(Artículo de opinión publicado previamente en el diario en euskera Berria. Traducción de Ariadna Uve revisada y ampliada por el autor.)
¿Qué pudo significar aquello de llevar dos astronautas a la luna en la década de los sesenta? Jorge Riechmann nos recordaba lo que el sociólogo y urbanista estadounidense Lewis Mumford aseguró hace medio siglo: aquella Misión Apolo no fue el principio de las exploraciones cósmicas, sino el culmen de la revolución tecno-científica que comenzó en el siglo XVI. Ni qué decir que tal interpretación espanta a los tecnófilos, a aquellos que profesan la fe en la colonización planetaria, el transhumanismo, o cualquier otra derivada prometeica. Para ellos la citada hazaña no fue otra cosa que un importante paso en la senda de un mucho más glorioso porvenir. Es así que al menos tenemos dos grandes relatos sobre dónde estamos y qué nos deparará el futuro. Diametralmente opuestos, como mofándose el uno del otro.
¿Cuál será más cierto? Una canción de cuna en euskera podría resolver la cuestión. Dice así: “Mira-mira allí, en el tejado, un animal enorme, sobre un triciclo…”. La imagen, más bien cómica, describe bien el delirio normalizado en el que estamos inmersos: hemos construido un sistema económico desmedido que no cabe en una biosfera-triciclo limitada. Miles de informes han advertido con creciente detalle sobre tamaño despropósito y sobre la imponente dimensión del animal, al igual que lo hace la canción: “tiene trompa delante, rabo detrás…”. Pero es un pensamiento mágico extendido por todo el mundo aquel que señala que el triciclo es capaz de sostener al elefante.
Lo lógico y racional, sin duda, es el batacazo del paquidermo. Es decir, el agravamiento de la crisis sistémica y el colapso civilizatorio. Ya han comenzado a fracturarse el manillar financiero, los pedales energéticos, el cómodo asiento de un clima benigno, las ruedas de la biodiversidad… Las mejores informaciones científicas disponibles aseguran que vamos directos a un futuro de escasez energética y material, hacia un cambio climático desastroso, y todo hace pensar que a severos conflictos competitivos por los recursos. Vamos directos hacia un proceso de acusada pérdida de complejidad (colapso), que se irá materializando en las siguientes décadas. Debiéramos pensarlo todo desde esos parámetros. También el futuro de este viejo rincón vasco del planeta. No parece que en la sociedad haya calado la verdadera envergadura del problema. Tampoco en la(s) izquierda(s).
¿Qué hacer? Una tentativa de respuesta: frente al proceso de (auto)destrucción, recuperar la soberanía de las comunidades y los territorios. En cierta manera, el proyecto soberanista puede concebirse como un claro antagonista de la globalización neoliberal y de la crisis multidimensional.
El soberanismo necesita apoyar una de sus patas en la capacidad autoinstituyente de la sociedad civil. Más allá de resistir el embate que sufre el Estado de bienestar, han de construirse alternativas sociales y económicas que posibiliten aumentar el poder ciudadano en la mayor cantidad de ámbitos posibles de la vida. Facultando territorios, empoderando comunidades. Hablamos de estrategias prefigurativas, de ir prefigurando aquí y ahora las formas de vida y el mundo que quisiéramos, creando cooperativas, volviendo a la tierra, tejiendo redes de solidaridad, desmercantilizando. A modo de embriones de un futuro postcapitalista.
Es cierto que tal estrategia de la termita es todavía una humilde realidad. Aunque también es cierto que hoy ya disponemos de herramientas prácticas que hacen posible expulsar de nuestras vidas a las grandes empresas energéticas, la banca convencional, o la propia agroindustria. Y la economía social, entendida en el sentido más amplio, y a pesar de sus limitaciones y contradicciones, tampoco es un fenómeno minúsculo: se ocupa del mantenimiento diario de tres mil millones de personas en el mundo, en Europa emplea a más de 14 millones, y en el caso vasco llega a alcanzar el 10% del empleo en determinadas zonas.
Las iniciativas sociales y ciudadanas difícilmente atajarán el colapso, ya no se trata de eso. Las estructuras de una ciudadanía empoderada nos aportarán resiliencia y oxígeno. En realidad, son airbags. Que el creciente desorden sistémico nos coja enredados y organizadas, con algunas estructuras ya montadas y operando a escala biorregional (especialmente en cuestiones básicas como la energía y la alimentación). No debiéramos menospreciar el margen de acción de la inteligencia e iniciativa comunitarias, así como su valor para aliviar el sufrimiento y amortiguar la vulnerabilidad.
