Publicado: 22/02/30
Autor: Luis Valcarce
Idioma: ES
El relojero
Aquél que dijo que cualquier tiempo pasado fue mejor haría bien en concretar el día y la hora, porque yo tengo mis dudas.
Algunos de vosotros, que nacisteis después de 2008, en los primeros tiempos de la crisis terminal del capitalismo, tenéis recuerdos parciales, distorsionados o magnificados por la amargura de aquellos que no han sido capaces de adaptarse, que siguen en shock. Creéis que hasta hace nada vivíamos todos en un paraíso de abundancia. No dudo que la Expansión, como algunos la llaman, fuera para algunos una época de extraordinaria placidez. Pero esa era del crecimiento, como la llaman los que siguen rogando por ella, no fue tan maravillosa como creéis. Pese a lo que hayáis visto en las viejas películas o leído en algún libro, la sobreabundancia material no alcanzaba ni de lejos a todo el mundo y no garantizaba una vida feliz y despreocupada.
Veréis: es cierto que en esa edad de la compulsión algunos teníamos muchas cosas -demasiadas cosas- pero poco tiempo y el poco que teníamos lo empleábamos en tener más cosas. Siempre más y más, sin tiempo para ser. Se suponía que los teléfonos, ordenadores, lavadoras, lavavajillas, internet, nos harían la vida más fácil, pero no hacíamos nada más que complicárnosla. Creíamos que atesorar satisfaría esa sensación de vacío, ese poso acre en el cielo de la boca. Sin embargo, éramos los siempre insatisfechos, viviendo en un mundo estridente ajeno a la luz del Sol. Todo el día encajonados: de la pequeña caja a la que llamábamos hogar a la pequeña caja a la que llamábamos trabajo en pequeñas cajas pestíferas llamadas coches. Con un horizonte nunca situado a más de dos metros. Siempre envasados, como el producto industrial rebosante de sal y de mierdas varias que llamábamos comida y que ponía su granito de arena en nuestra degradación.
Como esos días plomizos, densos, cansados en los que recibes el estallido de la lluvia como una liberación, así sentí yo el comienzo del Descenso. Llevábamos tiempo hundidos en una crisis que por muchos recortes, requiebros y reclasificaciones contables que hiciéramos no parecía tener fin ni solución. Las carreteras se llenaban de baches, los hospitales se quedaban sin material y sin médicos, las escuelas se caían a pedazos y tenían cada vez menos maestros, los niveles de paro eran insufribles, y el número de policías e inspectores de Hacienda era lo único que crecía en el país. La derecha, la izquierda, la extrema izquierda y el extremo centro seguían anclados a los paradigmas socialdemócratas, fiándolo todo a una prosperidad que estaba a la vuelta de la esquina y que permitiría redistribuir rentas mediante el decrépito Estado social reflejo de una era donde la energía era tan abundante como para volvernos locos.
Mientras esperábamos el maná del Cielo, nos hacían recordar que Rusia era culpable, hasta que los fríos inviernos y las insurrecciones islamistas del Norte de África nos enseñaron que no conviene enemistarse con el que tiene el gas y que el fracking sirve para consumir la tierra y las aguas hasta volverlas ponzoñosas y estériles, y sólo hizo más ricos a los especuladores que montaron el antepenúltimo esquema ponzi con el que saquear la poca riqueza real que quedaba en circulación por el planeta y que no estaba rehipotecada.
Y finalmente llegó el golpe o la sucesión de ellos: problemas de abastecimiento, cortes de luz, grandes masas urbanas sin saber qué hacer, el gran apagón del 2021… Fueron momentos duros, pero hemos ido haciendo el esfuerzo de readaptarnos a las circunstancias, aunque muchos hayan quedado en cuerpo o alma por el camino.
Ahora, no tenemos tantas cosas, sólo las que necesitamos. La inmensa mayoría de productos electrónicos (tablets, consolas, teléfonos…) han sido utilizados para reciclar piezas o materiales; sólo los privilegiados en sus reductos se permiten despilfarrar energía en estos lujos. Como somos conscientes de que la energía es escasa hemos aprendido a tratarla como un bien preciado: sistemas de aprovechamiento de la luz solar para iluminación y templado del agua, duchas y cocinas solares… Cuando hace frío cerramos bien las ventanas y las puertas, nos abrigamos y dejamos que el aislamiento de la casa haga el resto. Antes quemábamos petróleo y gas en grandes cantidades sólo para tener la misma temperatura corporal que tendríamos poniéndonos un jersey.
Ahora, los niños pueden jugar en la calle, recibiendo la luz, el agua, el aire y con poco o ningún riesgo de ser atropellados porque apenas circulan ya vehículos a motor. Vosotros no recordáis eso, pero hubo un momento en que jugar con otros niños al aire libre era algo infrecuente.
Antes estaba todo el día encerrado, sin ver la luz del sol, trabajando con luz artificial. ¿Veis la diferencia? Planto mi propia huerta, trabajando todos los días, aprovechando bien las horas de luz. Si tengo que ir a algún sitio camino. No como tanta carne como antes del Descenso -no hace falta comerla más de una vez por semana para vivir bien- y hace tanto tiempo que ningún producto industrial entra en mi dieta que mi presión sanguínea es normal. No piso un gimnasio desde hace años pero estoy fuerte y me siento vivo. Claro que vosotros no sabéis lo que es un gimnasio porque no lo necesitáis; algún día os explicaré con detalle para qué servían.
Por las noches dormimos. Suena raro si pensamos en 15 o 20 años atrás. Nada de ver un película hasta la 1 de la mañana o de salir de casa a las 12 de la noche. La noche es para dormir salvo aquellas ocasiones especiales en que nos reunimos para festejar algo (final de la cosecha, una visita de trueque de miembros de otra Icaria, solsticio). Aunque tengo que reconocer que me sigue gustando leer al acostarme, aunque sea a la luz de la pequeña led conectada a la batería de carga solar (restos de la Tecnoarcadia Perdida).
Realmente no vivimos mal, sobre todo comparado con aquellos que siguen demasiado cerca de las ciudades y corporaciones. Tengo que reconocer que tuvimos suerte. Vivíamos en una zona de extrarradio de una ciudad pequeña en la que siempre ha habido granjas, huertas, vacas, gallinas… No estábamos física, cultural ni económicamente tan lejos del sector primario como en las grandes ciudades. Muchos saberes tradicionales seguían vivos y otros se fueron recuperando según aumentaba el Descenso. Yo mismo, con mi particular compulsión relojera acabé resultando infinitamente más útil que como burócrata. En un mundo en el que el acceso a cosas aparentemente tan nimias como una pila se hizo difícil, tener una colección de relojes mecánicos, materiales para su mantenimiento y cierto conocimiento técnico en la materia me hizo labrarme un pequeño hueco en la nueva economía. Si alguien tenía un reloj de cuerda ya fuera automático o de remonte manual podía ponérselo a punto o cuando menos reaprovechar las partes útiles de los calibres para otros menesteres. Acabé siendo, además de horticultor, el relojero de nuestra Icaria.
¿Entendéis ya por qué no creo eso de que el pasado fue necesariamente mejor?
¿El futuro? Pues me gusta pensar que es como un pimiento de Padrón: pequeño, verde, cercano a la tierra y con la capacidad de sorprenderte.
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