Este pequeño relato es una especie de alegoría a algunas de las dificultades que entraña el abordaje de esta crisis: nuestro apego a lo material, nuestros propios prejuicios, y la solitud del ser humano moderno. Lo he escrito en agradecimiento a las personas que, de forma desinteresada, dedican su tiempo a ayudarnos a derribar estas resistencias.
Hace ya un tiempo vi una serie de ciencia ficción que me tuvo enganchado durante varias semanas. Se trata de un remake de otra serie de finales de los setenta, y su argumento gira en torno a una guerra entre la humanidad y una especie de cyborgs humanoides que el propio ser humano había creado. Las guerras espaciales no son un tema nada original, lo sabe todo el mundo, pero la serie en cuestión no estaba mal del todo. El relato toma como punto de partida un ataque masivo de los cyborgs donde todas las colonias humanas resultan destruidas por estos seres, y solo sobrevive una pequeña flota que tiene que escapar por el espacio buscando un nuevo refugio. Como es habitual, a lo largo de los capítulos se va explicando la historia previa de cada uno de los protagonistas del relato, y al mismo tiempo se va haciendo un retrato de las virtudes y vergüenzas de nuestra especie.
Pues bien, la semana pasada iba yo en metro, camino de un encuentro con unos amigos que no veo muy a menudo, y al verme en ese vagón, con las ventanas oscuras donde sólo pasaba de vez en cuando algún flash luminoso, con aquellas pantallas de estilo futurista colgadas en el techo, y toda la gente que viajábamos allí encerrados, de repente esa escena me hizo venir a la cabeza la dichosa serie de los cyborgs.
A menudo me pregunto de dónde sacan la inspiración los guionistas de las películas, y a veces pienso que quizá sea de imágenes como la que tenía a mi alrededor. Ante mí se sentaba un hombre con la mirada distraída. Era alguien del montón, si acaso algo podía llamar la atención de él es que aunque no aparentaba ser una persona pobre le faltaba toda la parafernalia que equipa el resto del mundo: no llevaba abrigo polar, ni unos zapatos goretex, y en sus manos no sostenía el móvil sino un simple billete de metro. Si por un momento yo hubiera sido escritor, tal vez me hubiera puesto a imaginar qué podía haber detrás de aquel personaje.
Guillermo, pongamos que fuera su nombre, es arquitecto. Hijo de trabajadores, consiguió entrar en la universidad con nota y los estudios le fueron siempre muy bien. Una vez terminada la carrera estuvo disfrutando unos años de una vida envidiable, se diseñó él mismo su casa, y una vez construida la llenó de un sinfín de cosas con las que sus padres no habrían podido ni soñar. Además, en pocos años Guillermo había viajado por medio mundo y se había hecho amigo de otros grandes triunfadores de la ciudad.
De pronto, su mundo cambió, la crisis hizo añicos el sector inmobiliario y el bufete donde trabajaba quebró. Sin ahorros, tuvo que malvender su casa y se fue a un apartamento de alquiler, sin piscina, pista de tenis, ni papel higiénico de lujo. De un día para otro se quedó también sin nadie a quien enviar sus fotos del descapotable, del submarinismo en Bora Bora, o de su imponente pene erecto. Sin camino de vuelta a su anterior vida, se dedicó a gastar lo poco que le sobraba del paro en hachís y cerveza, y así desapareció del mundo hasta que un día recibió la visita de Pablo, un primo con quien había sido uña y carne durante la infancia. Pablo se había enterado del mal estado de su añorado Guille, y pensó que podía ayudarle. Le dijo que había quedado libre un puesto de mozo en el centro comercial de las afueras donde él trabajaba desde hacía años. Después de una larga conversación, y de mala gana, Guillermo aceptó.
