autor —de Marx, Lenin y Klein— cuya edición en castellano ha sido incluida en la bibliografía, se ha empleado la traducción de dichas ediciones.)
No hace falta mucha imaginación para asociar el cambio climático con la revolución. Si el orden planetario sobre el cual se construyen todas las sociedades empieza a desmoronarse, ¿cómo éstas pueden permanecer estables? Varios escenarios más o menos horrorosos de agitación han sido extrapolados desde hace mucho tiempo a partir de las temperaturas en aumento. En su novela El mundo sumergido de 1962 —hoy frecuentemente considerada como la primera obra profética de ficción climática— J.G. Ballard evocó el deshielo de los casquetes polares, una capital inglesa sumergida bajo las marismas tropicales y las poblaciones que huyen de un calor insoportable hacia los reductos polares. Una dirección de Naciones Unidas que intentaba gestionar los flujos migratorios asumía que «dentro de los nuevos perímetros descritos por los círculos ártico y antártico la vida continuaría como antes, con las mismas relaciones sociales y domésticas, en general las mismas ambiciones y satisfacciones», pero esa suposición «era obviamente falsa»[1]. Un mundo sumergido no se parecería en nada al que conocemos hasta ahora.
En los últimos años, el establishment militar estadounidense ha sido el que ha dominado este subgénero de la proyección climática. Los eventos climáticos extremos, según tuvo conocimiento el Senado de ese país por medio de la edición de 2013 de la Evaluación de amenazas mundiales elaborada por la comunidad de inteligencia de EE.UU., pondrán a los mercados de alimentos bajo una gran presión, «provocando disturbios, desobediencia civil y vandalismo»[2]. Si las fuerzas armadas son los bomberos encargados de suprimir los brotes de rebelión, su carga de trabajo aumentará en un mundo que se está calentando. Siguiendo su consistente y franco interés en el tema, en tan marcado contraste con el negacionismo de la derecha americana, el Pentágono presentó un informe al Congreso en julio de 2015 en el que se detalla cómo todos los comandantes de los grupos de combate están integrando ahora el cambio climático en su planificación.
El «multiplicador de amenazas» ya está en marcha, socavando los frágiles gobiernos, poniendo a las poblaciones en contra de los gobernantes incapaces de satisfacer sus necesidades: y esto sólo puede empeorar[3]. Esto sucederá sobre todo en los litorales superpoblados. En Out of the Mountains: The Coming Age of the Urban Guerilla, David Kilcullen, quizás el más astuto mandarín del ala militar del imperio, predice un futuro cercano de megaciudades en el Sur Global llenas hasta los topes de masas inquietas, la mayoría en zonas costeras bajas; y no es tan sólo que se vayan a ver interrumpidos sus suministros de alimentos y agua, sino que el cambio climático amenazará directamente con ahogar a esas masas. ¿Cómo podrían no tomar las armas que tenga y empezar a marchar? Mezclando las lecciones de la Segunda Intifada, la yihad en Asia Central, la Primavera Árabe y el movimiento Occupy, Kilcullen prevé un siglo de contrainsurgencia permanente en los cálidos barrios marginales al borde del mar[4].
Hasta ahora, los enemigos declarados de la Revolución han dominado este frenesí de especulaciones. Poca aportación ha llegado desde el otro lado: de los partidarios de la idea de que hay que derrocar el orden actual o, de lo contrario, las cosas terminarán muy mal. Pero si el entorno estratégico de la contrainsurgencia está cambiando, también lo está —por definición— el de los revolucionarios, que tienen una razón igual de convincente para analizar lo que les espera. El desequilibrio en la cantidad de preparativos es flagrante. Quienes prometen lealtad a la tradición revolucionaria —en cuya mente colectiva probablemente siempre se estará presente la experiencia de 1917— deberían atreverse a usar su imaginación tan productivamente como cualquier escritor de informes de inteligencia o de obras de ficción. Se podría empezar distinguiendo entre cuatro posibles configuraciones de revolución y calor.
La Revolución como síntoma
¿Cómo puede el aumento de las temperaturas traducirse en una turbulencia social? En un par de publicaciones que han causado revuelo en la comunidad científica, Solomon M. Hsiang y sus colegas recogen unos cincuenta conjuntos de datos que cubren 10.000 años de historia mundial, con los que alimentaron sus modelos informáticos y destilaron un vínculo directo del calor con diversas formas de confrontación. En todas las escalas y en todas las culturas, el clima anormalmente caluroso induce a bocinazos hostiles, brutalidad policial, lanzadores de béisbol que golpean a los bateadores, disturbios urbanos y, al final del espectro, «la destitución de los gobernantes por la fuerza». De alguna manera el calor excepcional incita a un comportamiento más conflictivo en los individuos, y el efecto es tres veces mayor para el «conflicto intergrupal», la esfera en la que aparece el espectro de la revolución[5]. Alegando una sólida prueba cuantitativa de la causalidad, Hsiang et al. proceden a concluir que si el pasado es algo que tener en cuenta, un siglo XXI más caluroso verá todo tipo de conflictos: «el futuro no depara otra cosa más que confrontación», bien podrían haber dicho, citando la primera frase con que se abre el álbum Apocalypse 91 de Public Enemy.
Naturalmente, los críticos han señalado la engañosa simplicidad de esta tesis. Al poner entre paréntesis todas las demás variables —un requisito previo para aislar el factor climático— Hsiang y sus colegas inventan efectivamente un mecanismo unilateral y monocausal: mal clima—conflicto[6]. Esa crítica podría ir un paso más allá. Si existe algún vínculo entre el cambio climático y el tipo de disturbios que pueden surgir en una revolución en toda regla, este no puede ser inmediato. No importa el calor que haga, nadie hará una huelga o atacará una comisaría sólo por sentirse acalorado. Tiene que haber una cuenta previa que saldar, una especie de furia latente llevada a un punto de ebullición, porque de lo contrario la agresión sería completamente aleatoria y, por lo tanto, incapaz de alimentar una acción colectiva de cualquier importancia (aquí se excluyen los bocinazos hostiles). La metodología estadística de Hsiang et al., en la que todo, excepto el clima, queda relegado a la categoría muerta de ceteris paribus, debería invertirse: si el objetivo es entender cómo el calentamiento global puede desencadenar la discordia, no debe postularse como que actúa por su cuenta[7].
Esa crítica, sin embargo, también se vuelve contra algunos de los críticos de la tesis. Poniendo todo el énfasis en las variables omitidas por Hsiang et al., un equipo de investigadores argumenta que «probablemente es más crítico entender ‘la naturaleza del estado’ que el ‘estado de la naturaleza'»[8]. Dado que el clima nunca opera de forma aislada —esta es la lógica del argumento—, no puede ser realmente tan importante. Pero eso es justo en el error opuesto. El hecho de que las violentas repercusiones del calentamiento global hayan viajado por caminos sociales no hace que este proceso sea menos poderoso. No se puede plantear la causalidad exclusiva y sin mediación como un criterio de la eficacia del cambio climático para provocar algo así como una revolución, ya que eso presupondría un planeta vacío, la inexistencia de sociedades humanas en la Tierra. Puesto que hay sociedades —en cuya ausencia no habríamos tenido en primer lugar ni combustión de combustibles fósiles ni enfrentamientos políticos en calles o plazas— cualquier chispa climática siempre arderá a través de las relaciones entre las personas en su camino hacia una explosión. Incluso las sociedades que se derrumben bajo cuatro grados de calentamiento serán atravesadas por desigualdades de poder. El estado crítico de la naturaleza está mediado —de ninguna manera negado— por la naturaleza del estado. O, en resumen, es una cuestión de articulación. Esto es lo que hay que entender y sobre lo que hay que actuar.
Este debate académico tiene ahora un campo de pruebas en el que lo que está en juego se cuenta en millones de vidas humanas: Siria. En los años previos al estallido de la revolución de 2011, ese país se tambaleaba bajo una sequía histórica. El sostenimiento de la agricultura de lae cuenca mediterránea desde tiempos inmemoriales, gracias a un régimen relativamente estable de precipitaciones procedentes del mar entre los meses de noviembre y abril, dio paso bruscamente, en el decenio de 1970, a una tendencia de precipitaciones cada vez más irregulares y a una sequía persistente[10]. El rincón más afectado fue el Levante, en particular la zona conocida como el Creciente Fértil, y sobre todo la parte de éste situada en Siria. En 1998 se produjo otro cambio hacia una sequía semipermanente en este país, cuya gravedad, según revelan los anillos de los árboles, no tiene equivalente en los últimos 900 años[10]. No sólo han faltado las lluvias de invierno, sino que las temperaturas más altas también han acelerado la evaporación en verano, agotando las aguas subterráneas, los arroyos y secando el suelo[11]. No hay una explicación natural para esta tendencia: sólo puede atribuirse a las emisiones de gases de efecto invernadero.
La sequía en Siria alcanzó su mayor pico de intensidad hasta la fecha en los años 2006-2010, cuando el cielo permaneció azul durante más tiempo del que nadie podía recordar. El granero de las provincias del noreste se derrumbó. Las cosechas de trigo y cebada se redujeron a más de la mitad; para febrero de 2010, casi todos los rebaños de ganado habían sido aniquilados. En octubre de ese año, la calamidad llegó a las páginas del New York Times, cuyo reportero describió cómo «cientos de aldeas han sido abandonadas a medida que las tierras de cultivo se convierten en un desierto agrietado y los animales de pastoreo mueren. Las tormentas de arena se han vuelto mucho más comunes, y en torno a los pueblos y ciudades más grandes de Siria se han levantado grandes campamentos de agricultores desposeídos y sus familias»[12]. Se estima que hay entre uno y dos millones de agricultores y pastores desplazados. Huyendo de las tierras baldías, se refugiaron en las afueras de Damasco, Alepo, Homs o Hama, uniéndose a las filas de los proletarios que buscaban vivir del trabajo en la construcción, la conducción de taxis o en cualquier otro trabajo, en su mayoría inexistentes. Pero no eran los únicos en sentir el calor. Debido a la sequía, los mercados del país mostraron uno de los vectores centrales de la influencia climática en los medios de subsistencia de las poblaciones: la duplicación, la triplicación, el aumento incontrolable de los precios de los alimentos[13].
