Publicado: 23/3/30
Autor: Adrián Almazán
Idioma: ES
Amoeiro
Una vez más los compañeros de la revista 15/15\15 me han contactado. Desde que comenzó su andadura en el año 2015 ha sido una herramienta fundamental para dar cuenta de los éxitos que aquellos que luchamos contra la devastación y la vida administrada hemos cosechado en los últimos tiempos. Aunque podría haber hablado de muchas cosas he llegado a la conclusión de que quizá este pequeño episodio que recogí por escrito hace unos meses sea más significativo para comprender el cambio en el que nos vemos inmersos a día de hoy que cualquier análisis sesudo. Tras 15 años de trabajo hemos conseguido un mundo que es casi irreconocible para cualquiera que hubiera vivido en la sociedad industrial de principios de siglo. Sin embargo, queda mucho que hacer. Aún tenemos que enfrentarnos a la devastación que causó el Capitalismo-Estado en nuestros territorios, intentar sobreponernos al ambiente tóxico, trabajar en la autogestión de toda nuestra vida, volver a aprender cómo se relacionaban los seres humanos antes de la mediación tecnológica... En fin, esperemos que estas líneas sean un impulso al cambio en curso, a la transformación que finalmente nos permita vivir, y no sólo sobrevivir, en esta tierra.
Los últimos 15 años de mi vida me han permitido constatar que cuando las cosas cambian lo suficientemente despacio su transformación puede parecer imperceptible, por dramática que sea. Toda realidad se convierte en rutinaria si se repite durante el tiempo suficiente. Y eso es exactamente lo que la gente de mi generación ha vivido, un cambio radical revestido de cierta cotidianidad. Si mirara al mundo de hoy con los ojos de hace 15 años me parecería una extraña mezcla de dramático, apacible, ilusionante y peligroso. Las expectativas que me formé a los 18 años comenzaron a desmoronarse a los 23. Y hoy, a mis 40 años, simplemente me cuesta pensar que fui capaz de albergarlas en algún momento de mi vida.
Me pregunto si mi hijo Cesi realmente cree las historias que le cuento sobre mi niñez. Se acerca a mí en silencio por la noche, cuando toda la aldea se junta en la casa comunitaria y yo tomo asiento cerca de la chimenea. Entonces comienzo a hablar. Hablo de las noches en las que la luz de las ciudades no me dejaba ver las estrellas, de los días en que todas las personas tenían uno o más coches y llenaban los caminos con ellos, de los centros comerciales en los que se podía conseguir todo tipo de alimento sin tener que trabajar la tierra, de mi vida en Madrid... Los mayores entre nosotros sonríen ante el tono misterioso que utilizo para describir lo que fue nuestra realidad cotidiana sólo unos pocos años antes. Sin embargo los pequeños siempre se unen al grupo de relato expectantes. Sus ojos muy abiertos y su silencio casi total nos dicen que mis historias hablan de un mundo que no es el suyo.
Es gracioso. Me recuerdo a mí mismo sentado en el salón de la antigua casa de mi abuelo. Luchando contra la omnipresente televisión conseguía arrancarle relatos sobre su infancia en un pequeño pueblo de Ávila. Las historias que para mí eran casi inconcebibles son hoy la vida cotidiana de Cesi y del resto de vecinos de la aldea. Es también mi propia vida cotidiana. Sin darnos demasiada cuenta nos hemos convertido en campesinos y hemos hecho de Amoeiro nuestro hogar.
