Publicado: 12/03/30
Autor: Rebeca Díaz
Idioma: ES
Fotografía: Rebeca Díaz de Garayo. Montes de Triano en 2014, antes de la masiva instalación de líneas de alta tensión.
Recolectores de mineral
"Es muy fácil, ¿veis? Si te tizna el dedo de rojo es Hematites, si la mancha es amarilla se trata de Limonita. Si no mancha y forma cristales negros has encontrado una Goethita, pero si éstos son rojizos has dado con una Siderita." Así se dirige Alonso, un hombre al que le restan poco más de diez años para cumplir un siglo de vida, a la decena de personas que están a su alrededor. No se trata de un profesor de geología, él había vivido el ocaso de la minería en la Zona Minera de Bizkaia; muchos años más tarde de aquella durísima época de esplendor en la que los mineros de la zona gritaban alborozados “¡Alirón!” cuando los ingenieros británicos escribían con tiza "all iron" al encontrar una beta de hierro puro.
Su audiencia le escucha atentamente antes de recoger sus pertrechos y empezar a recorrer los montes de Triano buscando piedras de mineral de hierro en los bordes de los caminos, en los antiguos depósitos de escoria, incluso arrancándolas de las rocas que afloraban en los arcillosos suelos de la zona. Poco a poco, con la única ayuda de sus manos y alguna que otra piqueta van llenando los cestos. No son mineros al uso, no extraen el mineral de las entrañas de la tierra, su labor es más parecida a la de los recolectores de fruta. Es un grupo heterogéneo, desde adolescentes hasta gente que ronda la edad a la que hace tan solo dos décadas la gente solía jubilarse y que en muchos casos no han vuelto a tener un empleo estable desde finales de la primera década del siglo.
En alguna ocasión se ha hablado de intentar reabrir alguna explotación subterránea; aún quedaba mineral, pero el problema eran los medios. Hace falta maquinaria para trabajar y eso supone dinero. Quizás una posibilidad fuese recuperar las máquinas que se almacenan en el antiguo museo minero cerrado años atrás por falta de financiación. Habría que ponerlas a punto en la medida de lo posible y se necesitarían para ello personas con conocimientos de mecánica. Otro obstáculo es la seguridad: muchos pozos tienen más de un siglo de existencia y adentrarse en ellos es jugar a la ruleta rusa. Ha habido desprendimientos que han cegado las galerías y el entibado aguanta a duras penas esperando el más mínimo roce para derrumbarse.
Es una fría y húmeda mañana invernal víspera de Santa Bárbara. La niebla se queda enganchada en las copas de los árboles que pueblan el paraje. La vegetación ya no es como antes: las especies invasoras han ido poco a poco ganado terreno a la flora autóctona por efecto de cambio climático y la falta de recursos para combatirlas. Resisten la bioinvasión los montes gestionados por los Mendiriak, cooperativas agroforestales que han permitido sustentar a la población de la capital vizcaína y de las localidades circundantes. Ya no queda ninguna ladera que no esté cruzada por una cicatriz por la que discurra un tendido de alta tensión. El paisaje ha cambiado en los últimos años, tanto que lo que hace unas décadas era una amplia zona verde frecuentada por excursionistas, deportistas de toda clase y montañeros se ha convertido en un entorno duro e inhóspito. Allí ya no se derrama sudor fruto de una larga caminata, sino como consecuencia de un trabajo agotador.
Francisco y Josu nos acompañan por uno de los cientos de senderos que recorren aquellos montes mientras nos hablan de los cambios experimentados por la zona a nivel social, económico y ecológico.
- ¿Te acuerdas de cuando subíamos por aquí simplemente por el placer de andar? - pregunta Francisco a su compañero mientras se ajusta una vez más el cuello de su chaqueta.
- Sí – le replica Josu sin levantar la cabeza del suelo mientras escruta cada palmo de suelo en busca de alguna piedra que tuviera restos de hierro que le sirva para llenar un poco más su cesto. Nadie era consciente de la que se nos veía encima hasta que empezaron a cerrar los centros comerciales uno tras otro - añade tras unos instantes de silencio mientras observa la última piedra recogida del suelo.
Ambos siguen avanzando en silencio, atentos a cada canto, a cada roca que jalona el sendero, intentando labrar un futuro que les habían arrebatado. Muchos años después, las manos de los descendientes de aquellos mineros que extrajeron el hierro de Bizkaia en sus años de mayor abundancia tienen que conformarse con las migajas que despreciaron entonces sus abuelos. Esas migajas complementan ahora el metal reciclado de los miles de coches abandonados en las calles, mucho más costoso de trasportar hasta los escasos hornos de fundición que aún funcionan en la comarca.
<__/ volver