¿Qué hizo el régimen de Bashar al-Assad cuando la gente comía el polvo? El inicio del apogeo de la sequía coincidió casi exactamente con un impulso concertado para renovar los cimientos de la clase dirigente siria. Después de años de esclerosis, Assad y sus cómplices más cercanos resolvieron alimentar una nueva camarilla de empresarios del sector privado, animándolos a que se apoderaran de grandes sectores de la economía y les encomendaron el cometido de impulsar una bonanza de acumulación. Mientras las cosechas se marchitaban, los mercados inmobiliarios experimentaron un fabuloso auge, se abrieron zonas de libre comercio, llegaron inversiones del Golfo [Pérsico] y de Irán, surgieron boutiques de gran lujo y cafés de moda en los centros de Damasco y Alepo, se construyó la primera fábrica de automóviles y se presentaron planes para reconstruir todo el centro de Homs siguiendo un modelo similar al de Dubai, con campos de golf y torres residenciales. Se dice que un individuo, Rami Majluf, propietario de la operadora de telefonía móvil SyriaTel y rey de los amigotes capitalistas, extendió sus tentáculos al 60% de la economía[14]. En el campo, el régimen combinó la tormenta de polvo con una nueva ley que permitía a los terratenientes expulsar a sus inquilinos. Los subsidios al combustible y a la comida fueron reducidos drásticamente. Las tierras agrícolas estatales terminaron en los bolsillos de los empresarios privados, el agua en las sedientas plantaciones de algodón y en otros proyectos vanos de la agroindustria[15]. En el libro Burning Country: Syrians in Revolution and War, Robin Yassin-Kassab y Leila al-Shami capturan la escena después de cuatro años de extrema sequía: «la escasez de agua también asoló las ciudades: durante los calurosos meses de verano los grifos a veces sólo echaban agua una vez a la semana en las zonas más pobres, mientras que los céspedes de los ricos seguían siendo exuberantes y verdes»[16].
Y entonces Siria explotó. Comenzando en Dera’a —una ciudad en el extremo sur del corazón agrícola, casi tan afectada por la sequía como el noreste— la revolución siria destacaba dentro de la Primavera Árabe por tener sus bases fuera de los principales centros urbanos[17]. Cuando las manifestaciones se transformaron en una guerra civil en 2012, los rebeldes armados que llegaban a las ciudades desde sus aldeas liberadas encontraron el apoyo más ávido precisamente en estos barrios, en una patrón geográfico que ha persistido desde entonces (por ejemplo, Guta oriental o Alepo septentrional y oriental). Al recordar un año de revolución en Jadaliyya, Suzanne Saleeby resumió los efectos persistentes de la sequía: «En estos últimos meses, las ciudades sirias han servido como encrucijadas en las que las quejas de los migrantes rurales desplazados y los residentes urbanos privados de derechos se encuentran y llegan a cuestionar la naturaleza y la distribución del poder «[18]. Combinado con otra serie de chispas, el cambio climático, al parecer, había encendido la mecha.
Pero para algunos activistas y estudiosos, ese pensamiento es odioso. Francesca De Châtel ha argumentado en contra de atribuir cualquier papel en la crisis siria al clima. Para argumentar su punto de vista, primero tiene que dejar de lado todas las señales de que la sequía previa a la revolución no tuvo precedentes y fue antropogénica. Por contra, ella sostiene que no fue más que un episodio rutinario en un país acostumbrado al clima seco, sin vínculos demostrados con el aumento de las temperaturas[19]. El calentamiento global no supone una amenaza grave para los recursos hídricos de Siria: cualquier escasez es obra del propio régimen. Culpar a la quema de combustibles fósiles es adherirse a la propaganda de Assad. El «papel del cambio climático en esta cadena de acontecimientos no sólo es irrelevante, sino que también es una distracción inútil», otorgando crédito a los esfuerzos del régimen por «culpar a los factores externos de sus propios fallos»[20]. Queda por investigar cómo perciben la situación los revolucionarios sobre el terreno, pero no es inconcebible que muchos de ellos estén de acuerdo. ¡Estamos luchando contra Assad y Majluf, no contra ExxonMobil o el carbón de China!
Y, sin embargo, el argumento de De Châtel es erróneo en varios aspectos. En primer lugar, se basa en una especie de negacionismo climático local que no puede hacer frente a la abrumadora evidencia científica. En segundo lugar, si siguiéramos el principio de que no se debe atribuir al calentamiento global ninguna responsabilidad por las miserias a las que también han contribuido los explotadores y opresores regionales, entonces este fuego planetario —y más precisamente, las personas que lo han encendido, lo han mantenido y le han echado combustible diariamente— quedarían exoneradas de manera muy exitosa. En tercer lugar, y lo más importante, las marcas del cambio climático en el destino de Siria de ninguna manera hacen borrón y cuenta nueva para Assad. Si el país hubiera sido una democracia perfecta, en la que los hogares compartieran los recursos por igual y se aseguraran de distribuir agua y alimentos a los que sufrieran pérdidas, aun así la sequía podría haber causado estrés e incluso hambre generalizada, pero no podría haber contribuido a una revolución. Esto sólo pudo suceder porque el impacto climático se articuló a través de la formación social que presidía Assad o, más sencillamente, la sequía sólo pudo empujar a la gente hacia la rebelión porque algunos céspedes eran perversamente exuberantes y verdes. El cambio climático no elimina ninguna de las iniquidades del régimen: se constituye en una fuerza desestabilizadora en relación con ellas[21].
El Levante ya presenció anteriormente una lógica similar. En The Climate of Rebellion in the Early Modern Ottoman Empire, Sam White cuenta la historia de cómo este imperio estuvo a punto de desmoronarse a principios del siglo XVII, cuando una serie de sequías extraordinariamente graves paralizaron lo que hoy es el este de Turquía y Siria. Las sequías no fueron el resultado del calentamiento global, sino del enfriamiento global causado por la caída natural de la radiación solar conocida como la Pequeña Edad de Hielo[22]. Los inviernos helados y secos destruyeron las cosechas y el ganado de los campesinos de Anatolia y Levante, y ¿cómo respondió el sultán? Imponiendo mayores impuestos a esos campesinos, obligándolos a entregar mayores cantidades de grano, ovejas y otras provisiones a la capital imperial y a sus ejércitos. A medida que la hambruna se extendía por las llanuras, el centro se movió para exprimirlas cada vez con más fuerza, y fue esta maldición adicional, subraya White, la que inclinó a los hambrientos campesinos a una rebelión generalizada. A partir de principios de siglo, atacaron a los recaudadores de impuestos, asaltaron tiendas y establecieron unidades militares, uniéndose a los grandes ejércitos de la rebelión Jelali, cuyos territorios en un momento dado se extendieron desde Ankara a Alepo. El sultán finalmente derrotó a los jelalis, pero un ciclo de sequías → impuestos altos → rebelión → mayores déficits en el aprovisionamiento → impuestos aún más altos continuó recorriendo el Imperio en el siglo XVII. En 1648, el sultán y su detestado gran visir fueron asesinados en una insólita insurrección en el corazón de Estambul, cuyos problemas crónicos de suministro de alimentos, salud pública y bajos salarios se habían visto exacerbados por la afluencia masiva de refugiados procedentes del campo desolado: «cuando la gente vio que los favoritos del sultán todavía tenían agua mientras las mezquitas y fuentes se secaban, se sublevaron y expulsaron al gran visir»[23].
Así podemos proponer una primera hipótesis para una teoría marxista de la confrontación social inducida por el clima. «La forma económica específica,» escribe Marx en el tercer volumen de El Capital, «en la que se le extrae el plustrabajo impago al productor directo determina la relación de dominación y servidumbre»[24]. Ahora bien, si los productores directos experimentan un shock climático que reduce su capacidad de reproducirse, y si la extracción sigue funcionando o incluso se acelera, enviando cada vez más recursos hacia la cima, es probable que los primeros se alcen. Si no pueden ordenar a las nubes que se abran, al menos pueden romper el mecanismo de bombeo que les quita lo poco que les quedaba. Estas son las relaciones de dominación y servidumbre a través de las cuales se articula fundamentalmente el impacto del cambio climático. En el caso del Imperio Otomano, corrían a lo largo del eje de los impuestos bombeados desde los campesinos hasta la capital imperial, y el choque era de carácter totalmente natural. ¿Qué podemos esperar en un mundo capitalista que se calienta rápidamente por la quema de combustibles fósiles? Ahora la bomba central parecería ser la extracción del valor excedente del trabajo productivo. ¿Se siente también aquí el shock, abajo en el fondo?
