En 2012 se comenzó a emitir una serie en la cadena de TV NBC bajo el título Revolution, que partía de una premisa sumamente interesante para cualquier kollapsnik: un suceso misterioso tiene lugar simultáneamente en todo el planeta, que anula el funcionamiento de cualquier sistema eléctrico (artificial, se supone, ya que los sistemas bioeléctricos de los seres vivos continúan funcionando). Esto, que nos sonará a la Teoría Olduvai de Richard Duncan o a los posibles efectos de un Evento Carrington sobre nuestra electrodependiente (y no sólo petróleodependiente) civilización, sirve de excusa para una serie que tuvo dos temporadas de 20 y 22 episodios, respectivamente, y que fue cancelada en 2014 antes de llegar a su conclusión argumental, la cual tuvo que publicarse en formato de cómic digital un año después. También les puede traer ecos a los fans de la ciencia ficción literaria, de la novela Dies the Fire: A Novel of the Change (2004), que da comienzo a la serie Emberverse del escritor canadiense S.M. Stirling (que yo tenga conocimiento, no han sido traducidas estas obras a ningún idioma de la península ibérica). Otra influencia literaria, esta sí, claramente reconocida en la serie es la de Stephen King (Apocalipsis —The Stand—, Ojos de fuego…) y también la de Neil Gaiman.
Que nadie espere encontrar en Revolution una profunda serie de ciencia-ficción en el sentido de que la parte científica del guion tenga el más mínimo sentido, pues no sólo no lo tiene sino que está plagada, por este lado, de numerosas incoherencias y planteamientos que llegan en ocasiones a rozar el ridículo —al menos para quien sea aficionada/o de este género— por mucha suspensión de la incredulidad que queramos echarle. En realidad, la serie no se preocupa por argumentar de una manera creíble el fin de la civilización eléctrica, y ni siquiera lo da como un hecho irreversible, al contrario que la conocida Teoría Olduvai de Duncan, sino que los protagonistas intentan, a lo largo de buena parte de la serie, restaurar el fluido eléctrico a nivel mundial, como condición indispensable —juzgan ellos— para una vida mínima decente y sin miedo a la violencia o al sufrimiento. (Al final del último capítulo de la serie, paradójicamente, nos informan con un rótulo que antecede a los créditos finales, de que en la actualidad, en nuestro mundo real, más de 1.300 millones de personas viven sin electricidad; nada menos que el 25% de la población de los países llamados en vías de desarrollo.) Sin embargo, —y aquí sí que comienza a aportar interesantes elementos esta obra, al menos en el plano moral— algunos personajes juzgan preferible continuar sin electricidad para siempre, y reorganizar la vida a partir de esa muerte irreversible de un modelo civilizatorio. Aunque resulta evidente que los guionistas de la serie toman partido por mostrarnos como única opción sensata la lucha por recuperar la civilización perdida (incluso a riesgo de la destrucción de toda la biosfera… ¿nos suena esto conocido?) y defender el derecho a democratizar el acceso a la energía y, con ella, a armas modernas que igualen la balanza geoestratégica, desequilibrada por la recuperación parcial o puntual de la electricidad por parte de algunos actores en el escenario tribal/neofeudal/autoritario que sucede al Gran Apagón. Este dilema de dar por perdido un tipo de civilización o luchar por volver a él a toda costa, nos puede muy bien traer ecos de lo sucedido en Cuba durante el Periodo Especial (consúltese el imprescindible libro de Emilio Santiago Opción Cero: el reverdecimiento forzoso de la revolución cubana), donde probablemente lo que peor hizo el gobierno cubano fue no dejar claro a la población que los cambios eran definitivos, puesto que aunque se pudiese recuperar el suministro de los insumos petrolíferos no sería algo duradero, y más valía adaptarse de manera permanente y lo mejor posible, a la agricultura orgánica y a otros cambios socioeconómicos sobrevenidos en la isla tras su anticipado Peak Oil al caer el bloque soviético.
Por otro lado, la serie contradice en su planteamiento inicial las conclusiones de determinados estudios antropológicos que afirman que ante catástrofes súbitas lo que suele primar en nuestra especie es el comportamiento solidario, mientras que el declive paulatino de las condiciones de vida, lo que hace es aflorar los comportamientos más insolidarios e incluso criminales. Quizás Revolution nos esté diciendo en realidad que es la sociedad estadounidense, con su cultura del miedo que tan bien señaló Michael Moore con su Bowling for Columbine, la que sería una excepción a esta regla antropológica, y que les parece lo más creíble que, si de pronto sucede un cataclismo como el que toma la serie como punto de partida, los estadounidenses comiencen a matarse los unos a los otros por unas migajas de comida. No seré yo quien lo niegue, por desoladora que me parezca esa creencia. Pero quien la vea seguramente se quedará con ganas de saber cómo estarán viviendo el colapso en los vecinos Canadá, México, en Europa o en los países menos electrificados, como son muchos de África. El único atisbo nos lo ofrece acerca de México, en un par de episodios que trascurren en ese país, y que nos ofrecen de paso la inusual perspectiva de cómo la migración y los muros pueden, de pronto, dar la vuelta y ser los países pobres los que ayuden a los anteriormente ricos.
