Publicado originalmente en catalán en un dossier de la revista l’Espill, n. 48. Reproducido con permiso a partir de la traducción del propio autor.
Tras casi cinco años de hacer divulgación sobre los graves problemas de sostenibilidad de nuestra sociedad, y particularmente del caso de la crisis energética, a través del blog The Oil Crash, de les múltiples conferencias que doy y alguna entrevista que me han solicitado los medios de comunicación, he observado que hay una pregunta que la gente me hace repetidamente. Muchas veces comento que si no se toman medidas decididas que rompan con el paradigma irracional y suicida de nuestra sociedad de consumo —única vía para salir de esta crisis económica sin fin—, este impasse histórico de nuestro sistema económico causará una disfuncionalidad creciente de nuestra sociedad y eventualmente nos llevará al colapso. La idea del colapso, y más aún, del colapso social, era un concepto nada habitual en las conversaciones de hace unos años, aunque ahora se está volviendo un tema recurrente, especialmente desde que la NASA o grandes firmas de intermediación financiera publican estudios sobre el tema. Cuando surge esta palabra, colapso, se suelen producir dos tipos de reacción, una minoritaria y otra mayoritaria. La minoría me pregunta qué es un “colapso social”, a pesar de que más o menos todo el mundo tiene una imagen mental de este tipo de evento (no necesariamente todo el mundo tiene, sin embargo, la misma idea de lo que es un colapso). La mayoría me pregunta una cosa bien diferente: cuándo sobrevendrá este colapso que yo anuncio.
Cuándo. No todo el que pregunta cuándo se producirá el colapso tiene las mismas motivaciones, pero desgraciadamente casi todos llegan a la misma conclusión: la inacción.
Unos pocos preguntan por el momento del colapso por puro cinismo. No se acaben de creer la veracidad implacable de los datos que yo presento (la producción de petróleo crudo convencional en caída desde 2005, la ruina que es el fracking, la próxima llegada del cenit de las otras materias primas energéticas no renovables y las importantes limitaciones de las fuentes renovables, etc) pero son demasiado perezosos como para revisar los datos y comprobar la dura realidad; confían en que algún milagro inesperado nos tiene que salvar, y prefiere reconfortarse con los sueños de abundancia sin límites que se prodigan, cada vez más infundadamente, en los suplementos de color salmón de los diarios dominicales. Quieren un pronóstico de mi parte, sin entender que yo sólo soy un científico y no un quiromante o un tarotista. No hay nada en mi ciencia que me permita pronosticar el futuro minuto a minuto. La ciencia, sin embargo, sí que me permite saber qué no es posible y qué no pasará. De la misma manera que se que cuando lanzamos una pelota al aire volverá a caer a la tierra, sé por ejemplo que no volverá a haber crecimiento económico sostenido sino una caída escalonada, que cada pequeño repunte aparente del PIB durará poco y vendrá seguido de bajadas más fuertes. Sé, también, que la disponibilidad de recursos será, con altibajos, cada vez menor. Todo eso les es igual a los más cínicos: ellos, en el fondo, quieren que “me equivoque” dando fechas concretas, porque así si al final las cosas no pasan en el momento exacto “predicho”, incluso aunque el desfase temporal sea de unos meses, desacreditar todo lo que digo por aquel erróneo vaticinio. O bien, si mis pronósticos de colapso son “muy” lejanos en el tiempo (“muy” en este contexto puede querer decir unas pocas décadas) no preocuparse porque, total, “yo ya no lo veré”.
Dejando a los más cínicos aparte, se tiene que decir que la mayoría de las personas que preguntan cuándo se producirá el colapso no dudan de mis datos. Incluso aceptan la relativa proximidad temporal de este momento crítico de nuestra sociedad. Quieren saber, sin embargo, cuándo el colapso será un hecho innegable, inescapable. No sólo lo quieren saber: lo necesitan saber. Necesitan saberlo porque, en el fondo, no contemplan un cambio drástico en sus vidas hasta el momento en que la realidad del colapso sea tan palmaria y evidente para todo el mundo que el coste social de emprender este cambio no sea grande. Es decir, no tener que luchar con la familia, con la pareja, los amigos y el entorno social, y no tener que pasar por una persona excéntrica que se sobreprotege de un peligro sobre la inminencia del cual no hay un consenso social. Yo entiendo perfectamente esta postura porque, en el fondo, yo hago lo mismo, porque la mayoría estamos haciendo lo mismo. ¿Quién tendría que renunciar a un trabajo, a una carrera profesional, a un suelo, a una aceptación dentro de nuestro pequeño entorno social, a unas expectativas de vida… para adaptarse a una nueva y más dura realidad que al fin y al cabo nadie sabe cómo será? La posición más razonable es, efectivamente, tener en cuenta las advertencias y estar al tanto de lo que pueda pasar, pero no hacer cambios o no importantes hasta que el que se esté gestando no se exhiba con toda claridad.
