A continuación, van mis comentarios intercalados al artículo que nos presentaba el libro, que debo avisar que aún no he leído, aunque el artículo ya avisaba que era un extracto del libro, así que podemos intuir por dónde va el resto del contenido a partir de esta muestra.
A la huella sobre el medio ambiente y sobre los derechos humanos que conlleva el actual modelo energético, hay que sumar el gravísimo impacto que este modelo tiene sobre los procesos democráticos. Resulta palmaria la abrupta alteración de procesos mínimamente democráticos que se produce en aquellos países del sur cuyos recursos son saqueados por empresas o consorcios, con el fin último de perpetuar el abastecimiento de los mercados centrales.
La huella sobre el medio ambiente y los derechos humanos de las explotaciones de recursos energéticos, básicamente fósiles, pero también nucleares o hidroeléctricos, llevan 150 años sucediéndose. Que sea ahora cuando nos preocupamos intensamente de ello, precisamente cuando estamos llegando o hemos llegado al cenit de la producción mundial de petróleo, no es malo, pero indica que surge una preocupación reforzada por posiblemente otras razones, que no se explican bien.
Podemos subrayar cuatro estrategias básicas aplicadas por el centro del sistema en aquellos países ricos en recursos energéticos: La deuda como cautiverio. La búsqueda y provocación del empobrecimiento de regiones enteras y la urgente necesidad de desarrollo (con parámetros occidentales), como modo de justificar su endeudamiento y ulterior pérdida de soberanía.
Esto está también deficientemente explicado. La deuda como cautiverio y la búsqueda y el empobrecimiento de regiones enteras afecta no atenaza sólo a los países ricos en recursos energéticos. Atenaza a prácticamente todo el planeta y mucho más intensamente a los países empobrecidos que no los tienen. Por otra parte y sin embargo, hay países ricos en recursos energéticos que no da la sensación de que vivan atenazados por la deuda, cual es el caso de EE.UU., Arabia Saudita, Emiratos o Kuwait. Sin embargo, es cierto, que la urgente necesidad de desarrollo de los grandes productores empobrecidos está forzada por los países enriquecidos y desarrollados, básicamente para poder extraer los recursos que poseen. Sus gastos en el llamado “desarrollo” terminan siendo invariablemente los que ayudan a desarrollar las infraestructuras de extracción y transporte de los productos energéticos (o de cualquier otra riqueza natural) y para nada en absoluto las que desarrollarían de verdad a sus pueblos, salvo los onerosos casos de las petromonarquías ficticias del golfo, con poca población y tan ingente cantidad de recursos, que dan no sólo para pagar las infraestructuras petrolíferas, sino para enviciar a una población alienada, fácilmente enriquecida con los bienes de consumo ultralujosos e inútiles que Occidente ofrece como espejuelos.
De esta manera, decenas de países entran en un círculo vicioso tan erosionante como contradictorio: A) Son empobrecidos. B) Se endeudan para generar desarrollo. C) Pierden la soberanía política y sobre sus recursos. D) No tienen desarrollo y se empobrecen todavía más. E) Amplían endeudamiento… Agentes de campo. Las transnacionales y los gobiernos centrales aquiescentes precisan de un agente de autoridad local, que cuente con cierta legitimidad y conocimiento del terreno y aporte claves de perpetuación de este modelo extractivista. Estas son algunas de las razones fundamentales por las que Occidente coopta el poder de la ciudadanía en muchos países del sur, para depositar parte de ese poder en un gobierno títere, normalmente de marcado talante antidemocrático. ¿Quién recuerda el funesto destino de Ken Saro Wiwa y los Ogoni en el delta del Níger?
Esta constatación no es una novedad. Y no sólo se aplica a los países empobrecidos con muchos recursos energéticos. Se aplica a cualquier país subyugado por el poder financiero, económico y militar de los poderosos del mundo, sea para explotar minas de coltán, cereal en Latinoamérica, bosques en las selvas húmedas de África o el sudeste asiático o mano de obra esclava en China, India o el sudeste asiático.