Hay indicios de que se está formando un nuevo motivo de fricción entre clases. En el informe Climate Change and Labour: Impacts of Heat in the Workplace, varias federaciones sindicales y agencias de la ONU llaman la atención sobre lo que podría ser la experiencia más universal y más ampliamente ignorada del calentamiento global: cada vez hace más calor en el trabajo. El trabajo físico hace que el cuerpo se caliente[25]. Si tiene lugar bajo el sol o dentro de instalaciones sin sistemas avanzados de aire acondicionado, las temperaturas excesivamente altas harán que el sudor fluya más profusamente y que las fuerzas corporales se debiliten, hasta que el trabajador sufra un agotamiento por calor o algo peor. Esto no será un calvario para el desarrollador de software o el asesor financiero promedio. Pero para la gente que recoge verduras, construye rascacielos, pavimenta carreteras, conduce autobuses, cose ropa en fábricas mal ventiladas o arregla coches en los talleres de los suburbios, ya lo es; y la mayor parte de los días de trabajo excepcionalmente calurosos son ahora de naturaleza antropogénica. Con cada pequeño aumento de las temperaturas medias en la Tierra, las condiciones térmicas en millones de lugares de trabajo de todo el mundo cambian aún más, principalmente en las regiones tropicales y subtropicales, donde vive la mayoría de la población activa, unos 4.000 millones de personas. Por cada grado se perderá una porción mayor de la producción, que se calcula que alcanzará más de un tercio de la producción total después de los cuatro grados: con este calor, los trabajadores simplemente no pueden mantener el mismo ritmo. O ¿sí pueden? He aquí una fuente de conflictos de todo tipo, ya que los trabajadores tendrán que reducir la producción y hacer largas pausas, mientras que los capitalistas y sus representantes —si se tiene en cuenta su historial— exigirán que se mantenga la producción (y preferiblemente que se acelere). En un mundo capitalista más cálido, la bomba sólo puede extraer la misma cantidad de valor excedente exprimiendo hasta la última gota de sudor de los trabajadores, pero más allá de un determinado punto de vuelco localmente determinado, eso podría no sostenerse.
¿Una revolución obrera para conquistar un descanso en la sombra? Probablemente no. Si el conflicto entre las víctimas de la sequía y el insaciable sultán del Imperio Otomano era bastante simple, los equivalentes en el siglo XXI parecen ser bastante más complejos. La extracción de plusvalía puede seguir siendo la bomba central, pero los impactos más explosivos del cambio climático apenas se transmitirán en línea recta a lo largo de su eje. Si existe una lógica general del modo de producción capitalista a través de la cual se articulará el aumento de las temperaturas, probablemente sea más bien la del desarrollo desigual y combinado[26]. El capital se expande arrastrando otras relaciones a su órbita; a medida que siga acumulándose, las personas atrapadas en esas relaciones externas pero internalizadas —pensemos en los pastores del noreste de Siria— disfrutarán de pocos o ningún beneficio, y puede que ni siquiera se acerquen al umbral del trabajo asalariado. Algunos acumulan recursos, mientras que otros, fuera de la bomba pero dentro de la órbita, luchan por tener la oportunidad de producirlos. Si una catástrofe cae sobre una sociedad de este tipo —profundamente dividida y profundamente integrada— lo más probable es que empiece a resquebrajarse a lo largo de algunas de sus fisuras. La revolución siria podría ser, en efecto, un modelo a este respecto.
Por cierto, el desarrollo desigual y combinado sumado a la catástrofe fue también la ecuación que dio inicio a la Revolución Rusa. La catástrofe en cuestión fue, por supuesto, la Primera Guerra Mundial, que causó el colapso de todo el sistema de suministro de alimentos de la Rusia zarista. Para empeorar las cosas, las fuertes inundaciones de la primavera de 1917 arrasaron las carreteras y las líneas de ferrocarril y bloquearon nuevos aprovisionamentos[27]. El 8 de marzo —la historia es bien conocida, pero ahora arroja una nueva luz sobre el futuro— las mujeres trabajadoras de Petrogrado se declararon en huelga y marcharon por las calles, exigiendo pan a una Duma incapaz de repartirlo. Pronto reclamaron la destitución del Zar. La crisis dio un nuevo paso en agosto de 1917, cuando los precios de los granos se duplicaron repentinamente y Petrogrado se enfrentó al desafío de sobrevivir sin harina. «Hambre, verdadera hambruna», describió un funcionario del gobierno la situación, «se ha apoderado de una serie de ciudades y provincias, hambrunas expresadas vívidamente por una absoluta insuficiencia de productos alimenticios que ya está conduciendo a la muerte»[28]. Fue en aquel momento que Lenin escribió lo que es posiblemente su texto fundamental de 1917, La catástrofe que nos amenaza y cómo combatirla, en el que abogó por una segunda revolución como la única manera de evitar la hambruna total en todo el país. En su campaña interna y externa, este fue su argumento para dar el golpe de octubre[29]:
No hay ni puede haber otra forma de salvarse del hambre, que el levantamiento de los campesinos contra los terratenientes en el campo y el triunfo de los obreros sobre los capitalistas en las ciudades y en Petrogrado y Moscú (…) En la insurrección las demoras son fatales; esa es nuestra respuesta a quienes tienen el triste “coraje” de observar la creciente ruina económica y el hambre que se aproxima y disuadir a los obreros de la insurrección.
El Pentágono se refiere al cambio climático como un «multiplicador de amenazas». Lenin habló de la catástrofe de su época como un «acelerador vigoroso» que puso de manifiesto todas las contradicciones, «engendrar una crisis mundial de una intensidad sin paralelo», que «ha conducido al borde de la ruina a muchas naciones»[30]. Su apuesta era, por supuesto, aprovechar la oportunidad única que se abría con ello. Eso no disminuyó su hostilidad hacia la guerra —la cual no tenía enemigos más implacables que los bolcheviques— pero veía en todas sus miserias las razones más convincentes para tomar el poder, y nada funcionaba tan eficazmente para reunir a los trabajadores a su lado. Es probable que el cambio climático sea el acelerador del siglo XXI, que acelere las contradicciones del capitalismo tardío —sobre todo el creciente abismo entre los céspedes siempre verdes de los ricos y la precariedad de la existencia sin propiedades— y acelere una catástrofe local tras otra. ¿Qué deben hacer las personas revolucionarias cuando llegue a su territorio? Aprovechar la oportunidad de deponer a cualquier explotador y opresor que pueda caer en sus manos. Pero no hace falta decir que no hay garantía de un resultado feliz.
Contrarrevolución y caos como síntomas
La aguda escasez de alimentos y agua está a punto de convertirse en uno de los efectos más tangibles del calentamiento global. En el período previo a las revoluciones de Túnez y Egipto, el aumento de los precios de los alimentos causado en parte por el clima extremo intensificó las tensiones latentes, y el Oriente Medio —hasta ahora la caldera revolucionaria de este siglo— puede esperar más alzamientos. Ninguna región es tan propensa a la escasez de agua y ninguna es tan vulnerable a las «crisis de suministro de alimentos interconectadas» o a las pérdidas de cosechas en graneros lejanos que hacen subir los precios de las importaciones de las que depende la población[31]. En la Rusia revolucionaria, la crisis de suministro originalmente surgió de los bloqueos y de las exigencias derivadas de la Primera Guerra Mundial y luego se multiplicó en todo el vasto territorio; para los bolcheviques, fue tanto una maldición como una bendición. En su notable estudio, Bread and Authority in Russia, 1914–1921, Lars T. Lih muestra cómo la escasez de alimentos no sólo los impulsó al poder, sino que los impulsó a desarrollar las tendencias autoritarias que más tarde los devorarían.
Además, esas tendencias ya estaban en pleno apogeo antes de octubre. El propio Estado zarista dio los primeros pasos hacia una «dictadura del suministro de alimentos», en la que el Estado aplica la coerción para obligar a que se entreguen alimentos a los ciudadanos hambrientos. «La cuestión del suministro de alimentos ha absorbido todas las demás cuestiones», observó un empleado del gobierno en el otoño de 1916, y «a medida que se ha extendido la anarquía económica, más profundo es el proceso de penetración del principio del Estado en todos los aspectos de la existencia económica del país»[32]. El Gobierno Provisional [N. del E.: formado en Petrogrado tras la abdicación del zar] siguió por el mismo camino —todas las corrientes políticas, salvo los anarquistas, coincidieron en la necesidad de un control centralizado estricto para obtener el grano— pero demostró ser totalmente incapaz de cumplir la tarea. Los bolcheviques resultaron ser el único partido lo suficientemente disciplinado y duro como para reconstituir el núcleo e imponerse sobre las fuerzas centrífugas. Pero para tener éxito en sus esfuerzos, tuvieron que deshacerse de cualquier duda ideológica sobre el Estado y hacer el máximo uso de los andamios que quedaban de la burocracia zarista. El problema era que habían prometido «todo el poder a los Soviets». De acuerdo con una lógica que Lih reconstruye con doloroso detalle, los soviets genuinamente autónomos (y las comunas y los comités de fábrica) tenía los intereses de sus propios miembros más cercanos al corazón: en el campo, retenían el grano de las ciudades; en las ciudades, enviaban voluntarios al campo para recoger lo que se pudiera encontrar y distribuirlo a sus miembros. El experimento de democracia directa que los bolcheviques tanto habían hecho para promover sólo profundizó el caos en el sistema alimentario, la única plaga que habían prometido erradicar. Encerrados en esta contradicción, optaron por someter a los Soviets al partido, disparar contra los presuntos acaparadores, estacionar agentes en las aldeas para vigilar a los campesinos, poniendo en marcha todo el tren del control burocrático.
Pero la elección de los bolcheviques —este es el argumento principal de Lih— fue forzada por la situación. Agudizada por la guerra civil y la sequía, la escasez parecía no permitir otra acción general que una dictadura del suministro de alimentos, a la que la gran mayoría de los rusos se resignaron, prefiriendo algo de estabilidad y comida en la mesa a las interminables privaciones e incertidumbres de los años revolucionarios. Aquí se sembró precisamente la contrarrevolución estalinista. Paradójicamente, en el análisis de Lih, surgió de una hazaña notable: precisamente porque fueron tan despiadados y consistentes en su centralización del sistema alimentario, los bolcheviques evitaron el colapso total. En una formulación ahora preñada de significado, Lih resume su visión del naciente Estado blochevique: «un Noé construyendo apresuradamente una pequeña arca contra un desastre inminente»[33].
