(Texto incluido en el libro La vida en el centro, co-escrito junto a Yayo Herrero y Marta Pascual, con ilustraciones de Emma Gascó, y publicado por Ecologistas en Acción.)
Siempre creí que las cosas eran como me las contaban. Los pobres eran pobres porque habían nacido así, o por mala suerte o porque no tenían la destreza suficiente para ser otra cosa. Los pobres daban lástima y, lo más importante, no podían dejar de ser aquello que eran: pobres. También me contaron que yo vivía en un país desarrollado, que el crecimiento económico era siempre bueno, que no había que preocuparse por el agotamiento de los recursos naturales o por la contaminación. El progreso es el camino que hay que coger en la bifurcación para vivir mejor. Por eso en su nombre hay que hacer lo que sea. Si se quiere construir una carretera y hay una montaña en el camino… se hace un agujero en sus entrañas. Si se quiere construir una presa en medio de un bosque… se talan los árboles. Si un humedal obstaculiza el crecimiento de una ciudad… se deseca. Si se quiere construir una mina en un territorio donde vive gente… se les expulsa (y si se niegan que se atengan a las consecuencias). Si se quiere cultivar donde no hay agua… se cambia el curso de los ríos.
Me contaron que el desarrollo y la calidad de vida llevan necesariamente asociado tener dinero para comprar los deseos. Aunque eso suponga vivir deprisa. Y me contaron que la vida de todas las personas valía lo mismo. Mujeres y hombres, blancas y negras, pobres y ricas. Me contaron que todas las personas somos iguales.
Me mintieron.
Lo supe cuando escuché otras historias. La realidad está construida de muchos relatos distintos. Algunos se ven y otros no. Escuchar esos otros relatos que están escondidos me hizo entender que se puede cambiar la manera de mirar el mundo.
A mí hay tres historias que se me quedaron pegadas a la piel. Mabel. Binta. Clara. Cuando no encuentro el sentido a las cosas que me pasan pienso en ellas. Me repito las historias de estas mujeres. Me ayudan a comprender.
Mabel vive en una casa de suelo de tierra y techo de chapa en la periferia de una gran ciudad. No siempre fue pobre. Cuando era pequeña vivía en una casa humilde pero confortable. El barrio era un lugar tranquilo. Entonces, poco a poco, fueron cambiando las condiciones de trabajo. Y su madre y otras madres, cada vez tenían que trabajar más y cobraban menos. Y su padre y otros padres se quedaron sin empleo. Y según había menos trabajo, había más bebida en el barrio y más de otras drogas. Y más peleas. Y más moratones en los cuerpos de las mujeres. Y más reprimendas a las hijas y los hijos en las que las palabras se sustituyen por golpes. Y aunque comenzó a haber luz eléctrica, el barrio dejó de ser un lugar tranquilo. Especialmente para las chicas. Me contó que todo esto estaba relacionado con las políticas que países como el mío aplicaban en el suyo. Que asfixian y saquean porque para que haya ricos tiene que haber pobres. Cuando los perros pasan hambre es que las cosas están muy complicadas, me dijo, no sobra nada en las casas. Me hizo entender lo que significa la palabra dignidad cuando me contó su lucha, que es la lucha de muchas mujeres que se niegan a pensar que hay un destino predeterminado para ellas. Todavía siguen flacos los perros del barrio, me dijo la última vez que hablamos, pero algunas perras ya están pariendo de nuevo.
Binta pasó mucho miedo durante su viaje porque las olas eran muy grandes y había tormentas. A ella le asustan las tormentas, como a mi abuela. Me explicó que aquí todo era diferente a como lo había imaginado. La policía era diferente. Hacía redadas. Detenía. Hostigaba. No pedía la documentación a todas las personas de otros lugares. Sólo a las que tuvieron difícil poder llegar. Me contó que esto era ilegal. No tener papeles no es un delito. Igual
que no lo es estar sentada en una plaza charlando, ir a comprar el pan o viajar en metro. Pero daba igual. Me dijo que los detenían para meterlos en una cárcel llamada Centro de Internamiento para Extranjeros, los CIE. Te detienen y si está lleno te devuelven a la calle. Y casi siempre estaba lleno. Y así una y otra vez. Confiando en tu suerte, que es la desgracia de otros que ocupan tu plaza. Binta estuvo encarcelada en un CIE. Allí no era Binta, era el número 137. Los números no sienten, no lloran, no gritan, no se desesperan. Me explicó cómo la gente comenzó a protestar. Y que ella empezó a participar en una asociación de personas sin y con papeles. Negras y blancas. Tenemos los mismos derechos, decía. Y más gente se sumó a denunciar las redadas. Ya no queremos más controles racistas. Ningún ser humano es ilegal. Iros a los barrios de los ricos a pedir los papeles. Y las redadas ya no eran tan cómodas de hacer. Y las personas migrantes se sentían más fuertes. Binta todavía no tiene papeles, aunque lleva nueve años en este país. Cuenta que cuando llama a su familia es difícil contarles la situación que vive aquí. No quiere que se preocupen. Hace poco consiguió un trabajo de cocinera. Reserva cada día un rato para reír. Reír le recuerda a su país. Un país alegre, de colores y de tradiciones comunitarias.
Las manos de Clara no saben escribir palabras, pero saben leer si la tierra está lista para la siembra. Saben leer las semillas que serán capaces de generar vida. Me mostró de manera contundente qué significa que los humanos somos ecodependientes. Campesina desde que nació fue viendo cómo las tierras se fueron llenando de vallas. Primero pequeñas. Y luego cada vez más altas. Los dueños cada vez eran menos. Y también era menos lo que se les pagaba a las campesinas por su trabajo. Un trabajo imprescindible: si nadie cultiva no hay alimentos. La comida no nace de los estantes de los supermercados de las grandes ciudades. Y cuantas más vallas había también había más contaminantes sobre la tierra. Y más contaminación que pasaba al agua. Y más especies que dejaban de cultivarse para sembrar una sola. Me contó que eran países como el mío los que fomentaban y obligaban a que se tratara así a la tierra. Pero un grupo de campesinas, cuyas manos no sabían escribir, pero sabían leer la tierra, se juntaron para sembrar como lo habían hecho sus ancestros. Y ocuparon unas tierras que nadie trabajaba. No fue fácil entrar a través de esas vallas. Y no fue fácil mantenerse dentro. Los dueños de las tierras, aunque no las cultivaban, las querían sólo para ellos. Pero ahí siguen, luchando por la vida mientras generan vida.
Mabel. Binta. Clara. Hasta que conocí sus historias solo había escuchado un único relato de la realidad. Una única historia. La que cuenta la tele, los medios de comunicación, los libros del colegio. Ahora sé que la realidad está construida por muchos relatos distintos. Por eso estudié periodismo, me gusta conocer y contar historias. Cada vez que conozco una nueva se la cuento a mi abuela y a mi madre. Nos gusta hablar de las vidas de otras mujeres.
