(Texto previamente publicado en el libro Humanidades Ambientales —Catarata, 2018—. Ha sido ligeramente modificado por el autor para su publicación en la revista 15/15\15).
Resulta cuanto menos razonable que aquellos a los que intentamos involucrar en la gran lucha por una forma de vida mejor que la que ahora llevamos nos exijan que cuanto menos les demos alguna idea acerca de cómo puede ser esa vida.
— William Morris (45)
Lo que en general puede aplicarse a cualquier organismo vivo es aún más relevante para el hombre […] : si le extirpamos el futuro, cae en un desamparo semejante al que sufriría si le arrebatamos el suministro de agua y aire que necesita para vivir.
— Lewis Mumford (645).
1. Muchas pesadillas diurnas y muy pocos sueños
Durante más de medio siglo de existencia, el ecologismo ha aportado claves conceptuales y datos empíricos esenciales para una comprensión materialista real de nuestra dinámica civilizatoria. Gracias a su labor tanto intelectual como práctica, el diagnóstico de la crisis socioecológica está científicamente bien delimitado. Y una parte de las alternativas (tecnológicas, sociales, económicas, políticas), asentadas teóricamente y ensayadas con éxito a escalas pequeñas. Pero su aporte ha sido menor en otro frente: la configuración de imaginarios utópicos estimulantes, que asuman el fin del crecimiento económico como obligación pero también como oportunidad. Y que además estén conectados con el sentido común vigente. En esta tarea políticamente imprescindible el ecologismo ha fallado.
Debemos a Ernst Bloch una de las reivindicaciones mejor fundamentadas del papel de la utopía como catalizadora de los procesos de emancipación social. En El principio esperanza Bloch defiende una ambiciosa concepción del ser abierto y emergente, que interpreta el mundo siempre como proceso de producción, nunca de resultado. Como algo nunca clausurado y, por tanto, siempre susceptible de transformarse en pos de su perfeccionamiento. Afirmaba Bloch, en un resumen de todo su pensamiento, que “como lo mejor está todavía en trance de gravidez, es preciso confiar en ello, a fin de que se logre” (402).
Confiar, dentro de lo materialmente posible, para que lo todavía no llegado a ser emerja en su mejor promesa: ésta es la clave que El principio esperanza descifra en una tensión práctica, y políticamente organizada, entre el análisis crítico inengañable y el talante utópico indesilusionable. Y cruzar sobre el presente una mirada fría y una mirada cálida continúa siendo el único ejercicio que nos puede llevar a empujar lo real más allá de lo que existe con posibilidades de éxito. En esta misión la función utópica se presenta como el punto arquimédico que nos permite hacer palanca para mover el mundo. Entiende Bloch la función utópica como una conciencia anticipadora de lo mejor por venir, que se encarna no sólo en arquetipos, símbolos y relatos, sino sobre todo en un optimismo militante organizado y comprometido con el trabajo de hacer emerger este futuro deseable.
Para el ecologismo la lectura de Bloch debería ser parada obligatoria. Especialmente por lo que éste tiene de antídoto contra la absolutización del pesimismo. Y es que es fácil caer en cierto sentimiento trágico de la historia cuando se estudia inengañablemente tanto la situación de extralimitación ecológica en la que estamos incurriendo como las dificultades para revertir el colapso consecuente. Al fin y al cabo, el ecologismo se halla preso de una impotencia muy particular: atrapado entre la necesidad de ganar a su causa grandes mayorías y la lealtad a una verdad objetiva ya no sólo resulta “incómoda”, como calificaba el documental de Al Gore, sino que se presenta cada vez más difícilmente asumible desde las expectativas y los deseos socialmente imperantes.