La respuesta militar. En muchas ocasiones la realidad social de los países depredados es de tal calibre que para poder asegurar los abastecimientos energéticos se precisa una intervención militar directa y conveniada a través de una amplia alianza. Estas intervenciones militares pueden significar grandes campañas, como es el caso de Iraq. En otras ocasiones, sin embargo, estas intervenciones son igualmente mortíferas, pero más localizadas, como es el caso de la intervención militar francesa para salvaguardar los yacimientos de uranio en Mali.
Ciertamente, pero sabemos que no es una novedad desde hace posiblemente más de un siglo y que esta respuesta de aplastamiento militar no es privativa hacia los que intentan rebelarse y tienen muchos recursos energéticos, sino a cualquiera que tenga cualquier recurso que interese a los enriquecidos y desarrollados y se atreva a cuestionar sus formas de explotación. Hay cientos de ejemplos, energéticos, como en el caso de Irán, con Mossadegh, tumbado por Occidente con la ayuda del pelele del Sha, pero también muchos otros como Jacobo Arbenz en Guatemala, por el control de explotaciones agrícolas, Salvador Allende por la minería del cobre y otras, la invasión de Panamá para reasegurar el paso, y así hasta el infinito. Las venas abiertas de América Latina de Galeano son un pequeño vademecum regional de este tipo para América Latina. Sorprende que ahora se ponga esto en solfa y sólo por cuestiones energéticas.
Las respuestas informales. Además de las grandes intervenciones militares, cabe mencionar las respuestas con las que sacuden y violentan la realidad de determinadas zonas algunas potencias menores, como es el caso de España y de sus transnacionales, ya sean estas de gran tamaño o de índole menor. Suelen ser respuestas informales aquellas que de manera soterrada son financiadas por estas compañías y que tienen por objetivo desplazar poblaciones resistentes o descabezar movimientos sociales contrarios a sus intereses. Ejemplificación de lo anterior es el asesinato de líderes mapuches en los territorios donde Endesa desarrolla una gran hidroeléctrica. Otro ejemplo, con una dimensión de la transnacional muy menor, es el de la gallega Hidralia y la muerte de líderes guatemaltecos que se han opuesto a sus proyectos. Las anteriores estrategias, descritas de una manera muy somera, suponen, como parece evidente, una alteración y ruptura de la capacidad y derecho de los pueblos para decidir por sí mismos sin ningún tipo de coacción o intervención exterior. Así pues, podemos afirmar que el actual modelo energético español forma parte de un conglomerado internacional que rompe cualquier posibilidad de desarrollo democrático, ya que una parte del negocio energético estriba, precisamente, en anular la capacidad de decisión de los pueblos para que los costes de extracción sean lo suficientemente ínfimos como para que siga produciendo astronómicos beneficios para las multinacionales y su país de origen.
Aquí hay un salto o discontinuidad considerable. Se pasa de hablar de la explotación general y mundial y poner un par de ejemplos mínimos sobre multinacionales de segundo nivel españolas, que ciertamente son parte del juego de la explotación. Está también el caso de Ecuador y la explotación inmisericorde del Yasuni y cientos de ejemplos más de mucho mayor calibre. Es una constante, aunque llama la atención que preocupe ahora. Bienvenidos en cualquier caso a la toma de conciencia explotadora de los enriquecidos hacia los empobrecidos del mundo.
A todo lo anterior hay que aportar algunas derivadas que eclosionan en nuestro contexto. Aquella que guarda relación con la cultura que desde los centros de poder se emite sobre las sociedades occidentales y que se basa en la desmaterialización de las fuentes de energía, presentándose la energía como fuente constante aunque amenazada, indispensable para poder mantener nuestro modo de vida, de la que apenas se sabe de dónde viene, quién la extrae, qué precio tiene, qué impacto tiene sobre las poblaciones de origen, qué dinámicas políticas y económicas impulsa, etc.).