Ahora bien, si son inminentes muchas más catástrofes y si desencadenan revoluciones, ¿desencadenarán también contrarrevoluciones en forma de bestias salvajes y burocracias hipertrofiadas (que dicen ser) indispensables para contener las penurias? Es demasiado pronto para decirlo, por supuesto. Sin embargo, una pista de tal escenario puede ser deducida del golpe militar que terminó con la revolución egipcia. En los últimos días del régimen de Morsi, el Estado Profundo orquestó una escasez masiva de combustible y alimentos junto con apagones continuos, minando el apoyo al presidente elegido democráticamente y empujando a millones de personas a tomar las calles en su contra[34]. Tras el golpe de Estado del 3 de julio de 2013, esas deficiencias desaparecieron milagrosamente de la noche a la mañana; la junta de Sisi se llevó todo el mérito y se ganó los estómagos y las mentes de todo el país. Evidentemente, este episodio no tiene relación con ningún impacto del cambio climático, pero apunta a una lógica política que posiblemente reaparezca cuando se profundice más: un líder fuerte se erige como el único garante de un mínimo de suministros estables y monopoliza el poder. Eso no tendría que esperar necesariamente a que se materialice una revolución; podría ser estimulado por las propias escaseces.
El peligro más amplio que acecha aquí podría ser etiquetado como fascismo ecológico. Tiene pocos partidarios hasta ahora, pero existen: en The Climate Challenge and the Failure of Democracy, los académicos australianos David Shearman y Joseph Wayne Smith rechazan la afirmación marxista de que el capitalismo es la fuente del calentamiento global y asignan toda la culpa a la democracia. Ahora es el momento de darse cuenta de que «la libertad no es el valor más fundamental y es sólo un valor entre otros». La supervivencia nos parece un valor mucho más básico»[35]. A medida que el cambio climático pone en duda la supervivencia de la especie humana, esta tiene que redescubrir su verdadera naturaleza: una jerarquía rígida. El cerebro humano está preparado para el autoritarismo, la dominación y la sumisión (basta con mirar a los simios)[36]. Más concretamente, Shearman y Smith abogan por una fusión del feudalismo y el Estado de partido único —pero sin ninguna economía planificada— encabezado por un líder altruista, capaz y autoritario, versado en ciencias y habilidades personales, respaldado por una clase de «reyes filósofos o ecoélites» formados desde la infancia —»como en Esparta»— para guiar al mundo a través del calentamiento[37]. (También descubrimos gracias a ellos que los cerebros femeninos están orientados hacia los niños, que las «canciones de rap negro» que expresan «deseos de asesinar a la gente blanca» deberían estar prohibidas, y que el Islam está torpedeando demográficamente al mundo occidental.[38]) Tal locura no ha encontrado todavía mucha audiencia. Pero cuando la supervivencia empiece a pender de un hilo, no se puede excluir la posibilidad de que se imponga; de hecho, el cambio climático ya ha puesto en primer plano algunas ideas lunáticas de los antaño despreciados disidentes (en particular la geoingeniería).
Si el fascismo ecológico puede ser una tendencia ideológica explícita para un futuro muy cálido, otra posibilidad es la violencia nihilista, oportunista, incluso racista: en el reseco Imperio Otomano, según los registros de Sam White, los jelalis no profesaban ninguna convicción política o religiosa en particular. Simplemente se abrieron camino saqueando a través del territorio en ruinas. Una de sus fortalezas era la ciudad de Al Raqa, epicentro de la reciente sequía y capital del falso califato del Dáesh. White informa de que las sequías avivaron las llamas de los renacimientos fundamentalistas entre las diversas sectas del Imperio[39]. En las interminables colas de pan de la Rusia revolucionaria, los rumores de que los judíos acumulaban y especulaban con el grano se extendieron como un incendio forestal; el paso de una panadería cerrada al pogromo se mostró breve[40]. En 1917, Lenin midió el «estado de tensión y desesperación entre las amplias masas» y profetizó que «los hambrientos todo lo destrozarán, todo lo destruirán, incluso en forma anárquica, si los bolcheviques no son capaces de dirigirlos en una batalla decisiva»[41]. Los antisemitas Centuriones Negros esperaban que los rusos se pusiesen a su lado y Lenin vio tendencias objetivas que trabajaban a su favor. «¿Se puede imaginar una sociedad capitalista en vísperas del colapso en la que las masas oprimidas no estén desesperadas? ¿Hay alguna duda de que la desesperación de las masas, una gran parte de las cuales todavía son ignorantes, se expresará en el aumento del consumo de todo tipo de venenos?»[42].
Jelalis, Dáesh, Centurias Negras: Christian Parenti ha ofrecido un pronóstico similar en su Tropic of Chaos: Climate Change and the New Geography of Violence. Las sociedades dañadas, al igual que las personas dañadas, suelen responder a las nuevas crisis de manera irracional, miope y autodestructiva, y las sociedades de este mundo —en particular las devastadas por el colonialismo, la contrainsurgencia de la Guerra Fría, las guerras contra el terrorismo y la reestructuración neoliberal— están más que dañadas[43]. Podemos anticipar un «deslizamiento hacia la entropía y el caos», «las luchas intercomunitarias, la corrupción», la ruina del Estado moderno, que podría, por supuesto, convertirse en su opuesto y resucitar alguna Esparta verde-marrón. ¿Qué pasa con los que pueden aislarse del calor con la potencia de aire acondicionado que haga falta? Como la más probable protección de sus intereses materiales, Parenti prevé una «política del bote salvavidas armado» o «fascismo climático», por la cual las clases dominantes continúen su curso actual y mantengan despiadadamente a sus víctimas a raya con muros, drones y centros de detención[44]. Un estudioso del genocidio ha ido recientemente un paso más allá y ha advertido de que los flujos de refugiados climáticos que se esperan hacia el Norte revivirán «el impulso genocida», un escenario que posiblemente gane cierta plausibilidad por el hecho de que uno de los mayores flujos consistirá probablemente en personas de países de mayoría musulmana que se dirigen hacia un continente europeo completamente infectado por la islamofobia[45]. Esa podría ser otra forma de articulación. Como tal, sin embargo, sería el resultado de relaciones formadas en la lucha. Los revolucionarios en un mundo más cálido tendrían que ser igualmente antifacistas militantes y vigilantes. Podríamos estar viviendo no justo después, sino en los albores de la Era de los Extremos [N. del E.: referencia a The Age of Extremes: The Short Twentieth Century, 1914–1991, del historiador Eric Hobsbawm, conocida en su edición en castellano simplemente por Historia del siglo XX, y en la que se centra en los desastres causados por el socialismo de Estado, el capitalismo y el nacionalismo a lo largo de dicho periodo.]
Revolución para tratar los síntomas
Entonce, hasta ahora tenemos dos configuraciones, aunque la línea entre ellas pueda ser difícil de trazar: revolución y/o contrarrevolución/caos como síntomas del cambio climático. Podría tomarse como ejemplo la meteorología para conceptualizar esta sintomatología. Los científicos del clima a menudo hablan de cómo el aumento de las temperaturas «carga los dados» a favor de los fenómenos meteorológicos extremos: una supertormenta podría haber ocurrido en el siglo XVIII, pero todo el dióxido de carbono acumulado en la atmósfera desde entonces ha llenado los sistemas meteorológicos de un elemento, como las cálidas superficies marinas, que funcionan como un peso extra en el número seis, haciendo que un huracán mortal sea dramáticamente más probable. El tipo de eventos sociales extremos sobre los que hemos especulado aquí evidentemente también pueden ocurrir sin un cambio climático antropogénico, pero ahora ese nuevo mega-peso dentro de todos los sistemas planetarios, parece empujar las cosas en esa dirección. Si todo esto suena surrealmente extremo, baste consultar la ciencia climática de vanguardia. La ruptura de los cimientos materiales sobre los que se asienta la existencia humana será realmente fatídica si el calentamiento global continúa, nos indica dicha ciencia, al tiempo que informa mes a mes sobre la rapidez con la que se desarrolla el proceso en relación con lo pronosticado en un principio.
En enero de 2016, la temperatura media en la Tierra fue 1,15°C más alta que en el período 1951-1980. Fue un salto récord que se batió inmediatamente en el mes de febrero y que alcanzó los 1,35°C[46]. Para entonces el planeta se encontraba justo en el umbral de un calentamiento de 1,5°C por encima de los niveles preindustriales, identificado por los líderes mundiales reunidos en París para la COP21 en diciembre de 2015 como un límite que no debería cruzarse (aunque un marcador más común del paso de un cambio climático ya peligroso a otro extremadamente peligroso sigue siendo 2°C)[47]. ¿Cuándo podría alcanzarse? Los nuevos resultados sugieren que podría ocurrir más pronto que tarde: en las nubes, por ejemplo, los cristales de hielo reflejan más luz solar hacia el espacio que las gotas líquidas, pero los modelos climáticos han subestimado enormemente la proporción de estas últimas, pasando por alto un considerable efecto de calentamiento adicional que ya se da por asegurado[48]. Utilizando cifras conservadoras, que excluyen cualquier futuro descubrimiento y depósitos disponibles gracias a las nuevas tecnologías, Katarzyna Takorska y sus colegas sitúan el efecto en el valor aproximado de 8°C —que alcanza los 17°C en el Ártico— en lugar de los 5°C que se creían anteriormente. Traducidos a condiciones reales para la vida en la Tierra, esos ocho grados de promedio, por supuesto, significarían el final de todas las historias[49]. Esto no sucederá mañana, pero ahora marca la dirección general de la historia del capitalismo tardío. Cualquiera que desee disputar el pronóstico de que las dislocaciones subsiguientes marcarán el comienzo de una era de extremos políticos, tendría que argumentar a favor del asombroso estoicismo de la especie humana, o de su total desapego de lo que ocurre dentro de los ecosistemas. Como quiera que se vea ese escenario, ciertamente no sería materialista.
