Ilustración de Ariadna Uve a partir del famoso cuadro de Hokusai
Ariadna Uve after Hokusai.

Haciendo frente a la COVID-19: ¿cuál es la verdadera plaga?

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(Una versión más breve de este texto fue publicada previamente en The Tyee. El autor ha ofrecido en primicia el texto en su versión completa a 15/15\15 para su traducción al castellano, realizada por Moisès Casado y revisada por Manuel Casal.)

Mientras veo cómo se va desarrollando la saga de la COVID-19, no puedo evitar recordar una y otra vez que los humanos somos miopes por naturaleza. Nos preocupa sobre todo lo que nos afecta aquí y ahora (los economistas dicen que descontamos tanto las posibilidades futuras como los eventos distantes.) Además, como animales sociales, construimos socialmente lo que consideramos real. Nuestras normas y narrativas culturales, doctrinas religiosas, ideologías políticas, paradigmas científicos, teorías económicas, etc., aunque profundamente arraigados en la convención social, son directamente invenciones. Lamentablemente, muchas construcciones complejas no representan fielmente dimensiones importantes del mundo biofísico.

Si usted piensa que esto es sólo un parloteo académico, piénselo mejor: la fría realidad es que los humanos necesariamente viven más de sus construcciones sociales que de la realidad objetiva.

Esto también es parte fundamental la naturaleza humana. Los individuos en su proceso de aprendizaje no pueden evitar adquirir los valores fundamentales, las creencias y las narrativas moldeadas por la cultura en la que crecen. De hecho, en general, es ventajoso hacerlo ya que las normas culturales compartidas contribuyen al sentimiento de pertenencia y, por tanto, a la cohesión del grupo y a la identidad individual.

Hasta aquí nada que objetar, pero en estos tiempos turbulentos, vale la pena recordar que las construcciones preformadas —las lentes culturales— a través de las cuales percibimos el mundo determinan qué tipo de mundo percibimos.

Consideremos, pues, que durante el último medio siglo los habitantes de la sociedad tecnoindustrial hemos sido deliberadamente diseñados desde el punto de vista social para ser acumuladores en interés propio en deuda con los mercados y adaptados perfectamente a los objetivos económicos de las empresas. Esto hace que percibamos la eficiencia como el valor final, el crecimiento perpetuo (facilitado por el avance de la tecnología) como el objetivo principal y el PIB como la medida dominante del bienestar nacional. En este marco, la mayoría de las personas, lideradas por funcionarios del gobierno y expertos políticos, perciben la pandemia de COVID-19 en términos únicamente de salud humana y de su impacto en la economía nacional. En consonancia con la visión predominante, los medios de comunicación principales recurren casi exclusivamente a profesionales de la medicina y la epidemiología, de las finanzas y la economía para evaluar los resultados en materia de salud pública y las consecuencias económicas, respectivamente, del brote vírico.

Lo cual me parece correcto: la enfermedad rampante y la recesión que se avecina son preocupaciones genuinas inmediatas; la sociedad tiene que lidiar con ellas.

Pero una vez dicho esto, nuestra estrecha lente perceptiva —aún más empañada por el pánico a corto plazo— nos ha cegado ante una realidad más importante: por horrible que parezca la pandemia de COVID-19, es solo un síntoma de una grave disfunción ecológica humana; la posibilidad de una implosión económica es una consecuencia secundaria. La realidad general es que la empresa humana se encuentra en un estado de sobrepasamiento (overshoot); estamos utilizando los bienes naturales y los servicios de soporte vital más rápidamente de lo que los ecosistemas pueden regenerarlos. Simplemente hay demasiadas personas que consumen demasiadas cosas. Incluso con los actuales niveles medios de consumo mundial (alrededor de un tercio del promedio canadiense) la población humana supera con creces la capacidad de carga a largo plazo de la Tierra. Necesitaríamos casi cinco planetas como la Tierra para sostener sólo la actual población mundial indefinidamente con los estándares materiales promedio canadienses.

La teoría gaiana nos dice que la vida crea continuamente las condiciones necesarias para la vida; la humanidad se ha descarriado, destruyendo rápidamente esas condiciones.

¿Cuándo llamarán los medios a los ecólogos de sistemas para explicar lo que realmente está sucediendo? Si lo hicieran, podríamos aprender que la actual pandemia es una consecuencia inevitable de la expansión por todas partes de las poblaciones humanas en los hábitats de otras especies con las que hemos tenido poco contacto previo (el Homo Sapiens es la más invasora de las especies invasoras). Sabríamos también que el origen de las pandemias reside, en ocasiones, en personas desesperadamente empobrecidas que comen carne de animales salvajes que llevan patógenos potencialmente peligrosos; que las enfermedades contagiosas se propagan fácilmente debido a la densificación y la urbanización —pensemos en Wuhan o Nueva York— pero particularmente (como puede que pronto veamos) debido al grave hacinamiento de las personas vulnerables en los crecientes barrios de chabolas del mundo en desarrollo; que la pandemia se extiende porque tres mil millones de personas todavía carecen de instalaciones básicas para lavarse las manos y más de cuatro mil millones carecen de servicios de saneamiento adecuados.

