Serge Latouche
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Entrevista con Serge Latouche: «Los valores sobre los que descansa el progreso no son para nada universales»

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(Publicado en enero de 2018 por el mensual La décroissance. Traducida por Stéphane Bernatas y revisada por Manuel Casal Lodeiro. Reproducida con permiso.)

Traducimos una entrevista al Profesor Serge Latouche[1], diplomado en estudios superiores de Ciencias Políticas y Doctor en Filosofía. Desde el 2002 profesor emérito de economía en la universidad Paris-Sud en donde enseñaba la historia del pensamiento económico. Dirigió durante largo tiempo un seminario sobre las relaciones entre la cultura, la técnica y el desarrollo en el Institut d’Étude du Développement Économique et Social (Paris 1). Especialista en las relaciones económicas y culturales Norte/Sur y de epistemología de las ciencias sociales.

Durante su vida ha publicado más de una veintena de libros y ha sido uno de los principales pensadores y propulsores del movimiento decrecentista internacional. Hace ya algo más de treinta años publicó Faut-il refuser le développement?, (P.U.F. France, 1986), que podríamos traducir aquí como «¿Hay que rechazar el desarrollo?» en donde expuso una crítica dirigida tanto hacia la concepción económica ortodoxa liberal como hacia las economías marxistas productivistas y desarrollistas…. Hoy se define a sí mismo como «objetor del crecimiento».

NdT: Las notas a pie de página son las originales pero se han añadido algunas más para tratar de mejorar la comprensión del texto en la traducción, así como alguna información adicional, con la esperanza de que sean de utilidad.


La Décroissance: Un célebre periodista ecológico escribía recientemente «La mundialización, sean cuales fueren las condiciones en las que se ha hecho, es también una suerte. Ella permite una nueva expansión del imaginario»[2]. Usted, al contrario, no cesa de insistir en el igualamiento que engendra la mundialización, la destrucción de culturas enteras, de lenguas, de modos de vida, y afirma que el desarrollismo es «etnocida»[3]… ¿Podría usted volver sobre este análisis central en su obra?

Serge Latouche: Primero pongámonos de acuerdo en lo que hay detrás de las palabras. Lo que tras la caída del muro de Berlín hemos llamado «mundialización» no es sino el advenimiento del triunfo planetario de la sociedad de mercado, la total omni-mercantilización del mundo, mientras que la mundialización de los mercados existe desde al menos 1492, cuando los amerindios estupefactos descubrieron a un tal Cristóbal Colón. Esta «globalización» del mercado marca el momento en que se pasa de una sociedad con mercado a una sociedad de mercado. Entonces la economía ha fagocitado totalmente lo social o casi, y por tanto también a la cultura. En este sentido, la mundialización es sólo una suerte para las firmas multinacionales y sus vasallos. El imaginario que la acompaña no es otro que el de la religión de la economía (sobre todo ultra-liberal) y de la tecnociencia, y no el del mestizaje de las culturas. Se trata más bien del remate de la occidentalización del mundo.

El etnocidio no atañe, pues, ya solo a los países del Sur como en tiempos de la colonización, del imperialismo y del desarrollismo, sino que se convierte en algo planetario. Según el filósofo Slavoj Žižek, somos todos indígenas en el devenir de un capitalismo planetario. Si nos remontamos hacia atrás en la historia, esta mundialización es la continuación de la era del desarrollismo que a su vez siguió a la de la colonización. Hay que entender bien que en todas las civilizaciones, antes del contacto con Occidente, el concepto de desarrollo estaba del todo ausente. En varias sociedades africanas, la palabra misma desarrollo no tiene traducción en la lengua local. Así, en wolof se ha intentado encontrar el equivalente del desarrollo en una palabra que significa «la voz del jefe». Los cameruneses de lengua etón son más explícitos aún, y hablan del «sueño del Blanco». Y podríamos multiplicar los ejemplos[4].

