Carlos Vergara

5 Uves dobles para el primer cronista del postcarbón

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Lo descubrí con lágrimas en los ojos. Pasaba lentamente las páginas de una revista antigua y arrugada, supongo que las preguntas que tanto habíamos temido estaban a punto de surgirle. De repente me miró ya muy desbordado y empezó a acribillarme, a acusarme, quería saberlo todo y todo de golpe. Me senté a su lado y le dije:

— Para que alguien te cuente una historia, una lo más completa posible y con todos los detalles, has de ser paciente, tratar de establecer una conversación, un diálogo. Esto hace mucho se llamaba entrevista y habían verdaderos expertos, periodistas y gente que se dedicaba a ello profesionalmente. Pero tranquilo, hay una forma sencilla de empezar. Las cinco W y una H: puedes empezar por la que quieras, pero no te saltes ninguna.

  • Who? (¿Quién?)
  • What? (¿Qué?)
  • Where? (¿Dónde?)
  • When? (¿Cuándo?)
  • Why? (¿Por qué?)
  • How? (¿Cómo?)

Fue increible lo rápido que asimiló las instrucciones. De pronto me vi entrevistado con una dureza periodística que superaba al más mordaz de los antiguos periodistas, aunque esto no fuera decir mucho.

— Está bien, entonces empiezo por la última: ¿por qué?.
— Pues…porque lo permitimos.
— Eso no es una respuesta seria. Por favor, necesito saber más cosas. ¡No quiero bromas!.
— ¡Es que fue así! No es que lo decidiéramos de un día para otro. Fue una… dejación continuada. Sabíamos que el petróleo generaba esas desigualdades. Tan sólo había que cuestionarse determinados comportamientos por parte de unos pocos, pero las comodidades, la abundancia, las magníficas luces del siglo XX supongo que nos deslumbraron tanto que no todos supimos ver hacia dónde nos llevaban. Casi desde el primer momento se conformaron una serie de élites, unos personajes con poder absoluto que manejaban el mundo a su antojo y que tan solo buscaban perpetuarse en la cumbre de un sistema que los acabaría por destruir. Algunos lo denominaron la soledad de la cima, que no les permitía ver las cosas con perspectiva: era demasiado lo que tenían como para poder tan siquiera plantearse renunciar a ello.
— Entonces, ¿quién? ¿Fueron las élites?
— Eso quieren creer muchos, pero la realidad es que solo unos pocos —incluyendo casi todos los de aquí— nos cuestionamos aquellas cosas. El resto seguía encantado con la abundancia que te comentaba. Muchos de nosotros hicimos lo que pudimos por tratar de convencerles, de hacerles ver que lo que llamábamos el BAU era un gravísimo error y que había que abandonar la ciudad y abrazar la tierra. Supongo que las élites tuvieron gran parte de culpa, pero la información, por aquel entonces, estaba disponible para casi cualquiera. Así que todos tuvieron su parte de culpa, incluso nosotros.
— Y ¿cómo fue?
— Sucedieron cosas aisladas, inconexas en apariencia, situaciones que rozaron lo absurdo y que siempre tendían a olvidarse como si no significasen nada fuera de lo normal. Los medios seguían informando de todo sin decir absolutamente nada, y todo aquello que tenía realmente importancia o que escapaba a su comprensión intentaban normalizarlo para calmar los ánimos.
— ¿Qué es normalizar?
— Es dificil definirlo. Es… una forma de eludir problemas o restar importancia a su existencia sin plantear posibles soluciones. La normalización buscaba generar indefensión programada y lo conseguían a través de una serie de maniobras trivializadoras muy bien pensadas, unas veces usando el humor, otras con comparativas inventadas o simplemente intentando generar la sensación de que el problema realmente no era nuevo y siempre habíamos convivido con él. Todas estas huidas de la realidad generaban sensación de control o evasión mental de los problemas y así no se tomaba ninguna medida.
— ¿Cuándo fue?
— En realidad duró mucho tiempo. Dependía de cuándo tomases conciencia de ello —o de si simplemente lo hacías— y negases aquella normalidad de los problemas. Algunos anotamos mentalmente las cosas que considerábamos excesivas y así establecimos nuestro propio límite. Por norma general, la gente inconsciente jamás tuvo un límite pues para ellos todo era parte de un continuo y decadente devenir. Seguían esperando que todo mejorara mágicamente. Esperaban a ese político, al científico, al descubridor que les guiara hasta otra nueva opulencia y esta solo era más humo, más miseria, una nueva espera. Algunos —muchos de nosotros— nos percatamos varios años antes pero coincidimos en que, por una serie de sucesos, si había que poner una fecha, aquella fue finales de 2015.
— ¿Dónde fue?
— Quizá esa pregunta sea la más sencilla de todas y en la que más o menos coincidirá todo el mundo. Los principales países productores de petróleo —que por aquel entonces eran los más ricos— entraron en una guerra entre ellos mismos, contra Rusia y, en última instancia, contra diferentes países de Europa. Todo esto fue orquestado por los Estados Unidos, que para entonces ya se había arruinado y contaminado con una locura llamada fracking: incluso algunos creen que el terremoto de San Andrés de 2016 lo causó aquella técnica.
— Pero aún no me has dicho dónde fue.
— Ah, bueno, si necesitas un sitio supongo que fue Siria… Sí, empezó en Siria.
— ¿Empezó el qué?
— Vaya, veo que se te da bien, habrías sido buen periodista —me miraba tan serio que apenas podía reconocer en él su rostro aún infantil, así que me centré y continué con el nivel de seriedad que me había estado exigiendo—. Bueno, primero la guerra: una guerra a distancia, una guerra teledirigida. Solo veíamos más y más aviones, barcos y soldados irse hacia sitios que no conocíamos. Mientras, aquí, los atentados se sucedían y se les daba gran eco y difusión. Poco a poco el terror fue ganando la partida: la gente se ocultaba en sus casas y salían solo lo necesario. Aunque el 99% del tiempo no pasaba absolutamente nada, el miedo les impedía hacer su vida, estaban derrotados sin haber luchado una sola vez. Esto poco a poco fue degenerando en pérdida de libertades: la policía actuaba impunemente y los habitantes de las ciudades simplemente lo acataron. Aquel mismo año decidimos mudarnos a este valle y ¡fue todo tan diferente para nosotros… tan bueno, tan feliz, que parecía que no sucedía nada más en el mundo! Creíamos estar a salvo en nuestro pequeño cosmos particular. Es curioso: el año fatídico para la gran mayoría fue el año más feliz de nuestras vidas. Aquel año naciste tú.
