Aquel día Maximino —o Max para los amigos— se levantó algo aturdido, no había dormido demasiado bien y los pocos momentos que logró conciliar el sueño fue para soñar con cosas que hacía tiempo que pretendía olvidar. Aún así, no le resultó dificil saltar del catre y correr las cortinas para que la primera claridad del alba entrara en aquella espartana estancia. Apenas un par de sillas, una mesa, una estufa de leña y la minúscula cama revuelta, aún caliente. Eso sí, la pared del fondo estaba literalmente tapizada de libros, todos muy bien escogidos: astronomía, permacultura, botánica, geología, entomología, un listado de titulos que buscaban lo mismo, un conocimiento empirico, necesario y versado sobre la tierra que pisaba.
Tras un par de infusiones salió de la casa, sin camisa, deseando recibir los primeros rayos de luz sobre su piel. No importaba qué tiempo hiciese, le encantaba aquella primera sensación con la humedad de la madrugada haciéndole cosquillas en la piel y a la vez el sol mordiéndole ya rabioso cada centímetro de su torso. Cogió su camisa y silbó con fuerza. Al segundo un tremendo mastín apareció junto a él:
— ¿Dónde estabas? Ya sabes que hoy tenemos que mandar correo y bajamos al pueblo —le dijo al can mientras lo acariaba y le quitaba las legañas con gran afecto.
— Wouf —protestó el bello animal.
— ¡Calla!, que luego se te pegan los ojos. Además, tranquilo: hoy me apetece andar. Y, es más, estas son las últimas, no creo que podamos mandar muchas más.
Dejando atrás la bicicleta, Max abandonó aquel pequeño trozo de tierra anárquico en el que crecían de forma desordenada —pero no aleatoria— diferentes hortalizas, aromáticas y frutales de todo tipo. El camino hasta el pueblo no era largo, pero sí empinado. Si bien llegar apenas le costaría menos de media hora, para la vuelta las dos horas y perder el resuello no se lo quitaba nadie. Aun así, el esfuerzo merecía la pena: 5 cartas, de las cuales…
…una me llegó a mí: la carta de Max.
Apreciado congénere.
Usted no me conoce ni creo que nos lleguemos a conocer algún día. He conseguido su dirección de un listado absurdo sobre servicios varios, da lo mismo. Estoy enviando cartas a través de esas direcciones pues son todas de ciudades más o menos pobladas, ciudades que aún no están pasando por demasiados apuros pero que ya empiezan a intuir que algo no marcha bien, ¿me equivoco?
Si no es así, continúo, y ante todo quisiera disculparme de antemano con usted pues si llega a leer esta carta y atenderla debidamente, mucho me temo que voy a cambiar el modo en el que verá las cosas a partir de hoy. Si por un casual es usted feliz con su existencia actual, si todo marcha absolutamente bien, le invito a destruir este papel ahora mismo. Si sigue leyendo, le repito mis disculpas.
Dirá que es mentira, que casi todo lo es. Aun así te culparé —creo que ya nos podemos tutear— por las cosas más graves de las que no creías ser responsable y sin embargo lo eres. Buscarás escurrir el bulto, romper esta carta, perderte entre la gente pretendiendo pasar despercibido, pero te señalaré y no podrás esconderte. Me dan igual los demás; ya no me das igual tú. Llámalo mala suerte, pero te ha tocado, vas a saberlo y después ya nada será igual:
¿Sabes qué significa el OIL CRASH? ¿Sabes ya como quieres colapsar? Averígualo y entonces sí que sabrás que es todo una auténtica mentira.
No esperemos que ninguna solución caiga del cielo. Las fuerzas son muy limitadas, y hay que decidir dónde ponerlas. Ahí ya decide cada quien. Por mi parte, me niego a poner energía y esfuerzo en sostener o reformar un sistema que YA se está derrumbando, prefiero volcarme en generar alternativas, y crear fertilidad regenerando suelo que pueda dar de comer a la gente en tiempos venideros.
Nos «alegramos» del suceso catastrófico (el colapso del capitalismo industrial petrolífero) porque las alternativas y las dinámicas actuales llevan a escenarios peores o mucho peores. Estamos «jugando» con la extinción de la humanidad por destrucción de los ecosistemas que sostienen la vida, por desequilibrio del sistema climático que permitió a la humanidad medrar. Hace ya bastante tiempo que los escenarios «bonitos» dejaron de ser realistas. Estamos en la era de las consecuencias. Esto no lo digo sólo yo , ya lo dijeron en su día muchas personas preparadas y volcadas en la generación de alternativas; en divulgación científica. El «lugar justo, bonito y seguro para la humanidad» es ya una quimera, desgraciadamente.
Me remito a Autoconstrucción de Riechmann, que dice: «estamos a tiempo de definir la magnitud del genocidio, no de detenerlo». Él explica también que estamos en derrota, no en doma. También tomo como referencias En la Espiral de la Energía de Ecologistas en Acción, donde apuntan como soluciones al desarrollo de islas de ruralidad. Puedes consultar todos esos títulos pero mucho me temo que te será dificil encontrarlos y puede incluso que hayan sido censurados o eliminados como en aquella otra novela, esta sí, de ficción, Farenheit 451.
Hace 20 años, las utopías quizá fueron factibles. A la altura de 2015 desgraciadamente ya no lo eran. Hoy son brindis al sol. Conforme fui escribiendo estas cartas las ventanas se fueron cerrando. Las opciones eran más duras, más desesperadas, pero siempre han existido. Ojalá hubieras recibido estas letras hace tan sólo 10 años, aunque entonces posiblemente no me estarias prestando la más mínima atención.