Esta ausencia de palabras para nombrarlo es un indicador, pero no bastaría para probar la ausencia de toda visión desarrollista. Tan sólo que los valores sobre los que descansan el desarrollismo, y particularmente el progreso, no corresponden para nada con aspiraciones universales profundas. Estos valores están ligados a la historia de Occidente, y probablemente no tengan ningún sentido para otras sociedades. En lo que respecta al África negra, los antropólogos se han percatado de que la percepción del tiempo se caracteriza por una clara orientación hacia el pasado. Así, los sara del Chad estiman que lo que se encuentra detrás de sus ojos y que no pueden ver, es el porvenir, mientras que el pasado se encuentra delante, puesto que es conocido. Parece que esto es bastante común y no solamente en África; pero para no dejar de ser precisos, digamos que esta representación no facilita la aprehensión de una noción como la del progreso, que es sin embargo esencial para el imaginario desarrollista. A esto habría que añadir la ausencia general de la creencia del dominio de la naturaleza en sociedades animistas. Si la serpiente pitón es mi antepasado, tal y como piensan los achantis, a menos que no sea el cocodrilo, como para los bakongo, difícil será el hacerse cinturones y billeteras con su piel. Si los bosques son sagrados, ¿cómo explotarlos racionalmente? Aún hoy en África, nos topamos con este tipo de obstáculos al desarrollismo.

Es interesante notar que reencontramos en estas visiones africanas la aspiración al buen vivir[5] de pueblos amerindios que desembocaron recientemente en clamorosas reivindicaciones alternativas al desarrollismo, y que como escribe Françoise Morin «se distinguen de la noción del ‘vivir mejor’ occidental, sinónimo de individualismo, de desinterés en los demás, de búsqueda del provecho, en donde se hace necesaria la explotación de los hombres y de la naturaleza»[6]. En América del Norte, también encontramos, en cierto número de grupos amerindios, esta noción del buen vivir y en particular en los cri[7].

Incluso en la India brahmán, tal y como analiza Louis Dumont, si bien los valores que se acercan al desarrollo económico sin duda existen, estos participan del Artha, es decir de una esfera de actividad inferior. Los comportamientos implicados en el desarrollismo contrarían ampliamente la esfera más valorada, la del Dharma (el deber)[8]. En la visión brahmánica, la tarea del hombre según Madeleine Biardeau «es únicamente la de mantener lo que existe primeramente a través de una actividad ritual». Toda otra actividad pondría en peligro el orden cósmico[9].

Lejos de los mitos en que se funda la pretensión de la dominación de la naturaleza y la creencia en el progreso, la idea del desarrollo está totalmente desprovista de sentido y las prácticas que van a él asociadas son rigurosamente imposibles por impensables o prohibidas. La universalización del homo-œconomicus significa la destrucción de culturas y el triunfo de la lucha del todos contra todos, es decir una forma de regresión a una mítica ley de la jungla, en la cual el hombre se convierte en un lobo para el hombre.

L.D.: En la reciente reedición de su obra La Planète des naufragés[10], pierde las esperanzas que tenía hace unos treinta años respecto a la economía informal: constata que la resistencia a la modernización no cesa de retroceder, y que la «colonización de los imaginarios», un término que le es querido, se torna general. ¿El avance de la megamáquina es pues imparable?