Si la conciencia ciudadana es consustancial a su conocimiento, si la energía es considerada un elemento estratégico de nuestra realidad, si los valores de democracia guardan relación con la soberanía popular, la implementación de valores éticos y la propia conciencia social, debemos concluir que el actual modelo energético hurta y opaca su funcionamiento, alterando de este modo de manera profunda nuestro propio proceso democrático. Eso sí, se nos sirve un catálogo de estereotipos que refuerzan la percepción de amenaza: el mundo musulmán funciona como enemigo perfecto.
Bienvenidos también a la toma de conciencia sobre los crímenes, abusos, explotaciones y burdas manipulaciones mediáticas, para justificar los que decían que era amor platónico con los productores de recursos y sólo era sexo duro con el que someter sus encantos energéticos al control absoluto de los enriquecidos. La pena es que nos hayamos creído que teníamos algún tipo de proceso democrático que parece que “ahora se altera”, por estar centralizado, cuando la gran captación de recursos energéticos ha estado siempre muy centralizada, al menos desde que la Anglo-Persian hincó las garras en suelo iraní, hace ya casi cien años. Si ahora existe la percepción de que las fuentes de suministro energético se ven amenazadas y nuestros mayores empiezan a inventarse estrategias militares aún más agresivas (siempre han sido agresivas, aunque ahora lo sean definitivamente más), no es porque ahora se hayan caído del guindo, como decía antes, sino porque por primera vez parece que hay conciencia de escasez y eso provoca la sensación de inseguridad y vuelca a los poderosos a preocuparse aún más por la que denominan “seguridad energética”.
Otro asunto no menor es aquel que tenemos mecanizado, normalizado e invisibilizado y que guarda relación con la inercia consumista. Entendemos como inercia consumista, aquel comportamiento masivo que hace que nuestros consumos tengan una referencia identitaria ajena o contraria a la responsabilidad ética y medioambiental de esos consumos. Sería más que razonable que de una vez por todas se desarrollara una certificación ética y medioambiental de las fuentes energéticas. No se puede seguir sosteniendo como criterios superiores la disponibilidad del recurso y su rentabilidad económica. Los derechos humanos deben ser la medida con la cual se lea la realidad energética presente y futura. Llegados a este punto, hay que subrayar que el deterioro político de nuestra democracia debido al modelo energético es grave, duro y alarmante. La propia existencia de un puñado de tomadores de decisiones que sistemáticamente mediatizan y condicionan el mercado energético es buena muestra de que la democracia nunca llegó al campo de la energía.
No, por favor, más certificaciones, no. Ya tenemos las ISO 9001 y especialmente la ISO 14001 y miles de certificaciones más: AENOR y así hasta llenar la carrocería de una furgoneta de estampitas de entidades certificadoras y supervisoras. Y no sirven para nada. Ya tenemos certificaciones de maderas nobles de origen legal que se falsifican con una facilidad pasmosa y un consentimiento (informado) de los compradores que escandalizaría a cualquier mente un poco pensante. Estoy de acuerdo en que los criterios para el uso a discreción y siempre creciente de energía (y de cualquier otra cosa) y que ésta nos salga suficientemente barata para poder dedicar nuestros afanes a otras cosas, no pueden ser la obsesión por seguir teniendo el recurso a toda costa. Pero por otra parte, nuestra democracia (si alguna vez ha existido tal cosa en el capitalismo que no haya sido un espejismo de gobierno del pueblo) se ha deteriorado por muchas razones, no sólo las energéticas.
Sobre esta cuestión resulta crucial arriesgar algunas reflexiones:
1. Si el concepto de democracia a examinar es formalista, se corroborará su vulneración por la conexión evidente y a mi juicio inmoral entre los gestores del bien común (gobernantes) y quienes tienen como prioridad el lucro privado, como por ejemplo UNESA, rompiéndose el principio esencial de la independencia del poder Ejecutivo. Paradigma de lo anterior es el caso del gaseoducto que amenaza Doñana, que ha sido aprobado por el Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente (PP) a instancias de Gas Natural (UNESA), compañía de la que es asesor Felipe González (PSOE), apenas un mes después de que este dejase de ser Presidente del Consejo de Participación de ese Parque Nacional.