En los primeros años de vida de nuestra pequeña comunidad, en lo que entonces se conocía simplemente como Galicia, nuestra actividad fue frenética. Mientras nos esforzábamos en construir nuestra propia autonomía como aldea (además de reconstruir las casas que, abandonadas durante treinta años, estaban en estado de ruina) nos embarcamos en la escritura de artículos (en esta publicación, entre otras) y libros, dábamos charlas e impulsábamos diferentes luchas encaminadas a intentar proteger nuestros territorios y articular las diferentes experiencias de recuperación de la vida rural que ya comenzaban a surgir de forma tímida... Recorrimos toda la comarca hablando de cómo la industrialización había devastado el mundo y compartimos con nuestros vecinos la visión de una vida sin Capitalismo ni Estado. Un mundo en el que el ser humano controlara las máquinas en vez de ser controlado por ellas. Trabajamos en la creación de nuevas formas de organización que recuperaran lo mejor de las antiguas generaciones sin dejar de incorporar nuevas reflexiones encaminadas a posibilitar una vida autónoma sobre una Tierra maltrecha. Los debates eran apasionantes, a la par que vitales. Discutíamos sobre la viabilidad de la ciudad sin un aporte constante de combustibles fósiles, sobre la forma en que el consumo y la tecnología nos modelaba y nos convertía en individuos sólo aptos para la vida en cautividad... A día de hoy hemos visto que los grandes aglomerados urbanos han tenido que reestructurarse casi íntegramente ante la disminución crítica de combustibles fósiles. En la mayoría de las ciudades los barrios han recuperado su autonomía tanto política como espacial, volviendo a generarse cinturones verdes entre las zonas urbanizadas encaminados a la producción de alimentos (mediante el cultivo y mediante la creación de bosques comestibles). De igual modo una enorme cantidad de gente ha conseguido superar el reto antropológico que suponía el reconstruir en colectivo las herramientas necesarias para cubrir la mayor parte de sus necesidades básicas (alimento, vestido, vivienda, etc) sin depender del mercado.
Sin duda uno de nuestros grandes triunfos fue la formación masiva de comunidades de montes vecinales y la reinstauración de concellos abertos en casi todo el territorio rural de lo que era la provincia de Ourense (es decir, casi toda la antigua provincia). Fue el año en el que la alianza de izquierda tomó brevemente el poder en Galicia generando un clima de confusión momentáneo que aumentó nuestra capacidad de hacer y de convencer. Este movimiento de construcción de comunidades fue sin duda un antecedente claro del modelo que posteriormente adoptaría la CNERI1. Además no se entendería la fortaleza que hemos demostrado frente al caos climático y el clima de incertidumbre social que viene azotándonos desde los últimos ocho años sin ese periodo previo de organización social que devolvió a los vecinos de las parroquias y aldeas la capacidad de decidir sobre y en su territorio, además de la posibilidad de cuidar y aprovechar los recursos que el monte siempre había albergado.
Pero sin duda estoy divagando, como siempre.
Quizá si me he puesto a escribir hoy es porque el asunto de la avería del coche me ha turbado. También por nostalgia. Los grandes medios de comunicación siguen como siempre cooptados por las grandes empresas y el gobierno, pero además la tinta y papel ha aumentado tanto de precio que a día de hoy resulta muy complicado sacar adelante publicaciones y artículos de cierta tirada. Pero creo que el asunto del coche ha marcado mucho más mi ánimo, y sobre todo me ha hecho más consciente de lo profundamente diferente que es el mundo a día de hoy. Hace sólo dos días la furgoneta que utilizábamos como elemento de transporte comunitario de toda la parroquia ha dejado de funcionar. Tras más de diez años utilizando aceite reciclado como combustible, repentinamente se ha negado a arrancar. A día de hoy su uso era ya muy esporádico, limitado fundamentalmente a urgencias y transporte de material muy pesado (piedras, grandes cantidades de leña, etc). De hecho hace poco más de dos años dejó incluso de utilizarse para “el viaje de la madurez”2. Sin embargo siempre había estado ahí, como una puerta abierta a una movilidad a la que no habíamos terminado de renunciar. Ese mismo día contactamos con Santiago, un antiguo mecánico que vive ahora del pastoreo en la aldea vecina. Tras revisar la furgoneta con gesto serio nos comunicó que el fallo había sido electrónico. Sería necesaria la reparación de la UCM (Unidad de Control de Motor) de la furgoneta para volver a hacer que funcionara. Aquello resultaba