Sin embargo, hay dos problemas graves con esta actitud de “esperar y ver” el colapso.
El primero es que la Historia nos enseña que un colapso no es un momento sino un proceso, que no siempre es fácil de reconocer hasta que ya es demasiado tarde como para que las medidas para pararlo puedan tener eficacia. Los colapsos de los grandes imperios de la Historia han sido procesos que en algunos casos han durado siglos, y hasta en medio de los colapsos más repentinos ha sido necesarias algunas décadas para que se hiciese evidente el descenso. A pesar de que en nuestro caso todo indica que el descenso será relativamente rápido, no por ello dejará de durar unas décadas en las que progresivamente sentiremos que cada vez estamos peor. La generación de nuestros hijos vivirá peor que nosotros, y la de nuestros nietos vivirá en un mundo completamente diferente del actual; que ese mundo sea un infierno o un lugar digno depende completamente de las decisiones que nosotros tenemos que tomar en este momento.
El segundo problema que implica esperar al colapso es que en realidad ya estamos comenzando a colapsar; está colapsando nuestra economía, nuestro hábitat (y con él nuestra ecología), nuestros recursos y nuestra sociedad. El proceso no es lento en realidad, pero es lo suficientemente progresivo para que nuestra psique de primate poco evolucionado no sea capaz de identificar el hilo conductor con un nexo explicativo común y nos conformamos con una multitud de explicaciones parciales. Influye mucho en esta disonancia una de las sustancias más tóxicas que el Hombre ha producido nunca: la propaganda.
Vemos las guerras civiles y entre países, para las cuales encontramos una plétora de explicaciones cada vez más complicadas y ad hoc, y no vemos, no queremos creer, que en el trasfondo de los conflictos en Egipto, Siria, Libia, Irak, Sudán del Sur, Nigeria, Ucrania, incluso en Palestina, y próximamente en Yemen, Argelia o Irán, el conflicto oculta siempre detrás una lucha por el control de los últimos recursos de petróleo y de gas. Incluso la conflictividad creciente en Venezuela, Brasil y México tiene en sus orígenes la caída ya innegable de la producción de petróleo en esos países y las dificultades para mantener una balanza comercial estable que se apoyaba en la exportación del oro negro; preferimos por el contrario toda suerte de explicaciones basadas en factores culturales, sociales, étnicos, políticos… los cuales evidentemente son factores contribuyentes y en algunos casos desencadenantes de los problemas descritos, pero el factor de más peso y que es el verdadero hilo conductor de la decadencia de nuestra sociedad global es el fin del petróleo barato (eufemismo para referirse a la caída de la producción de petróleo, porque si el petróleo es demasiado caro simplemente no nos lo podremos permitir) y que bien pronto pasará lo mismo con el gas, el carbón y el uranio; estas cuatro materias primas representa el 92% de la energía primaria que se consume hoy en día en el mundo, según el Informe Estadístico Anual de BP.
Sabemos que hay graves problemas ecológicos y hablamos a menudo de “Salvar el planeta”, sin tener en cuenta que no es el planeta el que está en peligro, ni tan si quiera lo está la continuidad de la vida sobre su superficie; en realidad hablamos de salvar nuestro propio hábitat, el que hace posible nuestra mera existencia. Preferimos pensar que como somos tan buenos y concienciados hacemos un acto altruista por la Madre Naturaleza cuando en realidad, consciente o inconscientemente, estamos intentando salvar nuestras vidas y nuestra continuidad como especie.