Me niego a caer en el autoengaño. Me niego a engañar a la gente, o simplemente a omitir la realidad.
La humanidad se encuentra en una encrucijada, después de una fase de adolescencia, de pensar que no hay límites. Tenemos dos opciones: madurar, pasando a la edad adulta, tomando responsabilidad del desastre; O perecer. Y vamos enfilados a la segunda opción.
Si te sientes capaz, si has asumido el reto y deseas encontrar un lugar donde poder pasar las últimas penurias abrazando la tierra y procurando un futuro duro, trabajado, sencillo pero real y factible. Si has conseguido reunir la suficiente «humanía» (léelo como la mezcla de hombría y humanidad que incluye tintes de responsabilidad y consecuencia) y te sientes capaz de renunciar a todo lo que te ha sido «dado», no lo dudes y dirígete a cualquiera de las siguientes islas rurales y ofrece lo mejor que puedas de ti mismo, ellos simplemente te pedirán que sepas respetar, olvides exigir y aprendas a cuidar el trozo de tierra que se te ofrezca. Ten por seguro que pasarás hambre, frio, que habrá días en que tendrás dudas y querrás regresar a aquella indolente sociedad. No te culparía, pero a esas alturas no te entendería.
Sin más, y dando el mensaje como enviado, me despido para siempre pues, repito, dudo mucho que lleguemos a conocernos algún día, y si así fuera no quiero que me acuses o me expreses gratitud por nada. Como te he dicho al principio, has sido tú y solo tú.
Atentamente, Max.
La carta era sencilla, escueta, escrita a mano con una letra bellísima y que denotaba que quien la había escrito se había tomado su tiempo. Además, parecía escrita con una de aquellas antiguas plumas estilográficas. Pero lo más importante es que venía cargada con toda la esperanza que necesitaba escuchar hacía ya mucho tiempo. Junto a la carta había un listado de pueblos, zonas apartadas de cualquier ciudad y ubicados todos en pequeños valles cerrados. No tardé ni diez minutos en leerle la carta entera a mi compañera, la cual receló al principio. Sin darnos cuenta, la idea, cual semilla, ya había entrado en nuestra cabeza y estaba germinando.
Lo cierto es que poco nos quedaba por hacer en aquella ciudad, cada día más absurda y violenta. Las colas para el racionamiento eran insufribles y las conexiones de suministros de emergencia apenas daban para caldear mínimamente una estancia de la casa mientras calentábamos los pocos víveres precocinados que nos suministraba el gobierno. Trabajábamos, cierto, pero básicamente perdíamos el tiempo a desgana en trabajos de unas pocas horas y para colmo obligados por la Ley de procura social de 2017 por la que cualquier persona en edad de trabajar estaba obligada a ponerse a disposición de ciertos organismos publico/privados, los cuales te remitian a diferentes lugares para diversas tareas. Unos días recogiendo patatas a mano en cualquiera de los latifundios cercanos a la ciudad, otros días incinerando excrementos de cerdo a paladas en centrales de ciclo combinado o simplemente como carretilleros manuales en los mercados de abastos.
Aquella carta nos despertó. Fue como si de repente recordásemos todo lo que habíamos sido y que poco a poco habíamos dejado de ser. La carta de Max fue lo mejor que nos podía haber pasado en mucho tiempo. Todo encajó casi demasiado rápido y aquella misma tarde, no sin mucho reflexionar, indagar sobre los libros que Max indicaba, llegamos a la seguridad de que nada podía ser peor que aquella locura urbana, sucia y agónica. Recogimos cuatro pertenencias y partimos hacia una de aquellas islas rurales, escogimos una que estaba cerca de un pueblo al que pertenecieron los antepasados de mi mujer, familiares que sabiamos vivieron allí hace más de doscientos años, aunque al fín y al cabo cualquiera de aquellos enclaves habría servido.
Resultó tan facil abandonarlo todo, tan natural, tan liberador, que nos entraba hasta la risa cuando parábamos a descansar durante los tres días que nos tomó el viaje a pie hasta el pueblo. Nos veíamos a nosotros mismos como aquellos refugiados que tiempo atrás —los supuestos refugiados de la guerra— nunca llegamos a ver por las calles de nuestra ciudad. Ahora sospechamos que sirvieron para amedrentarnos y mantenernos sumisos, obedientes, como garantes de la estabilidad para esa clase social superior corrupta.
Cuando al final del tercer día llegamos al pueblo, nos recibieron todo lo bien que pudieron. Aquella misma noche cenamos la mejor sopa caliente que habíamos comido en años. Poco hubo que explicar: apenas mi compañera explicó quiénes eran sus abuelos, no tardaron ni diez segundos en encontrarle un pariente vivo en el pueblo. A partir de aquel instante ella ya era del pueblo y yo, su marido. Por primera vez en mi vida entendí cómo era recibir a alguien con los brazos abiertos.
¿Max? No sé si Max es alguien real, o al menos alguien que conozcamos, pero nos dijo lo que necesitábamos oir y eso muchas veces lo es todo. Sé que no querías mis gracias pero aquí las tienes: gracias Max, gracias porque ahora siento el frío, la lluvia y el sol, siento la naturaleza, siento que estoy vivo y siento decir que antes tan sólo vivía. Gracias Max por devolverme a la vida.