S.L.: Lewis Mumford, en El mito de la máquina, nos ha enseñado que la más extraordinaria máquina inventada y construida por el hombre no fue otra que la organización social. La falange macedonia, la organización en el Egipto de los faraones, la burocracia celeste en el imperio de los Ming son «máquinas» en donde la Historia ha retenido su increíble potencia. El imperio de Alejandro trastornó de manera perdurable los destinos del mundo, las pirámides de Egipto siguen extrañando al hombre del siglo XX y la Gran Muralla permanece a día de hoy como la única construcción humana visible desde la Luna. En estas organizaciones de masas, que combinan la fuerza militar, la eficiencia económica, la autoridad religiosa, el rendimiento técnico y el poder político, el hombre se convierte en un engranaje de una mecánica compleja que alcanza una potencia casi absoluta: una Megamáquina. Las máquinas simples o sofisticadas participan del funcionamiento del conjunto proporcionando el modelo. Los Tiempos modernos, en donde Chaplin nos dio un inolvidable espectáculo cinematográfico, han franqueado una etapa en este proceso de ascenso en potencia. Walter Rathenau, durante la Alemania de Weimar, hablaba juiciosamente de la «mecanización del mundo». Andrew Ure, en The Philosophy of Manufactures, citado por Marx y Mumford, habla de la fábrica de la gran industria como del «gran autómata». Lo esencial está en «la distribución de los diferentes miembros del sistema en un cuerpo cooperativo, haciendo funcionar cada órgano con la delicadeza y la rapidez deseadas, y por encima de todo en la educación de los seres humanos para que renuncien a sus irregulares costumbres de trabajo y hacerles identificarse con la regularidad invariable de un autómata»[11]. Durante el periodo de entreguerras el mundo fascinado u horripilado ha visto de esta manera instaurarse la fábrica fordista con la cadena de montaje, la máquina de guerra y de exterminación del régimen nazi, y el socialismo burocrático combinando, según la fórmula de Lenin, a los soviets con la electrificación. En el seno de estas Megamáquinas, el individuo no es ya una persona, menos aun un ciudadano, sino simplemente un engranaje. Si estas tres Megamáquinas se han hundido como colosos de pies de barro, mecanismos más sutiles del mercado mundial han enganchado bajo nuestros ojos los diferentes engranajes de una Megamáquina nueva de dimensiones planetarias: la máquina-universo. Bajo el signo de la mano invisible, las técnicas sociales y políticas (desde la persuasión clandestina de la publicidad hasta la multitud violada por la propaganda, gracias a las autopistas de la información y a los satélites de telecomunicaciones…), y las técnicas económicas y productivas (del toyotismo a la robótica, desde las biotecnologías hasta la informática), se intercambian, fusionan, completan y articulan en una vasta red mundial asegurada por gigantescas firmas transnacionales (grupos multimedia, trusts agroalimentarios, conglomerados industriales y financieros de todos los sectores) poniendo a su servicio a los Estados, partidos, sectas, sindicatos, ONG’s, etc. El imperio y el acaparamiento de la racionalidad tecnocientífica y económica, cuyo imperio y acaparamiento de lo digital es hoy el aspecto más espectacular, dan a la Megamáquina contemporánea una amplitud inédita e inusitada en la historia del hombre. Asistimos a una verdadera mutación antropológica.

Es remarcable que todos los proyectos actuales, para llegar aún más lejos, desde el cibernántropo[12] (mezcla de hombre y máquina) hasta el mejoramiento biogenético, no apuntan a la mejora de la especie, ni a los afortunados beneficiarios de estas técnicas en el sentido de la justicia, del altruismo, o en la capacidad de felicidad (mediante la introducción de genes ad hoc, y/o la implantación de microchips apropiados) sino únicamente acrecentar sus resultados, véase su agresividad. Aquí también Jacques Ellul habrá sido «El hombre que lo había (casi) previsto todo»: » No hay ninguna medida común,» escribía en 1983, «entre la proclamación de valores (justicia, libertad, etc.) y la orientación del desarrollo técnico. Los que son especialistas en valores (teólogos, filósofos, etc.) no tienen influencia alguna sobre los especialistas de la técnica y no pueden por ejemplo pedir que se prohiba tal investigación o tal medio existente en nombre de un valor. (…) No se pregunta qué tipo de hombre se quiere crear. Y cuando esta pregunta llega, parece evidente que debe ser el científico o el técnico quien decida el tipo de hombre que hay que crear.»[13] De ahora en adelante es la humanidad misma del hombre la que está amenazada con los proyectos de transhumanismo. Sin embargo, ¿la sociedad susceptible de aplicarlos no está ella misma aun más amenazada?

L.D.: En L’âge des Limites[14], escribía que la descomposición del tejido político engendraba, por reacción, repliegues identitarios y nuevos feudalismos. ¿Qué observaciones, desde el prisma del decrecimiento, puede usted hacer sobre los conflictos identitarios actuales y el auge de las tentaciones secesionistas? ¿De qué son síntomas?

