Publicado: 17/4/30
Autora: Janire López
Idioma: ES
Fotografía: Axel Presno, Laredo antes de la construcción de puerto deportivo.
Crónicas desde la ciudad sumergida
Ayer me acordé de la última vez que salí a comer fuera. Fue con mis padres, y yo tendría entonces unos 10 años. Aclaro para l*s lector*s más jóvenes que la expresión no tenía en aquellos años el mismo significado que ahora. La expresión ha cambiado de significado con el tiempo, como tantas otras en estos tiempos convulsos y de acelerado cambio cultural, y para l*s más jóvenes simplemente querrá decir llevarte tu comida al parque un día soleado. Aunque l*s jóvenes que vivan en uno de los territorios de la ConIber donde aún no se ha prohibido la emisión de viejas películas ambientadas en la Era de la Abundancia —censura con la que se ha intentado poner freno a las explosiones de violencia juvenil asociadas al Síndrome del Paraíso Perdido que se extendieron durante los últimos años—, sabréis que en la época de nuestros padres y abuelos esa frase se utilizaba para describir una actividad social consistente en acudir a un local llamado restaurante donde pagabas porque otras personas te hicieran y sirvieran la comida. Hoy lo vemos como un lujo inmoral e incluso ridículo, pero entonces estaba al alcance de la mayoría de la población y todo el mundo lo hacía con mayor o menor frecuencia. Hasta que llegó la Crisis Final.
Me acordé de aquel día porque pasamos con lancha mis compañeros de faena y yo por el lugar donde aproximadamente estaría aquel modesto restaurante, en lo que era el Puntal de Laredo. Teníamos que tomar una medición de la profundidad y composición del fondo arenoso para l*s compas que están haciendo un estudio sobre la evolución de la inundación de las marinas de Santoña y del Ensache laredano, que se produjo progresivamente a lo largo de apenas un lustro y que sumergió casi por completo ambas playas (Salvé y Regatón) y buena parte de las calles hasta La Pesquera. El Caos Climático (por entonces aún lo llamaban Cambio Climático o Calentamiento Global) dejó Laredo capital reducido a su zona más alta sobre el nivel del mar, es decir, poco más que la Puebla Vieja y al Arrabal. Las obras del espigón y el puerto deportivo que el gobierno cántabro había comenzado a construir en 2006 contribuyeron al desastre pues la modificación de corrientes que provocaron en la Bahía socavó los arenales de manera dramática ya antes incluso de 2014. Aquellos casi 100 millones de euros e inmensas cantidades de energía y materiales utilizados nunca sirvieron para atraer el turismo de pequeños yates (¡mil plazas para embarcaciones! ¡medio millar de plazas para coches!) que habían calculado, y sí abrió las puertas al desastre que acabó con la extensa playa y anegó de manera permanente el Ensanche.
Aquello supuso el golpe de gracia para el turismo masificado en Laredo, ya muy perjudicado por el declive económico generalizado, y el retorno forzoso a sus orígenes: un poblado de pescadores. Todas las infraestructuras creadas gracias a los impuestos de decenas de miles de personas que compraron allí su segunda residencia durante el final del pasado siglo y el principio de este, fueron tragadas por el mar en cuestión de un lustro. Laredo ya no tiene paseo bordeando la playa, ni parques, y a lo que queda del hospital hay que llegar en barca o dando un rodeo por el interior. La villa consiste ahora, como lo fue antaño, tan solo en las antiguas y empinadas calles de piedra que suben hacia la Atalaya y un área de montaña alrededor de Tarrueza, ahora de nuevo muy importante para cultivar y criar ganado y algo de cereal con lo que complementar lo que nos dan las huertas del Arrabal. Mucha gente se ha trasladado de hecho a esa zona alta de la villa porque hay más que hacer y no se sufren tanto las tormentas y galernas que ahora sacuden la costa en cualquier momento del año.