Pero existe la posibilidad de amortiguar algunos impactos. Consideremos el caso de Siria. La mayor parte de la agricultura de ese país sigue dependiendo del riego por inundación —los campesinos abren canales y descargan el agua a través de sus campos— lo que podría haber sido un método adecuado en los viejos tiempos, pero no en esta era seca[50]. Es imperativo pasar a la irrigación por goteo, para ahorrar o hacer un uso óptimo de cada valiosa gota de agua. Un Estado que esté en sintonía con las necesidades de los agricultores pobres y que esté dispuesto a proporcionarles las fuerzas productivas básicas podría lograrlo, pero el régimen de Assad ha instituido políticas de recursos hídricos que succionan la tierra hasta dejarla seca. En Egipto, el Mediterráneo en ascenso empuja el agua salada cada vez más profundamente en el suelo arcilloso del Delta del Nilo. Para evitar que sus cultivos mueran, los agricultores tratan de elevar los campos aplicando enormes cantidades de arena y fertilizantes, pero sólo los agricultores más ricos pueden permitirse esas medidas de adaptación[51]. A lo largo de las costas, las mareas de tormenta son cada vez más frecuentes y fuertes, pero los diques y otros sistemas de amortiguación se construyen principalmente frente a las ciudades turísticas, mientras que se dejan sin protección las comunidades de pescadores y agricultores[52]. La revolución egipcia representó una oportunidad para tapar esas fisuras en la coraza y avanzar hacia una adaptación integral y popular al cambio climático. Sería quedarse corto decir que falló en el intento.
Aquí, entonces, se pueden discernir los contornos de una tercera configuración hipotética: la revolución para tratar los síntomas del calentamiento global. Los casos sirio y egipcio no son atípicos. Las estadísticas han revelado que los procesos cotidianos de acumulación de capital —cerramientos, mercantilización, planificación inmobiliaria, centralización de recursos— distorsionan fuertemente la mayoría de los proyectos de adaptación en todo el mundo, dejando precisamente a las personas más vulnerables sin protección[53]. Pero «en epocas revolucionarias los límites de lo posible se amplían mil veces», recordando a Lenin[54]. Si las relaciones sociales bloquean el camino hacia una adaptación efectiva a favor de los pobres, deben ser revisadas. Aquí hay una razón más para aprovechar todas las oportunidades que se presentan en las catástrofes. A diferencia de las dos configuraciones anteriores, ésta presupone personas revolucionarias que actúan conscientemente contra los impactos del cambio climático en el terreno sobre el que pueden ejercer su influencia. Pero esta influencia será limitada por naturaleza.
Revolución contra las causas
La adaptación a tres, cuatro —por no hablar de ocho— grados está destinada a ser un esfuerzo inútil. No importa lo avanzados que sean los irrigadores que instalen los granjeros sirios, el riego requiere agua. Ningún muro puede salvar el Delta del Nilo de la infiltración subterránea del mar. Nadie puede realizar ningún tipo de trabajo físico cuando las temperaturas suben por encima de un cierto nivel, y así sucesivamente. Pero las reservas probadas de combustibles fósiles pueden mantenerse en el subsuelo. Las emisiones pueden reducirse a cero. «Todo el mundo dice esto. Todo el mundo lo admite. Todo el mundo ha decidido que es así. Sin embargo, no se está haciendo nada», y esta es la razón para el tipo de revolución más exigente, la que, con plena conciencia de las raíces del problema, lleva a cabo un ataque a gran escala contra el capital fósil, al igual que los bolcheviques se fijaron la tarea de «poner fin inmediato a la guerra», insistiendo en que está «claro para todos de que para terminar esta guerra, estrechamente vinculada al actual régimen capitalista, hay que combatir al propio capital»[55]. Este es el momento de leer de nuevo el Lenin de 1917 y salvar el núcleo del proyecto bolchevique[56]:
A la luz de este ejemplo, podemos quizás trazar la más vívida comparación entre los métodos burocráticos reaccionarios de lucha contra la catástrofe, que se limitan a un mínimo de reformas, y los métodos democráticos revolucionarios que, si quieren ser dignos de ese nombre, deben proponerse como objetivo inmediato romper violentamente con el viejo y caduco sistema y realizar el progreso más rápido posible
…siendo aquí la velocidad la dimensión crítica. La burguesía ociosa, mientras tanto, «como siempre, se guía por la regla: Après nous le deluge (después de nosotros, el diluvio)»[57]. Se podrían poner en práctica políticas que salvarían millones o incluso miles de millones de vidas, si sólo se eliminaran los intereses que las obstruyen. «Basta con fijarse un poco para convencerse de que existen los medios necesarios para luchar contra la catástrofe y el hambre, de que las medidas que se requieren para combatirla son claras, sencillas, perfectamente realizables y al alcance de las fuerzas del pueblo». Podríamos empezar actualizando el Manifiesto Comunista y la lista de las diez medidas:[58]
- Aplicar una moratoria completa a todas las nuevas instalaciones de extracción de carbón, petróleo o gas natural.
- Cerrar todas las plantas de energía que funcionan con esos combustibles.
- Extraer el 100% de la electricidad de fuentes no fósiles, principalmente la eólica y la solar.
- Poner fin a la expansión de los viajes por aire, mar y tierra; convertir los viajes por tierra y mar en eléctricos y eólicos; racionar el resto de los viajes por aire para asegurar una distribución justa hasta que puedan ser reemplazados completamente por otros medios de transporte.
- Ampliar los sistemas de transporte colectivo a todas las escalas, desde el metro hasta los trenes intercontinentales de alta velocidad.
- Limitar el transporte marítimo y aéreo de alimentos y promover sistemáticamente los suministros locales.
- Poner fin a la quema de bosques tropicales e iniciar programas masivos de reforestación.
- Renovar los edificios antiguos con aislamiento y exigir que todos los nuevos generen su propia energía con cero emisiones de carbono.
- Desmantelar la industria cárnica y trasladar los requerimientos de proteínas humanas hacia fuentes vegetales.
- Invertir en el desarrollo y la difusión de las tecnologías de energías renovables más eficientes y sostenibles, así como en tecnologías para la eliminación del dióxido de carbono[59]
Eso sería un comienzo, nada más, pero probablemente equivaldría a una revolución, no sólo en las fuerzas de producción sino también en las relaciones sociales en las que están tan profundamente inmersas. Dos sorprendentes informes han destacado recientemente lo profundamente ligado que está el fenómeno de las emisiones de CO2 a la sociedad de clases. Una décima parte de la especie humana representa la mitad de todas las emisiones actuales derivadas del consumo, y la mitad de la especie, una décima parte de dichas emisiones. El 1% más rico tiene una huella de carbono unas 175 veces mayor que la del 10% más pobre; las emisiones del 1% más rico de los estadounidenses, luxemburgueses y sauditas son dos mil veces mayores que las de los hondureños, mozambiqueños o ruandeses más pobres. La participación en el CO2 acumulado desde 1820 es, del mismo modo, asimétrica[60]. Un cierto odio de clase ecológico está ciertamente garantizado, y ni siquiera hemos mencionado el núcleo duro del capital fósil, los Rex Tillersons de este mundo, los multimillonarios que nadan en el dinero de la extracción de los combustibles fósiles de la tierra y la venta del combustible para los incendios[61]. No se equivoquen: esta revolución tendrá su justa cuota de enemigos.
¿Quién la ejecutará? ¿Quiénes son los metalúrgicos de Petrogrado y los marineros de Kronstadt de la revolución climática? Miren el país que encabeza una encuesta de las poblaciones más preocupadas por el calentamiento global: Burkina Faso, actualmente devastado por la reducción de las lluvias y las tormentas de arena de gran magnitud, encabeza la lista de naciones africanas que sufren jornadas laborales excesivamente calurosas[62]. ¿Puede un agricultor de Burkina Faso asaltar los Palacios de Invierno del capital fósil?, ¿puede si quiera llegar a verlos en toda su vida, o son la sede de ExxonMobil en Texas y las relucientes torres de Dubai tan distantes que están totalmente fuera de su alcance, por no hablar de su capacidad y la de sus compañeros para una acción revolucionaria eficaz? Probablemente sería tan fácil conseguir el apoyo de las masas para el programa mencionado en Burkina Faso como difícil de implementar desde allí.
Precisamente las divisiones abismales dentro de la especie — desmintiendo el discurso del Antropoceno, de la humanidad en general como responsable, de todos nosotros como el enemigo— puede resultar el mayor obstáculo para atacar las causas de la catástrofe: las víctimas de la violencia sistemática conocida como la combustión de combustibles fósiles pueden simplemente estar demasiado lejos de los responsables para derrocarlos. Las «revoluciones como síntomas» se dirigen a los explotadores y opresores de las inmediaciones, por lo que no es difícil imaginar que algunas vidas se vuelvan insoportables, pero las «revoluciones contra las causas» deban viajar por todo el mundo para que sean lanzadas por las clases más afectadas. Parece probable que los levantamientos continúen apuntando a los Majlufs cercanos en lugar de a los Tillersons lejanos. Dicho de otra manera, la formación espontánea de conciencia sindical en un mundo que se calienta, un prerrequisito básico para cualquier tipo de ofensiva de octubre, parece una perspectiva muy incierta. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con la exploración petrolera: cuando una corporación se entromete en la patria ancestral de un pueblo para perforar en busca de combustible, el antagonismo lo tienes delantes de las narices y la resistencia surge de forma natural, pero el calentamiento global como tal puede matar a millones de personas desde el interior de un castillo nunca visto y, por desgracia, difícil de asaltar.
