Dolores Póliz

El camino imposible hacia la transición renovable

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(Publicado previamente en The Oil Crash.)

Queridos lectores,

Cada vez que discuto sobre el problema de la crisis energética con especialistas del sector de las renovables, me encuentro, siempre, con los mismos planteamientos y con la misma discusión. Suele comenzar mi interlocutor, quien me comenta de los avances que se están haciendo en tal o cual tecnología para el mejor aprovechamiento renovable o para incrementar su penetración en la generación eléctrica. A esto vuelvo yo recordando que la electricidad representa poco más del 20% de la energía final consumida en un país avanzado como España, y que el 70 y muchos por ciento no eléctrico no es fácil de electrificar, y que se requiere mucho esfuerzo y planificación para llevar tal tarea a cabo, sabiendo que ciertos usos de la energía probablemente nunca se electrificarán. En añadidura, hacer toda esa transformación en el contexto que supone el desafío del peak oil, momento probablemente ya superado, en conjunción con los probablemente ya pasados picos del carbón y del uranio, y el no demasiado lejano pico del gas, implica que en relativamente poco tiempo vamos a necesitar mucha energía que ya no tendremos. Y que quizá el foco se debería poner en ver cómo se tienen que diseñar los escenarios para que la transición renovable sea estable, pues sin planificación podríamos acabar siguiendo un callejón sin salida (como los primeros resultados del proyecto MEDEAS parecen indicar – serán presentados el próximo septiembre, por cierto). En ese momento, mi interlocutor suele responder que todo lo que sea ir incrementando el potencial de generación renovable nos hace avanzar en la necesaria transición energética. Esa respuesta (la de que ir añadiendo sistemas de generación renovable es siempre avanzar en la buena dirección) demuestra, entre otras cosas, que mi interlocutor no ha entendido lo que le acabo de decir. Pues justamente uno de los problemas que tenemos es que, para que la transición renovable llegue a buen puerto y no nos conduzca más rápidamente al colapso, se requiere un alto grado de planificación.

Que la transición renovable, para que sea efectiva, requiere un alto grado de planificación, es algo que choca con las expectativas de la mayoría de los expertos, y no hablo aquí sólo de los despistados de los que me suelo mofar. Incluso a aquellos expertos con posiciones más aperturistas, que comprenden que lo que llamamos (sin serlo) libre mercado no lo puede regular todo, les resulta incomprensible que se tenga que tomar una medida tan drástica como inhibir la autoregulación y marcar férreamente desde una autoridad central qué se debe hacer y cómo se debe hacer. Sin embargo, tenemos ya muchos indicios de que tal planificación es absolutamente necesaria. Por ejemplo, en el trabajo que publicamos en 2012 (en el que asumíamos muchas simplificaciones pero como mínimo introducíamos planteamientos realistas sobre la capacidad tecnológica de los sistemas a utilizar y sobre el uso de materiales requeridos) llegábamos a la conclusión de que la meta del 100% renovable podría ser alcanzada pero

  1. se tenía que implantar, a escala mundial, una economía de guerra inmediatamente y durante los siguientes 30 años;
  2. se necesitaría un grado de cooperación internacional a una escala nunca vista; y
  3. una vez llegado al 100% renovable se tendría que abandonar para siempre el objetivo del crecimiento, pues el abastecimiento energético ya no podría crecer sobre el nivel conseguido, y todo lo más que se podría hacer sería repartir lo que hubiese.

Existe entre los especialistas una gran (y alarmante) disparidad de opiniones sobre el potencial renovable y muchas discrepancias en cómo se podría construir un mix 100% renovable a escala global —conviene aclarar primero que por tal cosa queremos decir uno capaz de producir una cantidad de energía que mantuviera una parte substancial de la actual sociedad industrial; obviamente, si colapsaramos por completo las sociedades humanas sobrevivientes serían 100% renovables a la fuerza, pero lógicamente a un nivel energético muchísimo menor que el actual. Y las diferencias de opinión son tan grandes que algunos expertos afirman que se podría mantener el objetivo del crecimiento durante muchas décadas aún, mientras que otros indican que es imposible de conseguir el 100% renovable, si lo que se pretende es mantener el nivel de consumo similar al actual. Pero, a pesar de esas diferencias, los estudios medianamente serios suelen llegar a una conclusión no demasiado diferente de la de nuestro trabajo de 2012, es decir, que es necesario tomar medidas muy drásticas de planificación en el uso de recursos y en las políticas energéticas e industriales para poder conseguir el objetivo 100% renovable, y que tales políticas tendrían que ser vigentes durante muchos años. En algunos casos, análogamente a nuestras conclusiones, se explicita la imposibilidad de seguir creciendo; en todos ellos, queda claro que hay que poner coto a los sistemas de libre mercado e imponer una planificación obligatoria a escala mundial.