2. Si el concepto de democracia a abordar es de carácter liberal, también se ve violentado, toda vez que buena parte del opaco mercado eléctrico descansa sobre la base del predominio y ventaja de estas cinco compañías, lo que vulnera en buena medida el principio de libre competencia.
Los dos puntos anteriores, ahora se centran exclusivamente en el panorama político y energético español, para acusar a los gobernantes de que no hacen llegar la democracia (si es que ésta ha existido como tal) al sector energético. Pero centrarse en los evidentes escándalos de puertas giratorias de políticos españoles y de especulaciones de los oligopolios energéticos nacionales, es olvidar el gigantesco problema energético que tenemos a nivel mundial, incluyendo a los países que más envidia democrática puedan darnos. La libre competencia, digámoslo, es una entelequia. Se vulnera constantemente y en todos los sectores. Ese de la “libre competencia” es otro discurso que daría para mucho.
3. Finalmente, si hablamos de democracia participativa o corresponsable, podemos afirmar que el mercado eléctrico español es profundamente antidemocrático, en tanto que en modo alguno se consulta a la sociedad a propósito del modelo energético del que quiere dotarse.
El mercado eléctrico español y el mercado energético mundial son profundamente antidemocráticos, como lo es también la bolsa, las grandes corporaciones militares, el comercio mundial, la casta (sí, casta) política que presume de democrática y tantas otras cosas. No nos engañemos a nosotros mismos. Las redes de la energía en el mundo, sean de flujos de combustibles fósiles o sea de energía eléctrica sea ésta de origen llamado renovable o no, son y han sido y estado siempre profundamente centralizadas y por tanto, resultan bastante antidemocráticas, ya que ese centro nunca ha tenido los medios de producción en manos de los ciudadanos. Pero pensar que por ejemplo, los parques eólicos pueden llegar a descentralizarse es algo que no se ha dado hasta ahora, incluso a pesar de los voluntariosos y loables esfuerzos de algún respetado profesor catalán, que ha hecho y probablemente siga haciendo intentos de “crowfunding” para que los ciudadanos de un pueblo o una comarca se instalasen un aerogenerador (o varios) con fondos propios y algo de financiación. La mantenibilidad de estos complejos sistemas, así como los de los grandes megaparques solares fotovoltaicos y no digamos ya de los parques termosolares, son y siguen siendo monopolio de poderosas fuerzas económicas y financieras. El ejemplo alemán, que se pone siempre por delante, como generación de energía distribuida por domicilio, es irrepetible y posiblemente no extrapolable a muchos otros países del planeta, que carecen de las posibilidades económicas y financieras, de la estructura tecnológica para su mantenimiento y de la extendida concepción urbanística del chalecito individual. Las instalaciones en bloques de viviendas o chabolas es un reto difícil de salvar; por lo menos y a mi juicio, tan difícil o fácil como sería nacionalizar las grandes instalaciones centralizadas y manejarlas con el mismo personal técnico, pero sin accionistas que lo primero y único que buscan es su beneficio y a los que les importa un pimiento el carácter de bien estratégico de la energía. No compro el discurso de que las llamadas energías renovables son mucho más “democráticas”, que las energías fósiles y pongo severos interrogantes (por la baja TRE cuando se incluyen las externalidades) a que sean totalmente limpias y libres de emisiones de carbono, sin que por ello, se me pueda acusar de ser partidario de seguir explotando los combustibles fósiles que sabemos están llegando a su cenit en términos históricos.
Si de lo que habláramos fuera de soberanía en clave de Estado, es fácil concluir que a nivel energético esta soberanía está claramente violada, ya que cerca del 80% de las materias primas energéticas provienen del exterior. Si, por otra parte, entendemos que la soberanía descansa en la sociedad, es decir, en su ciudadanía, debemos concluir que esa soberanía ha sido hurtada por un oligopolio que toma decisiones al margen, y en muchas ocasiones en contra de la voluntad popular.