Los problemas ecológicos no son sólo el Cambio Climático, que ahora parece acaparar toda la atención político. Con ser grave, el Cambio Climático es un efecto más de la “externalización ambiental” de la actividad industrial, un eufemismos para referirse a la polución y degradación de los hábitats que por razones económicas se le inflige a nuestro entorno. Pero los problemas son graves y múltiples: el aire que respiramos está terriblemente contaminado (la Organización Mundial de la Salud reconocía recientemente que una de cada ocho muertes en el mundo es atribuible a la contaminación del aire, y eso sólo sobre los humanos), el agua potable comienza a escasear en el mundo, y los mares sufren una presión brutal, con el previsible colapso de todas las pesquerías en un plazo máximo de unas pocas décadas, una fuerte contaminación por metales pesados y plásticos, la formación de verdaderos continentes de basura en medio del océano, etc. La lista de agresiones ambientales a la tierra, el agua, el aire y el resto de seres vivos sería interminable. Una de las grandes esquizofrenias de la industrialización es que nos ha hecho creer que somos una cosa diferente de los animales y que no tenemos las mismas necesidades naturales que ellos; con esta alienación inculcada desde bien pequeños, no vemos que destrozar el medio ambienta implica al largo plazo auto-exterminarnos.
Los recursos están colapsando, el medio ambiente está colapsando y algunos países están colapsando. Desde la perspectiva de un país opulento del Primer Mundo como es España, sin embargo, los síntomas de este colapso ya en marcha no son tan evidentes.
¿De verdad piensa eso, estimado lector?
Fijémonos bien en el caso de España. Estamos hablando de un país que tiene una tasa de paro que desde hace un par de años se encuentra alrededor del 25% de la población activa, tasa que llega al 50% si hablamos de los más jóvenes; un país donde la cuarta parte de la población está por debajo del umbral de la pobreza o en riesgo de exclusión social. Cuando escribo estas líneas (verano del 2014), desde el Gobierno del Estado y desde los medios de comunicación se están creando grandes expectativas con una presunta recuperación económica ya en marcha que estaría comenzando a crear empleo, a pesar de que desde Europa no vienen tan buenas noticias. De hecho, múltiples indicadores económicos avanzados indican un gran riesgo de que se desencadena una nueva oleada recesiva a escala global en algún momento de los próximos meses, en tanto que la recuperación española parece estar propulsada por el incremento del endeudamiento público y por el último esfuerzo de las familias, que han querido creer que por fin llegaba la recuepración y se han gastado sus últimos ahorros para intentar ayudar a una familiar pertinazmente parado y montar un pequeño negocio (una panadería, una cafetería, una ferretería) que le pueda auto-ocupar. Débiles cimientos de esta recuperación española que muy pronto se hundirá, dejando una parte todavía mayor de la antigua clase media depauperada y desprotegida.
Porque, en suma, así es como cursa el colapso de la mayoría de las civilizaciones; de manera parecida a como colapsó el Imperio Romano, así es como probablemente colapsará nuestra sociedad occidental si no reaccionamos pronto. La gente tiende a pensar que el colapso está marcado por grandes catástrofes naturales o inducidas por la mano del hombre; en general, por lo contrario, el curso del colapso es relativamente pausado. Durante el colapso hay, es muy cierto, esporádicos tropezones, eventos colectivamente traumáticos: una guerra, una invasión, una epidemia… Hitos que se quedan grabados a fuego en la memoria colectiva de los pueblo, pero que en sí mismos no explican el lento y amargo declive. La mayoría del tiempo durante el colapso lo que pasa es que las cosas funcionan cada vez peoro. No es nada en concreto y lo es todo; todo va cambiando poco a poco sin que sepamos el porqué, hasta que un día miramos la cara del mundo y no lo reconocemos. ¿Y qué son esas cosas que van cambiando? Cosas primeramente pequeñas que con el tiempo son graves: nada se repara, nada funciona, no hay piezas de recambio,… los sueldos de los funcionarios llegan con retraso o dejan de llegar, los hospitales cierran, las escuelas también, sanidad y enseñanza dejan de ser universales y gratuitas… la electricidad se convierte en un lujo del que se disfruta esporádicamente, faltan alimentos, hay hambrunas, la gente se pelea en la calle por un trozo de pan, la policía se vuelve completamente inexistente, inepta, corrupta o inverosímilmente todo eso a la vez, el Estado se