— Entonces estás hablando de… ¿2017?
— Un día de febrero de 2017 —justo el día de mi cumpleaños— tu madre empezó con las contracciones y me trajo el mejor regalo que podíamos esperar. La doctora, después del parto, quiso trasladarla al hospital. Para entonces tú ya estabas llorando en mis brazos pero insistía en llevarla allí para asegurarse de que todo estaba bien, porque seguía sangraba un poco.
No estábamos muy convencidos, pues hacía tres meses que no sabíamos nada de la ciudad, justo desde el primer gran apagón. A nosotros varios meses antes ya nos habían cortado el suministro eléctrico pero a las noches veíamos el resplandor de la ciudad detrás de la montaña, así que supusimos que todo continuaba con cierta normalidad. Mientras nos acercábamos nos percatamos de que en realidad el resplandor lo producía un incendio que llevaba todo aquel tiempo sin consumirse. A unos 40 kilómetros de la ciudad nos dimos cuenta que no había nada que hacer, apenas podiamos circular entre los miles de coches abandonados en los arcenes y carriles. Las ruinas de lo que fue una ciudad con más de 6 millones de personas empezaron a siluetearse en el cielo de la madrugada. Tuvimos que darnos media vuelta cuando todas las personas que estaban acampadas en los alrededores de las ruinas calcinadas vieron las luces del camión. Empezaron a salir personas en un estado lamentable y nos entró miedo. Pero sucedió algo que nos descolocó totalmente: nos acercaron a sus hijos para que nos los llevásemos de allí. Nos estaban pidiendo entre lágrimas que nos los llevásemos bien lejos de allí.
— Y ¿qué hicisteis?
— Cargamos a tantos niños como pudimos, extendimos una manta en el suelo del camión y empezamos a tumbarlos con cuidado. Le anudamos a cada uno un cordel con una etiqueta donde escribimos los nombres de sus padres. A estos les dijimos hacia dónde nos dirigíamos, que intentaríamos volver más tarde por ellos, que teníamos comida, sitio, que había esperanza allí, en la tierra, pero… jamás vinieron. Supusimos que dejaron de creer en sí mismos y simplemente se consumieron en la ciudad… con la ciudad. Aquella misma noche en que llegaste tú, llegaron otros cincuenta y dos niños y niñas al pueblo. Aquella noche naciste tú y renació el pueblo por completo. Ese mismo día juntamos otros dos vehículos y volvimos a la ciudad. Pensábamos traer a los padres pero en el mismo lugar nos encontramos a otros ciento ventinueve niños ya con sus etiquetas al cuello y sin los padres. Permanecimos allí el mínimo tiempo posible y no volvimos más: creíamos que había radiación en el ambiente. Más adelante supimos que no, que había sido una bomba termobárica.
— ¿Una bomba termoqué?
Termobárica. En realidad no estoy totalmente seguro: solo sé que lo quemó todo hasta fundir el metal y que muy poca gente sobrevivió. Por lo visto la bomba hizo arder el mismísimo aire. La más mayor de las niñas que rescatamos, Joana, tenía 9 años en aquel entonces y es posible que te lo pueda contar ella misma aunque no creo que le apetezca recordarlo. Nosotros nunca quisimos hacerles recordar aquello.
— Así que ¿es por eso que en mi cumpleaños se hace la fiesta de los niños?
— Bueno, al año siguiente nos reunimos todos en la plaza del Álamo de manera casi natural. Sin saber muy bien por qué. Nos veíamos en la necesidad, en la obligación incluso, de repetir la espera.
— ¿Otra?
— Sí. En aquella misma plaza, muchos de los que adoptamos a aquellos niños habíamos permanecido toda una semana esperando a cualquier padre o madre de las criaturas llegase. Acampamos allí, en pleno invierno, hasta que nos dimos cuenta de que no vendría nadie. Y así, poco a poco, año tras año se ha convertido en una fiesta con un trasfondo triste y alegre a la vez, como son siempre los ritos con más sentido.
— Entonces, ¿cuántos..?
— Según parece, aproximadamente dos terceras partes de la población mundial, incluyendo las principales ciudades de cada país fueron completamente arrasadas. Unos cinco mil millones de personas sucumbieron en menos de un año.
— ¡Oh, no!… pero… yo quería saber ¿cuántos niños había en el pueblo antes de nacer yo?
— ¿Antes de la noche de los niños perdidos? Apenas diez o doce y casi todos los había traído Emeregilda, la del orfanato. Toda la gente que confiaba en el sistema veía el pueblo como una rebaja en el nivel de vida, un lugar donde, si les ocurría algo, no podrían ser debidamente atendidos. Curiosamente, aquel fue el lugar al que acabaron mandando después algunos de ellos a sus hijos. Cualquier sitio alejado de la ciudad más de cuarenta kilómetros era un sitio que consideraban inapropiado para ellos. Allí vivía la gente que consideraban atrasada o antisistema, los abandonados. ¿Sabes? Nos llamaban fracasados, marginados, outsiders y mil barbaridades más.
— ¿Les guardáis rencor?
— No, en absoluto. Además no se le debe guardar rencor a quien ya está muerto. De hecho, a partir de que nos cortaran el suministro eléctrico —seguramente debido a que no pagábamos las facturas—, fue cuando más gente llegó desde la ciudad. Y los recibimos de buen grado, porque sabíamos que en el pueblo eramos demasiado pocos y que en esta misma tierra, hacía no muchos años habían vivido hasta dos mil familias sin necesitar prácticamente nada traído de fuera. Casi todos los días llegaba una familia exhausta, un hombre desesperado y solo, o una pareja de ancianos.
— Y ¿les ayudasteis?
— ¡Como no podía ser de otra manera! No nos habríamos sentido en paz con nosotros mismos de no haberlo hecho. La lástima es que, poco tiempo después, dejaron de llegar y no hubo tiempo a nada más. Después pasó lo que te acabo de contar. ¡Aún hoy me parece increíble la cantidad de gente que salvó el bueno de Max con aquellas dichosas cartas!
— ¿Eh? ¿Qué cartas?
— Mejor que te lo cuente él: esa es su historia y, además, parece que ahora ya sabes hacer entrevistas.
— Entonces, ¿qué soy?, ¿entrevistador?
— ¡Ja ja ja! Sí, entrevistador de la televisión… No, hombre, no: en todo caso puedes ser periodista. Aunque teniendo en cuenta la situación y la cantidad de cosas que deberías empezar a escribir a partir de hoy, diría que podrías ser algo más serio, con más responsabilidad. Algo así como los antiguos cronistas.
— ¿Cronista? Me gusta —dijo levantando con orgullo la cabeza.
— Pues espero que te guste más o menos lo mismo que tu otro oficio… don cronista-permacultor —y le lancé la azada pequeña a los pies—. ¡A virbar!

