Publicado: 14/04/30
Autor: Quim
Idioma: ES
Quim nos ofrece una nueva entrega de su Diario de un decrecimiento anunciado.
Ilustración: Antía Barba, para a «Guía para o descenso enerxético» (Véspera de Nada, 2013).
Cumpleaños (suma y sigue)
Año 2030. Hoy cumpliré 64 años. Con un año más me hubiera podido retirar y empezar a viajar por toda España como hicieron mis padres. Claro, que para ello tendría que haberme jubilado a principios del siglo XXI y no hoy. Primero porque el Imserso ya no existe. Segundo, porque hace tiempo que no cotizo.
Haciendo memoria, me sonrío de lo que he visto. De joven, me maravillaba el pensar lo que mis abuelos habían vivido: hambre, guerra, post-guerra, viajes en tartana, en moto, en camión, en coche. Velas, electricidad, radio, teléfono, televisión. Dictadura, república, otra dictadura, y una transición. Y mis padres también vivieron cambios de vértigo. Pocas veces alguien vive inmerso dentro de una función exponencial. Todo crece, todo mejora y no te puedes imaginar que no haya límites. Ellos tuvieron suerte. No vivieron los límites. Yo sí.
Muchas historias se escribieron hace treinta años sobre cómo sería la vida una vez que la energía barata desapareciera. La mayoría fueron historias de terror. Cómo nos gusta asustar a los demás. Y he de reconocer que yo también lo practico con mis nietos: historias de cementerios cuando anochece. La pequeña, la que más insiste en que les cuente la historia de la Difunta Marleni, acaba siempre marchando a la cocina a ayudar a su madre. Pues eso, nos gusta espantar al prójimo.
Respecto a mí, el miedo sigue ahí. Ahora menos que antes. La transición desde una sociedad acomodada y adormecida a una sociedad de la incertidumbre no es fácil. Pero como siempre, al final es un juego de suma cero. Cuando pierdes algo, algo recuperas. El pueblo ha sido un ejemplo. Cuando yo era pequeño Premià era un pueblo dinámico con su pequeña industria, campos, cines, comercios y una nutrida vida social y militante (el final de la dictadura de Franco y principios de la transición). Una niñez de horas y horas de jugar en la calle hasta altas horas de la noche. Aún me acuerdo de las madres de otros niños llamándolos a gritos desde el balcón para que dejaran de jugar y fueran a cenar. Hoy en día es lo mismo. Desde que los smartphones desaparecieron y los ordenadores han vuelto a ser un objeto de lujo solo al alcance de algún profesional y de alguna que otra administración pública, los niños han vuelto a ser lo que siempre fueron: niños. Y muchos de sus padres (los de la generación Facebook) recuperan el tiempo perdido. Aunque he de decir que en algunos de los partidos de fútbol o baloncesto estos treintañeros parte de ese tiempo lo dedican a repartirse unas hostias de órdago. Pero bueno, allá ellos.
A finales del siglo pasado el pueblo cambió rápidamente cuando todo el mundo quiso ser rico. Lo que no te permitía enriquecerte en un par de años fue sacrificado. Como ya decía Ernesto Schumacher, nuestra sociedad proscribió y demonizó cualquier actividad “anti-económica”. Y resulta que los lumbreras del pueblo se enriquecieron con la construcción. Fuera industrias, fuera campos, fuera cualquier cosa que le quitase el lugar a un simple ladrillo. Y fuimos el experimento casero de un planeta finito, porque ¿cuánto tardaron los dos kilómetros cuadrados del pueblo en saturarse? Pues tres décadas, pasando de cinco mil habitantes a más de veintiocho mil. Y luego, “Venga, a vivir en un pueblo urbanizado en un 90% de su superficie”.
Cuando a finales de los malogrados 10s, la crisis se agudizó, mucha gente marchó. Por lo que me han contado, eso sucedió en todas las áreas urbanas. ¿A dónde fueron? No tengo la menor idea, pero la población se redujo. Y como la economía continuaba sin generar trabajo, la gente empezó a organizarse a medida que los subsidios de lo que llamábamos el Estado del Bienestar fueron desapareciendo y el precio de todo continuó aumentando. Electricidad más cara, gasolina más cara, transporte público más caro, comida más cara. Los que habían participado en las cooperativas de consumo y en el Centre Social Autogestionat de Can Sanpere fueron la semilla de grupos de autogestión que comenzaron a atraer cada vez a más personas. Talleres de cría de gallinas, de árboles frutales, de mantenimiento de huertos urbanos, de potabilización del agua o de compostaje empezaron a organizarse. Como por todas partes.