Al terminar su primera jornada, vestido con la ropa de trabajo, Guillermo emprende el camino de vuelta. Baja las escaleras hacia el metro y en el fondo del andén, sobre el banco de piedra ve a alguien durmiendo. Recuerda que en la mochila todavía guarda el bocadillo que había llevado para comer, su primo hoy le había invitado al burger para celebrar el reencuentro. Se acerca al hombre y lo observa: la manta con la que se abriga, y una bolsa del súper es todo lo que tiene. Sin hacer ruido, le deja la mochila a su lado. El hombre, abre los ojos y le dice:
—Muchas gracias, amigo.
Guillermo vuelve a casa, y se duerme con lágrimas en los ojos. Al día siguiente llega al trabajo y Pablo le dice:
—Esta mañana ha venido un hombre y te ha dejado esto. ¿Es tu amigo?
—Pues, de hecho, sólo lo he visto una vez.
—Entonces, ¿por qué te da esta mochila?
Guillermo piensa un momento, y responde:
—Porque no la necesita.
En el otro extremo del vagón había una pareja joven, agarrados de la mano, se miraban de esa forma… como si no existiera nada más en su mundo. Él era un chico negro muy apuesto, me recordaba a John Boyega, ella era pelirroja y realmente bonita. Parecían ambos salidos de un cartel de la Benetton. Desde la distancia un señor con barba disimuladamente les observaba. ¿Quién será él?
Max es un hombre carismático, ya de pequeño su madre le recriminaba que era un sinvergüenza, y con los años nunca tuvo miedo a hablar en público. En la facultad hizo amistad con un tal Daniel, un chico que años después sería el alcalde de Mataró, y más de una vez este le ofreció formar parte de su partido.
—Si te dedicaras a lo que yo hago, llegarías a presidente —le decía a menudo en Daniel.
A Max se le daba bien hablar, y mejor aún escribir. Otro amigo suyo, hijo de una familia de editores, le ofreció la posibilidad de escribir en uno de los periódicos de su padre, y la cosa funcionó. De entrada, publicaba un pequeño artículo a la semana, sobre cualquier tema banal: hoy una crítica al último fichaje del Barça, mañana el nuevo viral que causaba furor en Korea del Sur. Con el tiempo sus artículos fueron ganando seguidores, y se convirtió en un personaje con nombre propio. Llegó a tener una columna de opinión diaria, y ya se metía a menudo en temas de economía y de política.
Un día escribe un artículo sobre el peligro que suponen los menores inmigrantes que el gobierno mantenía en centros de acogida, los mal llamados MENAs, muy en la línea de aquel diario conservador. Al día siguiente recibe una llamada de Daniel:
—Max, mi jefe se muere de ganas de conocerte, yo hace tiempo que le hablo de ti, pero después de tu artículo de hoy, ha sido él quien me ha pedido que os ponga en contacto. Ya te dije que tú habías nacido para llegar a presidente.
Esa misma noche, de regreso a su casa, y mientras pensaba en las palabras de Daniel, Max se encuentra un chico tumbado en la puerta del aparcamiento. Parece muy malherido, y él mismo lo carga en el coche y lo lleva al hospital.
—¿Cómo se llama? —le preguntan en la entrada de Urgencias.
—No lo sé, le han dado una paliza, no lleva nada encima, le habrán robado la cartera.
—Mientras lo meten en una camilla, el joven a duras penas consigue decirles:
—Je m’appelle Hajjaj.
Al día siguiente Max vuelve al hospital. Hajjaj estaba grave, le habían tenido que extirpar el bazo, pero su vida ya no corría peligro.
—¿Quiere verlo, es amigo suyo? Hasta ahora nadie ha preguntado por él.
Max entra en la habitación, pero ni se atreve a mirar la cara del chico.
—Merci beaucoup de avoir sauvé ma vie.
—No me tienes que agradecer nada Hajjaj, todo lo contrario.
Esa misma tarde Max empezó a escribir un artículo sobre la historia del Hajjaj. Empezó también a buscar otro periódico, quizás un blog, donde publicarla.
