Publicado: 31/01/30
Autor: Daniel Gómez
Idioma: ES
Fotografía: Daniel Gómez.
Casandra poniendo tapas
No hay nada como el caucho para poner unas buenas tapas. El zapato que tenía en mis manos había sido arreglado incontables ocasiones gracias a que su dueño no había dejado que el desgaste de la tapa llegase al propio tacón. En estos tiempos es difícil encontrar una buena tira de caucho, aunque como sustituto las tiras de neumáticos reciclados tampoco están mal. El problema es que nunca se sabe la composición exacta del neumático, qué proporción de caucho natural, sintético y otros derivados del petróleo lleva, y por tanto, cómo de buena va a salir la tira. Al menos ya no se ven aquellos zapatos chinos hechos con una suela de goma inmunda que al poco tiempo perdía sus propiedades, convirtiéndose en una arenilla grumosa y pegajosa que simplemente se desintegraba. Ventajas de la desglobalización, supongo.
El día seguía tranquilo en la capital, sentado en mi silla baja de zapatero veía como pasaba la gente por la calle, la mayoría turistas. Alguno se detenía frente a la puerta y me tiraba una foto. No es que los zapateros remendones seamos una especie en extinción, al contrario, con menos zapatos malos y baratos en el mercado, el calzado es un elemento importante que se cuida. Los turistas se detienen frente a la entrada porque no están acostumbrados a ver un zapatero que trabaja sentado (y que cose con la lezna en la mano, que añadiría mi padre, alias el “Maestro”), y porque francamente, la tienda está igual que hace veinte años, cuando decidí volver al oficio. El banco de finisaje es prácticamente el mismo, solo el motor eléctrico es nuevo y un aspirador viejo ha sustituido a la bolsa de tela que recogía solo una pequeña parte del polvo generado, pero sigue pareciendo una reliquia. La mesa de zapatero, cuadrada, baja, con las herramientas centenarias amontonadas sin ton ni son. Las pieles enrolladas, y sobre todo, las hormas de madera, dan al conjunto ese aspecto auténtico que el viajero quiere llevarse de recuerdo. Al fin y al cabo, los visitantes que llegaban a la ciudad eran en su mayoría gente de posibles, capaces de comprar un prohibitivo billete de avión. Habitantes de enclaves privilegiados, donde aún existían lujos como el turismo y donde lo tradicional aún era exótico y no una solución eficiente.
En estas llegó Dídac, mi hijo, con una lata de cola Royal Paniker de 5 litros en una mano y unos cuellos de becerro enrollados bajo el brazo. Le pusimos Dídac, como el protagonista de la novela postapocalíptica de Manuel de Pedrolo, pero nunca supimos su verdadero nombre. Un día apareció metido en un carrito de supermercado de esos que los subsaharianos solían arrastrar llenos de materiales de deshecho. No llegaría al año de edad, sus padres debieron abandonarlo o quizás quedaron separados de él. Es posible que fueran devueltos por la vía exprés en una de esas redadas masivas e indiscriminadas de “ilegales” en las que se llenaban barcos en el puerto y que nadie sabía muy bien a dónde se dirigían. Después de buscar durante semanas a sus padres decidimos adoptarlo. Podríamos haberlo entregado a las autoridades de inmigración e incluso haber ganado una pequeña recompensa, pero él había llegado hasta ahí y eso nos pareció bien. Con el nuevo Estado las cosas cambiaron y no tuvimos problema para regularizar su situación, y además a mi padre le hubiese encantado tener un nieto zapatero, aunque fuese negro como el betún. Mientras no fuese chino…
“Papa, anirem al poble aquest any?”
Se acercaba el fin del mes de julio y estaba ya cerca nuestro pequeño éxodo anual al campo. Un viaje que Dídac esperaba con ansias y que nos permitía perder de vista durante unas semanas la gran ciudad. Montábamos en un tren que tardaba casi medio día en recorrer los 300 km que nos separaban de nuestro destino. Eran más o menos las mismas vacaciones de siempre. El mundo había cambiado mucho, pero nosotros apenas lo habíamos hecho, y el pueblo, menos. No íbamos en busca de alimentos “de verdad” o de autenticidad, pero sí seguíamos sintiendo esa nostalgia por sus paisajes áridos, con su geología impúdica, hecha de aluviones, anticlinales y playas petrificadas. Esos eran paisajes engañosamente duraderos, la zona, ahora en el interior, había sido una playa en el cretácico, pero a escala humana, eran paisajes en los que uno podía confiar.