Evidentemente, la transición agrícola fue más fácil en los pueblos vecinos ya que tenían mayor superficie agrícola en el punto de partida. Debido a la falta de espacio apto para cultivo en el pueblo se promovió una industria del abono. Todo empezó con una familia que tenía una pequeña burrada. Ellos llevaban el estiércol a los pueblos vecinos para complementar sus compostajes de residuos orgánicos. Al poco tiempo la presión para producir estiércol aumentó y la familia comentó en una asamblea del pueblo que allí había una buena oportunidad de negocio. Salió el tema de lo deficiente que se había vuelto el sistema de evacuación de aguas negras que, como en todos los pueblos de alrededor, se vertía al mar. Se propuso la creación de lavabos secos públicos, y en el pueblo empezamos a construirlos en algunas plazas y alrededor de los pocos campos cultivados. Sonrío al recordar las reuniones donde los promotores de esta idea de mierda teníamos que convencer a los vecinos de utilizar los váteres secos y luego explicar cómo utilizarlos. Suerte tuvimos de que el proceso de aceptación fue lento y podíamos arreglar los todos problemillas sin convertir el pueblo en un lodazal. Pero tras doce meses se empezó a exportar una buena cantidad de excrementos compostados.
Un punto de inflexión en el pueblo fueron las Cuines Solars que montaron otro de esos grupos autogestionarios. Cocinar en casa era muy caro: “pobreza energética” que le llamaban a principio de los 10s. ¿Quión no fue nunca a uno de esos comedores sociales que habían proliferado por medio de organizaciones religiosas o cívicas? La novedad de lo que hicieron los chavales del pueblo fue el construir hornos y cocinas solares enormes. Era el propio usuario el que cocinaba y al final todos compartíamos la comida. Para el amor propio, eso fue mucho mejor que acogerse a obras de caridad. Por desgracia no me acuerdo de cómo se llamaban. Y es que duraron poco. Porque al ganarse la estima y admiración del pueblo (los niños comían gratis, y los adultos podían aportar comida o tiempo), el proyecto lo pasó a hacer funcionar el ayuntamiento (y los autogestionarios a montar enormes cocinas solares). Y entonces empezó la aventura agrícola en el pueblo.
Intentar disponer de nuevas zonas de cultivo en un pueblo de dos kilómetros cuadrados, encajonado por otros pueblos, provoca muchísimos roces. Más de una reunión se hizo para que nos cedieran alguna parcela o campo. Nada de nada. Al final la necesidad obliga y alguien convenció al ayuntamiento de la necesidad de empezar un proceso de des-urbanización. Teniendo en cuenta que disponíamos de una fuente de fertilizante que iba en aumento, lo único que necesitábamos era el espacio. Así que fuimos uno de los pocos pueblos en cultivar la tierra desde el centro del casco urbano hacia fuera. Pero esa no es una tarea que pueda llevar a cabo un consistorio y se decidió crear dos cooperativas (una de silvicultura y otra agrícola) para que llevaran a cabo el esfuerzo. Sacrificamos los falsos plataneros enfermos (muchos) y en su lugar plantamos muchos algarrobos (fuente de riqueza local en tiempos no muy lejanos), encinas, pinos, olivos y frutales (especialmente higueras, limoneros y parras de uvas). Con tanto biólogo de carrera en el pueblo supimos evitar la concentración de demasiados árboles de una sola especie en ningún lugar y se intentó, por contra, crear las Naciones Unidas de los frutales (aunque con suertes diferentes). Tras algunas quejas (tampoco tantas), se sustituyeron muchas de las flores urbanas ornamentales por tomateras, lechugas, fresas, fresones, patatas, remolachas, calabazas, calabacines, alcachofas, zanahorias, espinacas, guisantes, cebollas, boniatos, repollos, rúcula, pimientos, ajos, coliflor, frambuesas, melones y demás. Todo eso sin olvidar las plantas aromáticas como la menta, el tomillo, hinojo... Como en todos los pueblos de la comarca, los consejos de los abuelos del lugar (los únicos con algo de experiencia en cultivo) fueron de gran ayuda. Y, cosa buena, empezó a desaparecer el característico olor que había traído nuestra industria del compostaje. Los patios de las escuelas se convirtieron en huertos y en gallineros y los maestros tuvieron que aprender a enseñar horticultura. Las baldosas de las plazas fueron levantadas para instalar jardineras. Pero donde más hemos ganado ha sido en el derribo de viviendas unifamiliares abandonadas para ampliar la superficie cultivable. Puede parecer raro, pero haciéndolo, uno tiene la sensación de recuperar algo suyo. En la última década hemos aumentado la zona cultivable hasta un 40% de la superficie urbana.
No ha sido fácil y eso que hemos tenido suerte de que los inviernos han sido suaves. Algún día me he ido a la cama sin comer. Todos hemos bajado de peso y en el pueblo vivimos ahora menos de diez mil habitantes. Algunas veces recordamos lo bien que habíamos vivido hacia el cambio del milenio. Luego siempre acabamos hablando de lo mucho que hemos aprendido en estos últimos años y de todo el esfuerzo físico que hemos invertido. Cada madrugada cantan los gallos y las flores de los naranjos nos acarician los sentidos. Podríamos estar mucho mejor, pero lo bailado ya nadie nos lo quita.
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