tremendamente desafortunado ya que, a diferencia de los componentes puramente mecánicos que eran fáciles de encontrar en los mercados de despiece que habían aparecido por todas partes para aprovechar la gran cantidad de coches abandonados, las piezas electrónicas eran difíciles de conseguir. Por si fuera poco, ese tipo de elemento (una especie de microordenador programable que se había introducido en todo tipo de coches desde poco antes del cambio de siglo) había que repararlo utilizando para ello un ordenador y un software muy especializado: no valía simplemente con ponerle la UCM de otro vehículo. Cuando la disminución del flujo de combustibles fósiles hizo muy cara la fabricación de nuevos componentes microelectrónicos las fábricas abrazaron una política de estricto reciclaje que hizo aparecer por doquier a personas que se encargaban, de manera metódica, de recoger la “chatarra electrónica” y vendérsela. De este modo, en unos pocos años, las empresas productoras consiguieron construir el monopolio actual, casi total, en el ámbito de los componentes electrónicos y el software asociado. Ahora exigen a todo aquél que quiera acceder a sus mercancías y técnicos especializados un pago estrictamente monetario (dejando al margen la posibilidad de trueques o el uso de cualquiera de las numerosas y extendidas monedas locales).
En nuestra aldea la circulación de dinero prácticamente ha desaparecido. Para poder tener ingresos es necesario vender parte de nuestra cosecha, animales o artesanías en alguno de los mercados de la ciudad de Ourense, lo que supone una ruptura en el equilibro entre trabajo y producción para la subsistencia. Ahora que las necesidades de alimento, vestido y vivienda se pueden cubrir gracias a la propia producción de la aldea o al intercambio con el resto de núcleos que conforman la parroquia, la venta en el mercado se ha hecho cada vez más rara. Es por ello que el concello de hace dos noches fue quizá uno de los más intensos y difíciles que se han celebrado en los últimos años, ya que el precio de esta reparación es muy elevado y hubiera supuesto un esfuerzo notable para la economía de la aldea el invertir en su adquisición. Muchas vecinas insistieron en que debíamos reservar parte de nuestra cosecha para costearlo sin mayor discusión, ya que la renuncia a la movilidad era ir demasiado lejos. Sin embargo algunos otros señalaron que si hiciéramos eso estaríamos poniendo en peligro la reserva de alimentos para animales, que serían fundamentales si el intento de reparación fracasara y a partir de entonces se tuviera que depender íntegramente de los carros para el transporte.
Toda la comunidad asistió a la reunión, como era habitual. Y todos los adultos discutían a voz en grito. Por un lado se señalaba la dificultad del viaje: transportar el pesado vehículo utilizando los animales de la aldea era todo un reto. Además obligaría a dejar a muchos vecinos sin su herramienta fundamental de trabajo, precisamente ahora que llegaba el momento de labrar la tierra para posteriormente plantar los semilleros de los cultivos de verano. Por otro lado la posibilidad de percances o deterioro de los carros en la travesía suponía un riesgo que muchas vecinas no estaban dispuestas a asumir. Sin hablar ya de que algún animal pudiera sufrir daño en el proceso. Mientras la algarabía se prolongaba los más jóvenes se reunieron en un pequeño círculo y comenzaron a cuchichear. Aunque al principio este movimiento pasó inadvertido, al poco tiempo la energía que irradiaba el silencio total del pequeño grupo, que miraba a la asamblea con gesto de espera, fue suficiente para calmar la discusión y generar una gran expectación. Al parecer tenían algo que comunicar a los demás. Todo el mundo escuchó atentamente, y Jorge, el hijo de Ángel, alzó la voz: «Hemos estado discutiendo y nos gustaría plantear una pregunta a toda la aldea. ¿Para qué necesitamos un coche a día de hoy? Parece que el único problema fuera si es posible o no arreglarlo, si es fácil o difícil transportarlo. ¿Pero acaso la primera pregunta no debería ser si es deseable o no? Por nuestra parte, decimos no. No necesitamos tener un aparato que nos pueda llevar a cientos de kilómetros de distancia en cualquier momento. Nuestra vida está aquí, y si algún día necesitamos hacer un viaje preferiremos hacerlo en cualquiera de los carros de la aldea. Oler las flores, escuchar los sonidos del día, disfrutar del viento en nuestra cara, conocer a las personas que nos esperan en el camino. En resumen, queremos que los viajes sean una excusa para seguir viviendo y no un momento en que la vida queda suspendida en la cárcel de la velocidad».