Éste es uno de los grandes problemas de la transición a un modelo de producción de energía 100% renovable (se sobreentiende siempre, manteniendo la sociedad industrial). Y es que, con esos planteamientos, el mix energético 100% renovable es incompatible con la economía de mercado. El problema es muy profundo, pues no afecta solamente a la producción y distribución de energía: dentro de un paradigma capitalista se podría llegar a aceptar que la energía fuera un servicio nacionalizado, con tal de que se permitiera que el resto de actividades fuera completamente liberalizado; sin embargo, dado que la energía es la precursora de la actividad económica (la energía es la capacidad de hacer trabajo, y porque somos grandes consumidores de energía podemos incrementar enormemente el PIB —recordemos que el incremento de consumo de energía es responsable del 60% del incremento del PIB), si uno limita el uso de la energía (y la planificación energética no se limita a la producción, sino que abarca también quién usa y cómo usa la energía) toda la actividad económica acaba sometida a planificación.

Éste es el gran problema de la transición energética. No es sólo que se consiga una rentabilidad a la altura de las expectativas de los inversores, sino que, en cuanto se habla de un cambio radical y a gran escala de la matriz energética, se hace necesario cambiar todo el sistema productivo y, por ende, el sistema económico. Yendo más lejos aún, no queda más remedio que abandonar dos pilares del capitalismo: la liberalización económica de los sectores productivos y el crecimiento perpetuo. Debido a eso, es completamente natural que los grandes capitalistas sientan una profunda aversión por la transición energética, a la que ven como poco menos que un neocomunismo disfrazado de ecologismo (aunque, como ya vimos, el comunismo tiene el mismo problema de insostenibilidad energética que el capitalismo). No deja de ser curioso que la bastante manifiesta aversión de los máximos exponentes del capitalismo a la transición renovable sea interpretada por los grupos pro transición como un miedo a la posibilidad de democratizar el acceso a la energía, ya que —interpretan estos grupos— la producción de energía renovable sería de manera natural descentralizada (o sea, que cada hijo de vecino podría producir su propia energía, como suelen decir). Dejando al margen si los sistemas renovables podrían producir tanta energía como se piensan (cosa en sí misma discutible, habida cuenta de los límites de los sistemas renovables), resulta obvio que la liberalización real y absoluta de la producción de energía no es realmente lo que preocupa a los capitalistas, como tristemente muestra el caso de España (pues si es preciso se usa el poder político, completamente cooptado por el económico, para introducir barreras de acceso al mercado al productor minorista).

En realidad, el problema de los sistemas renovables, además de sus límites, es que la producción de energía de origen renovable (dejando de lado la hidráulica) tiene una baja densidad energética y baja exergía. En todas las transiciones energéticas que ha vivido la Humanidad desde el principio de la Primera Revolución Industrial, siempre se ha pasado de fuentes de energía menos densas energéticamente a otras más densas energéticamente, y además las fuentes antiguas no eran abandonadas, sino que todo se iba acumulando. En este caso, se requiere no sólo sustituir una energía densa y versátil, como la que nos proporcionan los combustibles fósiles, por una menos densa y menos versátil, y encima al tiempo ir eliminando el uso de los combustibles fósiles por la doble necesidad de su producción decreciente y por la lucha contra el cambio climático. Como digo, la restricción es doble: por un lado, es necesario reducir nuestras emisiones de CO2 a un ritmo muy rápido para evitar desestabilizar aún más el clima de nuestro planeta; pero, por el otro, aún cuando quisiéramos alargar la época de los combustibles fósiles todo lo posible, el progresivo y termodinámicamente inevitable descenso de la producción de energía fósil minará la viabilidad de nuestro sistema económico, condenándonos a una crisis que no acabará nunca. Bajo tales restricciones, nuestro sistema económico está tocado de muerte y es inevitable buscar un sistema de planificación energética y económica, como comentábamos más arriba, pero no por cuestiones ideológicas, sino meramente lógicas. Parafraseando a Bill Clinton, podríamos decir: «¡Es la Termodinámica, estúpido!» Sin embargo, la mayoría de los grupos ecologistas y concienciados con el medio ambiente insisten en las vías evolutivas y posibilistas, como el ejemplo que explicaba al principio de este post. Estas personas creen de buena fe que el ir incorporando sistemas renovables va contribuyendo, aunque sea poco a poco, a disminuir las emisiones de CO2 y nos lleva por la buena dirección. Una buena dirección sobre la que siempre he dudado, y que por las razones expuestas en este post es más bien un malgasto de recursos, puesto que con ella no se consigue una disminución del consumo de combustibles fósiles y no se va a la raíz del problema. En suma, alentar las vías evolutivas dentro del mecanismo de un (presunto) libre mercado no es más que una distracción inútil, cuando lo que ya es inaplazable es un cambio del sistema económico y productivo. Sin embargo, todos somos conscientes de que el discurso de la mayoría de las organizaciones pro transición energética sigue encerrado en el posibilismo de una evolución del sistema, en vez de plantear abiertamente una revolución del sistema.