Una persona experta en ecología poblacional podría incluso atreverse a explicar que, también cuando se trata del número de seres humanos, todo lo que sube, debe bajar.

Sin embargo, nada de esto es visible a través de nuestra lente económica neoliberal. Contratriamente al mito dominante, nada en la naturaleza puede crecer para siempre. Cuando, en condiciones especialmente favorables, la burbuja de población de cualquier especie se hincha, siempre se acaba desinflando por una o varias formas de retroalimentación negativa: enfermedad, hábitat inadecuado, autocontaminación, escasez de alimentos, escasez de recursos, conflictos por lo que queda (guerra), etc.; esto es, varias fuerzas compensatorias que se desencadenan por el propio exceso de población.

Ciertamente, en los ecosistemas simples ciertas especies consumidoras pueden presentar ciclos regulares de expansión incontrolada. A veces nos referimos a estos brotes como plagas: baste pensar en los enjambres de langostas o en los roedores. Sin embargo, la fase de plaga del ciclo invariablemente termina en el colapso, ya que las retroalimentaciones negativas vuelven a ganar terreno. ¿En pocas palabras? No hay excepciones a la primera ley de la dinámica de plagas: la expansión sin restricciones de la población de cualquier especie invariablemente destruye las condiciones que permitieron esta expansión, desencadenando con ello el colapso.

Este es el meollo de la cuestión. El Homo sapiens ha experimentado recientemente una auténtica explosión demográfica. Llevó toda la historia evolutiva de la humanidad, al menos 200.000 años, que nuestra población alcanzara sus primeros mil millones a principios del siglo XIX. Luego, en sólo doscientos años (menos de una milésima parte de ese tiempo) crecimos hasta superar los siete mil millones a principios de este siglo. Este auge sin precedentes es atribuible al ingenio tecnológico del Homo sapiens (por ejemplo, la medicina moderna) y especialmente al uso de combustibles fósiles (que ha permitido el continuo aumento de la producción de alimentos y dado acceso a todos los demás recursos necesarios para ampliar la empresa humana).

El problema es que la Tierra es un planeta finito, una placa de Petri humana en la que el aumento de siete veces en el número de humanos, empeorado enormemente por un aumento de 100 veces en el producto (consumo) mundial bruto, está destruyendo sistemáticamente las perspectivas de una existencia civilizada continuada. La sobreexplotación está agotando los recursos no renovables; la degradación de la tierra, la contaminación y el calentamiento global están destruyendo ecosistemas enteros; las funciones biofísicas de soporte de la vida están empezando a fallar. Con el aumento de la escasez real, el incremento de los costos de extracción y la creciente demanda humana, los precios de los recursos metálicos y minerales no renovables han ido en aumento durante 20 años (desde los mínimos históricos de principios de siglo). Mientras tanto, el petróleo, el más vital de los recursos industriales no renovables, puede haber alcanzado su punto máximo en 2018, apuntando a una implosión pendiente de la industria petrolera (irónicamente impulsada por la caída de la demanda y del precio debida a la recesión causada por la COVID-19).

Todos estos son signos de una retroalimentación negativa que surge una vez más. La explosión de la población humana y del consumo está empezando a parecerse a la fase de plaga de lo que puede resultar ser un ciclo (único, sin repeticiones) de la población humana. Si no logramos una contracción controlada, el colapso caótico es inevitable.

Lo que nos lleva de nuevo al enfoque estrecho de la sociedad sobre la COVID-19 y la economía. Escuchen las noticias, a los políticos electos, a los expertos económicos y políticos en esta época de crisis. No escucharán prácticamente ninguna referencia al cambio climático (¿se acuerdan del cambio climático?), a los incendios forestales, a la pérdida de biodiversidad, a la contaminación de los océanos, al aumento del nivel del mar, a la deforestación tropical, a la degradación de la tierra/suelos, a la expansión humana en tierras salvajes, etc., etc., y no hay ningún indicio de que se entienda que estas tendencias están conectadas entre sí y con la pandemia. El debate en los principales medios se centra obstinadamente en derrotar al coronavirus, facilitar la recuperación, restablecer el crecimiento y volver a la normalidad. Después de todo, «Ese es el paradigma: tratar el síntoma para que el mundo sea seguro para la patología»[1].