Este es un círculo vicioso alimentado por inercias estructurales poco susceptibles de ser modificadas por la acción de nuestra voluntad colectiva. Al menos en el corto plazo. Pero si hay un punto donde la intencionalidad ecologista puede incidir para romper la maldición es en el redescubrimiento de la función utópica. En el entrenamiento de su propia mirada cálida sobre las potencialidades del presente. La obra de Bloch nos interpela para que lo mejor por venir, en materia de transición ecosocial, sea prefigurado por “sueños diurnos”, y no por pesadillas diurnas. Y es la pesadilla el lugar donde suele colocarse el ecologismo mejor informado cuando trabaja problemas como el pico del petróleo o el cambio climático. Lo que no es ni mucho menos un gesto hiperbólico sino la consecuencia de una situación objetiva de extrema gravedad. Seguramente no exagere Jorge Riechmann cuando expone en toda su crudeza los datos del climatólogo Kevin Anderson: “Si en el año 2050 la población mundial es de 9.000 millones y la temperatura se eleva 4, 5 o 6 grados, los supervivientes podrían ser del orden de 500 millones” (87). Pero al mismo tiempo resulta absolutamente imposible construir hoy política de mayorías desde una proyección catastrófica del futuro. Enfatizo el hoy porque las condiciones sociales de conformación de la subjetividad de masas del capitalismo neoliberal es una “circunstancia orteguiana” de radical importancia para pensar una transición ecosocial factible. Una realidad tan material como la cantidad de combustibles fósiles que existe en el subsuelo de la corteza terrestre. El candor histórico, el cortoplacismo, la volatilidad, la poca tolerancia al sufrimiento o la predisposición crédula a los mitos tecnológicos son rasgos definitorios de los sujetos contemporáneos que es más útil asumir que impugnar.
Por ello, y porque incluso en épocas menos infantilizadas la transformación social siempre ha dependido más de nuestra capacidad de enamorar que de nuestra capacidad de convencer o asustar, es preciso que el ecologismo oriente una parte de su actividad a una tarea descuidada: un programa de traducción de las posibilidades objetivas de nuestra época a un conjunto amplio y diverso de dispositivos simbólicos que enuncien, desde lo concreto, una nueva promesa de emancipación ecológicamente ajustada. Existen ya precedentes interesantes. En lo literario, novelas utópicas clásicas como Los desposeídos, de Ursula LeGuin, Ecotopía, de Ernest Callenbach o La isla, de Huxley. En el cine, películas relativamente underground como La Belle Verte, de Coline Serreau. Pero sin duda tanto en la narración audiovisual como en la literaria predomina abrumadoramente la imaginación distópica sobre la crisis socioecológica: Dune, El año del diluvio, El rebaño ciego… En nuestro país Cenital, de Emilio Bueso, o la distopía ecototalitaria de El salario del gigante, de Jose Ardillo. En el ámbito del cine y las series televisivas los de futuros ecológicamente desastrosos conforman ya casi un género propio. En este contexto no es disparatado asociar, a modo de conjetura, el éxito global del documental Mañana, un repaso estimulante a experiencias prácticas de transición ecosocial, con una auténtica orfandad pulsional de nuestra época: vivimos en sociedades sedientas de esperanza ambiental.
Sin duda nuestras posibilidades objetivas son ecológicamente mucho más estrechas que hace cincuenta años. Pero tampoco son inexistentes, todavía, para asegurar una vida buena. Aunque para ello tuviera que mediar un milagro político. Pero sencillamente si aceptamos que hay que confiar en el milagro a fin de que se logre no basta con temerlo: tenemos que desearlo. Desear empobrecernos como un prerrequisito para encontrar otras formas de riqueza. Este es el “paso del Noroeste” que nos puede permitir reinventar el proyecto emancipatorio en medio del naufragio anunciado de la civilización industrial.
