(El presente artículo fue enviado por el autor en el mes de febrero, antes del estallido de la pandemia de COVID19.)
Las personas tenemos tendencia a crear fetiches. Elevamos a los altares cosas varias a las que reverenciamos y creemos capaces de salvarnos de todo mal. Yo mismo, acongojado ante la perspectiva de una catástrofe global, he sucumbido a la tentación y lo he fiado todo a la adquisición de una navaja multiusos que, al parecer, resulta de gran utilidad en esas situaciones.
Entre esos fetiches se encuentra la educación superior, respecto a la que no tengo nada en contra, pero tampoco nada tan a favor como para elevarla a la condición de bálsamo de fierabrás.
Supongo que al igual que me ha pasado a mí, muchas personas de mi generación y anteriores habrán oído repetidas veces aquello de que hay que estudiar mucho para poder tener un buen trabajo y vivir bien. La realidad nos ha demostrado que el paraíso clasemediano dista mucho de la felicidad y buen vivir, que los denodados esfuerzos no tienen relación directa con la satisfacción de nuestras apetencias y que tener un título universitario puede ser simplemente un adminículo sistémico sin mayor utilidad que perpetuar una visión pretendidamente progresista e implícitamente refractaria al despreciar otro tipo de actividades que se consideran más indignas y de las cuales parece que hay que huir mediante el ascensor social.
Ciertamente, todo el mundo debe tener el derecho a poder acceder a una educación superior, pero ello no puede ser una forma de perpetuar no sólo los clichés despectivos de la hegemonía contra la clase obrera sino la propia existencia de un sistema disfuncional basado en la explotación.
Esta última cuestión, el mantenimiento de la explotación es la más relevante a mi entender. La educación superior ha sido para la socialdemocracia sistémica el nuevo opio del pueblo empleado para adormecer a la clase trabajadora e introducir una demoledora cuña en la conciencia de clase. Para el nuevo dogma socialdemócrata imperante desde mediados del siglo XX, directamente vinculado al consumismo-extractivismo del capitalismo de masas, se pasa de procurar la elevación del nivel de conciencia de la clase obrera en su conjunto y de buscar la transformación social mediante la desaparición de un sistema intrínsicamente injusto a predicar la movilidad social dentro del sistema capitalista, de tal modo que la expectativa ya no es la construcción de un mundo nuevo sostenido sobre una concepción política y económica radicalmente divergente del capitalismo, sino facilitar que los miembros de la clase trabajadora puedan a través del acceso a la educación huir de su propia clase social o ascender a las capas más elevadas de la misma mientras fungen como mantenedores del sistema.
Bajo este paradigma, las fuerzas socialdemócratas (aka progresistas) pasan a operar con una óptica liberal: el problema no es el sistema capitalista con sus relaciones de clase y su dinámica de explotación permanente y crecimiento perpetuo sostenido sobre la inoculación en el ser humano de un apetito descontrolado, sino la desigualdad de oportunidades dentro de ese sistema. O dicho más gráficamente: el problema no es consumir en exceso y explotar al resto de la naturaleza sino quién tiene el privilegio de hacerlo. Se asume, por tanto, el capitalismo como único sistema. Es un sistema que hay que mejorar mediante la intervención estatal, pero es el único sistema y no hay que propugnar una alternativa sino parchearlo.
De este modo, en lugar de su inicial misión histórica de buscar la emancipación de la clase obrera y, por extensión, del género humano a través de la acción política colectiva, la socialdemocracia construye una salida individual consistente en la supuesta movilidad social que permitirá a los elegidos dejar de ser obreros elevándose mediante el ascensor social hacia el cielo de las capas medias, donde podrán disfrutar de las ambrosías que el sistema provee.
En un momento histórico en el que el andamiaje de la socialdemocracia como forma del sistema capitalista quiebra irremediablemente al chocar con los límites ecológicos y en consecuencia económicos, el fetiche de la educación superior, hasta ahora una suerte de opio del pueblo que adormece la mediante la expectativa de enajenarse de la propia clase, debe también quebrarse. En el marco de relaciones del sistema capitalista el título universitario no sólo no garantiza nada sino que incluso lejos de resultar liberador puede ser otro instrumento de dominación que retrase los cambios que imprescindiblemente han de darse, si queremos sobrevivir.

Lúcido artículo. Se me ocurren dos cosas. Que los licenciados suelen tener faltas de ortografía pavorosas, lo que indica que no leen. Y la otra es que el partido comunista cuando era stalinista se resistió con todas sus fuerzas a aceptar la propuesta verde.
Algo se está cociendo y lo viejo se resite a morir.
A un nivel general, eso es efecto colateral del proceso de asimilación de la clase obrera, piedra angular del desarrollo capitalista, durante el siglo XX. La existencia de la «clase media», más o menos media, es lo que dió sostén, argumentos, dirección por delegación, a la legitimidad y orden establecido. Ella creó los programas de estudio, justificó el funcionamiento escolar meritocrático y tecnocrático,…es decir, «nos creó». En marco donde las estructuras capitalistas difuminaron su origen histórico y semántico. Por lo tanto, no es que los «partidos comunistas se resistieran aceptar la propuesta verde» sino que su accionar se entendía precisamente por ser, inconscientemente, apuntaladores de un «orden». Igual que podría decirse de lo «verde y alternativo» en términos de provocar una lógica de apariencia crítica y sostenible en el mundo vampírico y depredador del capitalismo actual. Entonces tenemos, que la crítica real e incisiva y necesaria, transcurre por otros ángulos más complejos y libres de las cadenas de los tópicos en que nos encierra nuestro entrenamiento psicosocial.