(Este es quizás el cuento futurista que más rápidamente haya caducado en la historia de la literatura —o ¿aún el futuro boliviano puede volver a sorprendernos?—. Enviado a la redacción de la revista el 7 de noviembre de 2019.)
Cuando Al QaISIS hizo estallar la bomba en el Goljazeera, el último y más moderno estadio de Qatar, fue cuando la FIFA dijo basta. Las reuniones cargadas de valijas y periodistas pagados por Qatar Airlines parecían no encontrarle salida.
Las redes sociales estallaban en repudio al bombardeo estadounidense a sabiendas que Al QaISIS en realidad era el reino wahabita de Arabia Saudita tratando de dar el manotazo de ahogado para evitar la caída de Mohamed bin Salman en medio de las protestas más grandes que recuerda el Estado con peor imagen del mundo. En términos futboleros, Estados Unidos le estaba ofreciendo un falso penalty en el minuto 89 en favor de la corona saudí.
La situación financiera de la FIFA tampoco era muy buena, sólo contaba con público seguro en Europa y con la crisis de la televisión necesitaban recaudar sin mucho gasto. Necesitaban un lugar que llevase al público fiel de Italia, Francia, Inglaterra, Alemania y Países Bajos, que por lógica debía ser alguno de esos países… pero uno de los integrantes, en aquella reunión secreta, de pronto alzó la mano, haciendo un no con el dedo índice. Los demás septuagenarios lo miraron; sólo dijo una palabra: «Cataluña».
Los FIFAscistas se miraron entre ellos y entre sonrisas dijeron: «Sí, claro, Cataluña».
El nuevo seleccionado no dejaba de sorprender. Desde el pacto que efectuó Madrid para evitar la independencia absoluta, Catalunya (ya no se puede escribir de otra manera) se convirtió no sólo en un excelente equipo sino que movilizaba más espectadores que el mismísimo Brasil. Si bien no había jugado las eliminatorias, al convertirse en sede podría participar como país anfitrión. En la FIFA estaban de acuerdo en que los espectadores en el estadio eran la clave y el Camp Nou podría albergar la partida inaugural y la final sin ningún problema. Es cierto que no había estadios suficientes pero rápidamente algunas comunidades autónomas se asociaron a la iniciativa de hacer el Mundial interautonómico, con Catalunya a la cabeza y Euskadi como sede del grupo que encabezaba Francia.
La desglobalización lo cambió todo: por un lado, desvaneció la economía de varios países futboleros pero, como estaba asociada a la mala praxis del sector financiero tan globalmente centralizado, generó un rebrote de efervescencia nacionalista que tan bien se conjuga con las barras bravas de este deporte.
En términos económicos, al desvanecerse la euforia de los petróleos no convencionales, el ahorro forzoso de gasolina y diésel había tirado abajo la industria en general, el transporte de mercancías en particular y —lo que más nos interesa en esta historia— el turismo. No sólo varios países habían declinado su participación en el Mundial por no poder o no querer afrontar los gastos de las eliminatorias de 2021 sino que otros, posteriormente, al tener conciencia de que sus selecciones no iban a ser televisadas, dudaban poder conseguir sponsors. Incluso selecciones que tenían ya un pie adentro como Nigeria o Japón, priorizaron el ahorro y que no hubiese faltas en las empresas cada día que había un partido de sus selecciones. Y, a medida que los atentados en Qatar se habían hecho más vehementes, la idea misma de un Mundial digno de ser llamado así se estaba desvaneciendo en las expectativas de una gran parte del público.
La gran pregunta venía por el lado de Sudamérica. Brasil estaba en la ruina, la transición post-Bolsonaro estaba cargada de tensiones. Su hijo, desde la cárcel, pedía venganza contra un supuesto asesino de su padre, que según él y algunos líderes evangelistas y pertenecía a una supuesta célula terrorista LGBTQ indígena con ideología comunista de género. Y, si bien todos los medios habían evitado difundir el porqué del suicidio de Jair y si en realidad era o no suicidio, la viralización de un vídeo de Bolsonaro de joven dándole un beso con lengua a un soldado de menor jerarquía, podría haber servido de base para la hipótesis oficial del suicidio. Pero el caos económico-social había paralizado incluso el campeonato local de fútbol.