van convirtiendo en un recuerdo lejano… la gente sobrevive practicando nuevos oficios o trampeando y robando, los asaltos a las ahora vacías fábricas son continuos, a la busca de cualquier objeto de valor; la vida humana ya no vale nada, se mata por nada o casi… No nos podemos dar cuenta en el momento que pasa, pero habrá un día en el cual tomaremos el últimos café, un día para el último analgésico, un día para el último antibiótico… productos que continuarán estando al alcance de los acomodados pero no del común de la población, y que determina el empeoramiento y el acortamiento de su vida. Así funciona el colapso. De la misma manera que el explosivo crecimiento de la población fue un proceso silencioso y casi invisible, el rápido declinar de la población y de su bienestar durante el colapso será también prácticamente imperceptible hasta que un día volvamos la vista atrás y pensemos: “Con lo que habíamos llegado a ser…”
La fealdad del mundo durante el colapso se nos haría insoportable si se nos presentase de golpe, pero su lenta llegada va haciendo que nos adaptemos, que poco a poco acabemos aceptando cosas a las que simplemente 5 o 10 años atrás nos habríamos resistido con fuerza. En el mundo actual son frecuentes, sobre todo en el cine, ensoñaciones de colapsos rápidos y muy violentos, tipo “Mad Max”, la película de referencia en lo que respecta a colapsos energéticos de los años 80 del siglo pasado. Y dada la gran fuerza de los medios de comunicación a la hora de modelar hasta nuestra imaginación, nuestros sueños, mucha gente cree firmemente que es este tipo de drástico descenso el prototipo de lo que tiene que ser un colapso. Partiendo de esta errónea percepción, todos se imaginan como el protagonista de uno de estos filmes, un héroe que duro pero justo lucha sin descanso contra un mundo que enloquece durante su caída. Nada más lejos de la realidad. No hay enemigo contra el que luchar mientras colapsamos, solo resignación, sólo utilizar frases hechas para cosas hechas: es el “Esto es lo que hay”, delante de una nueva pérdida de derechos o servicios; “¿Qué quieres? No hay nada que hacer”, al enterrar a otro amigo, comido del hambre y los gérmenes. El declive es triste y deprimente, es grisura y hambre, es agonía y desesperación. No hay posibilidad de nada heroico en el colapso; no ha lugar para que una persona pagada del individualismo egoísta occidental, el proto-consumidor que ha sido izado a lo alto de un pedestal por la actual sociedad de consumo, pueda salir triunfante, simplemente por los retos que tiene por delante no son nada que pueda sortear, destruir o dominar. El capitalismo se engaña y nos engaña incluso al imaginar su fin.
El colapso es terrible, cierto, pero no es obligatorio. No es inexorable, no es nuestro destino forzoso final. Es, sin dudas, donde iremos a parar si continuamos sin estirar las riendas de nuestra sociedad, sin continuamos a delegar ciegamente nuestro intransferible deber de velar por nuestro propio futuro y el de nuestros hijos. A veces me encuentro que, al explicar los graves problemas a los que nos vemos sometidos por nuestra indolencia, algunas personas me tildan de catastrofista, de llamar al mal tiempo. Es exactamente lo contrario. Aquellos que se nieguen a pensar en hacer cambios no ya necesarios sino imprescindibles, aquellos que piensan que no hay alternativa a la manera destructiva y alocada con la que actúa el capitalismo global, aquellos que niegan los signos evidentes de la degradación y el declive llenándose la boca de excusas ad hoc para justificar cada síntoma del enfermo global, son precisamente los que animan a los conductores de nuestra sociedad a seguir adelante a toda costa y no girar a pesar de que delante tenemos un acantilado. Denunciar las consecuencias previsibles de esta carrera de locos, evidenciar con datos y hechos la falsedad que se esconde tras tanta noticia que es sólo un publirreportaje pagado por intereses económicos inconfesables, educar a la ciudadanía sobre la realidad económica y ambiental de nuestro mundo… en suma, alertar a la sociedad del curso hacia el colapso que absurdamente seguimos se ha vuelto para un puñado de académicos y técnicos, entre los cuales me cuento, en un deber ciudadano ineludible (por lo cual no pocas veces somos criticados cruelmente por los mismos que nos hacen avanzar con alegría hacia el acantilado). Pero nosotros queremos evitar la llegada del colapso y estamos convencidos que la podemos evitar, si se informa con veracidad y objetividad a la sociedad para que ésta sea consciente y pueda tomar las decisiones lógicas para determinar su futuro.
