Publicado: 04/01/30
Autor: Ramón González Paz
Idioma: ES
Foto: KaiMartin (Wikimedia Commons)
Con los pies en el suelo, y por qué no les gusta
Con los pies en el suelo... así es como hemos tenido que afrontar los últimos diez años, y eso no les gusta. Ya sabéis a quiénes me refiero. Cuando comenzó toda esta era de transición, en aquella época en la que todavía la mayoría de voces, medios y “autoridades” le llamaban crisis (de una crisis se sale, de esto no), nadie se imaginaba haciendo las cosas que hacemos hoy en día.
Hace apenas 20 años era suficiente con ir a un supermercado o gran superficie comercial para asegurarte el 100% de las cosas que necesitabas. Tenías desde comida hasta electrodomésticos, pasando por ropa, herramientas, productos para el hogar, farmacología... incluso podrías comprar vehículos a motor. Solo había una regla: poder pagarlo con dinero y solo los euros estaban en circulación en la España de entonces.
No hace falta que enumere las dificultades que atravesamos hoy en día para conseguir todo aquello que necesitamos, todos lo sabemos y lo sufrimos en nuestras propias carnes. Lo que sí me gustaría analizar en este artículo es el cómo funcionaban algunas cosas, y porqué ya nada de todo aquello es así ahora. Ojalá a muchos de los jóvenes que podáis estar leyendo estas líneas, os ayuden a comprender el porqué nos cuesta tanto adaptarnos a esta vida a todos aquellos que tenemos más de 30, 40 o 50 años.
Los alimentos
¿Porqué ahora solo tenemos acceso a alimentos frescos de proximidad? ¿Siempre ha sido así? No, ni mucho menos. Antaño en las baldas del supermercado podías encontrar a tu disposición bandejas de plástico, llenas de alimentos frescos traídos de todas partes del mundo en cámaras refrigeradas, envueltos en más plástico. De todo el mundo, sí, de verdad. Alimentos frescos venían cargados en aviones, barcos y camiones desde Asia, América, África, Oceanía, y por supuesto desde toda Europa.
¿Cómo era esto posible? Fácil, gracias al petróleo. Si, otra vez, ya estamos hablando del maldito petróleo, pero es que no tenemos más remedio, este oro negro lo dominaba todo. La energía económicamente barata (y medioambientalmente cara como ahora comprobamos) que suponía el petróleo permitía este y otros excesos... como que estos productos terminasen en la basura sin ni siquiera haber sido consumidos o aprovechados.
Hoy, por pura necesidad, nos vemos obligados a cultivar los alimentos frescos en nuestro entorno cercano, allí a donde podemos llegar andando, a pedales o —los más afortunados— con algún modesto vehículo eléctrico. Hoy nos vemos forzados a practicar la horticultura urbana en nuestras propias ciudades para poder comer decentemente.
Muchos diréis “pero si en las bandejas de las tiendas sigue habiendo productos frescos...”. Si, pero mira su procedencia, ninguno viene más allá del radio de acción rentable de la propia tienda. No se te ocurriría buscar tomates o fresas en pleno mes de diciembre, ¿verdad? Pues antes las había, venían del otro hemisferio de la tierra.
Ahora, no conozco a ni un solo urbacultor que no aproveche al máximo los alimentos que produce. Como ya hemos venido contando en nuestra revista, en varias de nuestras ciudades incluso se han visto obligados a vallar y proteger las huertas para que las cosechas no desaparezcan durante la noche. ¿Sigue habiendo gente que consume productos frescos fuera de temporada? Sí, claro, todos sabemos quiénes son, y cómo los cargamentos de víveres llegan a sus barrios y enclaves privados, amurallados y repletos de seguridad high-tech. Todos sabemos de dónde procede su poder, su dinero. Todos sabemos quiénes son sus amigos, esos mismos que siguen disfrutando de huevas de esturión que han viajado 5000 km por rutas protegidas.
Afortunadamente hemos logrado consolidar en la última década alternativas válidas, autónomas y suficientes a través de la producción para el autoconsumo, el trueque de excedentes, el comercio y los mercadillos locales, las cooperativas de producción y consumo, las cooperativas de relocalización integral, etc. Hemos creado una realidad posible, sustentable y soberana. Y eso hace que el caviar se les atragante, creedme.