Las pantallas del techo mostraban periódicamente un anuncio de seguros. Acompañaban las imágenes una canción muy conocida de los años noventa, pero la letra estaba adaptada al nombre de la compañía, muy cutre todo. Aun así, a base de escucharla decenas de veces la música se te iba metiendo en la cabeza, debe ser así cómo funciona este negocio. Incluso había un hombre en el vagón que con su mano, muy discretamente, hacía como si tocara aquellas notas en un piano imaginario. El hombre tenía los dedos largos y delgados, y los movía con cierta gracia. Sí, podía pasar por pianista.
Sergio es un músico autodidacta, de pequeño hizo algunas clases pero después estuvo años y años sin tocar un instrumento. Ya de mayor recuperó la ilusión por el piano, y cuando volvía del trabajo, a menudo se ponía a practicar hasta bien entrada la noche. De vez en cuando incluso soñaba que se convertía en Gould, o Rubinstein. Sergio tenía muchos amigos, pero nunca dejó de sentirse solo. Nunca fue capaz de conservar una pareja, y más de una vez se ponía a tocar porque sentía que no tenía otra manera de expresar aquel vacío a su alrededor. Las variaciones de Gorlberg, los nocturnos de Chopin, eran la banda sonora de una vida que se encaminaba, irremisiblemente, hacia la muerte, y el olvido.
Sergio pasó por algunos altibajos en el trabajo, y de pronto se encontró cayendo por pozo sin fondo. Dejó de tocar. Ya no tenía fuerzas, ni ganas. Los antidepresivos que le había recetado su psiquiatra tampoco le hacían ningún efecto, e incluso puso el piano a la venta.
Un día le llaman a la puerta de casa.
—Hola soy Olena, la vecina del piso de arriba. Es usted quien toca el piano, ¿verdad?
—Pues… sí. Si le molesta el ruido no se preocupe, no me volverá a escuchar.
—Ostras, no, para nada, al contrario. ¿Sabe una cosa? a mi pequeña le cuesta mucho dormir, desde que su padre nos dejó tiene muchos ataques de angustia y me cuesta mucho que concilie el sueño, pero cuando escucha su piano se queda tranquila y duerme como hacía mucho tiempo que no hacía.
—¿A su hija le gusta lo que toco? Pero si yo apenas…
—Sí, créame, desde que la oye es otra. ¿Y dice que ya no tocará más? Y eso ¿por qué? Justamente venía a pedirle si me podría dar clases, si me podría enseñar quizás algo sencillo, así le podría tocar yo misma a mi niña…
—Mire, yo no he dado nunca clases de piano, pero podemos probarlo…
Aquella noche en el patio de luces de Sergio y Olena se volvió a escuchar un piano:
—mi-mi sol, mi-mi sol… mi-sol do si… la-la sol, re-mi fa re re-mi fa…, re-fa si-la sol si do…
La serie de los cyborgs también tenía alguna historia de amor, claro, y muchos otros tópicos del cine bélico yanqui, pero a la vez ponía el telespectador ante una sociedad decadente, víctima de sus propios errores. Aquellas personas buscaban desesperadamente una escapatoria, una luz al final del túnel, una segunda y última oportunidad. O tal vez no, tal vez fuera cual fuera su destino, lo único que buscaban era reencontrar la humanidad perdida en sí mismos.
Sea como fuere, el anuncio por megafonía del nombre de mi estación me hizo poner en pie. Salí del metro, me subí a las escaleras mecánicas, y por un instante volví a fantasear. Y es que todo buen guionista siempre guarda un regalo, una pequeña sorpresa para el final. Una imagen, tal vez, de un hombre barbudo, que lleva un billete de metro en la mano izquierda, y con la derecha se apoya en la cinta de goma de la escalera, mientras sus dedos, largos y delgados, hacen como si tocaran una canción en un piano imaginario. Fuera en la calle le espera un grupo de amigos:
—¿Ya estáis todos aquí? —dice sorprendido.
—Ahora sí —le responden—, tan sólo faltabas tú.