Quédense con esto: lo normal es lo patológico.

El motivo es simple. El crecimiento acelerado de los últimos 200 años de la humanidad —el período que se considera como la referencia de normalidad— es posiblemente el período más anormal en la historia de la humanidad. La ecosfera se tambalea por el ataque humano. No hay una posibilidad razonable de sostener, incluso hoy en día, los 7.800 millones de humanos de forma indefinida con la productividad del único planeta que tenemos; los actuales niveles promedio de consumo son excesivos, y aun así, la mitad de la familia humana todavía está empobrecida y 750 millones viven en la pobreza extrema (< 1,90 $ US/día). La noción socialmente construida de que podemos acomodar de forma sostenible dos o tres mil millones más mientras mantenemos la integridad de la ecosfera constituye un engaño masivo.

En estas circunstancias, poner fin a la pandemia actual y volver a la «normalidad» económica, garantiza la repetición de los resultados: habrá otras pandemias, potencialmente peores que la de COVID-19 (a menos, por supuesto, que alguna otra forma de retroalimentación negativa nos alcance primero; como se ha señalado, no hay precisamente escasez de posibles candidatos).

Considere la actual pandemia como una bandera amarilla que indica lo que la naturaleza todavía puede tener reservado. La Tierra tendrá su venganza. Volver a la normalidad es el equivalente a que Noé desmantelara el arca durante la tormenta para construir un yate más grande y más cómodo. Nosotros y él iríamos al fondo junto con el resto de la vida animada.

Seguramente ha llegado el momento de reconsiderar lo que parece haberse convertido en un «experimento de auto-liquidación con el industrialismo«. Para evitar una completa retroalimentación negativa, debemos retroceder y reenfocarnos. Esto significa anular conscientemente la miopía de los humanos ante el mundo natural, pensar en las generaciones venideras y abandonar nuestra narrativa de crecimiento perpetuo. Para prosperar en el planeta Tierra, la sociedad debe reconocer los límites de la magia tecnológica humana, aceptar las limitaciones biofísicas del crecimiento material y reconocer que la Tierra está superpoblada.

Este último punto es destacable. El problema de la población ha sido durante mucho tiempo un tabú, pero si no controlamos pronto nuestras cifras, hay pocas esperanzas de una transición suave a un planeta vivo después de la plaga.

Para salvarse a sí misma, la sociedad debe adoptar una mirada ecocéntrica. Esto nos permitiría ver la empresa humana como un subsistema totalmente dependiente de la ecosfera. Necesitamos escribir una nueva narrativa cultural consistente con esta visión, una gran estrategia para una contracción controlada de la población humana y la economía global. Debemos reducir la huella ecológica humana para eliminar el sobrepasamiento (overshoot) – esta es una curva que sí que tenemos que aplanar (Ver figura).

Gestionando la verdadera plaga
Aplanar la curva: comencemos con una reducción del 50% en el flujo de energía y materiales, como está implícito en el acuerdo climático de París de 2015. Fuente: Elaboración del autor.

Nuestro reajuste cultural no puede terminar ahí. A medida que los suministros/equipos médicos se agotan y las cadenas de suministro se tensionan o se rompen, la gente de todas partes se está haciendo consciente de los peligros asociados al actual entrelazamiento cada vez más insostenible de las naciones. Tendremos mucho que celebrar si la autosuficiencia, la resiliencia y la estabilidad de la comunidad se empiezan a valorar más que la interdependencia, la eficiencia y el crecimiento. La especialización, la globalización y el comercio just in time de productos básicos vitales han ido demasiado lejos; la COVID-19 ha demostrado que la futura seguridad puede residir más en la diversidad económica local (en el momento en que escribo esto —el 3 de abril—, un tal Donald Trump, presidente del mayor socio comercial del Canadá, ha comenzado a presionar a la empresa 3M para que suspenda las exportaciones de las esenciales mascarillas médicas respiratorias al Canadá y a América Latina). Necesitamos políticas permanentes para la reubicación de las actividades económicas vitales mediante un enfoque estratégico de sustitución de importaciones.

También podríamos construir apoyándonos en el lado bueno de la naturaleza humana irónicamente revitalizado por nuestra guerra colectiva contra el nuevo coronavirus. En muchos lugares, el miedo de la sociedad a la enfermedad se ha visto fermentado por un renovado sentido de comunidad, solidaridad, compasión y ayuda mutua. El reconocimiento de que la enfermedad golpea con más fuerza a los empobrecidos y que la pandemia amenaza con ampliar la brecha de ingresos ha renovado los llamamientos para volver a una fiscalidad más progresiva y a la aplicación de un salario mínimo nacional. También llama la atención sobre la importancia de la economía informal de los cuidados: la crianza de los niños y el cuidado de los ancianos son a menudo voluntarios e históricamente subvencionan nuestra economía remunerada. Y ¿qué tal una renovada inversión pública mundial para la educación de las niñas, la salud de la mujer y la planificación familiar? Ciertamente, las acciones individuales no son suficientes. Estamos en una crisis colectiva que exige soluciones colectivas.