El transporte
Seguro que estáis asqueados de ver fotos y vídeos de todos aquellos coches de gran cilindrada a gasolina o diésel. Muchos todavía nos acordamos de cómo podíamos llegar a la gasolinera y decir “lleno, por favor”. Al fin y al cabo, solo han pasado... ¿cuánto? ¿quince años?... desde que comenzaron los racionamientos de combustible. parece una eternidad. Mientras repostabas nunca se te pasaba por la cabeza que todo aquello se acabaría pronto. Era impensable. A ellos no les interesaba que lo pudieras llegar a pensar.
Sí, algunos ya pensaban por entonces en alternativas de movilidad, transporte ecológico o eficiente, incluso la bicicleta creó modas y tendencias en grandes ciudades en el comienzo de siglo. “Masa crítica” le llamábamos los pioneros, sin saber cuánto tiempo iba a tardar en formarse esa masa crítica que cambiase para siempre la movilidad urbana y que iba a ser por la fuerza de los hechos, porque no quedaba otra. Pero por cada bicicleta, cientos o miles de coches se movían por las carreteras cada día a tu alrededor durante el reinado del petróleo. ¿Increíble, verdad? En realidad era sencillo: el propio petróleo servía para distribuir el petróleo. Él mismo era el que posibilitaba que llegase a todas partes. ¿Qué pasa ahora que queda tan poco, que su coste es prohibitivo y que solo tienen acceso a él los privilegiados? Pues ya veis, ahora la bici no es una moda, es una necesidad. Ahora caminar no es un deporte, es que no tienes más remedio. Ahora ya no hacemos 200km para ir a visitar a la familia cada fin de semana. Ahora ya no cogemos el coche para movernos 1km hasta el supermercado o 3km al cine. Ahora, simplemente ya no podemos coger el coche.
Nuestro pequeño coche comprado en la primera década del siglo estará cogiendo polvo en el garaje, si es que aún no nos hemos acogido al programa de minería urbana y nos lo han recogido para obtener algo de metal en la central siderúrgica de nuestra área comarcal. El mío es muy viejo, de 2005, pero todavía funciona perfectamente. Lo enciendo un poquito cada semana para comprobar que sigue operativo e intentar mantener la batería en buen estado. Su depósito de combustible todavía está por la mitad, y lo guardo como oro en paño para una emergencia, por si en algún momento necesito llevar a alguien al hospital o tuviéramos que salir precipitadamente de la ciudad por algún ataque o accidente químico como los sucedidos en varias ciudades de nuestra Confederación durante los últimos años. Ya no lo cojo a diario o para ir a hacer la compra, como hacía hace 15 años. Ahora, supondría un lujo absurdo e irresponsable, y no estoy seguro de que pueda volver a llenar ese depósito en el momento en que termine mi preciada reserva de gasoil añejo tratado con conservantes.
La energía
Recuerdo que una de las cosas que más me preocupaban sobre la energía allá por 2013 o 2014 era el cómo haríamos para calentarnos en invierno cuando llegase la escasez energética a la que ahora ya nos hemos acostumbrado. Por aquel entonces vivía en un piso cerca de Compostela y calentarse era tan fácil como darle al botón del radiador eléctrico. Radiadores conectados a la red eléctrica general, con los que calentábamos toda la casa. Fijaos, ya por aquel entonces teníamos la energía eléctrica más cara de Europa (el oligopolio energético en nuestro territorio viene de lejos). Aun así podíamos permitirnos ese lujo... o más bien, no nos quedaba más remedio, los pisos no estaban preparados para otra cosa. O electricidad o gas.
Hoy en día estamos acostumbrados a que aquellos que viven en pisos tengan calderas o estufas de biomasa centralizadas y sistemas termosolares. Aquellos que vivimos en casas individuales es normal que tengamos chimeneas o estufas rocket. Nos preocupamos no tanto por producirlo sino sobre todo por conservar el calor y aislar bien nuestras viviendas. Si algo nos ha traído de bueno toda esta Gran Transición, es algo de conciencia sobre la necesidad de conservar y administrar sabiamente la energía.