Vuelve a sorprenderme una y otra vez que sea ahora cuando nos damos cuenta de que el 90% de las materias primas y no el 80% (se han dejado ustedes el uranio, que también viene del exterior y por cierto, en nuestro caso seguramente en un buen porcentaje de Niger/Mali, donde nuestro ejército realiza tareas de apoyo al ejército francés, sin que nos hayamos dado ni cuenta) provienen del exterior. Salvo en los años de predominancia del carbón y escaso consumo de gas y petróleo, cuando nuestras cuencas hulleras no estaban tan esquilmadas como ahora y el humo no importaba a nadie, nuestra dependencia energética del exterior ha sido siempre brutal. Nuestra soberanía energética y por ella, nuestra soberanía nacional, por tanto, son inexistentes (no violadas, sino inexistentes). ¿Y qué, qué quiere el autor decir con esto? ¿Adónde nos quiere llevar en sus conclusiones?
Sin embargo, no todos los factores que están provocando esta situación magmática en torno a la energía son de índole negativo. A este respecto hay que destacar dos cuestiones que parecen centrales.
Primero, que las formas de contención social del sistema están saltando en mil añicos, precisamente cuando los modos culturales del propio sistema han generado una dinámica metabólica de gran velocidad social. Aquellos factores que antes alienaban, ahora comienzan a servir como canales de la indignación, en los que lo importante ya no es la dimensión de esos canales (la conectividad total ya no nos sorprende), sino la actitud de cuestionamiento, implicación y profundización de valores democráticos a través de la corresponsabilidad y la dimensión ética de nuestro consumo de bienes y servicios.
Y en segundo lugar, la presente efervescencia cívica y política está arrumbando miradas que ubicaban a la ciudadanía en un plano de pasividad y consumismo acrítico, impulsándose otras lecturas a propósito de la sociedad, que la hacen sujeto central de los cambios y soluciones necesarios.
No he logrado entender nada de lo que dice o propone el autor en su cita a la obra colectiva de otros autores. Parece indicar que desean democratizar la energía y hacerla más local y participativa, pero no lo expresan bien, ni con cantidades o magnitudes, ni calendarios ni propuestas. Lo único que parecen concluir es que el perverso y centralizado dominio oligopólico energético esta a punto de saltar en pedazos, al parecer gracias, entre otras cosas a la “conectividad total” que ya no nos sorprende, cuando esa “conectividad total” es un claro reflejo de nuestros hábitos energéticos hiperconsumistas. Y que hay mucha indignación. ¿Y qué? ¿Cuáles son esos cambios y soluciones necesarias que se anuncian en la coletilla final? Para hablar de energía, me han dejado sinceramente frío.
No he leído el libro, como Pedro, pero he recibido la siguiente presentación de la editorial (no copio más que un fragmento):
Si este es el planteamiento de la PNME (y el libro tiene toda la pinta de ser una prolongación editorial de dicha organización), no me extraña la extrañeza de Pedro. ¿Cómo no va a cambiar nada, aunque la sociedad civil no haga nada? ¿Es que los combustibles fósiles van a durar para siempre? No, y de hecho su declive es ya palpable precisamente en la situación que vivimos alrededor, expolios energéticos y económicos incluidos. ¿Dónde está ese análisis en los planteamientos de base de la Plataforma y del libro? ¿Cómo una entidad o grupo de entidades que dice querer cambiar las cosas hacia un modelo renovable no parte de la constatación de que es el único que tendremos «hagamos o no hagamos nada»? La cuestión clave es que no si no hacemos nada, el modelo 100% renovable podrá ser totalitario, seguramente. Y si lo hacemos, deberemos partir de que el consumo total deberá ser mucho menor. Por tanto olvidarnos del concepto «alternativas al petróleo». No serán alternativas al actual nivel de consumo. No podrán sostener la actual civilización fósil-dependiente. Y… es más: ¿dónde está la percepción de la dependencia que tienen los sistemas modernos de captación de energía renovable -paneles, aerogeneradores, etc.- de las fósiles para su construcción, transporte, instalación, mantenimiento, resposición, etc?
Estamos (auto)engañándonos.