Con este espíritu, el verano del 2014 un pequeño grupo, poco más de una decena, de técnicos y académicos de toda España preparamos y promovimos un manifiesto que ha sido traducido a muchas lenguas y en particular al catalán. Este manifiesto se llama “Última llamada”, en vista de que, según nuestro entendimiento, no hay ya mucho margen de tiempo para evitar las consecuencias más indeseables del colapso que viene. No hay nada radicalmente nuevo en el manifiesto; se podría decir que es una “puesta al día” en el contexto español del manifiesto que hace más de diez años promovió la Unión de Científicos Preocupados de los EE.UU.). Tampoco es un texto técnico, cosa que algunos adeptos incondicionales de esa religión que llamamos “neoliberalismo” critican, ya que querrían ver substanciados y detallados los síntomas del colapso en ese texto, para así enredarse discutiendo detalles absurdos y poder así desviar la atención, como si los promotores del manifiesto no hubiéramos escrito ya miles de páginas explicando todos los puntos y comas de los numerosos problemas de sostenibilidad que pesan sobre nuestro mundo. Y para terminar, es un texto con ciertas limitaciones, fruto de un trabajado consenso entre sensibilidades muy diferentes de sus diferentes promotores. Pero a pesar de eso “Última llamada” es un texto con mucha fuerza y unas pocas verdades sencillas; tanto es así que recibió en seguida el apoyo de numerosas personalidades políticas y profesionales, de manera que el dia que los medios de comunicación comenzaron a hacerse eco de él contaba ya con centenares de adhesiones, que ahora se cuentan por miles.
Nuestro futuro no está escrito, pero sí nuestro pasado, y nuestro pasado nos muestra que algunas civilizaciones, soberbias en su magnificiencia, menospreciaron la posibilidad de un colapso y colapsaron. La Historia también nos muestra el ejemplo de otras civilizaciones que fueron capaces de revertir el declive cuando los primeros signos del colapso inminente aparecieron, al parar y dar marcha atrás en sus prácticas autodestructivas. No es el colapso, por tanto, un golpe imposible de parar; pero hay que hacerle frente y se necesita poner sentido común. Ya nos ha llegado nuestro aviso; ¿nos ponemos manos a la obra?
Es que la reacción social que estamos viendo ante la caída de la civilización es el factor fundamental que lo hace inevitable ya. Como físicos, sabemos de los límites biofísicos. Pero es que hay unas barreras autoimpuestas desde hace siglos: son los mitos culturales y los sesgos cognitivos (que creo en su mayor parte culturales también y no genéticos); no nos debe extrañar que nuestro discurso no llegue. No llegará, es imposible, y no tenemos la culpa. Lo intentamos, es imprescindible intentarlo porque durante el colapso ayudará quizás. Pero sencillamente, no podemos ponernos manos a la obra porque no tenemos manos y hacernos con ellas lleva tiempo. Debemos comprender que los límites biofísicos están ya por debajo de las barreras socioculturales que deberíamos saltar por encima. Es como si nos dan un pértiga para saltar un muro pero delante de él hay otro con la ventana más abajo.
Eso sí, comenzado el colapso (el obvio para una gran minoría), irán bajando las barreras y subiendo (relativamente y si colapsamos rápido) los límites. Entonces, y solo entonces, se abrirá una ventana de oportunidad.
Pero por eso mismo, nuestra labor de análisis y divulgación es hoy más urgente e imprescindible que nunca.
¿Quieres decir que la respuesta social-cultural está suponiendo una realimentación positiva del proceso de colapso?