Algunas películas acaban con un breve relato de cómo continuaron las vidas de aquellos personajes años después, otras con una nota que dice eso de «todos los personajes de este relato son ficticios, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia». También las hay que acaban con una párrafo tipo:
«En recuerdo y agradecimiento a todos los vagabundos, todos los migrantes, todas las madres y todos aquellos actores secundarios que nos ayudan cada día a reencontrar nuestro camino, sin esperar nada a cambio. Después de todo quizás sí, gracias a todos ellos, cualquier noche pueda salir el sol.»
Y empiezan los créditos con una vieja canción de fondo…
Marga Mediavilla
Manuel Casal Lodeiro
Luis González Reyes
Carlos de Castro Carranza
Rodrigo Osorio
Demián Morassi
Carlos Calvo Varela
Antonio Turiel
Mauri Mendez
Julio García Camarero
Miquel Tort
Adrián Almazán
Joám Evans Pim
Emilio Santiago Muiño
Xabier Vázquez Pumariño
Jorge Riechmann
Jordi Pigem
Carlos Vergara
Ted Trainer
Pepe Campana
Edorta Lopez Rey
Miguel Brieva
Nafeez Ahmed
Marian R Gómez
Pepe Valverde
Olga Romasanta
Pedro A. Moreno Ramiro
Samuel Alexander
Ferran Puig Vilar
Litoral
José Ramom Flores das Seixas
República Bufa
Véspera de Nada
Joseba Azkarraga Etxagibel
Félix Moreno
Juan Bordera
Antonio Aretxabala
José David Sacristán de Lama
Ana Carranza Infantes
Rogelio Fernández-Reyes
Érawan Aerlín
Jordi Solé Ollé
Jorge Ollero
Richard Heinberg
María González Reyes
Laura de la Fuente
Manuel Meixide Fernandes
Lander Arretxea
Pau Valverde i Ferreiro
Jon Martin Etxebeste
Pere Losantos
Mariluz Secilla Souto
Ernesto Vázquez Souza
Àlex Guillamón Lloret
Teresa Moure
Henrique P. Lijó
Moisès Casado Adell
Vicente Gutiérrez Escudero
Xabier Zubialde Legarreta
Alex Corrons
Naresh Giangrande
Yves Cochet
Saral Sarkar
Nate Hagens
Federico Ruiz
Alberto Cuesta
Paul Kingsnorth
Andreas Malm
Paula Duran Santacatalina
Noa Cando Soler
Nuba
Naomi Riddle
Pablo Erial
Rocío Meana Acevedo
Shaun Chamberlin
Sergio Fernández Alonso
Tadeusz Patzek
Alberto García-Teresa
Xoán R. Doldán
Xan das Bólas
Rolf Schuttenhelm
Moisés Rubio Rosendo
Ander Aguirre
André Vizinho
Ana Velasco Gil
Raúl Almendro
Ricardo Súarez García
Ana Patricia Cubillo Guevara
Andrea(s) Speck
Mario España Corrado
Jennifer Hinton
Javier Puche
Jainko Ateoa
Stéphane Bernatas Chassaigne
José Ardillo
Donella Meadows
El Roto
Elena Krause
Jaime Martí Herrero
Israel Calvache Masuet
Gabriela Vázquez Macías
Floreal Romero
Fernando Llorente Arrebola
Giorgos Kallis
Grazia Tanta
Instituto de Transición Rompe el Círculo
Guille Jové
Green Anti-capitalist Front
Juan del Río
Juan Requejo Liberal
Fernando Cembranos Díaz
Carlos Taibo
Carmen Duce Díaz
Mark H. Burton
Martin Mantxo
Bilal Paladini
Michael Löwy
Carlos Requejo
Marcos Rivero Cuadrado
Cassandra
La Décroissance
DFC
Julia Itoiz
lacaiguda
Christian Gebauer
Chema Ahimsa
Lucía Vilariño
Ashish Kothari
…
con lagrimillas en los ojos te releo gracias.
Quiero más! Quizás sea el inicio de una aventura literaria.