Otro punto flaco podría ser un cierto patrioterismo yanqui (nada nuevo en este tipo de series) de una parte de los protagonistas que, sin una buena justificación, intenta recomponer porque sí los EE.UU., un país demasiado extenso para una situación en que las comunicaciones se hacen a caballo y malamente. Este planteamiento chauvinista aparece como algo tópico, plano y ridículo en la primera temporada de la serie (“¡Si no acabaron con nosotros los alemanes ni los rusos ni Al Qaeda, tampoco lo hará la República de Monroe!”) aunque gana en complejidad de manera más creíble en la segunda parte, haciendo aparecer en la trama dos modos opuestos de concebir el país (¿metáfora de los USA más alt-right/conservative vs. los más liberal/progressive?). Curiosamente, en esta segunda parte, la existencia de una facción que pretende representar a la extinta Unión y reunificar todo el territorio de costa a costa, recuerda al argumento de la serie de novelas de Stirling mencionada al comienzo de esta reseña.
Otros detalles interesantes que el público colapsista puede encontrar en Revolution son cómo la música popular del futuro consiste en versiones acústicas (country muchas veces) de clásicos del rock, una introspección en la soledad y la paranoia de los dictadores, o la presencia de conceptos como el sacrificio, la amistad y la fuerza de los lazos familiares, que bruscamente resurgen en el primer plano de las relaciones sociales en cuanto cae la civilización excepcionalmente individualista de los esclavos energéticos. También nos permite vislumbrar lo que puede suponer en una situación post-colapso una enfermedad crónica —diabetes, por ejemplo— o las dificultades para evitar que una simple herida o un accidente pongan en peligro una vida humana, así como la vital importancia de preservar métodos de diagnóstico y tratamientos médicos low-tech y basados en plantas y recursos obtenibles localmente. También tiene un lugar, en la 2ª temporada, el tema de la eugenesia y la estrategia de disfrazarla mediante una supuesta epidemia, aunque no se llega a profundizar en ello. La cuestión del pacifismo, la autodefensa y el recurso normalizado a la tortura y otros medios inmorales de lucha justificándose en que el enemigo también los usa… son habituales en este tipo de historias, y no falta su desarrollo a lo largo de la serie, que opta claramente por el derecho a la legítima defensa violenta y al mantenimiento precario, eso sí, de una moralidad básica, de una ley natural que marca una raya ante la barbarie absoluta. Incluso los hombres que han cometido acciones horrendas, tienen que marcar esa barrera moral infranqueable; esto lo confiesa uno de los personajes más interesantes, el de Tom Neville, magistralmente interpretado por Giancarlo Esposito, entre otros varios personajes creíbles que ofrece la serie, algunos de ellos mujeres de carácter fuerte y autónomo. Aunque en la serie también abundan los monstruos carentes de cualquier autolimitación moral, que acechan episodio tras episodio en la oscuridad de un mundo sin electricidad, como fantasmas de una visión hobbesiana y pesimista de la condición humana. Es decir, la serie se sitúa claramente en la salida madmaxiana del colapso, aunque en todo momento mantiene la esperanza de recobrar la electricidad y volver al mundo de antes (¿nos suena, quizás, a aquello de salir de la crisis, recuperar la senda del crecimiento, blindar el Estado del bienestar..?).
El apoyo popular al fascismo es una constante en el tramo final de la serie. “Supermercados, vacaciones, chocolate… llegará un día en que puedan volver a disfrutar de todo eso. Lo único que les pedimos es su lealtad, su apoyo. Únanse a nosotros, un futuro glorioso nos espera” (ep. 10, 2ª temp.) “¿La verdad? Los americanos no quieren la verdad; quieren sentirse a salvo. Y le darán el control a quien les prometa seguridad” (ep. 22, 2ª temp.) Por desgracia, la serie no logra profundizar en la cuestión y la trata más bien como un elemento adicional que justifica la trama. No obstante, el mensaje básico de este riesgo queda claramente reflejado.
También es resaltable que se trata de una serie en la que —como la posterior El cuento de la criada— EE. UU. mira a sus propios demonios internos mediante el recurso a la distopía e intenta revelar y enfrentar las tendencias totalitarias que incuba en su seno. Además, saca a flote algo que nos suele resultar chocante a los europeos cuando pensamos en ese país: la posibilidad del enfrentamiento entre visiones nacionales opuestas de base territorial, es decir, del secesionismo entre los diferentes Estados que componen los Estados Unidos de América. La serie plantea claramente, sobre todo en su segunda temporada, que ante una tesitura de colapso de la Unión, sería realista esperar que emergiesen estos sentimientos, espoleados por los populistas de turno. Gail Tverberg, una de las más reputadas analistas internacionales del Peak Oil, ya lo advirtió hace tiempo: ante un colapso socioeconómico derivado del fin del petróleo surgirán tensiones insólitas entre territorios. Si, como argumenta el historiador Enric Ucelay-Da Cal, autor de Breve historia del separatismo catalán, la crisis es el gran factor que impulsa la “utopía” secesionista (según su definición), entonces ante una crisis terminal y sin fin como la que augura, entre otros, el libro Por qué esta crisis no acabará nunca, del Oil Crash Observatory, sólo podemos esperar que dichas tendencias centrífugas multipliquen los conflictos de base nacionalista, y que permitan el surgimiento de otros de base más territorial o cultural (la “hippie” California o los “amantes de la libertad armada” tejanos, tal como nos muestra Revolution).

Y termino con un último detalle curioso que, tristemente, se pierde con la traducción al castellano: los títulos de cada episodio de la primera temporada corresponden a una canción famosa, mientras que los de la segunda, coinciden, en su mayoría, con títulos de películas de la historia del cine.
Coda: el cómic Revolution y la cuestión de los recursos limitados