Por supuesto mi posición no sólo es minoritaria, sino  también bastante impopular. Por todo ello, viendo la falta de avances reales hacia una transición energética que merezca tal nombre mientras que en la prensa se jalean como si fueran grandes logros cambios verdaderamente anecdóticos, y viendo cómo proliferan los análisis que anuncian décadas de precios bajos del petróleo cuando claramente nos dirigimos hacia una caída abrupta de la producción que generará un nuevo shock de precios (que la Agencia Internacional de la Energía espera para antes del final del 2018), lamentablemente sólo puedo ser pesimista en lo que a nuestro futuro inmediato se refiere. Tal y como lo veo, un cierto grado de colapso es ya inevitable, porque sólo cuando haya graves disfuncionalidades a gran escala se comprenderá que hace falta algo más que un cambio cosmético y posibilista. Es una manera necia de obrar, pues para cuando los problemas tengan tal magnitud tendremos menos recursos y menos margen de maniobra para actuar de manera eficiente, pero aún quiero creer que en ese momento podremos implementar los cambios que todos necesitamos y que a todos nos benefician.

Dolores Póliz
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Investigador científico del CSIC. Divulgador del peak oil desde 2009. Autor principal del blog The Oil Crash, presidente del Oil Crash Observatory y autor de Petrocalipsis: crisis energética global y cómo (no) la vamos a solucionar (Alfabeto, 2020).

1 Comment

  1. Un notable aporte al debate sobre estrategias políticas ante el colapso, amigo Antonio: gracias y enhorabuena. Además, todo un «teaser» sobre los resultados del MEDEAS, que nos da aún más ganas de conocerlos (espero que ya muy pronto, y ojalá en estas mismas páginas).

    Lo único que me rechina bastante es la alusión al comunismo. Dices: «el comunismo tiene el mismo problema de insostenibilidad energética que el capitalismo», pero aunque en el caso del capitalismo la insostenibilidad es inherente, tanto desde el plano teórico de un capitalismo abstracto hasta el concreto del «capitalismo realmente existente», no es así en el caso del comunismo. Empezando por el hecho de que es más que dudoso (numerosos autores lo han señalado con argumentos más que suficientes, me remito por citar alguno al ecosocialista Saral Sarkar) que los países del llamado «socialismo real» fuesen realmente socialistas o comunistas. No veo a nivel teórico una insostenibilidad intrínseca al comunismo. Podría quizás llegar a verla en el comunismo de tipo estatal o estatalista (mejor diríamos entonces socialismo estatalista), como tú señalas en el artículo enlazado, pero es fundamental entender que no es ese el único tipo de socialismo/comunismo, y ni siquiera dentro de él tenemos suficientes modelos reales de aplicación como para descartar su viabilidad (me remito de nuevo a Sarkar con su propuesta ecosocialista, o más cercanos a nosotros Riechmann, Carpintero, Sempere, etc.). Es decir, no podemos descartar la viabilidad del comunismo no estatalista (el comunismo libertario, típicamente) ni siquiera el del ecosocialismo basado en el Estado, siempre y cuando no jugase todo a la carta estatal y admitiese un copoder comunitarista. Existen demasiadas variedades de comunismo como para descartarlas todas de un plumazo como da la impresión de que haces con esa mención. Creo que el tema merece un análisis más pausado.

    En cuanto al resto, me parece muy valiosa tu argumentación contra el buenismo reformista paulatino de nuestra vieja y nueva izquierda mayoritaria. Esperemos que despierten a tiempo de su sueño antes de que se vuelva una pesadilla. Gracias por ayudarnos en esa «misión imposible», Antonio.

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