2. De la hipótesis abundancia a la autocontención
Previamente, es necesario replantear algunos axiomas básicos. El estado de extralimitación ecológica en que hemos incurrido nos obliga a revisar en profundidad el ordenamiento del mundo propio del pensamiento de izquierdas. En el siglo XXI no bastará con repartir (redistribuir renta, o de modo más radical redistribuir propiedad). Y habrá que repartir mucho, porque el crecimiento económico, que siempre ha sido un colchón que ha amortiguado los peores efectos de las desigualdades, ya no es ecológicamente viable. Pero redistribuir es sólo una buena respuesta ante una pregunta perversa que no se cuestiona nunca. Lo que hay que introducir en el debate y en la agenda es la duda sobre la pregunta misma: nos toca hacer las cosas de otro modo. Empezando por producir y consumir muchísimo menos. Algo que atenta contra nuestro ordenamiento cosmovisivo más profundo: si el socialismo pudo prometer superar los conflictos competitivos humanos y plantearse la ambiciosa tarea de abolir realidades institucionales seculares como el mercado o el Estado, fue gracias a pensar el futuro bajo la hipótesis abundancia:
En su polémica con el socialismo utópico, Marx negó el componente moral del cambio poscapitalista, y planteó la hipótesis de que la abundancia era un prerrequisito necesario del socialismo. Cuando Marx ponía el acento en que “el punto verdadero está sobre todo en que el propio interés privado es ya un interés socialmente determinado” empleaba una lógica argumental que su sistema extrapolaba también al nacimiento del poscapitalismo: el interés colaborativo socialista tiene que ser un interés socialmente determinado. En otras palabras, en ningún caso la superación del intercambio como ajenidad, que termina cosificando y subordinando los seres humanos a relaciones autonomizadas, podrá venir de una explosión moral de altruismo, sino de una modificación en las condiciones materiales de producción que volviese innecesario el intercambio. Por ello el comunismo que balbuceó Marx presupuso una sociedad que aboliera la escasez. Una sociedad capaz de garantizar, como un derecho de ciudadanía inalienable, la cobertura de las necesidades humanas. (Santiago Muíño, 2017: 410-411).
Si algo nos enseñan ciencias como la ecología o la termodinámica es que estos sueños cornucopianos del siglo XIX se han descubierto, en el siglo XXI, un error de base. Enmendarlo exige interpretar nociones como riqueza y pobreza desde una perspectiva relacional. Y es que como supieron ver autores como André Gorz o Manfred Max Neef, o José Manuel Naredo, la abundancia no es una categoría sustancial, algo que se pueda determinar lo que es en sí misma, sino una “relación entre medios y fines” (Sahlins citado en Naredo: 167). A partir de aquí, debemos defender que una economía de la plenitud vital, como la que debe seguir proponiendo cualquier transición poscapitalista, más que en el desarrollo sin trabas de las fuerzas productivas debe fundamentarse en una nueva definición cultural de lo suficiente.
En este sentido, para el ecosocialismo la austeridad es una idea-fuerza a reivindicar. Aunque las élites socioeconómicas tienen una responsabilidad mucho mayor en la factura final, y es de justicia que lo asuman, no podemos echar balones fuera con un discurso de clase ya del todo incapaz de entender nuestros retos: todos los habitantes de los países desarrollados llevamos décadas viviendo por encima de nuestras posibilidades biosféricas. El español medio, no el banquero o el promotor inmobiliario, consume recursos como si tuviera a su disposición algo más de tres planetas. Sencillamente un futuro sostenible, y a la vez más humano, pasa por purgar décadas de empacho con una buena dosis de renuncia. El corazón moral del proyecto emancipador en el siglo XXI es la idea de autocontención: autolimitarse para dejar espacio ecológico al otro (al otro habitante del Sur global; al otro no humano). Decrecer para que otros puedan crecer hasta el umbral de la mayor dignidad material que permita el mantenimiento en el tiempo de nuestro metabolismo social. Iván Illich (1974) lo afirmó de modo muy claro: cualquier país tiene derecho a poseer el grado de desarrollo económico que permita, a cada uno de sus ciudadanos, ser poseedor de una bicicleta. Lo mismo deberíamos poder decir del agua potable, una dieta adecuada, o de antibióticos. Pero en un mundo lleno sobre el que despliega sus necesidades y pasiones una humanidad extralimitada, esto nos interpela directamente para que otros privilegiados renunciemos al turismo de larga distancia, la automovilidad privada, el internet distribuido o dietas tan exageradamente cárnicas. Y ello independientemente de que otra organización de la propiedad y otro reparto del poder pudieran mitigar los efectos de la voracidad ecocida del capitalismo.