Este parece ser el enigma estratégico fundamental para la lucha contra el cambio climático. La visión más prometedora para salir de él ha sido formulada (aunque no en tales términos) por Naomi Klein en Esto lo cambia todo: El capitalismo vs. el clima. Cortocircuitando el problema de la distancia, ella argumenta que, dado que el capitalismo actual está tan saturado de energía fósil, más o menos todos los que participan en algún movimiento social bajo su dominio están luchando objetivamente contra el calentamiento global, les importe o no, sufran sus consecuencias o no. La población brasileña que protesta por el aumento de las tarifas y exige transporte público gratuito casi enarbola la bandera de la quinta medida de la lista anterior, mientras que los ogoni que expulsaron a Shell están ocupados trabajando en la primera[63]. Del mismo modo, a los trabajadores europeos del sector automovilístico que luchan por sus puestos de trabajo, de acuerdo con el tipo de conciencia sindical que siempre han tenido, les interesa reconvertir sus fábricas para producir las tecnologías necesarias para la transición más allá de los combustibles fósiles —turbinas eólicas, autobuses— en lugar de verlas trasladarse hacia algún destino con salarios bajos[64]. En palabras de Klein, «la crisis medioambiental —si se concibe con la suficiente amplitud— no anula (ni nos distrae de) las causas políticas y económicas que más nos apremian a actuar; al contrario las refuerza con una carga adicional de urgencia existencial»[65]. Esta fórmula tiene el atractivo añadido de hacer la alianza más amplia posible. Claramente, nada menos que eso será necesario en esta lucha.
Queda por ver si esta es una solución que puede sustituir a la ausencia de fuerzas de ataque inmediatamente victimizadas. Hasta ahora, en un mundo que se calienta, la posición análoga a la de los palestinos que luchan contra la ocupación sionista o a la de los trabajadores de las fábricas que se manifiestan contra las exigencias de aumento de la producción ha estado vacía —no en sí misma (los expulsados y sudorosos están ahí) sino para sí mismos (no están luchando activamente contra sus enemigos)— y hasta ahora, esa ausencia ha sofocado el estallido de los disturbios climáticos explícitos a una escala proporcional al problema. Lo que sí tenemos es un incipiente movimiento climático. En cualquier alianza que atraiga todo el espectro de movimientos sociales para derribar el capital fósil, éste tendrá que ser el eje. Tiene algunos argumentos convincentes para presentar, en la línea del lema «no hay empleos en un planeta muerto»: cualquier otra cosa que pidas presupone un clima razonablemente estable, e incluso si las arenas del desierto no invaden tu puerta en este momento en particular, ten por seguro que un impacto u otro está en camino. Si el trabajador alemán se encoge de hombros ante la condición del granjero en Burkina Faso, o de manera optimista se consuela con el pensamiento de que en Alemania las cosas no están tan mal, el movimiento climático puede decirle: «De te fabula narratur» [N. del E.: Esta historia es de ti de quien habla.] Este movimiento recoge y cristaliza las ideas de que Siria no puede sobrevivir a la desaparición del Creciente Fértil, o Egipto a una subida de tres metros del nivel del mar, o Burkina Faso a cuatro grados de calentamiento; articula los intereses de sus masas más vulnerables aunque sólo sea en nombre de ellas. Sí, hay aquí, por razones estructurales aún por superar, un componente de lo que los marxistas clásicos habrían llamado sustitucionismo y voluntarismo.
Este movimiento ha logrado un número de notables victorias últimamente. La suspensión del oleoducto Keystone XL, la retirada de Shell del Ártico, la campaña de desinversiones en espiral, la cancelación de los proyectos de explotación de carbón desde Oregón hasta Orissa se han añadido en rápida sucesión a su curriculum vitae. El movimiento aumentó aún más su perfil con la campaña Break Free en mayo de 2016, la mayor ola coordinada de acción directa contra la extracción de combustibles fósiles hasta ahora, que se extiende desde Filipinas a Gales y desde Nueva Zelanda al Ecuador.[66] La pieza central de la campaña fue el campamento conocido como Ende Gelände, erigido a un tiro de piedra de la Schwarze Pumpe (la bomba negra), una central eléctrica en la región alemana de Lusacia que funciona con carbón de lignito —el más contaminante de todos los combustibles fósiles— extraído de una megamina adyacente, y una de las mayores fuentes singulares de emisiones de CO2 en Europa. Los diversos barrios del extenso campamento de tiendas fueron nombrados en honor a lejanas naciones insulares de baja altitud: Kiribati, Tuvalu, las Maldivas… El viernes 13 de mayo de 2016, la ofensiva múltiple contra la Schwarze Pumpe se inició cuando unos mil activistas —el campamento atraería a casi cuatro mil— descendieron a la mina, se apoderaron de las gigantescas máquinas excavadoras y se instalaron durante el fin de semana. El sábado por la mañana, hubo aún más ocupantes de las líneas de ferrocarril que llevan el carbón a la bomba negra. Una breve incursión en el recinto de la propia central provocó que la policía, superada en número, contraatacara indiscriminadamente con spray de pimienta, empuñando porras y haciendo detenciones, pero los bloqueos se mantuvieron hasta que el domingo por la mañana los propietarios declararon que los activistas climáticos les habían obligado a suspender toda producción de electricidad[67]. Algo así nunca había ocurrido en Europa Central.
El trasfondo de la acción es instructivo. En las elecciones parlamentarias de Suecia en 2014, Gustav Fridolin, líder del Partido Verde, guardó un trozo de carbón en su bolsillo. Dondequiera que fuera, en cada discurso y debate televisado, agitaba ese trozo de carbón y prometía, con una severa determinación en su voz, quitarle el combustible de las manos al Estado sueco. En lo profundo de las fosas de Alemania oriental, esas manos han manchado durante mucho tiempo la imagen de Suecia como un föregångsland (país pionero) en la política climática, ya que la empresa estatal Vattenfall posee y opera la Schwarze Pumpe y otros cuatro complejos de lignito del mismo tamaño volcánico. En el momento de las elecciones, el estado sueco produjo emisiones de CO2 de estos activos equivalentes a todas las emisiones de su propio territorio más un tercio. Ahora, declaró Fridolin, era el momento de liquidarlos y poner una tapa al carbón en el suelo. Si los Verdes entraban en el gobierno, la promesa más importante de su campaña electoral sería asegurarse de que Vattenfall cerrara sus minas y plantas alemanas. Dos años después, ya no estaban en manos suecas. Habían sido vendidos a un consorcio de capitalistas de la República Checa —incluyendo a su ciudadano más rico— que ansiaban más recursos para el renacimiento del lignito que se estaba produciendo en su rincón del continente. Los Verdes, en otras palabras, decidieron lanzar algunas de las mayores reservas de lignito directamente a la boca del capital fósil. Esa decisión contribuyó a la peor crisis de la historia del partido —probablemente el más influyente de este tipo en el mundo— y, por tanto, a una de las peores de la historia del ambientalismo parlamentario reformista. Para colmo de males, Fridolin, en nombre del gobierno sueco, denunció la acción de Ende Gelände como «ilegal»[68].
En cualquier realidad basada en la ciencia, Ende Gelände es el tipo de acción que debe ser repetida y ampliada mil veces. Dentro de los países capitalistas avanzados y las zonas más desarrolladas del resto, no faltan objetivos adecuados: basta con buscar la central eléctrica de carbón más cercana, el oleoducto, el todoterreno, el aeropuerto en expansión, el creciente centro comercial suburbano y tantos otros. Ese es el terreno al que un movimiento climático revolucionario debería lanzarse en una gran oleada acelerada. Obviamente, todavía está muy lejos de tal tamaño y capacidad. Quizás algún evento climático extremo de proporciones verdaderamente traumáticas podría catalizar un salto. Incluso entonces, sin embargo, como la historia de Vattenfall deja claro, la acción directa en sí misma no resolvería nada: tiene que haber decisiones y decretos del Estado; o, en otras palabras, el Estado debe ser arrancado de las manos de todos los Tillersons y Fridolins de este mundo para que cualquier programa de transición como el esbozado arriba se pueda llevar a cabo. Sin embargo, en la resaca ideológica posterior a 1989 que todavía afecta a los medios activistas que componen el movimiento climático en el Norte, persiste una fetichización de la acción directa horizontal como táctica autosuficiente y una renuencia a considerar la lección de Lenin: «El problema clave de toda revolución es, indudablemente, el problema del poder estatal»[69]. Rara vez, por no decir nunca, ha sido tan importante como ahora prestar atención a esa lección.
¿Puede el movimiento climático crecer en varios órdenes de magnitud, reunir fuerzas progresistas a su alrededor y desarrollar alguna estrategia viable para proyectar sus objetivos a través del Estado, todo ello dentro de un marco temporal relevante en este mundo que se calienta rápidamente? Es una tarea difícil, por no decir otra cosa. Pero en palabras de Daniel Bensaïd, quizás el más brillante teórico de la estrategia revolucionaria de finales del siglo XX, «cualquier duda se refiere a la posibilidad de tener éxito, no a la necesidad de intentarlo.»[70]
Notas
[1]. G. Ballard, The Drowned World, New York: Liveright, 2012 [1962], p. 58. (Ed. en castellano: El mundo sumergido, Minotauro, 2002.)
[2] ‘US Intelligence Community Worldwide Threat Assessment, Statement for the Record March 12, 2013’, en United States Central Intelligence Agency (CIA) Handbook: Strategic Information, Activities and Regulations, Washington, DC: International Business Publications, 2013, p. 40.
[3] Departament of Defense, National Security Implications of Climate-Related Risks and a Changing Climate, informe presentado al Congreso el 23 de julio de 2015, disponible en archive.defense.gov. El fantasma de la escalada de conflictos en un mundo que se calienta no es el único que acecha al Pentágono: una amplia gama de instalaciones militares se enfrentan al riesgo de inundación, incluyendo la base naval de Norfolk en Virginia, la más grande de su tipo en el mundo. Ver por ejemplo Peter Engelke y Daniel Chiu, Climate Change and US National Security: Past, Present, Future, The Transatlantic Partnership for the Global Future, Brent Scowcroft Center and the Ministry for Foreign Affairs of the Government of Sweden, 2016.
[4] David Kilcullen, Out of the Mountains: The Coming Age of the Urban Guerrilla, Londres: C. Hurst & Co., 2013.