¿Qué límites crees que aún pueden subir? Porque lo de que las barreras bajen es algo en lo que todos creo que estamos de acuerdo, al menos en que el curso de los acontecimientos erosionará en mayor o menor medida esos mitos y sesgos psicoculturales, pero no veo claro cuáles son esos límites que pueden aún ampliarse… :-m
Eso lo suele expresar la compañera Begoña de Bernardo con una frase muy acertada: «Tú avísame media hora antes del colapso» 😀 …Y así nos va. La comprensión nunca es completa si no comprendemos los ritmos. Por eso el título de esta revista, para intentar lanzar una alarma temporalmente muy concreta: en 15 años a partir del año 15, sólo quedará el 15% de la energía que nos da el petróleo: sólo 3 de cada 20 coches, 3 de cada 20 industrias, 3 de cada 20 servicios sociales, 3 de cada 20 produtos en el supermercado, etc. etc. Eso sí que resulta fácil de visualizar, pienso yo. Espero que ayude a saltar esas últimas barreras en la concienciación.
Yo no estoy de acuerdo con eso. De hecho se abrirán muchísimas más oportunidades para un heroísmo, que desde luego no será fulgurante y mediático como el que nos vende Hollywood y otras fábricas de sueños, sino que serán pequeños heroísmos cotidianos, de gente que se sacrifique por los demás (eso es en definitiva el heroísmo, ¿no?) y por ayudar a construir ese mundo mejor. Al mismo tiempo habrá muchos pequeños y grandes villanos amenazando con llevarse a otros por delante con tal de flotar ellos sobre la mierda, eso ya lo estamos viendo. Pero héroes (y heroínas) tendremos muchos, ya está surgiendo y no salen en las películas, ni siquiera en el telediario. Ojalá lo podamos contar al menos en esta publicación 🙂
Desde el punto de vista de la funcionalidad, el heroísmo no tiene sentido. Es una acción irracional. Creo que se trata de nunca tener que recurrir a las acciones heroicas. La racionalidad que nos provee la inteligencia es lo que debemos emplear, a tiempo, para no necesitar acciones heroicas, que normalmente son improvisaciones, y por ello, de poca o nula utilidad. Tampoco se puede pretender salvar todo y a todos, eso es desde ya un imposible, y una acción ilógica. Hay que pensar y aceptar en que se salvarán unos pocos. Que no necesariamente debemos ser nosotros. Nuestro destino es morir, y se trata de hacer todo lo que se pueda en nuestra vida, para que otros, los que nos seguirán, puedan disponer de mejores condiciones para hacer algo de utilidad por este Universo. De ese modo, nuestras vidas habrán tenido sentido, y de paso, habremos hecho algo que hemos disfrutado y nos habrá hecho sentir bien con nosotros mismos, en base a una percepción objetiva. No se requieren héroes, se requieren personas actuando con objetivos claros, racionales y funcionales.
«La Historia también nos muestra el ejemplo de otras civilizaciones que fueron capaces de revertir el declive cuando los primeros signos del colapso inminente aparecieron, al parar y dar marcha atrás en sus prácticas autodestructivas». ¿algun ejemplo? es mera curiosidad histórica.
Yo conozco el del Imperio Bizantino, que mencionan varias fuentes, especialmente Joseph Tainter en The Collapse of Complex Societies, pero quizás Antonio nos pueda citar alguno más.
«¿Quieres decir que la respuesta social-cultural está suponiendo una realimentación positiva del proceso de colapso?»
Sí y además creo que es prácticamente una respuesta inevitable porque los mitos culturales profundos nunca se han cambiado en un tiempo tan corto. El mito del progreso tecnológico creo que es una de las mayores realimentaciones (más que el peak oil incluso) del proceso de colapso. Creo que ha sido «un fallo» desde los Meadows, habernos centrado solo en las realimentaciones biofísicas (hay una razón: son más sencillas).
«¿Qué límites crees que aún pueden subir?» Ninguno, los límites de hecho van bajando, pero si descendemos muy rápido, nos encontraremos por debajo de muchos límites y por tanto, nos parecerán que han subido.
Zhu De: Sería interesante estudiar si tuvieron que cambiar profundamente los mitos culturales aquellas civilizaciones que sobrevivieron. Yo creo que no.