3. Lujosa pobreza… o genocidio ecofascista
Esclarecer una noción de lo suficiente en una sociedad donde lo suficiente es el gran tabú, porque el capitalismo es una estructura inercial que funciona como una suerte de estafa piramidal, es un desafío político sin precedentes. Tenemos un patrón cultural de deseos y un modelo de vida buena bulímico, configurado para permitir la reproducción ampliada de una economía delirantemente expansiva. Esto hace que cualquier propuesta de restricción al consumo, como las que serían imprescindibles acometer ya, sea entendida como no sólo como una afrenta a los intereses de las oligarquías económicas, sino como un ataque al corazón mismo del derecho a la felicidad de la mayoría de la gente.
Empobrecernos o matar… ese es el gran reto. Y dado el tipo de subjetividad que ha generado la sociedad de consumo, no va a ser fácil de resolver. Una sociedad donde millones de nietos de campesinos pobres consideran que tomar un vuelo de bajo coste a Londres para ver un concierto como un derecho adquirido es una sociedad muy poco preparada para responder al crack socioecológico de otro modo que no sea con un fascismo de recursos.
Se manifiesta aquí nuestra paradoja más desgarradora: los patrones culturales de satisfacción de deseos, además de configurar una determinada carga ecológica sobre recursos y sumideros, son la argamasa de la integración social. Por tanto, un factor estratégico en la viabilidad de los regímenes políticos. En donde los partidarios de un futuro político modulado bajo alguna idea de democracia nos jugamos todo es en ser capaces de mantener un doble equilibrio: un modelo de vida buena cuya realización no incurra en sobrecargas ecológicas que refuercen nuestra actual tendencia al colapso y que, al mismo tiempo, integre adecuadamente a una parte suficiente de la población. Al menos como para generar un consenso político capaz de gobernar la transición ecosocial mediante fórmulas hegemónicas y no explícitamente represivas.
Hace unos años cerraba un libro, Rutas sin mapa, con la siguiente afirmación taxativa: “en el siglo XXI, el dilema es transparente: o el genocidio en defensa de la eterna adolescencia, o los votos colectivos de lujosa pobreza” (2016: 139). Lujosa pobreza es un oxímoron que sirve para nombrar esas experiencias material y energéticamente austeras, pero que son capaces de experimentarse como formas de riqueza y plenitud que dan sentido a una vida: “abundancia de tiempo, de relaciones sociales, de sentidos significativos, de experiencias maravillosas» (2016: 131).
En la medida en que nos adentremos en el siglo XXI vamos a avanzar hacia sociedades energética y materialmente más pobres. Sociedades donde vamos a perder muchos de los estándares de vida que el capitalismo fosilista nos ha enseñado a considerar normales, pero que son históricamente excepcionales. Solo en la medida en que sepamos encontrar formas de riqueza no ligadas al consumo de mercancías, este empobrecimiento puede ser entendido como una oportunidad para vivir mejor con menos. Y no como una pesadilla de la que hay que despertar por cualquier medio, aunque sea políticamente terrorífico. La buena noticia es que nuestro sustrato cultural está lleno tanto de experiencias como de posibilidades para la lujosa pobreza.