[5] Solomon M. Hsiang, Marshall Burke, y Edward Miguel, ‘Quantifying the Influence of Climate on Human Conflict’, Science (2013), 341, p. 4. Ver Solomon M. Hsiang y Marshall Burke, ‘Climate, Conflict, and Social Stability: What does the Evidence Say?’, Climatic Change (2014), 123: 39–55.
[6] Clionadh Raleigh, Andrew Linke y John O’Loughlin, ‘Extreme Temperatures and Violence’, Nature Climate Change, 4, 2014, pp. 76–7. Ver también John Bohannon, ‘Study Links Climate Change and Violence, Battle Ensues’, Science, 341, 2013, pp. 444–5; Mark A. Cane et al., ‘Temperature and Violence’, Nature Climate Change, 4, 2014, pp. 234–5; H. Buhaug et al., ‘One Effect to Rule them All? A Comment on Climate and Conflict’, Climatic Change, 127, 2014, pp. 391–7.
[7] Hsiang et al. tal vez repliquen que para estudiar la interacción entre el clima y otros factores, primero hay que saber que el primero es un factor por derecho propio, y eso es lo que demuestran sus investigaciones. Hay algún mérito en ese argumento. El estado de esta ciencia parece ser precisamente el de haber identificado al clima como conductor del conflicto social, pero sin una idea clara de cómo funciona ese conductor. Ver Idean Salahyan, ‘Climate Change and Conflict: Making Sense of Disparate Findings’, Political Geography, 43, 2014, pp. 1–5.
[8] Raleigh et al., ‘Extreme temperatures’, p. 77.
[9] Martin Hoerling, Jon Eischeid, Judith Perlwitz et al., ‘On the Increased Frequency of Mediterranean Drought’, Journal of Climate, 25, 2012, pp. 2146–61.
[10] Benjamin Cook, Kevin J. Anchukaitis, Ramzi Touchan et al., ‘Spatiotemporal Drought Variability in the Mediterranean over the Last 900 Years’, Journal of Geophysical Research: Atmospheres, 121, 2016, pp. 2060–74.
[11] Colin P. Kelley, Shahrzad Mohtadi, Mark A. Cane et al., ‘Climate Change in the Fertile Crescent and Implications of the Recent Syrian Drought’, PNAS, 112, 2015, pp. 3241–6.
[12] Robert F. Worth, ‘Earth is Parched Where Syrian Farms Thrived,’ New York Times, 13 October 2010. Ver más en W. Erian, B. Katlan and B. Ouldbdey, ‘Drought Vulnerability in the Arab Region: Special Case Study: Syria’, 2011 Global Assessment Report on Disaster Risk Reduction, United Nations; OCHA (United Nations Office for the Coordination of Humanitarian Affairs), Syria Drought Response Plan, 2009–2010: Mid-Term Review; Francesco Femia and Caitlin Werrell, ‘Climate Change Before and After the Arab Awakening: The Cases of Syria and Libya,’ in Caitlin Werrell and Francesco Femia, eds., The Arab Spring and Climate Change, Center for American Progress, Stimson, and The Center for Climate and Security, 2013, pp. 23–32; Peter H. Gleich, ‘Water, Drought, Climate Change, and Conflict in Syria’, Weather, Climate & Society, 6, 2014, pp. 331–40; Myriam Ababsa, ‘The End of a World: Drought and Agrarian Transformation in Northeast Syria (2007–2010)’, in R. Hinnebusch and T. Zintl, eds., Syria from Reform to Revolt, Vol. 1: Political Economy and International Relations, Syracuse: Syracuse University Press, 2015, 199–222.
[13] Ver por ej. Kelley et al., ‘Climate Change’.
[14] Bassam Haddad, Business Networks in Syria: The Political Economy of Authoritarian Resilience, Stanford: Stanford University Press, 2012, p. 104; Shamel Azmeh, ‘The Uprising of the Marginalized: A Socio-Economic Perspective of the Syrian Uprising’, LSE Middle East Centre Paper Series, no. 6, 2014; Robin Yassin-Kassab y Leila Al-Shami, Burning Country: Syrians in Revolution and War, Londres: Pluto, 2016, pp. 29-33. (Existe traducción al castellano: País en llamas: sirios en revolución y en guerra, Madrid: Capitán Swing, 2017.)
[15] Ababsa, ‘The End of a World’, pp. 210–17.
[16] Yassin-Kassab y Al-Shami, Burning Country, p. 33.
[17] Sobre la sequía en Dera’a ver por ej. Caitlin E. Werrell, Francesco Femia y Troy Sternberg, ‘Did We See it Coming?: State Fragility, Climate Vulnerability, and the Uprisings in Syria and Egypt’, SAIS Review of International Affairs, 35, 2015, p. 31.
[18] Suzanne Saleeby, ‘Sowing the Seeds of Dissent: Economic Grievances and the Syrian Social Contract’s Unraveling’, Jadaliyya, 16 de febrero del 2012.
[19] Francesca De Châtel, ‘The Role of Drought and Climate Change in the Syrian Uprising: Untangling the Triggers of the Revolution’, Middle Eastern Studies, 50, 2014, pp. 521–34.
[20] De Châtel, ‘The Role of Drought’, p. 532.
[21] Otro intento de restarle importancia a la sequía se hace en Christiane J. Frölich, ‘Climate Migrants as Protestors? Dispelling Misconceptions about Global Environmental Change in Pre-Revolutionary Syria,’ Contemporary Levant, 1, 2016, pp. 38-50. Ha entrevistado a personas de Dera’a que dicen que los refugiados del campo que viven en campamentos alrededor de la ciudad no orquestaron la fase inicial del levantamiento; además, afirma que carecían de las redes sociales necesarias para una empresa tan aventurera y no podrían haber encabezado la acusación contra el régimen. Esta supuesta desprotección del vínculo se basa en un procedimiento de prueba extremadamente estrecho. Se refiere únicamente a Dera’a, y sólo a las actividades directamente revolucionarias de los migrantes que se refugiaron allí, ignorando los efectos más amplios de la sequía —incluidas las subidas del precio de los alimentos y la escasez de agua—, así como las numerosas pruebas de que el proceso revolucionario en su conjunto despegó principalmente en las zonas en que esos efectos se dejaron sentir con mayor fuerza (lo que no significa necesariamente que los refugiados climáticos organizaran la revolución: pocos, si es que hay alguno, han hecho esa afirmación).
[22] Sam White, The Climate of Rebellion in the Early Modern Ottoman Empire, Cambridge: Cambridge University Press, 2011. Para una narrativa mundial (cuyo tratamiento de la crisis otomana es, naturalmente, superficial comparado con el de White), ver Geoffrey Parker, Global Crisis: War, Climate Change and Catastrophe in the Seventeenth Century, New Haven: Yale University Press, 2013. (En castellano: El siglo maldito. Clima, guerras y catástrofes en el siglo XVII, Barcelona: Planeta, 2013.)
[33] White, Climate of Rebellion, p. 242. En este incidente en particular, un terremoto había empeorado la escasez de agua en la capital.
[24] Karl Marx, Capital: Volume III, Londres: Penguin, 1991, p. 927. (En castellano: El capital, tomo III, vol. 8. México: Siglo XXI, 1981 (2009), p. 1007.)
[25] Matthew McKinnon, Elise Buckle, Kamal Gueye et al., Climate Change and Labour: Impacts of Heat in the Workplace, UNDP, ILO, WTO, UNI, ITYUC y otros, 29 de abril del 2016, disponible en www.ilo.org.
[26] Un intento por conceptualizar más aún la articulación del cambio climático a través del desarrollo desigual y combinado se encuentra en Andreas Malm, ‘Tahrir Submerged? Five Theses on Revolution in the Era of Climate Change’, Capitalism Nature Socialism, 25, 2014, pp. 28–44.
[27] Lars T. Lih, Bread and Authority in Russia, 1914–1921, Berkeley: University of California Press, 1990, pp. 65–7.
[28] N. Dolinsky citado en Lih, Bread and Authority, p. 111.
[29] V. I. Lenin, Revolution at the Gates: Selected Writings of Lenin from 1917, editado e introducido por Slavoj Žižek, Londres: Verso, 2004, p. 155. «Lenin, Carta a los camaradas», en Obras Completas, T. 27, Madrid: Akal, 1976, pp. 321-322 (N. del T.: el autor señala por error que pertenece a «La catástrofe inminente…».)
[30] V. I. Lenin, Revolution at the Gates, pp. 17, 46. Lenin, «Tercera carta desde lejos», en Obras Completas, T. 24, Madrid: Akal, 1977, pp. 337, 368.
[31] Cristopher Bren d’Amour, Leonie Wenz, Matthias Kalkul et al., ‘Teleconnected Food Supply Shocks’, Environmental Research Letters, 11, 2016, 035007. Sobre el rol de los alimentos en la revolución egipcia, ver Malm, ‘Tahrir Submerged?’ y las referencias allí mencionadas.
[32] Funcionario anónimo citado en Lih, Bread and Authority, p. 32.
[33] Lih, Bread and Authority, p. 266.
[34] Ver por ejemplo Ben Hubbard y David D. Kirkpatrick, ‘Sudden Improvements in Egypt Suggest a Campaign to Undermine Morsi’, New York Times, 10 de julio del 2013.
[35] David Shearman y Joseph Wayne Smith, The Climate Change Challenge and the Failure of Democracy, Westport: Praeger, 2007, p. 133.
[36] Shearman et al., The Climate Change Challenge, p. 130.
[37] Citas de Shearman et al., The Climate Change Challenge, pp. 13, 141, 134.
[38] Citas de Shearman et al., The Climate Change Challenge, p. 111.
[39] Sobre los jelalis (o celalis) y otros rebeldes en Al Raqa, ver White, Climate of Rebellion, p.ej.: pp. 179, 234, 237, 244; sobre el fundamentalismo, ver p. 215.