En Argentina el problema fue otro: los jugadores de la selección estaban cobrando extremadamente poco, el Estado estaba afrontando los vencimientos de deuda del FMI y, teniendo en cuenta la presión del colectivo feminista que exigía que por cada jugador pagado para ir a Europa se pagase la misma cifra para que las atletas mujeres compitiesen en el exterior en distintas disciplinas, el Gobierno estaba viendo cómo evitar desembolsar un peso más en circo para priorizar el pan. Por lo que, cuando ya lideraban las eliminatorias y les bastaba empatar con Perú, los jugadores decidieron hacer una huelga. El presidente habló apesadumbrado por televisión, dio los números fríos de ingresos y costos de la AFA (Asociación de Fútbol Argentino) y justificó en eso el bajo pago de los salarios. Los jugadores decidieron jugar el partido, ganaron maravillosamente y renunciaron en masa. Era vox populi que el viaje al Mundial era un coste que iban a tener que afrontar los mismos jugadores, por lo que fue una manera honorable de evitar arruinarse económicamente.
El Mundial se acercaba, y si bien las tensiones internas en la Península Ibérica eran intensas y violentas, no parecía haber ningún maltrato al turismo que, por las revueltas de 2019 en Catalunya había dejado bastante conformes a los sectores nacional-monárquicos madrileños. El punto es que, en el último mes, las expectativas del Mundial estaban volviendo a crecer y, hasta Suiza levantaba su neutralidad y decidía participar.
La llegada del barco boliviano fue quizás el evento más importante de aquellos días previos y se vivió como un reality show: los veintidós jugadores y el equipo técnico abrazados con Evo y llorando como si hubiesen ya ganado la final, era el golpe de efecto necesario para convertir a Bolivia en el país con mayor patrocinio por parte de las multinacionales. La transmisión tuvo la particularidad que se hizo por una red social pluricultural creada por el Estado boliviano que hasta ese momento apenas era seguida por un grupúsculo de cocaleros a los que se les había regalado un smartphone estatal que contaba con esa única aplicación. Hoy ya compite en Sudamérica con Facegoog+, la fusión de los dos grandes que habían sido los principales cacheteados por la llamada burbuja del marketing.
Pero faltaba un solo día y el seleccionado argentino no llegaba.
Se suponía que habían zarpado con el tiempo suficiente, previendo todo tipo de vientos adversos o algún cambio en la corriente del tambaleante Atlántico Norte que estaba por pasar su primer año sin hielo en el Ártico en un clima que estaba ya bastante loco. Pero algún desperfecto en el sistema de comunicación precario que llevaba la Fuerza Naval Argentina hizo que nadie supiera, en la última semana, las posiciones del navío.
Catalunya era una fiesta. Las fiestas de Sant Joan se habían llenado de hogueras donde se quemaban figuras monárquicas hechas de cartones reutilizados de cajas de televisores. Había quedado claro, como fue en los Juegos Olímpicos del 92, que había un antes y después del Mundial de Catalunya. El personaje símbolo de la copa pasó a ser un caganer que defecaba sobre el Santiago Bernabéu. Si bien no era oficial, las ventas lo convirtieron rápidamente en un juguete que ningún niño vietnamita o guatemalteco quería dejar de tener en su mesita de luz.
Con todo, la cuestión de la fragata argentina parecía arruinar la fiesta. La desaparición del navío se convirtió en un suceso utilizado por el Gobierno para relanzar el despliegue satelital argentino, puesto que o quería que sucediese lo mismo que durante la gestión macrista cuando al perderse el submarino San Juan hubo que pedir ayuda extranjera. Algunos grupos conspiranoicos confirmaban un boicot de la industria naviera a motor con Maersk a la cabeza para impedir que los veleros se convirtiesen en símbolo de libertad, rebeldía y ecología. Pero lo cierto es que no había indicios serios de nada de aquello.
Catalunya y Panamá terminaron cero a cero, en un partido mediocre pero ambos países lo vivieron como un triunfo. Al día siguiente se esperaba el partido de Francia, última campeona del mundo, contra Argentina. Todos los sistemas de búsqueda fallaban, hasta que…
Aparecieron. Unos piratas somalíes reivindicaban la tenencia de los rehenes. Habían tomado el barco y destrozado todo tipo de artefactos metálicos para no ser detectados por radares. Decían que los liberarían si Somalia era admitida en el Mundial. La FIFA no tardó en aceptar la negociación e invitó a la selección somalí, a ser parte del grupo 3 que tenía un equipo menos porque Suiza se había dado de baja intentando ser neutral nuevamente.
Los argentinos fueron liberados y, la verdad es que no estaban listos para jugar ese partido, así que quedaron en el banco de suplentes mientras los residentes europeos (los que no habían sido deportados en aquellos años de desempleo y xenofobia) salieron a la cancha ovacionados por el público català. Se sentían como locales pero quizás era más por lástima de todo lo que habían vivido los suplentes que por otra cosa. Hay que decir que los jugadores argentinos que vivían en Catalunya no se habían esforzado mucho por aprender la lengua de quienes los habían adoptado, pero se trataba de fútbol y ahí las cosas se miden con otra vara. Argentina ganó cómodamente a la selección gala, que no había podido entrenar muy bien por los blackouts eléctricos que venían sufriendo por la ola de boicots a la energía nuclear que venía perpetrando la organización Radiation Rebelion.