Una vida cotidiana que gravite alrededor del disfrute de los vínculos sociales comunitarios, de la familia, de los amigos, de los cuidados, del juego en común, del tiempo libre, de la creatividad en todas sus formas, del sueño, del sexo como algo lúdico, del deporte, de la experimentación y el contacto con la belleza de la naturaleza o con lo maravilloso, o incluso de la contemplación o la búsqueda de salvación religiosa, no es necesariamente una vida cotidiana que exija un gran equipamiento técnico y material y un consumo energético creciente. Al contrario. Se trata de un proyecto para el que podemos liberar posibilidades actualmente deprimidas por el frenesí patológico del capitalismo. Un horizonte desiderativo en el que la autocontención del consumo se puede compatibilizar con una expansión del disfrute del placer de vivir. Con una nueva idea de felicidad más seductora.
Generar un movimiento que busque un empobrecimiento voluntario de alguna de nuestras dimensiones vitales para potenciar un enriquecimiento de otras: este es el terreno donde nos jugamos el futuro político de la humanidad. Si fallamos, la crisis civilizatoria la gestionarán nacionalismos depredadores dispuestos a morir matando en la lucha por los recursos menguantes. Ecofascismos en definitiva, que podemos calificar de eco por promover discursos explícitamente ambientalistas, pero asumiendo nociones de supremacismo grupal, o sencillamente por responder de modo fascista a problemas ecológicos. Y las orejas del lobo ya están aquí. Trump o Marie Le Pen son fenómenos políticos que encarnan sin ambigüedad la idea con la que la derecha política va a responder a la gran escasez en ciernes: “no hay para todos”. Si tenemos éxito, quizá podamos promover condiciones culturales adecuadas para que la salida al reto de la sostenibilidad sea por la vía de reinventar el fantasma de la emancipación social. Será una vez Móstoles 2030 es nuestro pequeño aporte.
4. El proyecto Será una vez Móstoles 2030
Será una vez Móstoles 2030 es un ejercicio colectivo y participativo de exploración de un nuevo imaginario ecologista que busca cubrir este déficit en el terreno de la configuración social del deseo. Y lo hace con un fuerte aterrizaje en lo local. Su objetivo es conjeturar cómo podría ser, tras la transición ecosocial, una ciudad como Móstoles organizada bajo el signo de lujosa pobreza. El proyecto, impulsado por el Instituto de Transición Rompe el Círculo, se ha desplegado a través de diferentes herramientas y etapas.
Inicialmente comenzó con una serie de ejercicios de visualización utópica e imaginación visionaria llevados a cabo en diferentes contextos sociales del municipio (espacios activistas, niños, jubilados). En ellos, y a través de una dinámica participativa, se estimulaba a los participantes a soñar de modo delirante con un Móstoles socioecológicamente transformado. La metodología fue sencilla. Tras contextualizar algunos presupuestos de partida, se exponía a la gente a un relato sin cerrar que los proyectaba a un día cualquiera del 2030[1]. Durante el ejercicio, cada persona completaba el relato con su propia imaginación. Después las visiones eran puestas en común y se plasmaban, con dibujos o textos, en un gran mapa de la ciudad. El objetivo era rastrear deseos concretos de lujosa pobreza y además territorializarlos en Móstoles. Evidentemente emergían muchos de los tópicos ya arraigados en el sentido común sobre lo que debe ser una ciudad verde: bicicletas, energías renovables o huertos. Pero también elementos mucho más perturbadores: hamacas, vida sin relojes, o garzas en ríos “desoterrados”.