De la 1ª época axial (la de los imperios entre Europa y China entre el 800 A.C y el 600 D.C.) solo sobrevivió la Civilzación China (con crisis y descensos pero sin profundos colapsos), pero ellos tenían a Confuncio, Buda y el Tao, que generaron mitos que condujeron a una menor predisposición a la desigualdad humana (al menos la más lacerante) y sobre todo, una respuesta más adecuada ante la relación Civilización humana-Biosfera. Creo que es por esto que de hecho, las filosofías orientales están entrando en occidente: el Jesucristo que nos legó la historia no se preocupó por ser vegetariano. Bueno, la cosa es más compleja, por supuesto. No fueron las religiones/filosofías de Pitágoras, Lao-Tsé y Mahavirá las que triunfaron, sino Buda, Cristo y Mahoma. Y de estos tres, Buda al menos recibió la Iluminación bajo un árbol sagrado. Es aquí donde comenzó a decidirse nuestro colapso.
Interesantísimas cuestiones, Carlos, que como de costumbre enriquecen aún más tus agudos artículos. Aunque tracen más preguntas que respuestas, preguntas que sin duda nos seguiremos haciendo en 15/15\15 gracias a pensadores como vosotros 🙂
Las religiones orientales… sí, pero ¿qué hay de las religiones europeas precristianas? ¿Qué opináiss de los revivalistas religiosos célticos con consciencia ecológica? En Galicia hay una gente que igual conocéis: https://durvate.wordpress.com/
Y por supuesto conoceréis al Archidruida Greer, uno de los más conocidos divulgadores de esto del «Largo Descenso» civilizatorio: http://www.aoda.org/
De acuerdo a la Teoría de la Gran Inteligencia, nosotros somos capaces de resolver todos los enigmas del Universo y la vida, pero eso es algo que todavía no hemos entendido, y mientras sigamos creyendo que hay cosas fuera de nuestra capacidad de entender, y por ello, albergando la aceptación de Dioses, o entidades superiores, y por ello, dejando nuestro destino en manos de entidades inexistentes, en vez de aceptar que somos dueños de nuestro destino, nada cambiará. Y nuestra cultura siempre se ha sustentado en Dioses, que como padres, hemos aceptado como una manera de limitar nuestras acciones. Es más fácil y cómodo ser “mandado”, que decidir todo por nosotros mismos, y con ello asumir sus riesgos. Nuestra cultura actual de ser empleados es una muestra de este facilismo, y nuestra incapacidad de afrontar los riesgos de ser dueños de nuestra vida, y con ello, se limita el accionar funcional y lógico de toda nuestra sociedad. Siempre “otros” deciden por nosotros. Otros nos dicen que es lo correcto.
Yo llevo unos cuantos años tratando de entender la magnitud del problema, y a la vez entendiendo que la gran mayoría de nuestra sociedad es absolutamente incapaz de aceptar esta realidad. Al confrontar ambos aspectos, el problema, y la percepción que de él existe, concluyo que no hay nada que hacer para evitar el colapso. Éste es inevitable.
Ahora, creo que la base de todo está en nuestra incapacidad de entender para qué existimos, lo que nos lleva a la teoría de la funcionalidad, que básicamente establece que todo en el Universo tiene una funcionalidad, nosotros incluidos. Entendiendo por funcionalidad, una capacidad o acción cuyo resultado es beneficioso para el resto del sistema. Concepto que yo he esbozado en un libro que escribí llamado “Adiós a los Dioses” (publicado como e-book en Amazon Kindle).
Mientras nosotros no entendamos cuál es nuestra funcionalidad, nuestro lugar funcional en el Universo, y sigamos viviendo vidas sin sentido, nada puede cambiar. Pero un cambio de esta magnitud es imposible sin un colapso, pues implica cambios tan de fondo en nuestro entendimiento de nosotros mismos, y de nuestro entorno, que es absolutamente incompatible con nuestra cultura actual.
En lo que a mi toca, ya doy por hecho el colapso, y mis esfuerzos apuntan a desarrollar un concepto de vida posible, compatible con nuestra naturaleza humana, que a la vez sea compatible con el medio ambiente. Concepto que no es para mi, es para aquellos que puedan sobrevivir al colapso, de tal modo de al menos, no repetir los mismos errores, y si algo se va a reconstruir, que ello sea sobre nuevas bases filosóficas.