El silencio fue casi total. Todos nosotros, yo el primero, quedamos paralizados como si nos hubieran golpeado. El darnos cuenta cómo el nuevo mundo está ya creciendo en el corazón de nuestros pequeños fue estremecedor. Mientras nosotras intentamos aferrarnos a los estertores de un mundo decrépito nuestros hijos e hijas han decido dejarlo morir para que sirva de abono al nuevo mundo que ya nace. Esa muestra de sabiduría zanjó la discusión, dejando a todos los adultos de la aldea entre confusos y admirados. Ahora mientras escribo veo a través de la ventana nuestra antigua furgoneta convertida en almacén de paja. Los asientos han sido desmontados y ahora son parte del mobiliario de la sala comunitaria. ¿Recordarán mis nietos acaso que un día aquél objeto se movía a más de cien kilómetros por hora y podía transportarnos al otro lado de la Península Ibérica en un solo día? No sabemos lo que nos puede deparar el futuro pero, al menos, cosas como las que pasaron hace un par de noches nos permiten afrontarlo con la esperanza de que las personas que comienzan ya a habitar esta maltrecha tierra serán lo suficientemente sabias como para no repetir los errores que nosotros hemos cometido.
- La Confederación de Nuevos Enclaves Rurales Ibéricos (CNERI) se fundó en el año 2017. Aunque inicialmente marginal, la CNERI ganó una enorme cantidad de miembros en un tiempo muy corto. Desde sus diferentes enclaves fundacionales (la antigua Extremadura, los enclaves rurales de Ourense, la zona de acción de la que se conocía como Cooperativa Integral Catalana, la aldea Amayuelas de Abajo y Lakabe junto con el resto de pueblos okupados de Navarra) fue capaz de aglutinar a la miríada de pequeños grupos que trabajaban en una misma línea y bajo un paraguas discursivo común. El trabajo de esos primeros años se centró en situarse en pueblos ya existentes y comenzar a retejer los lazos comunitarios en las diferentes comunidades mediante alianzas entre los antiguos y los nuevos pobladores. Las experiencias pioneras, como la nuestra, se centraron principalmente en generar espacios amplios de terreno comunitario que se transformaron en huertas locales y talleres colectivos. Tras la gran carestía del 2022 el modelo, ya con cierta visibilidad pública, comenzó a ser imitado en casi todas partes hasta convertirse en lo que es a día de hoy. Una organización confederal que funciona paralelamente al Estado. ↩
- Por acuerdo confederal se reconoce el derecho de todo miembro del CNERI a hacer uso de un transporte comunitario para realizar un viaje más allá de su propia región. El fin es el de entrar en contacto con las personas que habitan en otras colectividades de la CNERI y hermanarse con algún miembro de las mismas. En sus orígenes, en torno al año 2017, el acuerdo federativo incluía la posibilidad de viajar en avión a las federaciones hermanas americanas que tenían un modelo similar al CNERI, además de la utilización de coche para desplazarse a cualquier punto de la península. Sin embargo a partir de la gran carestía de petróleo del 2022 (las tensiones geopolíticas del momento produjeron un brusco corte en el suministro que, aunque no fue permanente, marco un punto de inflexión a partir del cuál las cantidades disponibles de petróleo descendieron enormemente) imposibilitó el viaje transatlántico, y el viaje en coche pasó a basarse fundamentalmente en la utilización de aceite reciclado, al hacerse los combustibles fósiles más y más costosos. ↩
<__/ volver