La tarde caía y por un momento sentí un gran vértigo junto a una sensación de vacío. Había recordado tanto y tan de golpe que me aferré a la azada como si fuera mi única ancla en el mundo real para no perderme de nuevo en el pasado. Y labré, labré con tanta fuerza y necesidad que las gotas de sangre brotaron de mis manos para confundirse con lágrimas desmedidas en aquella tierra blanca, tantos años olvidada.

Carlos Vergara
Carlos Vergara
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Espeleólogo, Mineralogista y Técnico de imagen y sonido. "He visto extinguirse a las criaturas más antiguas casi al mismo tiempo que las descubriamos. He sentido el colapso en lo más pequeño, en lo más oscuro, dónde nadie miraba ni mirará."

2 Comments

  1. Gracias Demian por tus amables palabras. Pero no pretendo ser extrapesimista y «normalizar o mitigar» el pesimismo reinante. De hecho todo aquel que lea esta historia o aquella que publiqué en Crashoil puede notar esa pena y pesimismo pero solo si de alguna manera aún siente apego a la sociedad actual, al BAU. No les culpo por ello, pero por otro lado estos relatos ofrecen herramientas valiosas para enfrentar y romper la disonancia cognitiva tan fuerte que estamos sufriendo, asumir de nuevo comportamientos muy humanos que nos han sido extirpados quirúrgicamente como es el amor absoluto y desinteresado por los hijos o abrazar la tierra.

    La razón por la que encomiendan a los hijos a unos extraños es porque de alguna manera los ven en mejor disposición que a ellos mismos para que tengan una opción en la vida. Una vez separados de los hijos y con una incapacidad absoluta de generar resiliencia los padres simplemente se abandonan a si mismos, ese es el verdadero colapso.
    Salut y resiliencia!

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