S.L.: En el último mensaje enviado a su madre el 11 de marzo del 2015, Foued Mohamed-Aggad, quien se haría explotar dos días más tarde, después de la carnicería del Bataclan, escribía: «Esta dounia (este mundo material), es efímero, todo es efímero, engañoso»[15]. El tema de la ilusión del mundo, del fachë Welt (mundo engañoso) es ciertamente uno de los topoï (lugar común) más utilizados por religiosos, sabios o poetas que alcanzaron la vejez. Pero que sea un joven de veinticinco años quien se lo tome al pie de la letra es revelador del «nihilismo de la realidad» tan subrayado por Jean Baudrillard en su tiempo. Estigmatizar a este joven francés como un cobarde como han hecho ciertos medios es una manera abusiva de evitar afrontar la realidad[16]. El sacrificio de estos hijos descarriados —que habrían podido decir como Paul Nizan: «Tenía veinticinco años y no permitiré a nadie decir que es la edad más bella de la vida»— debería interpelarnos tanto como el horror de la masacre de sus congéneres. Para entender la emergencia del terrorismo y de la fuerza de seducción que el ISIS ha podido ejercer sobre algunos jóvenes frustrados sin referencias, no necesariamente de origen magrebí, a través de métodos de propaganda yihadistas inspirados en modelos de videojuegos y en el perfecto dominio de todos los procedimientos hollywoodienses, es importante ver que se trata primeramente de una reacción a la pérdida de sentido engendrada por la sociedad del crecimiento. El proceso de radicalización, como se dice hoy en día, no tiene gran cosa que ver con el Islam auténtico, pero sí mucho con la fascinación del carácter entretenido de la guerra.

Lo que llamamos terrorismo es, de hecho, un contra-terrorismo en respuesta al totalitarismo del mercado y al terrorismo del imperialismo cultural occidental que Jean Baudrillard designaba incluso como «el fundamentalismo terrorista de esta nueva religión sacrificial del rendimiento»[17]. Se trata en realidad de una reacción a la occidentalización del mundo. Este análisis se opone frontalmente a los dos análisis estadounidenses más divulgados después de 1989, el de El «fin de la historia» de Francis Fukuyama y el de «la guerra de las civilizaciones» de Samuel Huntington[18].

La mundialización que representa la finalización relativa de una época es todo menos feliz; se trata más bien de una inmundialización. Y si la historia parece fijada y que una fase ha acabado, la huelga de acontecimientos que siguió a la caída del muro de Berlín no tiene nada de definitivo ni de deseable. El «terrorismo islámico» no es, por tanto, el último sobresalto de un mundo que hubiera encontrado su juicio final con el matrimonio de la democracia y el mercado… Está claro que lo que se ha acabado es un cierto régimen de historicidad, mientras se abre una aventura indescifrable y, para nosotros, literalmente sin-sentido.

En cuanto a la guerra de civilizaciones, se trata de un viejo fantasma occidental reciclado que tiende a convertirse en una profecía auto-cumplida. Es el fanatismo liberal, el de la indiferencia a sus propios valores y por ello mismo el de una intolerancia total hacia los que difieran mediante cualquier pasión.

Y no será la elección de Donald Trump la que vaya a desmentirlo… Hay que añadir que la exterminación universalista no es menos insoportable cuando se manifiesta bajo la forma de izquierda de la compasión paternalista, que bajo la forma etno-nacionalista neoconservadora.

Incluso si fuera algo excesivo ver en el terrorismo anti-occidental un nuevo «sujeto de la historia», éste representa en cierta manera La revancha del pueblo de los espejos[19] retomando un famoso título de un cuento de Jorge Luis Borges. En este, los vencidos del imperio están condenados a quedarse del otro lado del espejo y a reflejar los gestos de sus dueños. «Un día, sin embargo, se liberarán de este letargo mágico… Las formas comenzarán a despertarse. Diferirán poco a poco de nosotros, nos imitarán cada vez menos. Romperán las barreras de cristal y de metal y esta vez no serán vencidas».

Lo que vemos menos es que esta hegemonía, este dominio de un orden mundial cuyos modelos —no solamente técnicos y militares, sino también culturales e ideológicos— parecen irresistibles, va acompañada de una reversión extraordinaria por la cual esta potencia es lentamente minada, devorada, canibalizada por los que son sus mismas víctimas.

L.D.: A pesar del hecho de que la búsqueda desenfrenada del crecimiento deja náufragos y destroza nuestro medio (la catástrofe ecológica está abundantemente documentada, regularmente salen informes sobre la extinción en masa de especies, la desertificación de territorios enteros, etc.), el decrecimiento parece una herejía, la carrera prosigue, y la pedagogía de las catástrofes no ha tenido lugar. ¿Nos hemos convertido en incapaces, aunque sólo sea, de imaginar otras formas de sociedad, no estructuradas alrededor del imperativo del crecimiento?