[40] Lih, Bread and Authority, pp. 37, 75, 98, 169.
[41] Lenin, Revolution at the Gates, p. 157. Destacado en el original. Lenin, «Carta a los camaradas», en Obras Completas, T. 27, op.cit., p. 323.
[42] Lenin, Revolution at the Gates, p. 159. Destacado en el original. Lenin, ibid., p. 325.
[43] Christian Parenti, Tropic of Chaos: Climate Change and the New Geography of Violence, Nueva York: Nation Books, 2011, p. 8.
[44] Parenti, Tropic of Chaos, p. 11; ver por ej. pp. 20, 183, 209, 214–15.
[45] Alex Alvarez, ‘Borderlands, Climate Change, and the Genocidal Impulse’, Genocide Studies International, 10, 2016, p. 30. Ver por ej. Rafael Reuveny, ‘Climate Change-Induced Migration and Violent Conflict’, Political Geography, 26, 2007, pp. 656–73.
[46] Damian Carrington y Michael Slezak, ‘February Breaks Global Temperature by “Shocking” Amount’, The Guardian, 14 marzo 2016.
[47] Para nuestra posición acerca de este umbral ver: Joeri Rogelj, Gunnar Luderer, Robert C. Pietzcker et al., ‘Energy System Transformations for Limiting End-of-Century Warming to Below 1.5°C’, Nature Climate Change, 5, 2015, pp. 519–27.
[48] Ivy Tan, Trude Storelvmo y Mark D. Zelinka, ‘Observational Constraints on Mixed-Phase Clouds Imply Higher Climate Sensitivity’, Science, 352, 2016, pp. 224–7. Para ver una identificación más, reciente y muy típica, de efectos subestimados, ver Robert M. DeConto y David Pollard, ‘Contribution of Antarctica to Past and Future Sea-Level Rise’, Nature, 531, 2016, pp. 591–7.
[49] Katarzyna B. Tokarska, Nathan P. Gillett, Andrew J. Weaver et al., ‘The Climate Response to Five Trillion Tonnes of Carbon’, Nature Climate Change, 2016, consultado en línea el 23/05/16.
[50] Glick, ‘Water, Drought’, p. 334.
[51] Andreas Malm y Shora Esmailian, ‘Ways In and Out of Vulnerability to Climate Change: Abandoning the Mubarak Project in the Northern Nile Delta, Egypt’, Antipode, 45, 2013, pp. 474–92.
<[52] Andreas Malm y Shora Esmailian, ‘Doubly Dispossessed by Accumulation: Egyptian Fishing Communities between Enclosed Lakes and a Rising Sea’, Review of African Political Economy, 39, 2012, pp. 408–26; Andreas Malm, ‘Sea Wall Politics: Uneven and Combined Protection of the Nile Delta Coastline in the Face of Sea Level Rise’, Critical Sociology, 39, 2013, pp. 803–32.
[53] Benjamin K. Sovacool, Björn-Ola Linnér y Michael E. Goodsite, ‘The Political Economy of Climate Adaptation’, Nature Climate Change, 5, 2015, pp. 616–18.
[54] Lenin, Revolution at the Gates, p. 40. Lenin, Obras Completas, T. 24, op. cit., p. 361.
[55] Lenin, Revolution at the Gates, pp. 69, 163. Lenin, «La catástrofe que nos amenaza y cómo luchar contra ella» en Obras Completas, T. 26, Madrid: Akal, 1976, p. 407; Obras Completas, T. 27, op. cit., p. 348.
[56] Lenin, Revolution at the Gates, pp. 88-9. Lenin, Obras Completas, T. 26, op. cit., p. 429.
[57] Lenin, Revolution at the Gates, p. 97. Lenin, ibid., p. 439
[58] Lenin, Revolution at the Gates, p. 70. Lenin, Obras Completas, T. 26, op. cit., 408.
[59] Esta lista fue inspirada por un email enviado por Michael Northcott (profesor de teología y ética en la Universidad de Edimburgo) a la lista de correo sobre geoingeniería el 17 de abril del 2016.
[60] Lucas Chancel y Thomas Piketty, Carbon and Inequality: From Kyoto to Paris, Paris School of Economics, 3 de noviembre del 2015; Oxfam, ‘Extreme Carbon Inequality’, Oxfam Media Briefing, 2 de diciembre del 2015.
[61] Para ver más sobre la categoría de capital fósil, Andreas Malm, Fossil Capital: The Rise of Steam Power and the Roots of Global Warming, Londres: Verso, 2016.
[62] Ami Sedghi, ‘Climate Change Seen as Greatest Threat by Global Population’, The Guardian, 17 de julio del 2015; Laetitia van Eeckhout, ‘Winds of Climate Change Blast Farmers’ Hopes of Sustaining A Livelihood in Burkina Faso’, The Guardian, 7 de julio del 2015.
[63] Naomi Klein, This Changes Everything, Londres: Penguin, 2014. (En castellano: Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima. España: Paidós, 2015.)
[64] Ver en particular la obra de Lars Henriksson: en bilpolitik.wordpress.com; ‘Cars, Crisis, Climate Change and Class Struggle’, en Nora Rathzel and David Uzzel, eds., Trade Unions in the Green Economy: Working for the Environment, Abingdon: Routledge, 2013, pp. 78–86; ‘Can Autoworkers Save the Climate?’, Jacobin, 2 de octubre del 2015.
[65] Klein, This Changes Everything, p. 153. Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima, p. 161.
[66] Ver breakfree2016.org.
[67] Marit Sundberg, ‘Miljöaktivister har stoppat Vattenfalls elproduktion’, SVT Nyheter, 15 de mayo del 2016. Para un reporte más completo sobre la acción, ver Andreas Malm, ‘The End of the Road’, Salvage, salvage.zone, 16 May 2016.
[68] TT, ‘Fridolin tar avstånd från kolprotest’, Sydsvenska Dagbladet, 16 de mayo del 2016.
[69] Lenin, Revolution at the Gates, p. 106. Obras Completas, T. 26, op. cit., p. 449.
[70] Daniel Bensaïd, An Impatient Life: A Memoir, Londres: Verso, 2013, p. 312.
¡¡¡Una verdadera ensalada de frutas!!! No se si el término cabe en estas latitudes.
Aunque lo que resulta más revelador del pensamiento del autor, se resume en una frase llena de significado y simbolismo:
«¡Salvar al centro del proyecto bolchevique! «; «¡Volver a releerlo! »
O, hacer lo que sea con tal de no hacer historia.
Porque en el centro del proyecto bolchevique, se encuentra 1991; que no es ni más ni menos que la consecuencia venenosa de otra denominación engañosa: stalinismo.
Claro que podemos apelar a la presión del enemigo que explica las acciones que no «satisfacen los deseos de las sociedades», sometidas a » desatinos» de sus «frágiles gobiernos».
Como por ejemplo los cientos de jóvenes trabajadores y estudiantes asesinados en Nicaragua, a manos de las fuerzas represivas al servicio de Daniel Ortega.
O los crímenes del » camarada Maduro», silenciados por la izquierda pusilánime, en nombre de un futuro venturoso que habrá de edificar, cuando la CIA y el imperialismo norteamericano, el calentamiento global y el pico del petróleo, sean derrotados… y el sapo crié cola y la gana pistola, como dice mi vieja.
Nada!!
Feliz de todo!!
Muy buen análisis, pero discrepo en dos puntos: (1) Aunque siempre apoyaré un partido que defienda en su programa esas diez medidas que propone Andreas, considero, como Ted Trainer, que el sistema depredador en descomposición no se puede combatir de frente sino «votando con los pies», construyendo una economía alternativa desde abajo y abandonando nuestra dependencia de los suministros capitalistas. (2) Quizás sea por la antigüedad del artículo original (2018), pero no se incluye ninguna alusión al peak oil, y ahora ya sabemos (http://crashoil.blogspot.com/2020/08/por-que-no-hace-falta-preguntar-cuando.html) que desde 2018 ya se produce cada vez menos petróleo, y que es éste factor, y no la disidencia revolucionaria, lo que ya nos está obligando a decrecer. La certeza del peak oil, lejos de abrir una última ventana de oportunidad para paliar la catátrofe climática, abre la puerta al ecofascismo, permitiendo que la élite consiga convencer a los pobres de que la única forma de que se aseguren un suministro mínimo es afianzando la desigualdad y la pérdida de libertades para que los ricos puedan seguir quemando a un ritmo frenético lo poco de energía fósil que vaya quedando. Y ese ecofascismo va a llegar porque el esfuerzo pedagógico por parte del movimiento ecosocialista hacia las clases bajas ha resultado insuficiente frente a la narcotización inyectada por el mercado, y los pobres ya no llegan a tiempo de poder votar con los pies. En suma, la llegada del peak oil, aunque una década más tarde del punto de no retorno en la actuación frente al calentamiento global, podría haber supuesto el acceso a un futuro tan sólo durísimo frente a uno espeluznante, pero lamentablemente no va a ser así. Los ricos creen neciamente que su monopolio tecnológico y energético les va a permitir continuar con sus saltos hacia delante y no quieren aceptar que ellos, más pronto que tarde, también acabarán cayendo, víctimas de su autodepredación, provocando la desaparición de nuestro legado científico-intelectual de cuya protección se habían autoproclamado responsables.
Este libro complementa muy bien al artículo.
Ejércitos en las calles. Algunas cuestiones en torno al informe «Urban Operations in the Year 2020» de la OTAN.
Descarga libre en PDF
https://www.todoporhacer.org/ensayo-ejercitos-en-las-calles/
Nuevo libro de Andreas Malm. Reseña en Climate & Capitalism
Corona, Climate, Chronic Emergency | Andreas Malm. Gradual reforms can’t do the job: only profoundly radical measures can ensure human survival in an epoch of global sickening.
https://climateandcapitalism.com/2020/09/30/book-review-corona-climate-chronic-emergency/