Para quienes todavía están comprometidos con el paradigma de crecimiento perpetuo a través de la tecnología anterior a la COVID-19, la contracción económica equivale a una catástrofe sin paliativos. No podemos darles más esperanza que la de aceptar una nueva realidad.

Nos guste o no, estamos ante el final del crecimiento: la pandemia con certeza inducirá una recesión y posiblemente una depresión global incluyendo una reducción de +/- 25% en el PIB mundial. Y hay buenas razones para pensar que no puede haber una «recuperación» que nos devuelva a la «normalidad» pre-COVID aunque fuéramos lo suficientemente estúpidos como para intentarlo. La nuestra es (era) una economía apalancada en la deuda. Miles de empresas marginales irán a la bancarrota; algunas serán adquiridas por otras con los bolsillos más grandes (lo cual concentrará aun más la riqueza) pero la mayoría desaparecerán; millones de personas quedarán desempleadas, posiblemente empobrecidas sin un apoyo público continuo.

Si no fuera por la complicidad de los combustibles fósiles en el cambio climático, la masacre en la industria petrolera sería particularmente alarmante. Los precios de la energía se han desplomado, las quiebras están aumentando y las inversiones en exploración y desarrollo se han agotado. A los productores de arenas bituminosas de Canadá que necesitan precios entre 25$ y 40$/barril para sobrevivir se les ofrece menos de 4 $/barril, menos de lo que cuesta una jarra de cerveza. Mientras tanto, la producción de petróleo puede haber llegado a su punto máximo y los campos más antiguos de los que el mundo aún depende están declinando al ritmo del 6% anual.

Esto anuncia una futura crisis: el PIB y el consumo de energía han aumentado históricamente siempre de la mano; y las economías industriales dependen totalmente de la abundancia de energía barata. Después de que el actual superávit por la caída de la demanda a corto plazo se agote, pasarán años (si es que llega alguna vez) antes de que haya una nueva oferta adecuada para replicar los niveles prepandémicos de la actividad económica mundial, y no hay sustitutos verdes adecuados. Gran parte de la economía tendrá que reconstruirse a escala y de manera que refleje esta realidad emergente.

Y esto es algo bueno. Aquí yace la gran oportunidad de salvar la civilización mundial. Los cielos despejados y las aguas más limpias deberían inspirar una creatividad esperanzadora. De hecho, si queremos prosperar en un planeta finito, no tenemos más remedio que ver la pandemia de COVID-19 como un trailer y nuestra respuesta como un ensayo general para la obra definitiva. Una vez más, el desafío es diseñar una contracción segura, suave y controlada de la empresa humana. Seguramente cabe dentro de nuestra imaginación colectiva el construir socialmente un sistema de economías nacionales interconectadas mundialmente pero autosuficientes que sirvan mejor a las necesidades de una familia humana más pequeña.

El objetivo final de la planificación económica en todas partes debe dirigirse ahora a asegurar que la humanidad pueda prosperar indefinidamente y de la manera más equitativa dentro de los medios biofísicos de la naturaleza.

Ilustración de Ariadna Uve a partir del famoso cuadro de Hokusai
Ariadna Uve after Hokusai.

Notas

[1] Gregory Bateson (1991): A Sacred Unity, p.296.

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William E. Rees es profesor emérito de ecología humana y economía ecológica en la Universidad de Columbia Británica. Ha escrito sobre energía, límites al crecimiento, sostenibilidad y otros temas ecológicos durante muchos años. Es co-creador del concepto de huella ecológica, y tiene algunas malas noticias para los tecno-optimistas.

2 Comments

  1. Este tipo de articulos y contenidos son los que deberian estar en primeras portadas en todos los diarios del mundo y noticias, a diario. El problema como siempre, que todo tiene «dueño» y estos tienen intereses particulares que no van en la misma direccion a lo que una sociedad o grupo de gente pueda tener. De hecho, si esos intereses son amenazados, los dueños pueden poner a su disposicion recursos para mitigar o reprimir cualquier accion que vaya en su contra. Lo vemos a diario. Una pena. Por eso, preparense para el colapso que viene porque va a ser caotico.

    Un saludo y gracias por compartir. Mas gente deberia leerlo (he compartido en mi red social).
    Angel

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