S.L.: No podemos decir que la pedagogía de las catástrofes no ha tenido lugar. Las disfunciones ineluctables de la megamáquina, contradicciones, crisis, riesgos tecnológicos mayores, averías, son fuentes de insoportables sufrimientos y son desgracias que no podemos más que deplorar. Sin embargo, son también ocasiones de tomas de conciencia, de rechazo, o de revueltas. Ciertamente, los ejemplos de catástrofes que no arrastran ningún cambio o, peor, que provocan repliegues que pueden conducir a reacciones de tipo fascistas no faltan. La elección del presidente Trump es un buen ejemplo… No obstante, hay muchos ejemplos en sentido contrario. Acordémonos de que la inquietante canícula del 2003 ha hecho mucho más que todos nuestros argumentos para hacer oír la voz del decrecimiento y convencer al menos a una minoría de la necesidad de orientarse hacia una sociedad de abundancia frugal o de prosperidad sin crecimiento[20].

No es que nos falte imaginación para proponer alternativas a la civilización capitalista occidental, pero para desencadenar a nivel de las masas el detonante suficiente para romper con la tóxicodependencia del consumismo y proceder a la necesaria descolonización del imaginario, no podemos contar demasiado con la pedagogía de las catástrofes. El verdadero problema, como subraya Jean-Pierre Dupuy es que «no logramos darle un peso de realidad suficiente al porvenir, y en particular, al porvenir catastrófico»[21]. Ya que, como escribe Hans Jonas: «Más vale prestarle atención a la profecía de la desgracia que a la de la felicidad»[22]. Y esto no es por gusto masoquista del apocalipsis, sino precisamente para conjurarlo. La política de la avestruz es, en todo caso, la causa de una forma de optimismo suicida. Bien entendido, no hay ninguna certeza de que esto funcione a tiempo. Sin embargo, no perdemos nada intentándolo.

L.D.: Todas las sabidurías, las filosofías, las religiones insistían en la virtud de la templanza y de la necesidad de la autolimitación. Sin embargo, el decrecimiento parece hoy como una provocación última y la transgresión es proclamada como una norma. ¿Cómo explicar esta inmensa inversión, la pérdida del sentido y de la medida? ¿No tendríamos que volver a las bibliotecas para reconectar con una visión del mundo y una concepción de la existencia opuesta a la voluntad de poder que mueve nuestras sociedades?

S.L.: El decrecimiento implica ciertamente el «invertir nuestras maneras de pensar», pero también, evidentemente, nuestras maneras de hacer. Para cambiar nuestros comportamientos a nivel colectivo, cambiar de sistema, de paradigma e incluso de civilización, en resumen para salir de la sociedad de crecimiento, hay que descolonizar (es decir antes de nada deseconomizar) nuestros imaginarios. Para ello, antes hay que comprender cómo estos han sido colonizados, y así, pues, hacer una metanoia, un recorrido inverso en el pensamiento. Las sabidurías, las filosofías, las religiones, como usted dice, que insistían en la virtud de la templanza y la necesidad de la autolimitación han sido abandonadas, inhibidas, traicionadas. Es una larga historia. Cada una de las etapas que ha desembocado en la sociedad globalizada de mercado es concomitante con cambios importantes en distintos órdenes: técnico, cultural, político. La invención de la doble contabilidad y la de la banca, de las órdenes mendicantes y los brotes herejes, del autogobierno de pequeñas republicas italianas y flamencas, en la primera fase del capitalismo de mercado en una Europa cristiana y feudal. La reforma, el trastrocamiento ético de Bernard de Mandeville y el cambio de hegemonía cultural con el triunfo de las Luces y de la modernidad gracias a las revoluciones políticas burguesas nacionales, cuando la emergencia de la sociedad termo-industrial, caracterizada por la opción del fuego y la utilización de las energías fósiles. La revolución digital y la instalación de lo virtual, la contra-revolución neoliberal, todas las cosas que hacen desaparecer las últimas barreras hacia lo ilimitado y la desmesura, en la emergencia contemporánea del imperio mundial del mercado. Liberarse de la capa de plomo de la ideología dominante, aun cuando la enorme máquina mediática se esfuerza en descerebrarnos, no es una tarea fácil. Felizmente, tenemos dos hemisferios en el cerebro y el izquierdo sigue resistiendo… Puede despertarse en todo momento. Toda esperanza no está pues perdida y conviene regocijarse serenamente del milagro de estar simplemente vivo.