En una segunda fase, y basándose en los materiales surgidos de las visualizaciones utópicas previas, el proyecto adoptó la forma de una intervención poética reencantatoria en el espacio público. Su intención explícita, expuesta en un comunicado posterior, fue que el pueblo mostoleño notara una brecha cruel y se apresurara a cerrarla: “la brecha entre cómo vivimos y cómo podríamos hacerlo”. Aprovechando la campaña electoral nacional de junio de 2016, fueron colocados en diversos puntos de la ciudad elementos que anunciaban el resultado de la transición ecosocial que tendría lugar en un Móstoles futuro donde se podría vivir mejor con menos: carteles que renombraban calles y plazas en función de nuevos usos y costumbres (“plaza para hacer hogueras a medianoche y contar historias de miedo”, “plaza para caminar sobre ídolos paganos”); hileras de botijos se presentaban como el fruto más refinado del I+D+i del momento; un bando de la Comuna municipal fechado en marzo de 2030 daba algunas pistas sobre cómo sería la vida cotidiana. También aparecieron huertos sorpresa en terrizos abandonados y páginas de libros de historia que narraban algunos acontecimientos importantes de la transición. Los colegios e institutos anunciaban asignaturas fantásticas para el curso 2030-2031 (“alquimia de los sentidos”; “plantas amigas, plantas compañeras”; “silbo gomero”; “bioconstrucción”; “poesía oral”). Diversos rincones adquirieron de pronto un nuevo significado: un pasaje estrecho se convirtió en un “pasadizo para atracos a punta de beso”. La colina de un parque en un “observatorio de formas de nubes”. Dispersas por toda la ciudad, pequeñas promesas anticipaban una vida más plena: “no habrá más eternidad que el olor de una tormenta”; “la nueva moneda serán los regalos”; “ya no odiarás el lunes”; “envejecer no será arrepentirse un poco de los amores perdidos”.
La tercera fase del proyecto consistió en ordenar y sistematizar los materiales de las visualizaciones utópicas y la acción poética en una exposición, que se inauguró en junio de 2017. Para ella se recopiló lo ya hecho y también se hicieron trabajos creativos específicos. Por ejemplo un gran mapa de Móstoles de varios metros cuadrados sintetizaba el grueso del nuevo imaginario de ciudad. Además, se mostraron algunos intentos del Instituto de Transición Rompe el Círculo de profundizar especulativamente en ámbitos como la economía, la tecnología, la gastronomía, los nuevos movimientos contraculturales o la transición entendida como proceso histórico.
Una buena parte del material del proyecto Será una vez Móstoles 2030 ha sido editado en un fanzine descargable desde esta misma revista y también se dispone de un archivo digital del mismo en mi blog Enfants Perdidos.
Será una vez Móstoles 2030 (Fanzine)
Actualmente, el proyecto se encuentra en una cuarta fase actualmente en curso: un concurso de imaginación utópica decrecentista. Partiendo del terreno utópico ya roturado en fases previas, y desbordando Móstoles para abarcar cualquier otra realidad local concreta, la intención de esta fase es que la gente se apropie del imaginario en marcha y continúe construyéndolo a través de textos, fotografías, collages, montajes gráficos, vídeos, dibujos, poemas, biografías o cualquier otra forma que sirva para descubrir que la transición ecosocial es una aventura seductora de grandes proporciones.
Referencias bibliográficas
- Bloch, E. (2007): El Principio Esperanza [volumen 3], Trotta, Madrid.
- Illich, I. (1974): Energía y equidad. [En línea]. Disponible en: http://www.ivanillich.org.mx/LiEnergia.htm (Consultado el 2 de enero de 2018).
- Morris, W. (2005): Cómo vivimos y cómo podríamos vivir, Pepitas de calabaza, Logroño.
- Mumford, L. (2011): El pentágono del poder, Pepitas de Calabaza, Logroño.
- Naredo, J.M. (2006): Raíces económicas del deterioro ecológico y social, Siglo XXI; Madrid.
- Riechmann, J. (2017): ¿Vivir como buenos huérfanos? Ensayos sobre el sentido de la vida en el Siglo de la Gran Prueba, La Catarata, Madrid.
- Santiago Muíño, E. (2016): Rutas sin mapa: horizontes de transición ecosocial, La Catarata, Madrid.
