(Publicado originalmente en El Heraldo de Aragón el 6 de abril.)
Con consternación, los gobernantes nos están diciendo que «no supimos ver, al principio, el peligro que se nos cernía con el coronavirus». Ese mensaje tiene mucha enjundia. Pensar recto es lo correcto, así que la lógica es lineal. Es decir, un infectado hoy, mañana dos, pasado tres, y al cabo de 20 días veinte. Y eso, no alarmemos, es controlable. No obstante, el comportamiento exponencial no es así. Si hoy hay 1 infectado, mañana habrá 2, pasado 4, al siguiente 8, y al cabo de los 19 días 524.288. Y al día siguiente se volverán a duplicar hasta 1.046.576 infectados. O peor, triplicarse o cuadruplicarse. Supongamos ahora que, en el enorme Camp Nou, cae una gota de agua en el primer minuto de juego, en el segundo 2, en el tercero, 4 y así sucesivamente. En cada minuto se duplica la cantidad de agua. ¿En qué minuto se llenará el campo completamente? ¡En el minuto 46! No nos daría tiempo a ver el partido. Lo sorprendente viene ahora. Supongamos que no hemos reaccionado hasta que no vemos que a los jugadores ya les llega el agua por la rodilla. ¿En qué minuto será? ¡En el 42! Demasiado tarde para escapar.
La lección es evidente, no hemos asimilado el comportamiento exponencial en nuestra vida cotidiana. Elemental para un estudiante de matemáticas. Los gobernantes, para no alarmar y no someterse a la crítica de los reacios, actuaron tarde, en el minuto 42, cuando ya no había remedio. Casi todos terminaremos infectados. Porque un infectado, sin saber que lo está, puede infectar a más personas, que a su vez cada una infectará a otras tantas. Sabiendo lo que ya se sabía con China e Italia, ¿cuántas muertes podríamos haber evitado si se hubiera comprendido que el aislamiento había que hacerlo en el minuto dos? ¿Cuántas si se hubieran dejado aconsejar por los científicos? ¡Qué error no prohibir los grandes eventos a tiempo! ¿Asumirán su irresponsabilidad?
Esta, quizás, es la mejor lección que nos puede dar el Covid-19, porque los problemas que nos aguardan son de naturaleza exponencial, como el consumo de combustibles fósiles y de minerales, los efectos del cambio climático, la deforestación de los trópicos, la contaminación de los mares con plásticos, residuos agrícolas e industriales, la pérdida de biodiversidad o la población. La depredación de la naturaleza crece a un ritmo del 2,8% anual. Si seguimos este ritmo, en una generación los humanos estaremos consumiendo el doble que hoy. Y en 25 años habremos consumido tanto como en toda la historia del ser humano hasta hoy. Además, si se espera que haya unos 9.000 o 10.000 millones de habitantes para 2050, ¿habrá suficientes recursos para todo y para todos? ¿Cuándo llegaremos al minuto 42 del planeta? ¿O ya lo hemos sobrepasado? ¿Y en qué? ¿Cuáles serán los efectos cruzados sobre los otros recursos en declive si algún recurso alcanza la extinción? Como con el Covid-19, no podemos imaginar los efectos. Auguramos que serán catastróficos para la generación que aún no ha nacido.
Por hacer estos cálculos tan evidentes nos llaman alarmistas. Hablar de colapsos está mal visto. Siempre en positivo, nos dicen. ¿Quiénes os dirán estas verdades? Los políticos no se atreven. La frivolidad es más divertida que una clase de matemáticas y de ecología. Y aquellos políticos que se convenzan actuarán cuando lleguemos al minuto 42. Cuando sea imposible frenar la megatombe. El ver más allá de una generación no es tarea del cortoplacismo de nuestra sociedad. Pensamos que nuestros hijos ya resolverán sus problemas cuando les toque. O que exageramos con las cuentas. Curiosamente, aquellos que desconocen la ciencia son los más tecno-optimistas. Sin embargo, el mensaje más tecno-optimista para atenuar el problema futuro es que ¡hay que actuar hoy! Sencillamente para que nuestros hijos no vean un colapso, y puedan con sus medios mitigar la catástrofe. Pero ¿quién le pone el cascabel al gato? Quizás la experiencia del coronavirus sirva para que todos aprendamos a anticiparnos.