Pero ¿qué es lo que distingue este Mundial que ha quedado en la historia? No es todo este recuento de anécdotas graciosas, sino la final.
Catalunya no pasó a la segunda ronda. Argentina, como siempre, se quedó en la semifinal o en cuartos de final, ya nadie se acuerda. Bolivia, a pesar de la épica de su viaje, fue eliminado por Senegal que, a su vez, perdió con Francia que a su vez llegó a la final sin pena ni gloria, eliminando a Somalía que no contaba más que con nueve jugadores en semifinales ya que el resto encontró trabajo en una cadena de falafels en Barcelona y abandonó el fútbol.
Italia, al pasar fácilmente la ronda venciendo a Panamá, Bolivia y Andorra, le ganó a Argentina, en un partido evidentemente comprado y se tenía que enfrentar con Argelia en semifinal. Esta selección parecía no disponer de gran potencial… futbolístico. El potencial que desplegó fue el gasífero. Con los atentados en Qatar (el principal país exportador de gas del mundo), todos los ojos estaban en Argelia, que suministraba este imprescindible combustible no sólo a la Penísnula Ibérica y a Francia sino a las pocas influyentes empresas que esponsoreaban aquel humilde Mundial. El poder de negociación para que su seleccionado compitiese en la final era muy alto. Los líderes de la Camorra y la Cosa Nostra estuvieron a un paso de dejar Catalunya y volver a casa con unas cuantas valijas llenas de billetes, incluso a sabiendas de que Italia estaba a punto de repetir la hazaña del ’82, Mundial también realizado en la Península Ibérica. Lo que no tuvieron en cuenta fue que el líder de la ‘Ndrangheta tenía a su hijo jugando con la camiseta azurra y prefería morir a dejarse comprar por unos gasodólares africanos.
Los FIFAscistas convocaron a ambos líderes y cerraron la puerta. Balazos. Aquella puerta se dice que nunca se abrió y que nadie vio salir nunca a nadie de allí.
El partido se jugó con normalidad, Italia venció sin dificultad a Argelia, a la espera de una aburrida final (al menos para el público no europeo) entre Francia e Italia.
Pero era la final y hay que contarla. En el mismísimo minuto en que el árbitro dio la señal de comienzo, justo después del primer pase, unos camiones repletos de inmigrantes subsaharianos detenidos durante años en Argelia (a pedido de los gobiernos europeos) fueron liberados en el campo de juego en un estado lamentable. No dejaban de entrar familias, viejos, muchos enfermos y mal alimentados, que de pronto se detenían y no podían creer lo que veían: libres y en el Camp Nou, con un público que los miraba sin saber si aplaudir o escaparse antes que empezase el desmadre. Los jugadores africanos de Francia trataban de reconocer si alguno hablaba su lengua para saber qué estaba pasando. Fue en ese momento que el hijo del líder de la ‘Ndrangheta comprendió por qué su padre no lo había llamado como cada día antes de cada partida desde que era niño para decirle que él iba a ser como Paolo Rossi o migliore. Ahí supo que su padre había muerto y lloró desconsolado mientras algunos inmigrantes lo intentaban reanimar diciéndole «somos libres» en un francés mal hablado que él interpretó como que ya no iba a tener que rendirle cuentas a la familia si algún día no jugaba bien o decidía no ir a entrenar. Se levantó y se abrazó con un congoleño muy viejo que, según cuentan, lo adoptaría algunos años más tarde.
Pocos meses después, un plebiscito en Catalunya definiría que los inmigrantes llegados en aquel día del Mundial recibirían las tierras del campo de juego del Espanyol para cultivar lo necesario para su subsistencia. Argelia les proveería, mediante un convenio, de gas gratuitamente para los invernaderos que armaban en las gradas, e Italia como tercer responsable de aquellos sucesos, les proveería de pizza calabresa, con la receta del fallecido ex-líder de la ‘Ndrangheta.
Probablemente no haya Mundial 2026, ya que las fronteras entre México y EE. UU. no están muy claras. Ocasio-Cortez y López Obrador están intentando obrar para que se cortez esa tensión desigual entre ambos países pero la crisis económica los pesca más que ocupados en esta ocasión para pensar en partiditos de fútbol, y en Canadá ya no hay acá nada para dar. El fútbol ya ha dejado los televisores y los móviles y vuelve a las calles de las ciudades, esas calles repletas de niños donde ya no pasan coches, ya que, como es sabido, en esta segunda mitad de los años veinte el desabastecimiento es moneda corriente.