- Santiago Muíño, E. (2017): “Releyendo a Marx ante el siglo de la Gran Prueba: fetichismo, termodinámica y crisis socioecológica”, en Constelaciones. Revista de Teoría Crítica, nº8-9, págs. 389-418.
Notas
[1] Los presupuestos eran cuatro: un menor consumo de energía y materiales, con implicaciones en un parón tecnológico; una economía estancada; un cambio de sistema social para evitar que el segundo presupuesto fuera un problema; una vida cotidiana mejor que la del presente.
Sí Emilio, toda la razón en que hay que construir nuevas narrativas y mitos «utópicos», hay que hacerlo y a eso llevo un tiempo dedicado a través de Gaia y mucha otra gente desde hace siglos.
Pero a la vez tus mismos argumentos nos tienen que hacer conscientes de que no son suficientes para una buena vida durante el gran Adelgazamiento. Si eres un obeso de 250 Kilos, el proceso de adelgazamiento no será un proceso feliz de tener éxito. Y la humanidad pesa más de 250Kg, corre riesgo de infarto durante el proceso de adelgazamiento aún suponiendo que consigamos trasmitir rápidamente la necesidad de adelgazar e imaginemos la felicidad cuando pesemos 85 Kg. Si uno cree que pesa solo 130Kg pues sí, hasta el proceso de adelgazamiento podría ser ilusionante. Pero ese no es nuestro peso ni nuestra situación.
Úrsula Leguin a la que citas, incluso va más allá de la utopía, construyendo una narrativa y sus mitos en los que la tenacidad (lo que hay que hacer como valor supremo) está más allá incluso de la esperanza (es la frase de Luther King: aunque el mundo acabe mañana yo hoy plantaré un árbol). Algo que también trabajo en mis novelas, profundamente optimistas «pese a todo lo que en ellas pasa».
Y esto me lleva a la idea de que los movimientos ecologistas estrictamente no han fracasado en la construcción de una narrativa positiva e ilusionante pues simplemente esto lleva mucho tiempo, siglos. Si estoy escribiendo esto aquí y ahora es en parte porque hace 30 años las narrativas me ilusionaron: me ilusionó Roberto Carlos con sus canciones de la civilización de los animales, me ilusionaron los «Salvemos la Tierra» y tantos otros textos de los 60, 70, 80 y 90 (y ahora descubriendo los del siglo XIX). Aunque hoy los veo que quizás pecaron de inocentes precisamente por los mismos argumentos que pareces dar en el sentido contrario:
«El candor histórico, el cortoplacismo, la volatilidad, la poca tolerancia al sufrimiento o la predisposición crédula a los mitos tecnológicos son rasgos definitorios de los sujetos contemporáneos que es más útil asumir que impugnar». Esto valía ya hace 100 y más años, y hay más paradigmas, narrativas y mitos de una cultura que se empezó a construir hace más de 2000 años con esos mitos y que se reforzaron sobre todo en los últimos 500 años de forma acelerada. Candidez histórica es pensar que podemos en décadas cambiar la psicología y sociología de la civilización, aunque tengamos que intentarlo (tenacidad más allá de la esperanza).
La tarea de construcción es ingente desde tu visión o desde la mía, por eso lo que propones es estupendo, porque no solo nos jugamos el futuro de las próximas décadas, sino que estaremos estableciendo los futuros posibles de los próximos siglos, quizás milenios. Romper el mito del cortoplacismo, nos llevaría a soñar que trabajamos y nos ilusionamos por un futuro lejano sea cual sea el horror del futuro inmediato.
Es más, en mi caso, roto el mito antropocéntrico y saludado el mito gaiano, incluso si no pudiéramos en algún momento del futuro salvar al Homo sapiens de la extinción, yo hoy seguiría plantando un árbol, porque Gaia seguirá (a la vez que lucharé por un Homo sapiens en una Gaia más diversa y rica con nosotros que sin nosotros: proyecto humanista también).