Serge Latouche
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Notas

[1] Serge Latouche nació en Vannes en 1940. Fue uno de los fundadores del MAUSS (en sus siglas en francés, Movimiento anti-utilitarista de las ciencias sociales) y de la revista homónima, así como de la revista para el estudio y política del decrecimiento Entropia. Desde el 2013 dirige la colección «Los precursores del decrecimiento» en las ediciones francófonas Le Passager clandestin. Entre 1964 y 1966 se marchó al Congo-Kinshasa, como experto y docente, a la Escuela Nacional de Derecho y Administración de Kinshasa (Zaire). Allí acabó su tesis de doctorado en economía sobre la pauperización a escala mundial. En 1966, se marcha a Laos a dar clases en el Institut Royal de Droit et Administration de Vientiane. Miembro de L’INCAD: International Network for Cultural Alternatives to Development (Montreal). Participó en la red Sud/Nord Cultures et Développement (Bruselas), investigador en el CECOD (Centre d’Etudes Comparatives sur le Développement) y miembro del comité científico de la revista «Ecología politica» (Roma) desde 1996.

[2] Hervé Kempf, Tout est prêt pour que tout empire. 12 leçons pour éviter la catastrophe, Le Seuil, 2017. (NdT: Este libro, al parecer, no está traducido al castellano u otra lengua peninsular.)

[3] NdT: En el texto original: «ethnocidaire» que vendría a ser «etnocidiario».

[4] Latouche aquí nos remite a Florent Marcellesi, y a su libro Cooperación al posdesarrollo. Bases teóricas para la transformación ecológica de la cooperación al desarrollo, Bakeaz, 2012.

[5] NdT: En castellano en el original.

[6] Françoise Morin: «Les droits de la Terre-Mère et le bien vivre, ou les apports des peuples autochtones face à la détérioration de la planète», Revista MAUSS, nº42, La Découverte, 2013.

[7] Ibidem.

[8] Louis Dumont, Homo hiérarchicus. Le système des castes et ses implications, Gallimard, 1966.

[9] Madeleine Biardeau, L’hindouisme. Anthropologie d’une civilisation, Flammarion, 1981.

[10] Que traducimos aquí como El planeta de los náufragos. Aparecido inicialmente en 1992, republicado en 2016, publicado por Libre & Solidaire.

[11] Citado por Jean-Pierre Séris, La Technique, P.U.F, 1994.

[12] NdT: Neologismo en el texto original: «cybernanthrope».

[13] Jacques Ellul, «Recherche pour une éthique dans une société technicienne», en Cahiers Jacques Ellul, nº2, 2004.

[14] L’âge des limites, París, Mille et une nuits, 2012.

[15] En Le Monde, el 29/30 de mayo 2016.

[16] «Lo más odioso de los terroristas palestinos, ironiza Baudrillard, es que se hacen matar en sus atentados. Hacen trampa. Comprometen su propia muerte como precio a pagar. Es inaceptable. Esta gente no tiene el coraje de luchar con las mismas armas.» Cool Memories, Anagrama, 1997.

[17] La ilusión del fin. La huelga de los acontecimientos, en Anagrama, 1997.

[18] Latouche utiliza la palabra «guerra», y no «choque» desmarcándose del título original del libro de Samuel Huntington, El choque de las civilizaciones.

[19] En la entrevista que traducimos de La Décroissance aparece «La revanche des peuples du miroir». Se trata de un ensayo de Jean Baudrillard, extraído del libro El crimen perfecto, e inspirado en el cuento «La fauna de los espejos» de Jorge Luis Borges. El extracto posterior que aparece en esta entrevista es del original de Borges.

[20] Durante el canicular verano del 2003 en Europa hubo unas 20.000 muertes debidas directa o indirectamente a las altas temperaturas, de las cuales unas 140 fueron en España, y alrededor de 15.000 en Francia (según Wikipedia). Desde luego, en este país fue un verdadero azote.

[21] Cahier de IUED, junio 2003.

[22] Hans Jonas: El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Herder Editorial, 1995.

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El casi-mensual La Décroissance ("El decrecimiento"), se dirige al gran público mediante la creación gráfica y artística basada en la crítica de la sociedad de consumo y en la promoción de alternativas. Creado en 1999 por un ex-publicista, es publicado en Francia por la asociación Casseurs de pub ("Rompedores de publicidad") con una tirada que se aproxima a los 45.000 ejemplares.

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