“Es clar que sí… per qué ho preguntes?”
Dídac dejó la compra encima del mostrador y sin mirarme comentó algo de un libro sobre África que había visto en la biblioteca.
“És el meu poble, oi?”
Sí, África era su “pueblo”. A Dídac hacía tiempo que le habíamos explicado lo que sabíamos de sus orígenes. Le costó entender porqué su familia se había visto obligada a emigrar de una manera tan desesperada, las razones eran muchas y complejas, pero mi explicación favorita, por simple, por universal, es que su familia, como tantas otras veces en la historia de la humanidad, había decidido buscar “pastos más verdes”. Pero ahora Dídac era ya una persona madura, y yo me había encargado de ponerle al corriente, él necesitaba saber en qué momento histórico se encontraba y qué podía esperar de los años venideros. La escuela no era mala en ese aspecto. Se estudiaba la Gran Crisis del SXXI, aunque había quién sostenía que no se podía explicar ni entender bien algo que no había acabado aún.
El mundo se había convertido de nuevo en algo grande e inalcanzable, pero al mismo tiempo estaba más conectado que nunca. Allí donde habían triunfado el miedo y las emociones primitivas se había optado por no querer ver la realidad: que el falso florecimiento de lo material, la explosión de las necesidades, el crecimiento por el crecimiento había llegado a su fin. Quien había comprendido lo obvio y había levantado el pie del acelerador había sufrido al principio, viéndose superado por las superestructuras que nos empujaban a seguir un camino imposible. La simplicidad voluntaria y la austeridad igualitaria había sido, en el mejor de los casos, motivo de burla, en otros, una muestra de debilidad que otros aprovecharon para invadir, anexionarse o asfixiar económicamente.
Sin embargo, el tiempo pone a todos en su sitio, y los adalides del insostenible statu quo acabaron con sus graneros genéticamente modificados vacíos, tanto como los depósitos de sus vehículos, que iban de aquí para allá solo para mantener la ilusión de que la máquina podía seguir funcionando como siempre. No hubo más remedio que aterrizar, más o menos bruscamente. Aunque, como suele suceder, la cosa va por barrios. El “pueblo” de Dídac no fue muy afortunado, África era un plato a rebañar, con permiso de unas elites corruptas que no dudaron en venderse al mejor postor a cambio de preservar su modo de vida, una suerte de oasis de oro y diamante en medio de un erial de pobreza, ríos secos y barrigas hinchadas.
Dídac me obligó a ver las cosas de otra manera. Mi proverbial pesimismo tuvo que dejar paso, por fuerza, a otra cosa. La rabia y la indignación que me provocaba ver como el mundo se acercaba al precipicio sin que se hiciese nada para evitarlo se transformó en resignación primero y en una busca casi desesperada de signos de esperanza después. Las tertulias espontáneas que se solían celebrar en la zapatería, una tradición que venía de la época del Maestro, reflejaron también ese cambio. Cuando las cosas empezaron a ir claramente mal, cuando los primeros signos de escasez se hicieron evidentes, hubo quién se acercó a la zapatería para finalmente, darme la razón. Fue un goteo, una peregrinación, un no parar de caras de preocupación, de miedo. Por haber, hubo hasta cachondeo: se abrieron unas cuantas botellas de vino para brindar por el colapso, “al fin”.
Un día Dídac llegó del colegio con una expresión contrariada, si no fuese porque su tez era bien negra hubiese jurado que tenía los mofletes colorados, ruborizados de rabia. Había discutido con unos niños en el colegio, mayores que él. Una especie de punkis de pega que jugaban al nihilismo y culpaban a todos los mayores de “haber acabado con el futuro”. Dídac les había hecho frente diciéndoles que no todos los mayores eran iguales, y que su padre había pasado mucho tiempo advirtiendo al mundo de lo que pasaría.
“Perqué tot això, papa, tu ja sabies que passaria, oi?”
“Sí, Dídac, ¡y mardita sea la gracia!” — Dije haciendo la mejor imitación del acento cordobés de mi padre. Ambos nos reímos con ganas.
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