El soberanismo clásico, aquel que mira sobre todo a la dimensión jurídico-política del autogobierno de los territorios, ha mostrado límites notables en estos últimos tiempos. Decía bien Xabier Anza, al menos han sido tres los traumas que lo han sacudido. La fuerza parlamentaria se demostró impotente con Ibarretxe al frente (el camino institucional vasco). Con la vía soberanista catalana se constatan enormes dificultades, siendo un proceso propulsado y soportado en alta medida por la movilización ciudadana. Finalmente, Grecia indica impúdicamente que es posible ser estado independiente y no soberano. En fin, Eduardo Galeano ya resolvió que si votar sirviese de verdad para cambiar las cosas, hace tiempo que lo habrían prohibido.
Y, sin embargo, salta a la vista que no es suficiente con estrategias autoinstituyentes de corte comunitario. No se trata de contraponer a la desequilibrada perspectiva Estado-centrista un desequilibrio Estado-despreciativo. Vista la abundancia y escala de los problemas que enfrentamos, se requiere de todo el poder político-institucional posible frente al poder oligárquico, a todas las escalas, que permita articular políticas públicas ecológicas y socialmente justas. Además, puede que más que traumas, los tres asuntos arriba mencionados hayan sido resultados previsibles y, probablemente, aprendizajes provechosos a futuro, a modo de preliminares de nuevos y más fructíferos empeños.
Así que la estrategia de dos patas del proyecto soberanista consistiría en la conocida como estrategia dual: tomar el poder (ganar las instituciones, la vía de ir construyendo estado) y dispersar el poder (generar nuevas instituciones, la vía de la construcción popular comunitaria de soberanías varias, como la alimentaria y la energética). En mutua retroalimentación. Porque ambas serán necesarias para ubicar la creciente precarización, vulnerabilidad y sufrimiento en una gramática (eco)política, haciendo frente a la narrativa asistencialista e individual-terapéutica del neoliberalismo, y a la lógica fascista de una extrema derecha ya en libre despliegue.
Deben ir de la mano, pues, la respuesta al desafío ecosocial y el proyecto soberanista. De hecho, lo medular de la agenda histórica ecologista ha consistido en la descentralización y la relocalización, en construir comunidades autocentradas y autosuficientes, organizadas en biorregiones, así como comunidades políticas de menor tamaño y mejor autogobierno democrático. El proyecto soberanista, por su parte, necesita impregnarse urgentemente del desafío que representa la transición ecosocial, hasta el punto de plantearse a sí mismo como soberanismo ecosocial: siendo como es la cuestión básica que enfrenta la humanidad hoy, no puede sino amplificar el sentido del proyecto soberanista y prepararlo para enfrentar la situación de emergencia civilizatoria. No es un proyecto para nacionalistas, sino para todos aquellos y aquellas que no estén por precipitarse en el ecocidio y la barbarie.
El soberanismo ecosocial sabe de lo limitado del triciclo y conoce la enormidad del elefante. Con la biocapacidad planetaria sobrepasada y una sociedad vasca con una huella ecológica por las nubes, sabe que ya no puede ofrecerse abundancia en el sentido convencional: un futuro materialmente más abundante para todos y todas. Es por ello que el manido eslogan “independencia para vivir mejor” debiera convertirse en un proyecto de bienestar y seguridad sin crecimiento (y con decrecimiento). De lo contrario, el proyecto soberanista sería más parte del problema que de la solución. Se diluiría indefectiblemente en el (eco)fascismo: el cénit de los combustibles fósiles reducirá la tarta a repartir más pronto que tarde y, en consecuencia, el crecimiento solo podrá sostenerse a costa de que otros decrezcan, ya sean otros países o las clases sociales subalternas del mismo territorio, encendiendo así todos los fantasmas de la lucha darwinista. Por ello, el soberanismo ecosocial es, hacia fuera, necesariamente el proyecto más internacionalista concebido, y hacia dentro, el más distributivo. Conjurando de esa forma el olvido que cimienta el delirio: ya producimos lo suficiente como para que todas vivamos dignamente.
Muchas gracias Ariadna por la traducción y al autor por su texto.