Esta ciudad sumergida es el lugar donde elegí establecerme, no muy lejos de donde nací, el Gran Bilbao. Me decidí a emigrar para aquí cuando comprobé las dificultades de acceso a las cooperativas agroforestales periurbanas, las famosas Mendiriak, con las que se pretendió —y hay que reconocer que se logró en parte— seguir alimentando y dando un empleo al millón de habitantes de aquella zona, que había pasado de vivir de la industria durante buena parte del s. XX a vivir de los servicios y del comercio al final de la Era de la Abundancia, y luego a vivir en la miseria y el conflicto social permanente cuando el petróleo barato que alimentaba el trasporte comenzó a escasear. Todos sabemos que aquellos tiempos muchos volvieron a los lugares de origen de sus familias en Castilla, Andalucía, Extremadura, Galicia... en lo que algunos llaman El Gran Retorno. Mi madre fue una de aquellas retornadas (mi padre murió en 2023 por el agravamiento de una enfermedad crónica para la cual no éramos capaces de pagar el tratamiento una vez se acabó de privatizar Osakidetza, el servicio vasco de salud), pero yo elegí quedarme algo más cerca, en la villa de mis veraneos de infancia, aunque ya nada era como entonces. Había seguido atentamente las noticias (en esta misma revista donde ahora colaboro) acerca de cómo la gente del lugar había comenzado a improvisar aquella acuicultura de subsistencia —puesta en marcha por algun*s estudiantes de Permacultura ayudad*s por pescadores retirados— en las plantas bajas de los numerosos edificios anegados, y que en poco tiempo los resultados eran mucho mejores que la pesca con embarcaciones a vela y remo que se seguía practicando pero que daba rendimientos muy magros y costosos, sobre todo después del devastador accidente del petrolero Progress en la costa gallega en 2018, cargado de sucedáneo de petróleo.
Este modo de vida no está exento de peligros, puesto que el continuo embate del agua salada va corroyendo los cimientos de los edificios y se han producido varios derrumbes que ya han costado la vida a dos acuicultoras. Con todo, Laredo y el resto de villas costeras entre Santander y la frontera con Nueva Baskonia, han logrado con este sistema de reutilización de construcciones turísticas inundadas avanzar hasta un nivel de autosuficiencia nada despreciable al menos en el aspecto alimentario, y disponen de proteínas excedentes para comerciar tanto con l*s vecin*s vizcaín*s como con la URCC (Unión Riojana, Cántabra y Castellana), e incluso producen sal de sobra para las conservas y para exportar al interior gracias a las salinas artificales construidas también en determinados explanadas del Ensache proclives para encerrar y evaporar periódicamente el agua del mar. De hecho, la secesión de la URCC con respecto al sur de la meseta por el Conflicto del Agua y el Trigo supuso una oportunidad para la conformación de nuestro Cantón Cántabro Oriental, o el Cantón Pejino, como le llamamos nosotros, cuyos antecedentes podrían estar en la Hermandad de las Marismas y la Hermandad de las Cuatro Villas (s. XIII al XVIII). La historia es cíclica, dicen. O asciende y desciende en espiral, más bien. Como un tornado.
El Cantón, uno de los territorios más pequeños que forma parte de la ConIber, se autogobierna desde entonces sin problemas y prospera gracias a un intenso comercio de proximidad con nuestr*s vecin*s. El artesanato fabril de Nueva Baskonia nos proporciona maquinaria y útiles muy diversos, y desde la URCC nos llega trigo, tejidos y botes de vidrio para nuestras conservas... Hace tan solo quince años veníamos aquí a veranear, disfrutábamos de la playa y salíamos a comer fuera. Ahora l*s antigu*s veraneantes de Bilbao o Vitoria han abandonado sus pisos o adosados y complementan sus dietas urbanas con peces, bivalvos y algas cultivados en sus anegadas residencias laredanas. La ciudad sumergida florece bajo una permanente capa de agua verdiazul.
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