El consumo
Hace 15 años si necesitabas, querías o te encaprichabas con algo simplemente lo comprabas (si podías pagarlo, claro). Si no lo había en el supermercado del barrio o en aquellas grandes superficies comerciales que rodeaban literalmente las ciudades, no tenías más que sentarte delante del ordenador, buscarlo por el Internet de aquella época, elegir, pagar de forma electrónica y una empresa de transporte de mercancías se encargaba de hacértelo llegar a casa quemando el gasoil que hiciese falta. Sí, da igual de dónde viniera el paquete o a dónde fuera, siempre había alguien dispuesto a llevarlo por un precio asequible. Yo mismo llegué a hacer compras que me llegaban desde América, Asia o Europa en apenas unos días.
Muchos de esos portales y tiendas virtuales ya no existen, otros han sobrevivido vendiendo a los más ricos en la NeoNet, pero la mayoría fueron echando el cierre a lo largo de la pasada década por la imposibilidad de hacer llegar sus productos a sus clientes a precios razonables o afectados por los colapsos parciales de Internet y la caída generalizada del ancho de banda. Solo los productos de lujo, destinados a las castas más adineradas, son todavía vendidos de esta forma. Gente a la que no le cuesta nada pagar lo que haga falta por que ese producto llegue a la puerta de su casa y que tiene aún los medios telemáticos para encontrarlo.
El conocimiento
Hace tan solo tres décadas se crearon las bases de lo que hoy en día es el Conocimiento Libre. Internet fue la cuna de todo ello. Hasta ese entonces acceder al conocimiento era solo privilegio de las clases más altas. Aquellos que accedían a la universidad eran solo los que podían pagársela.
Tras unas décadas de universidad pública “al alcance de todos”, esto volvió a cambiar con el Gran Expolio Público del periodo 2010-2020, los “recortes” y los sucesivos cracks financieros. La oligarquía política recortó antes en educación y sanidad que en sus propios bolsillos o los de sus amigos y el conocimiento comenzó a ser otra vez privilegio de unos pocos. Solo que para entonces ya se había sembrado una semilla vital... el conocimiento libre.
Esa semilla comenzó a crecer y a desarrollarse como alternativa a la educación reglada y prohibitiva que suponían las universidades supuestamente “públicas”. En 2015 me hubiera costado creer que llegaría a trabajar en una Universidad Rural Comunitaria, pero aquí estoy. En ella compartimos conocimientos y desarrollamos las aptitudes de la gente de nuestro entorno, sin importar su edad, condición social o económica. Recopilamos, clasificamos, almacenamos y generamos conocimiento para transmitirlo de forma libre a todo el mundo.
¿Cuál es nuestro objetivo? Fomentar la soberanía personal. Que la gente pueda fabricar sus propios útiles, enseres, solucionar sus propios problemas, aprovechar y reparar todo aquello que usa en su día a día, curar muchas de sus enfermedades comunes, diseñar y construir sus propios hogares y herramientas... Esto, que en su momento empezó como una moda llamada “hazlo tú misma/o” (Do It Yourself o DIY en inglés) y que en los orígenes de la cultura humana era lo normal, ha vuelto a recuperar la importancia que había perdido durante la época de la especialización industrial, en la que la inmensa mayoría consumíamos solo aquello que había sido preparado en fábricas con grandes y complejas cadenas de montaje movidas por energía fósil. Ahora el artesanato local ha recuperado otra vez un papel central, pero ha sido por necesidad y no por decisión, ya que no podemos depender como en aquella época del esplendor consumista-industrial del consumo de productos o vienes traídos (cuando no deberíamos decir “saqueados”) de otras partes del mundo. Ahora, que ya no podemos esperar que otros nos solucionen nuestras necesidades; ahora, que ya no tenemos aquel tejido industrial que nos aseguraba la descomunal cantidad de bienes que consumíamos... solo ahora, hemos aprendido que nosotros somos mucho más de lo que quisieron hacernos creer. Somos soberanos, y eso, por supuesto, sigue sin gustarles.
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